lunes, 12 de julio de 2010

Sobre cómo se comportan los cuerpos en caída.

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Antes de comenzar quisiera suponer que todos alguna vez nos hemos caído. No estoy hablando con metáforas o intentando ser profundo. Hoy amanecí superficial como un charco de agua lluvia que se seca en media hora. Sólo me interesa dejar establecido lo siguiente:
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1) Alguien se cae,
2) Ese alguien es humano,
3) Alguien es como todos,
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y, por lo tanto:
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1) Todos somos como alguien,
2) Todos somos humanos, -y, por último, y he aquí lo esencial-:
3) Todos nos caemos,
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Sé que lo anterior no da siquiera para silogismo, pero no nos compliquemos... ¿Todos de acuerdo? Entonces continúo.
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Las caídas que sufrimos pueden ser diversas, tanto por la forma en que suceden, como por los motivos que las causan, o por los efectos que provocan en el caído, entre otros factores.
Podríamos, incluso, aventurarnos a decir que no existen dos caídas iguales, aunque no pretendo defender esto acá, -no es lo primordial, además-. Me basta con que se entienda la abismal diferencia entre una caída mientras jugamos o corremos, y la caída de un hombre desde un décimo piso, de la que no se entrega explicación alguna.
Planteo esto porque hoy leo un extraño texto de Otto Wingarden donde él nos habla sobre la voluntariedad de las caídas. En él, Wingarden postula, -luego de una serie de experimentos y pruebas realizadas a un grupo de escolares en México y Carolina del Norte- que no existen las caídas involuntarias; que todas las caídas obedecen a un impulso consciente o inconsciente del individuo, y que sólo podemos sacar de este grupo aquellas que son provocadas por un agente externo y ante las cuales el individuo no puede, de ninguna forma, oponerse. Ni consciente ni inconscientemente, especifica.
En dicho texto, -cuyo objetivo final se relaciona con el quehacer pedagógico y las respuestas que un profesor tutor debe dar ante una serie de problemáticas de un grupo curso-, se señala por ejemplo que existe una “voluntad inmanente” del niño que lo impulsaría a caerse, con el fin último de contrarrestar carencias afectivas, o simplemente carencias de cualquier tipo (en otro de su textos Wingarden establece una clasificación de carencias identificando más de 30 variaciones posibles… cosa que por el momento no viene al caso) evidenciando así un nuevo origen para su problema o desagrado.
El respaldo que ofrece se basa en los resultados de varios estudios donde se establece una relación directa entre el número de caídas de un escolar durante el año, y los problemas afectivos que dicho escolar presenta. De hecho, Wingarden establece y comprueba la existencia de un lazo directo entre el grado de felicidad que siente tener un niño y la cantidad de caídas que éste sufre a lo largo de la infancia. Es decir, además de ser menos feliz, el muchacho deberá sufrir sus caídas constantemente.
Luego, Wingarden señala que no sería correcto creer que el niño es menos feliz porque se cae, sino que, como lo demuestran otros de sus “experimentos”, la experiencia de caerse parece calmar de cierta forma esa infelicidad –pues al calificar su grado de felicidad luego de una caída, los encuestados siempre marcaban una calificación superior a la elegida en tiempos de “equilibrio”-, con lo que se abre además el espacio para una reflexión un poco más profunda que sugiere todo esto.
De hecho, el mismo Wingarden señala hacia el final de su trabajo:
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“No debemos entender la realidad de los niños como una serie de actos concretos, adquiridos y/o guiados, sino que debemos aprender a ver en ellos una serie de matices que son siempre un prisma que permite ver el origen de esos sucesos (…) Si el ser humano se preocupa de entender aquello, su interés será la luz necesaria que justamente le permita ver a través de ese prisma, y lo que vea será similar siempre a un recuerdo de infancia (…) Como una caída en sí mismo (…) en su propia consciencia…”
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Pero como ya les dije en un inicio, hoy no es un día de profundidades insondables, ni de símbolos, ni de sentidos ocultos. Hoy es un día simple y sencillo en que leo que las caídas son siempre voluntarias y me limito a exponerlo, a describir mínimamente esa idea.
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Y sí, es cierto, la idea me queda dando vueltas mientras avanza el día y mi forma de mirar a los otros es, al menos por hoy, un tanto diferente. Pienso en los niños, en las señoras que se caen, y hasta en los borrachos que parecen beber sólo para tener una excusa y caerse a destajo… y mientras pienso todo esto, empiezo a dudar un poco sobre mi nivel de felicidad, y trato de ir atento, despierto, pensando si es o no una buena señal el que ya no me tropiece tanto como antes, si era esa la felicidad que yo quería, si habré alcanzado así sin darme cuenta una felicidad que quizá llegó sin aviso y no la vi. Pero se me había olvidado: hoy soy superficial como un charco de agua lluvia, como esos que encontré en la mañana sin siquiera escuchar llover.
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Por último, -y esta es la única y mínima “profundidad” que hoy día me voy a permitir-, pienso que hoy en día cada vez hay menos niños con rodillas lastimadas, lo que a diferencia del señor Wingarden no me parece para nada un signo positivo.
Y es que antes teníamos miedo de lo que nos podía suceder, en cambio hoy en día los niños tienen miedo que en verdad nunca les suceda nada, y sus rodillas permanecen casi siempre sanas y brillosas. Y hasta intactas… sí, intactas -¡qué palabra más triste!-.
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