miércoles, 30 de noviembre de 2022

Igual que un profesor ante su curso, paso lista a mis emociones.


Igual que un profesor ante su curso, paso lista a mis emociones.

Muy de vez en cuando, es cierto, pero al menos lo hago.

Respiro hondo, abro bien los ojos y busco el tono que considero adecuado.

Comienzo entonces a nombrarlas una a una con nombre y apellido.

Y como no saben contestar las busco por la sala.

Casi nunca están a simple vista, así que me demoro en encontrarlas.

En rincones.

Ocultas unas tras de otras.

Semanas, a veces, me demoro en el proceso.

Por otro lado, si soy sincero, debo reconocer que cada vez encuentro menos.

Y si bien no sé si eso es algo malo, de cierta forma la ausencia me entristece.

No sé explicar por qué.

Es cierto: de vez en cuando alguna ausente regresa con el tiempo, algo cambiada.

Pero la mayoría en realidad no regresa nunca.

No sé decir si desertaron o simplemente egresaron tras completar su ciclo.

Y sinceramente desconozco si eso es algo que pueda alguna vez averiguarlo.

Tal vez por eso, las observo con atención, como si me estuviera despidiendo.

Con vergüenza, incluso, porque no tuve nada que enseñarles.

Entonces, igual que un profesor ante su curso, me despido de ellas.

Y las dejo salir, porque sé que en el fondo son libres.

Y no me pertenecen.

martes, 29 de noviembre de 2022

Era un letrero luminoso.


I.

Era un letrero luminoso, de esos ya clásicos, escrito con luces de neón.

Lamentablemente, cuando lo vi, apenas se iluminaban algunas pocas letras.

Una de cada cuatro, calculo, por la distancia entre ellas.

Además, como el letrero estaba lejos, no lograba distinguir la silueta de las letras apagadas.

Por lo mismo, el mensaje se me hizo indescifrable.

Y no está acá.


II.

Así y todo, podría mencionarte las letras que permanecían encendidas.

Y jugar entonces a adivinar, cuáles eran aquellas que faltaban.

Algo así como un ahorcado, aunque no podríamos corroborar, finalmente, si estábamos en lo cierto.

Por lo mismo -pienso ahora-, da igual si te menciono yo las letras o te las inventas tú o si las sacas al azar de algún sitio.

Solo son letras, además.

En luces de neón, es cierto, pero siguen siendo letras.

Y al final se apagan.


III.

Podría concluir diciendo que todo es siempre un mensaje incompleto.

Pero sería en el fondo una mentira, como tantas.

Otro engaño que esbozamos para dar a entender que el mundo -o alguien que escribe con luces de neón-, tiene algo que decirnos.

Signos luminosos y dispersos que son arrojados sobre el mundo como si se tratase de semillas.

Suena bien, es cierto, pero reconocemos el engaño.

Y es que sabemos, con pesar, que nada crece de esos signos.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Volvieron los caracoles a ese jardín.


Volvieron los caracoles a ese jardín.

O al menos yo volví a verlos.

Los encuentro junto a él, en realidad.

Saliendo o regresando, probablemente.

Me preocupo de no pisarlos, cuando camino por un pequeño camino que está a un costado.

Me preocupo sobre todo en la noche que es cuando salen.

Entonces los tomo con cuidado y vuelvo a depositarlos en el jardín, entre las plantas.

Después, dejo de pensar en ellos hasta que vuelvo a encontrarlos, otra noche.

Solo entonces, no sé bien por qué, me pongo a escribir sobre aquello y pensar algunas cosas.

Por ejemplo, he comenzado a pensar hacia dónde van los caracoles cuando salen del jardín.

O por qué salen si nada hay para ellos, más allá de esas plantas.

Y claro, como no tengo respuestas, sigo escribiendo sobre ello.

Eso es lo que hago, por cierto, ante todo aquello que no logro comprender.

Ante toda pregunta que queda lanzada así de pronto, sin dirigirse hacia algún sitio.

La recojo, supongo, así como hago con los caracoles y la llevo hasta el jardín de esta hoja.

No sé mucho más sobre cómo funciona todo aquello.

Si es que funciona, de alguna forma.

Solo digo que volvieron los caracoles a ese jardín.

Y a este jardín.

O al menos yo volví a verlos.

domingo, 27 de noviembre de 2022

Cómo llegó a casa.


Llegó a la casa con huellas de dientes marcadas en la palma de una de sus manos y en dos de sus dedos. Eso decía el comunicado de la madre, donde además solicitaba reunirse con la directora de la escuela y con la profesora que tenía los niños a su cuidado.

También había fotos incluidas en su mensaje. Seis archivos que habían llegado junto con el mail donde acusaba el problema y solicitaba, urgentemente, la entrevista.

La directora llamó a la profesora del niño y juntas observaron las imágenes. Una de las manos del niño estaba apoyada en distintas posiciones sobre un mantel blanco. Tal vez por el ángulo en que habían sido sacadas, las fotos se veían muy extrañas. La mano de niño, de hecho, parecía un juguete de goma, sobre una mesa, o como un trozo de carne que se ocupará luego, en un almuerzo.

No se trataba de heridas, al menos, comentaron ambas. Eso las alivió un poco. Eran solo unas marcas rojas que probablemente ya hubiesen desaparecido para cuando se entrevistaran directamente con la madre.

-¿No dice el mensaje quién habría sido? -preguntó la profesora.

-No -dijo la directora-. No aparece. Recuerde que usted también leyó el mensaje.

Era cierto.

La directora entonces conversó con la maestra sobre el niño y pidió otros antecedentes. No había nada especial. Tampoco había habido ningún otro caso de niños que se mordieran u otras agresiones. Salvo algunos empujones y un par de chicos un tanto aislados, durante los recreos.

-Puede haberse mordido él mismo -dijo la profesora, mientras observaba nuevamente las imágenes.

-Puede -dijo la directora.

Ambas se observaron, mientras imaginaban al mismo tiempo al niño mordiéndose una de sus manos.

-¿Está segura que es un buen niño? -preguntó finalmente la directora.

La profesora dudó por un instante qué contestar.

-Es un niño… -dijo entonces, algo confusa-. Es un niño.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Apenas era un crío cuando la edad media comenzó.


Apenas era un crío
cuando la edad media comenzó.

Por eso, tal vez,
no la recuerdo con detalle.

Lo que sí tengo en mi memoria s imágenes.

Piedras sobre piedras, en principio.

Grandes piedras sobre piedras.

Luego catedrales.

Numerosas catedrales.

Creciendo por ahí como si fueran árboles.

Un bosque de catedrales, si lo piensas.

Y el hombre, entre ellas, vagando.

Arrojando migajas como en los cuentos de niños,
para luego no perderse.

Y es que no eran parte del camino, las catedrales.

Yo era un crío por entonces, pero ya sabía eso.

O lo intuía, al menos y eso me permitía concluir.

Ni referencias ni parte del camino.

Las catedrales eran seres de otra especie.

Trozos de carne y piedra unidas con quién sabe qué.

¡Y cuántas catedrales…!

Las hubiese contado entonces, pero recuerden que era un crío.

Sabía contar en todo caso, pero me distraía de inmediato.

Todo llamaba mi atención.

La estructura de la oración.

Los pasos del rito.

Olvidaba incluso desde qué catedral venía o hacia cuál me dirigía.

Hasta los fieles que entraban a cada una de ellas,
asistían de cierta forma uniformados.

Tal vez, pienso ahora,
debiesen haber servido a dioses distintos
para poder diferenciarlas.

viernes, 25 de noviembre de 2022

La guinda.


No se abrieron los cielos, pero algo se abrió porque hubo un ruido.

Un sonido de rasgadura débil, como si en algún lugar cercano a alguien se le hubiera roto la costura del pantalón.

No era eso, por supuesto, pero la comparación es útil.

O tal vez no tanto, pero a mí me satisface, al menos.

Cómo sea, lo importante aquí es contarles lo que vino después.

La voz gastada que llevó hasta nosotros unas palabras confusas:

Soy el final, dijo alguien, a través de esa voz.

No soy el alfa ni el omega, pero de igual forma soy el final.

O soy la guinda, más bien, al final de todo esto.

Sí, eso soy: soy la guinda.

El pequeño fruto rojo que corona una torta que nunca sabremos si fue real.

Y es que nadie quedará en pie, para comprobar aquello.

La voz se escuchó un rato más, pero solo dando vueltas sobre lo mismo.

Desgastada, pero a la vez cierta y oscura.

Como si proviniese de un corazón también oscuro y fláccido.

Entonces no sé bien qué ocurrió, pero a mí me pareció un sonido de algo que se cubre.

No el cierre de una rasgadura, pero sí algo que la volvió, al menos, más lejana.

No se cerraron los cielos, en definitiva, porque no se habían abierto.

Y el silencio no fue completo, pero permitió en parte, la paz.

jueves, 24 de noviembre de 2022

Te quejas de tu mala suerte.


I.

Te quejas de tu mala suerte.

Puedes hacerlo, por supuesto.

Eres libre de hacerlo.

Así y todo, nunca sabrás realmente
de qué suerte peor te ha librado
esa supuesta mala suerte.

Podría darte ejemplos,
pero confío en tu sensatez.

Tardía, a veces, pero sensatez al fin y al cabo.

Dicho esto, puedes seguir quejándote, si quieres.

Recuerda que eres libre de hacerlo.

Además, sé perfectamente que aquello
no es en lo absoluto asunto mío.

Puedo aceptarlo, sin problemas.

Sé quién soy.

Yo solo estoy de paso.



II.

La solución que buscas no es, a fin de cuentas,
una ruta distinta al camino que sigues.

No un camino distinto, me refiero.

No existen, en este sentido, grandes cambios.

No saltas de una línea a otra.

No sales de ti mismo y caes en otra vida.

Los caminos son de cierta forma paralelos, y no establecen contacto.

Cuando quieras comprenderlo todo será más fácil.

Quedará menos tiempo, es cierto, pero será más fácil.



III.

Lo he dicho diez veces y lo he repetido veinte:

Si no tiene solución, es que nunca fue un problema.

Simplemente perdemos tiempo enfocando mal el objetivo.

No hay mala ni buena suerte.

Ni siquiera hay suerte.

Nada hay para ti fuera de ti mismo.

Y te equivocas si piensas que eso es malo.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Ese año le extirparon una muela.


Ese año le extirparon una muela.

Lo recuerda claramente ya que sufrió una pequeña hemorragia.

A raíz de esto le hicieron exámenes y descubrió un problema en la coagulación sanguínea.

Le dijeron que el problema sanguíneo, era hereditario.

Meses después, en una conversación, se sorprendió al comprobar que sus padres y abuelos no habían sufrido nunca algo similar.

Entonces decidió pensar que el mal, podía no ser necesariamente hereditario.

El doctor, sin embargo, le insistió en que al menos uno de sus padres debía tenerlo.

Uno de sus verdaderos padres, le dijo.

Él se sorprendió, obviamente, ante estas palabras.

Y es que aquello, era algo en lo que nunca había pensado.

Entonces, él conversó el tema con sus padres.

Los notó nerviosos y evasivos.

De esta forma, comprendió sin volver a insistir.

Se miraron mientras se acomodaban en sus asientos.

Prefirieron hablar de otras cosas.

No tan lejanas al tema central, para fingir un poco.

Hablaron de las muelas, por ejemplo.

De lo que se sentía extirparlas.

Él contó que pasaba el día apoyando su lengua en el hueco donde antes había estado la muela.

No podía evitarlo, según decía.

Sus padres hicieron algún comentario sobre esto, por supuesto, pero él lo olvidó.

Me contó esto una vez en que asistí al lanzamiento de uno de sus libros.

Era un libro para niños, muy breve, en que la narradora de la historia era una muela extirpada.

Él lo había escrito en el mismo año en que le extirparon la suya, aunque no recuerda si antes o después de averiguar aquello concerniente a sus padres.

Eso es lo que me cuenta el día del lanzamiento de ese libro.

Yo colaboré con los dibujos.

Poco más recuerda de ese año.

martes, 22 de noviembre de 2022

Algo que no dijo.


I.
Ella volvió para decirle algo que al final no dijo. En cambio, improvisó otras palabras, tras su regreso. Yo estaba ahí, por cierto, y escuchaba todo atentamente. Así y todo, no supe entender qué era aquello qué quería lograr con sus palabras. De hecho, ni siquiera comprendí con qué tono lo decía o qué ánimos la impulsaban. Por eso, entre otras cosas, fue que decidí acercarme y preguntárselo directamente. Fue así que supe que ella había vuelto para decirle algo que al final no dijo. Tal como mencionaba en un inicio.

II.
Cuando hablamos luego me contó que siempre le ocurría así. Llevar un mensaje concreto y finalmente desecharlo e improvisar otro. Me explicó que –al menos en parte-, lo hacía voluntariamente. Prefiero guardarme esos mensajes ya elaborados, confesó. No sé muy bien para qué. Supongo que los colecciono.

III.
Me contó entonces que, literalmente, guardaba para sí esos mensajes. Es decir, los escribía en un cuaderno especialmente destinado para aquello. El cuaderno era pequeño y solía llevarlo consigo. Entonces, lo sacó de uno de sus bolsillos y me lo enseñó. En él, podían observarse varias frases que tenía escritas. Las anotaba entre comillas, junto a una fecha y una hora, en la que finalmente no fueron dichas. De todas formas no comprendo todo aquello, concluyó, mientras leía algunas frases. Ya te dije que solo lo colecciono.

lunes, 21 de noviembre de 2022

Un sastre y un niño.


No estoy seguro, pero parece que era de Hoffmann.

Un cuento en que un sastre le cortaba los pulgares a un niño que se chupaba los dedos.

Con las tijeras de cortar ropa, se los cortaba.


Muchas veces soñé de pequeño con esa historia.

Aparecía en una antigua recopilación de relatos, que estaba en casa de una tía.

En el sueño, al principio, yo era el niño al que le cortaban los pulgares.



Como las tijeras eran grandes, sin embargo, ocurrió que en el sueño hubo heridas mayores.

Cortes disparejos que se llevaban por delante varios dedos, por ejemplo.

O incluso algún corte que cercenaba toda una mano, e incluso parte del antebrazo.



Con el tiempo, sin embargo, el sueño desapareció prácticamente.

Solo de vez en cuando, en algunos, me descubría de pronto sin pulgares.

No como un hecho central, en todo caso, sino como un vínculo que me unía a ese sueño de antaño.


En esos nuevos sueños, por cierto, me descubría yo mismo portando tijeras.

Sujetándolas apenas, torpemente, con mis manos de dedos recortados.

No recuerdo, en todo caso, que haya usado las tijeras, en mis sueños.


Ya despierto, décadas después de los primeros sueños, todo es un poco más tranquilo.

De vez en cuando algún recuerdo, es cierto, pero nada que afecte, realmente.

De hecho, ni siquiera he vuelto a comprobar si el cuento aquel, realmente era de Hoffmann.


Un sastre, un niño chupadedos y unos pulgares menos.

A eso podría resumirse hoy, todo aquel asunto.

Sonidos de tijera. Carne cercenada. Cortes firmes y violentos.


Una sensación, como ven, no una historia.


Y ya no sé si tengo o no pulgares, mientras escribo esto.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Sin tristeza.


Sin tristeza, como sin agua.

Como si por las grietas del jarro aquel se hubiese vaciado gota a gota.

No es buena la vida sin tristeza.

Eso aprendes, con el tiempo.

El tiempo…

Dudas si pasa, realmente, pues por la ventana acostumbras ver siempre al mismo pájaro.

¿Cuánto vivirá un pájaro?

¿No envejecen, los pájaros?

Tal vez ese de ahí se vació de tiempo igual como uno se vació de tristeza.

Por grietas que deben esconder bajo las alas.

Por ahí se le escabulle el tiempo.

Pero tampoco es buena la vida, sin tiempo, parece decir el pájaro.

Así son las cosas: no hay jarro que no tenga grietas.

No hay jarro que no esté hecho para vaciarse, tarde o temprano.

Ningún jarro que se precie ha de querer sentir podrirse el agua dentro.

Las cosas son como son, pero sin darse cuenta.

De esa forma observo el jardín.

Sin juicio y sin tristeza.

El árbol dejó de dar frutos, pero nadie se quejó.

A veces, imaginó que dentro del árbol hay un niño envejecido, haciendo sonar una flauta.

Sin tristeza, como sin agua, me digo entonces.

Y el pájaro ese que seguía cantando junto a las flores como si quisiese despertarlas.

sábado, 19 de noviembre de 2022

Alfileres.


Como sentía que le habían robado una parte pidió unos alfileres.

Una pequeña caja de metal, con alfileres.

No dijo para qué, en primera instancia.

Yo la notaba nerviosa, como si intentase recordar algo grave que había olvidado.

Fue entonces que me dijo que sentía que le habían robado una parte.

Una parte suya, me explicó.

Del cuerpo suyo.

No que se la hubiesen llevado, pero que alguien le había robado una parte que ya no era suya.

Tras escucharla me sentí confundido.

Nunca la había escuchado hablar así.

Yo la visitaba todos los sábados y le leía algún libro.

Ese día, por supuesto, era sábado.

Como hoy, pero otro sábado.

A mí me trataba como un nieto y bien podría haberlo sido.

Me tenía confianza, supongo.

Me pidió cerrar la puerta y me dijo que tomase algunos alfileres.

Me dijo que la fuese pinchando, en distintas zonas de su cuerpo.

Un breve pero firme pinchazo, para saber si la parte pinchada seguía siendo suya.

Si no siento nada es que ya no es mía, me dijo.

Y confirmaría que alguien, en un descuido, me la robó.

Tras escucharla, dudé si hacerle caso o llamar a una enfermera.

Tenía la caja con alfileres en mis manos, mientras la observaba.

Finalmente, me dije que no era algo tan grave, después de todo, y la comencé a pinchar.

Ella me pidió que la pinchara una sola vez, con cada alfiler.

Eran poco más de treinta.

Por suerte, ella sintió cada uno de los alfileres.

Eso la puso contenta.

Luego me dijo que los botara y que terminase de leer lo que antes había comenzado.

No estoy seguro, hoy, qué libro era.

Seguí yendo un par de semanas más hasta que le prohibieron recibir visitas.

Tiempo después recibí una carta suya.

Decía algo muy confuso (su letra apenas se entendía).

Al fondo del sobre, por cierto, venía un alfiler.

viernes, 18 de noviembre de 2022

Les gustaba pasear por la ciudad.


Les gustaba pasear por la ciudad. Al mediodía, generalmente. Eran de esos hombres que se toman en serio los rascacielos. Caminaban así, mirando hacia lo alto, comentando de vez en cuando alguna cosa. También se detenían, en ocasiones, cuando el ángulo de la luz no les dejaba ver claramente la construcción que observaban. Vestían bien. Hablaban y gesticulaban correctamente. No se fijaban en nada más. Nada más merecía su comentario. No los distraía el ruido de los autos, pero sí el de los aviones. Toda su atención estaba puesta en un nivel distinto. En un nivel ajeno, incluso, a ellos. O al cuerpo de ellos, al menos. Cuerpos que por cierto no eran muy distintos al cuerpo de los otros, que desplazaban su vista de forma horizontal, en aquella misma ciudad.

¿Los van a atropellar?

¿Pasarán por alto algo que podría haber transformado sus vidas?

¿O tropezarán simplemente con algo y ahí estará la moraleja?

Nada de eso.

Una historia, de hecho, no debiese centrarse o rematar con aquellas frivolidades.

Los veremos avanzar, simplemente. Los veremos observar una y otra vez las ventanas más altas como si pudiesen verse a ellos mismo al otro lado de ellas.

Los veremos no estar donde están.

Desaparecer, si quieren, de una forma poco estrepitosa.

Imaginen si quieren una serpiente que se enrosca a sus pies.

Que los envuelve poco a poco mientras la ciudad se desgasta.

Creciendo, incluso, se desgasta.

Por eso es necesario el caos.

jueves, 17 de noviembre de 2022

Un chiste sobre un oso.


Un oso.

Una vez escuché un chiste sobre un oso.

Era un chiste tan malo que no lo cuento ahora, por respeto.

Lo escuché en un bar de Barcelona.

Yo estaba comiendo patatas bravas y tomando cerveza.

El chiste fue tan malo que por vergüenza ajena, casi me ahogué.

Bajé la vista, recuerdo.

Tosí y respiré hondo, para recuperar el aliento.

El tipo intentó con un par de chistes más, pero traté de no escucharlos.

Igualmente aplaudieron unos cuantos, al terminar.

No era tan malo, me dijo entonces una chica.

Era otra de las supuestas artistas con las que bebíamos esa noche.

Yo la contradije.

No sé exactamente lo que dije, pero hablé mal del humor de aquel tipo.

Las chicas de la mesa se molestaron.

Si tienes mejores chistes sal tú al escenario, me dijeron.

Una incluso se paró y casi gritó en medio del bar, para que todos escucharan.

El tío de acá dice que sabes mejores chistes, dijo.

Se cree mejor que el anterior, ¿por qué no le pedimos que lo demuestre?

Varios en el bar se pusieron a aplaudir y a instarme a que subiera.

Tu cuenta es gratis si nos haces reír, dijo por micrófono el dueño del bar.

Pasaron unos segundos y la presión iba en aumento.

Fue tanta que, finalmente, decidí subir al escenario y tomar el micrófono.

Soy Vian, les dije.

Como a varios de acá parecen gustarles los chistes de osos voy a contarles uno, seguí.

Entonces, repetí el pésimo chiste del oso que había contado el otro tipo.

Palabra por palabra, lo repetí.

Solo cambié el tipo de oso de mi chiste, diciendo que en mi historia se trataba de un panda.

Nadie rio, por supuesto.

Algunos, incluso, abuchearon.

También me sé otro, dije entonces. Este sí les va a gustar.

Y para la sorpresa/molestia de los otros, volví a contar el mismo chiste, pero esta vez con un oso hormiguero.

Se hizo silencio en el lugar.

Varios pretendieron ignorarme.

Los reclamos comenzaron  después, luego de contar las versiones del oso malayo y la del oso polar.

Para contar la versión del oso perezoso tuve que alzar la voz, pues me habían apagado el micrófono.

Los guardias llegaron poco después, justo cuando empezaba a inventarme a un supuesto oso de bengala, pues ya no recordaba más versiones.

No me golpearon ni fueron agresivos, pero igualmente me llevaron hasta la salida del local.

Un poco mareado, caminé largo rato hasta el hostal en que me alojaba.

No son justos, repetía, mientras caminaba.

Inconsecuentes.

En la hostal, me puse a conversar con la recepcionista nocturna, que también era chilena.

Estaba leyendo un cuento para niños, escrito en francés.

¿Salen osos en el libro?, le pregunté.

Ella sonrió y me dijo que no.

Es que acabo de aprender un chiste sobre un oso, comenté.

Ella pareció entusiasmada y me observó expectante, esperando a que lo contara.

Fue entonces que, observándola, me di cuenta que era linda.

Tanto que me apenó contarle ese chiste tan malo.

Sus ojos brillaban y pensé que no se merecía aquello.

Avergonzado, miré hacia otro lado y le dije secamente que me iría a acostar.

No volví la vista.

Por si fuera poco, como me fui al otro día, tampoco volví a verla.

Ya han pasado muchos años, desde entonces.

Así y todo, nunca olvidé su rostro, ni tampoco al chiste del oso.

Algunas veces, cuando por alguna razón siento deseos de contarlo, recuerdo a aquella chica, y vuelvo a guardar silencio.

En este sentido, podría decir que su mirada, también los salvó a ustedes, de escucharlo.

Con todo, es probable que alguien más perspicaz que el resto, ya haya descubierto el chiste.

Si ha sido así, me disculpo de antemano por cualquier tipo de daño, que pudiese causar.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Áreas y perímetros.


Fórmulas, te dicen.

Debes aplicar fórmulas.

Te las enseñan, entonces.

Te explican, incluso, su funcionamiento.

No bastan para comprender, es cierto.

No bastan, pero al menos, arrojan resultados válidos.

Luego tú aplicas según qué necesites, te dicen.

Es decir, tú eliges la más útil, según aquello que quieras calcular.

Así, mientras ellos enseñan, tú tomas apuntes.

Un poco triste, incluso, pues pensaste que había algo más.

No magia, pero sí un secreto dentro de aquellas fórmulas.

Un proceso distinto que te llevase a comprender de una forma también, especial.

Comprender como cuando abres por primera vez los ojos, bajo el agua.

Comprender como aquella sensación que tuviste, antes de despertar.

Pero no.

No es el caso.

Con las fórmulas, al menos, no había algo más.

En principio, te ilusionaste con las áreas.

Pensaste en el interior, en medir el contenido…

Hasta en la sangre, pensaste.

Pero claro, en nada de todo aquello había, realmente, profundidad.

Así, poco a poco, abandonaste ese camino.

Desesperanzado en principio, hasta que intuiste algo más.

Fue entonces que comprendiste la belleza de los bordes.

La delicada cuerda que servía tanto para contener como para formar.

La observaste.

Comprendiste.

Podías cortarla fácilmente y por eso comprendiste.

Es decir: porque decidiste no cortarla comprendiste.

Y también porque decidiste aquello, por algo similar a la bondad.

Áreas y perímetros, entonces.

Eso dijiste en voz alta, sin notarlo.

En voz alta, por algo similar a la bondad.

martes, 15 de noviembre de 2022

Algunos dibujan catedrales.


Algunos dibujan catedrales.

Se sientan frente a ellas -o desde algún costado-, e intentan la hazaña.

De vez en cuando con carboncillo.

Otros con óleos y pincel, directamente sobre tela.

No son pocos, aquellos que lo hacen.

Siempre hay uno, al menos, junto a toda catedral.

Capturándolas, de alguna forma.

O intentando, al menos, poder hacerlo.

Monet, por ejemplo.

Cientos de intentos.

Sin exagerar, cientos de intentos.

Y solo retrató, a fin de cuentas, una catedral que no era nunca la misma.

Siempre huyendo entre la luz que cambiaba, a distintas horas del día.

Pero claro, aquí no se trata de Monet.

Acá hablamos de un plural.

Hablamos de aquellos que dibujan –o pintan-, catedrales.

De todos aquellos que lo hacen.

No sé si se han fijado en ellos.

Yo sí.

Todos siguen, más o menos, las mismas directrices.

No las detallaré, pero menciono una que puede parecer extraña:

No entran a las catedrales.

Ninguno de ellos entra a las catedrales.

Las retratan desde fuera.

A una distancia que podríamos llamar “respetuosa”.

Aunque por supuesto no es eso.

No entran por una razón que he aprendido a comprender y que hoy, incluso, comparto.

No intentaré transmitirla, pero algunos aspectos son claros.

Dolorosamente claros.

Parte de esa razón, por cierto, es el miedo.

Una pequeña parte, es cierto, pero eso es a fin de cuentas, lo que marca la distancia.

Entendido así –incluso sin pintar ni dibujar-, yo mismo soy otro de los que pintan catedrales.

Cada día, de hecho, pinto catedrales.

Infaltablemente pinto catedrales.

Todo, en parte, por no entrar.

Todo, en parte, por dar lo que no tengo.

lunes, 14 de noviembre de 2022

¿De qué se trataba?


Se trataba, a fin de cuentas, de llevar un anillo.

No sonaba tan difícil.

Después de todo –pensó-, tenía dedos de sobra.

A lo mejor nací para llevar anillos, se dijo.

No es complicado.

Extiendo la mano, separo los dedos, calzo el anillo.

Si hay dificultades o no se afirma, lo dejaré en el dedo en que se ajuste mejor.

Luego ya veremos.

Pondré mi mano hacia abajo para ver si cae y si no lo hace, aquello estará concluido.

Las sacudiré un poco, incluso.

Luego, mostraré mis manos con el orgullo que da un trabajo bien hecho.

Eso es algo que yo podría hacer.

No suena tan difícil.

Incluso después de hacerlo –pensó-, seguiré teniendo dedos de sobra.

Podría incluso volver a intentarlo.

Tan solo en sus manos, calculaba, tenía todavía nueve dedos más.

No era común por supuesto tener todos los dedos con algún anillo, pero podría ir probando hasta que fueran los otros –y no él-, quien dijera que no más.

Después de todo, así es como hacen los otros, se dijo.

No con anillos, por supuesto, pero con un procedimiento similar.

Se alegró porque sintió que comprendió algo que hasta entonces le era esquivo.

Sonrió a solas, mientras observaba sus manos.

Sin embargo, segundos después, intentó llevar esto a palabras, y no pudo.

Se esforzó, pero no pudo.

Muchas veces le ocurría así.

Buscar por largo rato una palabra que se ajuste a lo que había comprendido, y no encontrarla

Una palabra como un anillo con la que atrapar aquello que estaba comprendiendo.

Entonces se desesperó un poco.

Enterró las uñas de sus dedos en sus manos, aunque sin hacerse verdadero daño.

¿De qué se trataba todo esto?, pensó.

Hasta hace poco todo estaba bien, pero olvidé de qué se trataba.

Se concentró.

Una imagen borrosa se le apareció.

Un anillo –se dijo, mientras la observaba-, pero por qué un anillo.

Luego cerró los ojos y contó hasta diez.

Finalmente, los abrió.

No es tan difícil, volvió a decirse.

Y sin sonreír, sonrió.

domingo, 13 de noviembre de 2022

Sabes lo que va a ocurrir.


Sabes lo que va a ocurrir.

Disimulas siempre, pero lo sabes.

Todos lo saben.

Disimulas, claro, para fingir sorpresa.

Para comentar sobre el día.

Para decir “¡qué grande están los niños!” o cosas así.

Y hasta te llevas las manos a la boca y te escandalizas, si lo crees necesario.

Sabes, sin embargo, que nunca es necesario.

Ni con la muerte, incluso, es necesario.

Y es que ya sabías que iba a ocurrir.

Los días de sol.

Los días de lluvia.

El amor y el final del amor.

No lo niegues.

No es necesario.

Recuerda que yo soy, simplemente, uno de todos.

Tú y yo sabemos lo mismo.

Y lo mismo es suficiente.

Todo puede verse llegar, con bastante anticipación.

Reconocemos sus formas.

Notamos su presencia igual que al ver venir un barco.

Sabemos lo que es nuestro y lo que no lo es.

Sabemos lo que perderemos incluso antes de perderlo.

Podría darte ejemplos, por supuesto, pero ya los conoces.

Puedo que yo mismo, incluso, sea para ti un ejemplo.

Sabes lo que va ocurrir.

Puedes olvidar incluso lo ya ocurrido, pero que lo que va a ocurrir lo sabes siempre de mejor forma.

Disimulas, por supuesto, pero no niegues que lo sabes.

Culparás a otros, por supuesto.

Siempre ocurre así.

Ambos sabemos, desde temprano, que ya es tarde.

sábado, 12 de noviembre de 2022

Lanzamos dados.


Lanzamos dados.

Dos dados cada uno.

Sobre un tablero lanzamos dados.

A mí me salió un tres.

El otro dado no vi donde quedó.

Nadie lo vio, de hecho.

Sobre el tablero solo estaba un dado, que marcaba un tres.

Yo lancé los dos, por supuesto.

Los había agitado ambos en una de mis manos y luego había lanzado.

Los dos juntos, me refiero.

Pero ahora faltaba un dado.

Pensamos que había caído y lo buscamos bajo la mesa.

Movimos todo, bajo la mesa, pero no lo encontramos.

Luego comenzaron a mirarme extraño.

Los que estaban junto a mí comenzaron a mirarme extraño.

Supongo que pensaban que quería gastarles una broma y que solo había lanzado uno.

Uno de ellos me lo dijo, incluso, luego de un rato.

Que entregara el dado.

Que no era chistoso.

Cosas así.

Yo los miré e intenté hacerlos razonar.

Todos me vieron lanzarlos, les dije.

Por algo buscaron y se desconcertaron.

Ahora que no lo encuentran buscan que esto sea lógico y quieren culparme a mí.

Ellos parecieron aún más molestos con mis palabras.

Ahora todos ellos me acusaban.

Sabemos que lo tienes tú, me decían.

Si no quieres no juegues, pero no tenemos otro dado.

Entrega la hueá, conchetumadre, dijo entonces uno, más violento.

A mí me dio risa ese último.

Y a ellos les molestó mi risa.

Incluso vieron en ella la prueba de que yo había escondido el dado en otro lado.

Fue entonces que sentí un golpe fuerte, en el rostro, y me vine al piso.

Ni siquiera vi de dónde vino.

Con el golpe, se me quebró un diente que cayó sobre el piso del lugar.

Ahí está el dado, dijo uno. Lo tenía en la boca.

Todos se agacharon a buscarlo mientras yo buscaba algo para limpiarme la sangre.

En el respaldo de una silla, encontré una chaqueta, con la que me limpié.

Mientras lo hacía, voltee la chaqueta sin querer, y de uno de los bolsillo cayó un dado.

Golpeó el piso y rodó por él.

Todos se detuvieron a observarlo y quedaron expectantes, mientras se detenía.

Sin embargo, justo cuando iba a dejar de rodar se apagó la luz y todo quedó a oscuras.

No sé por qué ocurrió.

En medio de la oscuridad, uno de ellos volvió a culparme.

Tiene que haber sido el hueón del dado, dijo, sin argumento alguno.

Los otros, sin pensarlo, le dieron la razón.

Dijeron que iban a enseñarme por las malas.

Que no podría salir de ahí.

Cosas así, dijeron.

Yo los escuchaba, mientras tanto, en silencio.

Pensé en contestarles, pero decidí finalmente irme en silencio de aquel lugar.

Nadie me detuvo, así que supongo que no se dieron cuenta.

Poco después, escuché un grito desde aquel sitio, pero decidí no voltearme.

Estoy seguro que si lo hacía me hubiese convertido en sal.

viernes, 11 de noviembre de 2022

No hago caso.


La culpa es mía porque no hago caso. Es cierto: nunca hago caso. De todas formas, prefiero tener culpa que hacer caso. Y claro, esta vez resulta que me toca tener culpa. Hay que aceptarlo. La cargo con esfuerzo aunque me dicen que no lo haga. Tal vez incluso –pienso ahora-, la cargo justamente por eso. Porque me dicen que no lo haga. Porque tal vez tienen razón y no tendría que hacerlo. Eso les digo mientras discutimos por lo ocurrido. O no por lo ocurrido, exactamente, sino por los efectos de lo ocurrido. Las consecuencias, como dicen. Yo, en todo caso, no me preocupo de esas cosas. Los sucesos siempre son nuevos, me digo. Da lo mismo el anterior. Es como con la ruleta o el lanzamiento de dados. Cada tirada es independiente de la otra. Por lo mismo, cargo la culpa como un peso desligado de aquello que la produjo. La cargo porque la cargo, nada más. Y dejaré de cargarla cuando deje de hacerlo. Y claro, entonces los otros se molestan porque piensan que me burlo. Y yo, sinceramente, no sé si lo hago. Ellos se exasperan cuando se los digo y entonces es cuando recibo el botellazo, ese que me hizo el corte en la cara, al lado de una oreja. No alcancé a ver quién lo lanzó. Luego dejé de ver y sentí golpes, nada más. Muchos golpes y uno que otro corte. Nada tan profundo, en todo caso. De todas formas sangré lo necesario para que se asustaran y me dejaran ahí. Todavía cargando con la culpa. No sé por qué no la solté en medio de todo aquello. Supongo que porque no hago caso. No lo digo como un defecto, en todo caso. No me arrepiento de aquello. Lo cuento como un hecho, simplemente. Como una verdad. Aunque ya nadie sepa qué significa aquella palabra. ¿Lo sabes tú, acaso?

jueves, 10 de noviembre de 2022

Incitatus.


I.

Soñé que a lo mejor me llamaba Incitatus, como el caballo de Calígula.

No estoy seguro del todo, pero me parece que fue así.

Y es que, en el sueño, alguien me llamaba de esa forma, a la distancia.

Así, como solo estaba yo y aquel que llamaba, decidí voltearme y asumir que el hombre me llamaba a mí.

-¡Incitatus! –gritaba el hombre, mirándome.

Y yo a cada paso que daba, sentía más certeza de llamarme de esa forma.

En ese momento, por cierto, no recordaba –conscientemente al menos-, que Incitatus era el nombre del caballo de Calígula.

Tras despertar, lo recordé.


II.

Nunca fue cónsul, Incitatus.

Y de hecho, muchas de las historias que se cuentan sobre él –las palabras de Suetonio, mayormente-, no tienen mayor asidero histórico.

Lo que sí está registrado –entre las órdenes imperiales de la época-, es la ejecución de Incitatus, luego de, por primera vez, no ganar una carrera.

Primero le cortaron las piernas y luego la cabeza.

Finalmente, fue arrojado a los perros.


III.

En el sueño no vi, en detalle, al hombre que gritaba Incitatus.

O al menos, no recuerdo sus facciones ni las prendas que vestía.

Solo recuerdo la palabra que me hizo asumir un nombre que me era ajeno y que entonces dejó de serlo.

Un poco como ocurre con todo aquello que comenzamos a creer nuestro.

Tal vez fui Incitatus, me digo entonces.

Tal vez, prontamente, habré sido Vian.

No estoy seguro del todo, pero nadie está seguro.

Nunca fue cónsul, Incitatus.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

Un momento posterior al hambre.


Me explicó que había un momento posterior al hambre. Un momento que venía luego de los típicos retorcijones y del dolor de estómago, y que se situaba más bien en la garganta. Como si algo dentro de uno luchase por salir fuera y buscar, directamente, de qué alimentarse. Atascado ahí, sin embargo, esa sensación que en un inicio fue suscitada por el hambre puede incluso engañarnos y hacernos sentir ahogados, incapaces de tragar bocado alguno y hasta llenarnos de una sensación similar al asco producida probablemente por la acidez y por el trabajo incansable de los jugos gástricos que no tienen ya qué atacar, que no sea a nosotros mismos.

Contó que esta sensación, por cierto, la había sentido en su adolescencia, en la que vivió una serie de eventos desafortunados que terminaron con él en situación de calle, justo en un periodo en que ocurrían en el país otra serie de inconvenientes aún más graves, que lo llevaron a esconderse temeroso incluso de pedir ayuda, por más que su situación empeoraba aún más más cada día.

-Sobrevivimos finalmente gracias a pequeños animales –me dijo-. Ratas, palomas, perros… todo lo que te puedas imaginar… Lo cierto es que vivimos en condiciones así casi por dos años.

-¿Y luego? –le pregunté.

-Entonces se murió uno de mis compañeros –contó-. Un tipo algo mayor que andaba siempre con un bolso pequeño y que no hablaba mucho sobre sí mismo. Amaneció muerto, una noche de frío, luego de haber tenido fiebre por un par de días…

-¿Y entonces? –insistí.

-Entonces abrí el bolso pequeño y entre algunas fotos, unos libros a mal traer y unas ropas sucias, encontré una cantidad de dinero que me permitió comprarme algo de ropa, arrendar una pieza y volver poco a poco a insertarme en la vida…

-¿Y los libros? –le pregunté luego de un rato.

-¿Qué libros? –preguntó él, de vuelta.

-Los que el tipo tenía en el bolso… -le dije-. Esos libros a mal traer…

-Los boté, supongo –contestó-. Si se dejó morir teniendo un poco de dinero no creo que esos libros fueran el origen de nada bueno… Además, no tenía hambre de ese tipo por aquel entonces.

-¿Ahora sí?

-Pues la verdad no –señaló-. He estado bien sin ellos. Después de todo no hay partes del cuerpo que te avisen que algo anda mal si te faltan… Y el cuerpo avisa cuando necesita algo.

-El cuerpo se preocupa de sí mismo –le dije-, no de ti.

Él sonrió.

-Tú no sabes de hambre –me contestó, sin enojo.

Yo lo observé.

Callé.

martes, 8 de noviembre de 2022

Humo desde aquella casa.


Siempre salía humo desde aquella casa.

Siempre que era de noche, salía humo.

Una pequeña columna que ascendía entre los árboles y que podíamos ver a la distancia.

La casa era pequeña y no estaba en buenas condiciones.

Varias ventanas estaban rotas y hasta las puertas no parecían encajar del todo bien, en los marcos.

Cuando la veías, a la luz de día, parecía incluso deshabitada.

Yo comencé a rondarla cuando tenía cerca de doce años.

Me acercaba hasta una cerca caída que alguna vez había demarcado el terreno, y observaba.

La casa, entonces, no parecía darse cuenta de nada.

Estaba en la ladera de un cerro, a unos trescientos metros del grupo de las otras casas.

A veces, daba la impresión que la casa había decidido retirarse hasta ese sitio, tal vez molesta con la forma de vivir de sus hermanas.

Ya entre los árboles, sin embargo, parecía que el tiempo hubiese transcurrido de una forma distinta sobre ella.

No solo envejeciéndola –dirían algunos-, sino haciéndola más sabia.

Todo eso era de día, por supuesto.

De noche la impresión, al ver el humo, cambiaba.

Tal vez por eso –para enterarme de eso-, es que una vez subí de noche para ver qué es lo que pasaba.

Incluso crucé la cerca, aquella vez, y logré a mirar al interior, por el hueco de una ventana.

Aprecié entonces una figura llevaba palos de leña desde una sala a otra.

Hasta el día de hoy me asusta describirla, y creo que es incluso la primera vez que me acerco a ella, hasta recordarla.

Sin embargo, solo puedo decir que lo que vi me observó, tras descubrir que lo observaba.

La voz de un niño se escuchó entonces, desde algún sitio cercano.

Pocos días después, finalmente, un incendió convirtió en ceniza aquella casa.

lunes, 7 de noviembre de 2022

De qué hablo.


I.

Algunos dicen que llovió bastante este año.

Pero lo cierto, es que nunca sabemos cuánto es suficiente.

Sacamos promedios, comparamos realidades, hacemos cálculos.

Y nos preocupamos, ante todo, de explicar bien la situación.

Con todo, no vemos bien las cartas que tenemos.

O si las vemos, no sabemos ya qué significan.

Así, con los pies en los charcos de esa lluvia que no vimos,
repetimos una observación que en realidad no es nuestra.

No finjas extrañeza.

Sé sincera y observa tus acciones.

Los movimientos se ejecutan limpiamente.

Para saludar desde lejos levantas una mano.

Para limpiar tu frente ocupas un pañuelo.

No digas para qué.

No te cuestiones cuándo.

Tú sabes de qué hablo.


II.

Y aunque no lloviese.

Sabes qué ocurriría aunque no lloviese.

Sabes qué dirían.

Conoces cuáles serían sus cálculos.

Cifras que justifican, en el fondo, (o justificarían) otra serie de acciones.

Secos los pies.

Secos, incluso, los labios.

Entonces alzarán sus voces, los otros, preocupados.

¡Espera…!

No te esfuerces; tú tranquila.

Déjalos hacer.

Recuerda que nunca sabemos cuánto es suficiente.

Ni ellos ni nosotros lo sabemos.

No importa lo que hagan.

Así, algunos viven intentando y no lo logran.

Mientras otros mueren una vez y con eso les basta.

Un día sabrás a qué grupo pertenezco.

Y alguien más sabrá a cuál tú perteneces.

¿Por qué la cara de extrañeza?

¿Acaso no sabes de qué hablo?

domingo, 6 de noviembre de 2022

Como si buscase en su cartera.


I.

Como si buscase en su cartera, ella encuentra qué decirle a cada uno.

Palabras ya dichas, es cierto.

Frases armadas, aunque no necesariamente falsas.

Los otros, de hecho, las recogen como parte de un juego ya aprendido.

Valorándolas, incluso.

Un intercambio de movimientos gastados, pero válidos.

Una hilera de hombres sentados esperando su turno, sin reclamos.

La escena existe así, aferrada, entre ecos.

Entre tonalidades de grises.

Entre sombras de cuerpos indistinguibles ya, unos de otros.

Como siluetas marcadas en la roca.

Indistinguibles de la roca.


II.

El problema de fondo es que el héroe es débil.

Y es por eso, a fin de cuentas, que no hay historia válida.

No en base a acciones, al menos, como tradicionalmente se espera.

Así, sin carácter, hasta la muerte del héroe resulta indigna del rito.

No merece palabras especialmente compuestas.

Nada realmente memorable.

Por eso la mujer busca apenas en su bolso, las palabras.

Sobre su piel.

En la superficie.

Y luego las entrega.

Nada es único en la muerte de este héroe.


III.

Nadie habla de culpas, pero algunos lo piensan.

Como manchas difusas, lo piensan, sin llegar nunca a un nombre concreto.

Entre ecos, lo piensan.

En escalas de grises, como decíamos antes.

Una sola escena, difuminada.

Un héroe muerto. Pero un héroe débil.

Y una mujer que flota sobre el mundo, como en un lago de sal.

¿A quién se puede culpar, a fin de cuentas, cuando se habla de debilidad?

sábado, 5 de noviembre de 2022

Seguir la recomendación.


Para que no le doliera tanto el mundo le recomendaron hacerse budista.

Al principio surgió como una broma, pero poco a poco comenzó a considerar la posibilidad.

Además, los dolores hoy por hoy seguían siendo varios:

El divorcio, la muerte de los padres, la distancia de los hijos… y una larga de serie de cosas menores que mejor no valía ni nombrar.

Convencido de aquello y un poco confundido por las circunstancias, se vio de pronto investigando sobre el asunto y hasta inscribiéndose para visitar un pequeño templo en las afueras de la capital.

Se quedó algunos días en aquel sitio.

Le pidieron una cuota voluntaria por alojarse en un cuarto compartido y se unió a la rutina de los que llevaban ahí más tiempo.

Levantarse en la madrugada, realizar meditación y ejercitación cada cierto número de horas, trabajar y comer en silencio… fueron la mayor parte de las acciones que realizó en aquellos días.

Y si bien no sintió cambios muy profundos, al menos no se sintió angustiado ni pensó en otros problemas más allá de los que eran inherentes a todo ser vivo y que existían, por cierto, en todo lugar.

Antes de irse, fue a hablar con el monje que dirigía el templo, como acostumbraban hacer los visitantes antes de partir.

Durante el encuentro, el monje solo inclinó la cabeza y lo observó, mientras él no paraba de hablar.

Pasados varios minutos el monje hizo un gesto con la mano para que se callara y sonrió, con un gesto que parecía al mismo tiempo burlesco y agresivo.

Él, entonces, se sorprendió con aquello y se avergonzó de sus palabras.

Luego, se fue sin más, cabizbajo, dispuesto a regresar al dolor del mundo.

Yo -desde mi asiento-, lo observé entrar.

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