jueves, 30 de abril de 2015

Una mosca.


Soñé con una mosca. Una mosca tan grande que yo lograba apreciar hasta sus más mínimos detalles. Líneas en las alas, pelos en las puntas de sus patas... cosas de ese estilo. La mosca estaba parada a un costado de donde me encontraba y  yo la miraba pensando si matarla o no matarla.

Eso duró 10 minutos.

Durante ese tiempo, la situación fue tensa. Esto, debido principalmente a que los ojos de la mosca me enfocaban. Puede parecer un hecho exagerado, pero estoy seguro que fue así…  

Y claro… casi había renunciado a matarla, cundo sentí una pequeña voz que me hablaba…

“Cobarde”, decía esa frase.

Por un momento dudé, ya que a la mosca no la vi mover la boca, pero estoy seguro que fue ella.

“Cobarde”, repitió la voz.

Entonces, sin mucho remordimiento pues ya sabía que se trataba de un sueño, decidí acabarla de un manotazo.

Así lo hice.

Mi mano se hundió en el cuerpo viscoso de la mosca, pero no logré darle muerte de inmediato.

 “Cobarde”, volví a escuchar.

Así, incómodo y algo asqueado por la situación comencé a partir el cuerpo de la mosca: aplasté parte de su cabeza, arranqué las alas (o parte de ellas), traté de separar incluso las partes aplastadas que se unían por fibras viscosas…

“Cobarde”, se escuchó nuevamente.

Entonces exploté.

Lancé lo que quedaba de la mosca al suelo y fui pisando su cuerpo, como si me limpiase los pies antes de entrar en una casa… las zapatillas se manchaban y la sensación era realmente desagradable, pero al menos sentí que había logrado algo, en el sueño…

De esta forma, antes de abandonar aquel lugar, me permití comentarle a lo que quedaba de mosca: “Dime cobarde ahora”.

Finalmente, mientras salía de aquel lugar, me pareció escuchar por última vez aquella voz, aunque algo descompuesta.

No te lo decía a ti, hueón… dijo entonces aquella voz.

Tras despertar, alcancé a completar dos minutos descifrando lo soñado.

Pero claro… ya pasó el tiempo en que le buscaba explicación a los sueños hueones.

Por otro lado… usted tampoco lo haga, querido lector.

Acepte mejor que este fue un texto hueón, y déjelo así.

Ah… se me olvidaba…
alguien me habló de usted, la otra noche…
y le dejó saludos.

miércoles, 29 de abril de 2015

Afilador de cuchillos.


Y pensar que yo quería ser afilador de cuchillos.

¿Se acuerdan…?

De esos que pasaban por las calles y hacían sonar un silbato.

Y es que a mí me gustaba ese sonido…

Era casi como una sirena.

Un aviso que anunciaba algo más que un simple oficio…

Y es que el cuchillo, digamos, era también una promesa.

Un filo guardado a escondidas en el corazón de cada casa.

La esperanza de una rebelión posible.

El arma secreta que iba a degollar al mundo.

Pero claro… algo había también que eliminaba el filo.

Un temor en cada casa.

Un jardín, una felicidad tibia…

El miedo a que la vida nueva estuviese finalmente
rellena de mierda.

Así, digamos,
nos faltó confiar lo suficiente.

Y nos faltó, sobre todo,
desear lo suficiente.

En cambio,
los filos se perdieron.

El silbato dejó de escucharse.

Y hasta se fomentaron los cuchillos de plástico.

Fue así como,
en definitiva,
uno también fue cómplice
de la desaparición de este oficio,
y el corazón rojo de las casas
desde entonces
fue quedándose vacío.

Y es que hoy, finalmente,
solo hay sangre y ladrillos
en el corazón de estas casas.

A veces un zumbido, es cierto…
o algo así como un silbato lejano.

Pero claro, me digo,
deben ser otras cosas…

martes, 28 de abril de 2015

Apagar las luces.


Es extraño eso de levantarse a apagar las luces.

No digo que sea malo, en todo caso, solo extraño.

Es como fabricar uno mismo la palabra fin y colgarla de la puerta.

Igual como se coloca un cartel de cerrado en la entrada de un local.

Y claro, a partir de esa comparación suele venir a mí una especie de miedo.

No por el fin en sí, en todo caso, si no por el temor de quedar fuera, de ese tiempo.

Y es entonces cuando el interruptor está ahí y también está el día y hasta la vida entera.

Apagar las luces, me digo entonces.

Debo apagar las luces.

Antes de hacerlo, sin embargo, suelo mirar la biblioteca una vez más.

Antes creía saber por qué.

Hoy, en cambio, suelo guardarme esa respuesta.

Observo entonces lo libros.

Los colores, apenas… por el sueño.

A veces incluso reubico uno, antes de apagar la luz.

Luego la apago.

Y claro, así es como vas descubriendo otras cosas.

Cosas de esas que a veces preferimos no saber.

Verdades con las que me entretengo incluso, haciendo pequeñas listas:

Tú mismo no brillas, anoto.

Nadie brilla.

Luego anoto unas cuántas palabras más.

Ratificar la idea de estar solo, en definitiva.

Apoyo un dedo en el interruptor.

Y apago.

lunes, 27 de abril de 2015

Cosas.


I.

Me llaman para decirme que encontraron un chaleco botado.

Parece que es tuyo, me dicen.

Yo intento recordar y digo que sí, que parece que es cierto.

Ni siquiera pregunto dónde lo encontraron.

Supongo que en la calle, claro.

Me lo mandan como foto, y sí… es mío.

Me quedo mirando la foto.

El chaleco está sobre una mesa, más o menos estirado.

Se ve tan absurdo ahí, sobre la mesa, que hasta da pena.


II.

Me llega un mail de un amigo lejano.

Encontré unos escritos que eran tuyos, me dice.

Uno es el cuento de un tipo que se pone a forrar todo con cinta adhesiva.

Se entretiene en eso todo un fin de semana, en el que se encuentra solo.

Otros son fragmentos con párrafos sueltos:

Un hombre arreglando un ventilador.

Unos párrafos donde una mujer da de comer a su perro y no logra acordarse si ya lo alimentó antes.

Otros párrafos de una niña que hace discutir a sus muñecas.

Le respondo el mail pidiéndole que mande unas fotos de los escritos, pues al parecer, están escritos a mano.

Horas después llega un par de fotos.

La letra es mía.

Las palabras también.

Tengo la impresión, sin embargo, que quien escribió en esas hojas, fue otro.


III.

Me quedo esperando un buen rato que alguien me avise sobre otra cosa encontrada.

Pasa el tiempo, sin embargo, y no me llega noticia alguna.

Entonces empiezo a observar mi biblioteca, como si mirase fotos.

Como si miles de personas me avisaran que encontraron por ahí, cada uno de mis libros.

Luego pienso en personas, en rostros, en tiempos casi olvidados.

Todo eso debe también estar sobre una mesa, me digo.

Suena el teléfono, pero no contesto.

Decido salir un rato a caminar, antes de acostarme.

domingo, 26 de abril de 2015

El no-extranjero.


Hoy no ha muerto mamá.

Esta mañana la vi y fue como si recibiese un telegrama:

Mamá está viva. Todo sigue igual.

Pero que todo siga igual no quiere realmente decir nada.

Es como no decir.

De todas formas, eso no me molesta.

Lo que me molesta es el sol.

A veces pienso que es culpa del sol que todo siga de la misma forma.

El sol tiene la culpa, me digo, por ser el mismo siempre.

Entonces voy por la sombra hasta el cine ese donde finalmente no veo nada.

María me llama, pero no contesto.

Y es que María gusta del sol.

Eso siempre lo resume todo.

Y todo se resume a algo tan pequeño que resulta ridículo.

Los sueños de la humanidad entera caben en un bolsillo pequeño.

Y sobra espacio para Dios y el amor y todas esas cosas extrañas.

Eso pienso mientras escucho llamar nuevamente a María y sigo sin contestar.

He salido a caminar a la plaza, buscando la sombra y la humedad del pasto.

Entonces observo a unos tipos que parecen árabes y que venden una especie de fajitas.

Les compro dos.

Una tiene mucho pimentón, pero la salsa la suaviza.

Ya casi es mediodía.

Lo sé porque hay menos sombra y cuesta esconderse, en ese instante.

De chico pensaba que Dios salía a vigilarnos a medio día, aprovechando la luz.

Y claro, igual que en aquel entonces mejor me refugié en casa.

Así, pasa el tiempo mientras realizo trabajo atrasado.

Tanto trabajo que hasta oscurece un poco, cuando vuelvo a salir de casa.

Esta vez camino entre la gente.

Mucha gente, pienso entonces, para ser domingo.

Nadie me mira, nadie saluda… todo está en orden.

Tal vez llame a Maria, o tal vez no.

No es tierna, en definitiva, la indiferencia del mundo.

sábado, 25 de abril de 2015

Sobre un loro en la tv.


Sale un loro en un programa de tv. Lo llevan sus dueños a un concurso porque el loro en cuestión sabe cantar el himno nacional, rezar el padrenuestro y hasta recitar un poema de amor.

Así, ya desde un inicio, el animador y el jurado del programa, algo incrédulos, invitan al loro a cantar el himno nacional.

Entonces, apenas se escuchan las primeras notas, el loro se para un poco más recto y se lleva una de sus alas hasta el pecho y comienza a cantar el himno nacional…

De inmediato, la gente se asombra y lo aplaude… más aun cuando empieza a cantar esas estrofas que siempre se omiten.

A esto, le siguen ahora el padrenuestro, y hasta un poema de amor, como les decía…

Por otro lado, debo confesar que desde lo escuché, algo en la voz del loro me fue inquietando aunque no supe identificar qué era.

Hoy, sin embargo, ayudado por lo público que se ha vuelto el tema, debo admitir que lo que me inquieta, específicamente, es el tono de voz del loro… un tono que ciertamente era irónico, tal como lo denunciaron en diarios y hasta noticieros de los canales nacionales… y que no puede aceptarse, así como así.

Es decir, puedo comprender completamente el enojo de las personas que lo oímos cantar, rezar y hasta recitar… pero creo que hubo una exageración mediática en el manejo de este tema.

Dicho esto, creo necesario aclarar que el haber aceptado el tono irónico del loro, no revela necesariamente que acepte la intención irónica que han acusado los medios… esa especie de deseo de humillarnos frente a nuestras posibles creencias, por parte del ave.

Por lo mismo, creo que el maltrato y tortura ya de todos conocida hacia dicho loro, no puede sino condenarse… y espero que poco a poco quienes no están de acuerdo aún con esta opinión puedan llegar a una comprensión más madura de los hechos.

Esa es mi opinión, al menos.

Dejo constancia, por último, que todo lo anterior lo digo sin afán de polemizar ni ironizar contra los otros… Etc.

viernes, 24 de abril de 2015

No un poema.

Si quieres cualquier cosa, grita,
yo estoy atento.


No un poema. Porque no es un grito, el poema. O sea, lo es, pero es un grito raro. Un grito dado en la dirección equivocada, digo yo. No es, sin embargo, que el poeta escriba para sí. Tampoco pido que escriba para otros. Esos dos caminos son erróneos. O sea, esos no son y además, tampoco es para el tiempo. Ni para ni por el tiempo. A todo esto,  ¿te sabes la historia del monje…? Pues se trata de un monje, claro. Uno que subió a la montaña y pasó veinte años ahí. Cuando volvió le preguntaron qué hacía allá arriba y él se demoró dos años en responder. Entonces, cuando pasaron los dos años, él confesó que pasó esos otros veinte contando sus dedos. Son veinte, les dijo. Luego, cuando le insistieron en la pregunta y cuestionaron su respuesta, él se defendió diciendo que era cierta, y agregó que él los contó el primer día, pero se quedó todo ese tiempo, comprobándolo. Los que lo oían pensaban que bromeaba, pero no lo hacía. Entonces, cuando aceptaron su respuesta, además de hallarlo loco lo tildaron de egoísta. Todo por sus propios dedos, decían. Pero el problema acá es que el monje no era egoísta. O por lo menos, aunque me equivoque, así lo quiero ver yo. Quiero imaginar que el monje se quedó para comprobar los veinte dedos de todos. El hombre tiene veinte dedos, debe haber concluido entonces. El hombre los tiene. La humanidad, los tiene. Y claro… puedes pensar que no tiene que ver, pero tiene. Me refiero a que esa historia te debiese responder claramente por qué no un poema. Por qué gritar de esa forma, me refiero. Ahora, si tú me preguntas por qué se demoró dos años en revelar su primer para qué, te diré que no has entendido nada del fondo de todo esto. Y hasta te recomiendo de paso, que cuentes tus dedos, para estar seguro. Yo cuento veinte, por cierto. ¿Cuántos cuentas tú?

jueves, 23 de abril de 2015

Unos cuadernos de Kerouac.


Leo unos cuadernos de Kerouac.

No están tan mal como creí.

Es decir, dice hueás de vez en cuando.

Pero todos decimos hueás.

Por otro lado, me gusta un pasaje donde está en el recibidor de un hotel pequeño.

Un hotel donde están todos los cuartos disponibles.

Entonces Kerouac habla sobre la inacción.

Su inacción, para ser preciso.

La vista puesta en las llaves de cada una de las habitaciones.

Y el no hacer nada.

Y es que no sé bien por qué, pero me gusta ese pasaje.

O en otras palabras: me gusta la inacción de Kerouac.

La situación esa.

El silencio de Kerouac.

El no hacer nada.

Y el hotel vacío.

Y es que no sé…

De pronto veo el libro de Kerouac, justamente, como un montón de cuartos vacíos.

O sea, no sé si vacíos… pero disponibles, al menos.

Tal vez con humo, con alguna mancha en el suelo… y con un reloj detenido.

Cosas de ese estilo, pienso.

Y es que quizá fue en ese momento, en el que Kerouac intuyo que no estaba en algún sitio…

O que estaba fuera, más bien.

Y claro, del resto del libro, que terminé hace unas horas, no recuerdo ni mierda.

O sea, a ratos recuerdo alguna frase, pero ya ni sé si la decían o no en el libro.

Por otro lado, también nosotros decimos frases, que nadie recuerda.

miércoles, 22 de abril de 2015

** Izu

Texto bastante viejo, sin revisión y recuperado.

Por un error de guardado acabo de perder el que escribí hoy.

A pesar de los errores le tengo cariño, así que lo entrego así, sin siquiera releer para no arrepentirme.

Me había inventado que Izu era el nombre que se les daba a las flores del cerezo (sakura), pero justo en el momento en que se desprenden de árbol. En todo otro momento, siguen llamándose de la forma tradicional.

***

Izu.

Mientras dormía, luego del baile, Izu fue tomada suavemente por los pies y las muñecas y depositada en la parte trasera de un viejo transporte de madera. De haberse tratado de otra muchacha quizá habría despertado, pero la danza de Izu, resultaba tan extenuante, que sus sueños solían durar largas horas y hasta días, según decían las personas del lugar.
El lugar en sí estaba al sur de Kiushu, en un pequeño bosque de cedros por el que cruzaba un riachuelo al que comúnmente se acercaba algún ciervo que vagaba por el sector. Las leyendas sobre el lugar eran abundantes, y sobre todo las que hablaban de Izu, de su interminable danza entre los árboles y el movimiento incesante de sus vestidos, cuyos colores, por cierto, nadie acertaba a describir correctamente.
Izu fue llevada entonces, amarrada, en aquel vehículo de madera, y dejada por unos instantes en medio del pueblo mientras los hombres informaban a las escasas autoridades del lugar sobre lo que harían con ella.
El espectáculo era extraño. La gente se acercaba a Izu con gran temor y respeto, como si hubiesen atrapado algún dios perdido en los cerros o se tratase de una figura de hielo, ante la cual el más mínimo respiro podría transformar su talle o simplemente deshacerla. Por cierto, años después, cuando la gente intentó describir la figura de Izu se dieron cuenta que todo era infructuoso: nadie había retenido rasgos de su rostro, ni del vestido ni de nada que hubiese podido acercarnos a su verdadera condición.
Una vez obtenidos los permisos necesarios, los hombres que habían atrapado a Izu, -aunque ellos insistían en decir que la habían rescatado-, avanzaron con el vehículo hacia fueras del pueblo, con un andar suave y sereno, hasta que se perdieron de la vista de los habitantes del pueblo.
Izu despertó en una pieza a pocos días de la gran ciudad. Estaba sobre sábanas blancas, aunque para ella era imposible saberlo. Al levantarse bruscamente cayó sobre el piso del lugar por el cual se arrastró rápidamente hasta apoyarse en un rincón donde la encontraron los hombres luego de escuchar los golpes.
Izu entonces escuchó a los hombres explicarle que no querían hacerle daño, que esperaban que ella bailase en otros lugares, que se haría famosa, que existían muchas personas en la gran ciudad, -ellos remarcaban estas palabras como si encendieran luces-, que su arte debía ser apreciado por otros y que, en definitiva, esta sería una nueva experiencia de la cual podía esperar los mejores aprendizajes.
Izu movió su rostro hacia el origen de las voces de aquellos hombres, quienes pudieron ver que otra parte de la leyenda era también verdad: los ojos de Izu estaban velados por una tela similar a la de su vestido y no tenían expresión alguna. “Es ciega y muda, como las divinidades” les habían dicho en el pueblo, pero tantas cosas les habían dicho que una más había carecido por completo de importancia.
Durante los días siguientes Izu se negó a probar bocado alguno y tuvo que ser movida de un lugar a otro por los hombres ya que sus piernas parecían haberse quebrado y nadie podía imaginar ya que esa criatura, tirada entre aquellos velos como una pequeña novia muerta, podría haber danzado de la forma en que describían las gentes del pueblo hace apenas unos días.
Antes de entrar en la gran ciudad, que por cierto estaba llena de luces y ruidos que no lograban producir reacción alguna en Izu, los hombres se preocuparon de arreglar lo mejor posible su figura. Izu fue peinada, perfumada, y sentada en un banquillo en el cual fue subida hasta su pieza en el gran Hotel que estaba justo al centro de la ciudad y desde el cual podía verse casi totalmente.
Los hombres explicaron a Izu que en los próximos días un gran señor, -un gran señor de un gran país lejano-, quería verla bailar. Dijeron que este hombre había viajado grandes distancias para verla y que no podía decepcionarlo. Mientras la ubicaban en el balcón para que recibiera el sol de la tarde y le describían la gran cantidad de cerezos que estaban justo abajo del Hotel, Izu pareció recobrar un poco su energía, aceptó recibir algo de agua y desordenó un poco su pelo pues al parecer no le gustaba el peinado que le habían hecho los demás hombres. Luego hizo un gesto que entendieron los demás como el necesario para hacerlos abandonar la habitación y la dejaron sola.
Toda esa noche Izu estuvo sola en la habitación. No podemos asegurar que fue lo que hizo, pero quienes la vimos bailar la mañana siguiente suponemos que durmió muy bien guardando energías para lo que sucedió después.
Apenas amaneció las primeras personas vieron a Izu en el balcón. Como era un día extraño y corría una gran cantidad de viento, el largo pelo de Izu y su vestido ondeaban en la altura como una bandera que los dioses hubieran enclavado. El sol daba también contra Izu, y se formaban en torno a ella pequeñas sombras, con rasgos de escritura suave, como la respiración de un recién nacido mientras duerme y sus costillitas suben y bajan, verdaderamente vivas.
Bajo el Hotel comenzó a reunirse gente. El viento también los despeinaba a ellos y hasta movía a los más débiles. Pero no tenían miedo. Las flores de los cerezos habían comenzado a desprenderse y ascendían, con el viento, hacia donde estaba Izu. Entonces, ella, rodeada de flores, con el pelo y vestidos en el aire, como si levitara, danzó.
Ninguno de los que estábamos ahí podríamos decir cuánto duró ni mucho menos describir aquella danza. Es como querer modelar un rostro en el aire, o en el agua. Entonces Izu saltó. No tiene sentido cuestionar si voló verdaderamente o simplemente cayó entre los cerezos. Danzando. Como una flor que se desprende también del Hotel mientras los hombres forzaban la puerta cerrada desde dentro.
El viento no se detuvo hasta semanas después. La ciudad culpaba a los hombres que habían traído a Izu, quienes aparecieron por tv pidiendo disculpas a todos. No apareció, sin embargo, ninguna imagen de Izu.

Yo, que había tomado una fotografía, avergonzado, quemo la foto, como debe quemarse todo aquello cuya pureza debe permanecer así, en la ceniza, en el aire, en el interior de uno mismo.

martes, 21 de abril de 2015

Una planta verde, en el departamento.


Ella me dijo que creía en Dios gracias a una planta que tenía en el balcón de su departamento. Entonces me llevó a ver la planta, que a mí, por cierto, solo me pareció igual a otras diez mil plantas ya vistas. Una vez allí, ella comenzó a hacerme preguntas sobre lo que veía. Cosas estúpidas, claro… ¿de qué color la veo…? ¿si pienso o no que está viva…? Cuestiones de ese estilo. Y claro, yo trataba de responder en serio, pero lo cierto es que no veía nada de excepcional en lo que ella me mostraba. Por fin, tras unos minutos, ella pareció alegrarse luego de una de mis respuestas.  Y mi única respuesta, por cierto, fue que yo veía verde a la planta. Muy verde, de hecho. Entonces, ella confesó aquello que la hizo volver a creer en Dios. Y es que tenía la planta hace cuatro años, según contaba. Y nunca, en esos cuatro años, había tenido necesidad de regarla ni en lo más mínimo. Este es un milagro, me decía ella. Así son las verdaderas intervenciones divinas, continuaba. Como última etapa de sus palabras, ahora que lo recuerdo, estaba aquella en que empezaba a convencerte sobre la existencia de Dios, y te invitaba a creer en una serie de cosas de las que daba fe la planta esa, toda verde, en el balcón de su departamento. Por suerte, pienso ahora, yo no tenía ni planta ni departamento, por lo que aquellos discursos no me distraían demasiado, en aquel entonces.

lunes, 20 de abril de 2015

Ellos quisieron salvarme.


Ellos quisieron salvarme.

Nunca supe bien sus razones,
pero ellos decían que eran las correctas.

Me hablaron de oportunidades.

Me hablaron de razones económicas.

Me hablaron de relaciones sociales.

Y hasta hablaron de mi alma.

Y claro,
yo no hablé,
mientras ellos hablaban.

Y es que no intentaba discutirles,
pues ellos decían
que querían salvarme.

Me contaron historias.

Me hicieron preguntas.

Algunos incluso me llamaron hermano.

Si quizá hasta era cierto, que querían salvarme.

Una vez un médico.

Otra vez un cura.

Algunas veces esos amigos que estacionaban a un costado
para bajar a saludarme.

Todos decían lo mismo.

Todos querían salvarme.

Me presentaron amigas.

Me presentaron editores.

Me presentaron contactos para obtener becas literarias.

Y es que ellos decían
que querían salvarme.

Debo reconocer, por cierto,
que fueron persistentes.

Insistieron por ejemplo,
en el asunto del empleo.

Insistieron por ejemplo,
en los temas afectivos.

Insistieron por ejemplo,
en la idea de publicar algunas cosas.

¡Cuánta energía malgastada…!

Así, ocurrió simplemente
que no se pudo salvar nada:

No se pudo salvar mi espíritu.

No se pudo salvar mi intelecto.

No se pudo salvar mi supuesto talento.

Por último,
ya menos trascendentes,
ellos quisieron al menos
salvarme el hígado.

De haberles hecho caso,
pienso ahora,
hoy sería lo único
que tendría sano.

domingo, 19 de abril de 2015

Los experimentos.


Todos fueron experimentos.

De eso no te olvides.

Y a falta de imaginación
-eso lo acepto-,
nos refugiamos en la realidad.

En mi caso, por ejemplo,
todo siguió siempre
una misma dirección.

Disparos al aire, les llamaba.

Y claro, como carecíamos de imaginación
resultó que el experimento aquel
se trataba precisamente de eso:
disparar al aire, nada más.

Así, el temor inicial de darle a alguien,
se fue transformando poco a poco
en  el temor más profundo
de no apuntarle nunca a nada.

Y es que todos fueron experimentos,
es cierto,
eso traté de tenerlo siempre presente,
pero tras conversar
con otros experimentadores
llegué a la conclusión
que cualquier otro experimento
seguía siempre una misma modalidad.

Todos disparamos al aire.
Me dijeron.
Y ese es el único experimento.

Y claro…
yo demoré en entender,
pero finalmente lo hice.

Así, hasta mi último entendimiento fue lanzado
como una bala
hacia el cielo,
sin posibilidad alguna
de retorno…

De esta forma
se fue acabando
mi tarea consciente
con los experimentos.

Y es que no es que no experimente, aclaro.

Ni se trata tampoco de alguna sensación
que venga a echar por tierra
los experimentos.

Aquí se trata más bien
de simples disparos al aire.

Y claro…
se trata también de agotamiento
y hasta falta de munición,
entre otras cosas.

Y es que todos fueron experimentos,
decía,
pero también es cierto que olvidamos.

Y el cielo entonces no es testigo de nada.

Y no hay testigos.

sábado, 18 de abril de 2015

La panza de la ballena.

“Y recuerda que la panza de la ballena
está repleta de grandes hombres”
Ch. B.

Alguien golpeó la puerta
y no abrí.

Luego alguien
-quién sabe si el mismo de antes-
volvió a golpear la puerta
y tampoco abrí.

Minutos después alguien
volvió a golpear la puerta
y esta vez abrí.

Entonces,
apenas comencé a abrir
un gran torrente de agua comenzó a entrar
en la habitación.

El impulso del agua me arrojó hacia atrás
y el agua llenó la habitación en que me encontraba
en pocos instantes.

Tragué un poco,
mientras intentaba comprender lo sucedido
y pude comprobar así
que el agua era salada.

Justo entonces
sentí que el agua
-y yo dentro de ella-,
éramos atraídos fuertemente
hasta un lugar que se revelaba oscuro.

Y es que se trataba,
-como me di cuenta después-,
del interior de una ballena.

Ahorraré, por cierto,
detalles descriptivos
y diré que debo haber estado ahí,
alrededor de tres días.

Pasado ese tiempo
hubo grandes movimientos
y todo parecía indicar
-o así lo interpreté yo, al menos-,
que estábamos siendo tragados
por otra ballena
todavía más grande.

Para peor,
la situación volvió a repetirse
aproximadamente luego de tres días
y no parecía tener intención de parar.

Así, de ballena en ballena,
comencé a pensar
que quizá ya antes
esto había ocurrido
y que hasta la propia habitación
había sido alguna vez
la panza de uno
de estos animales.

Convencido de esto,
comencé a buscar objetos
al interior de la ballena,
y entre algunas de las cosas que encontré
estaba la puerta de mi habitación
por la que había entrado el agua.

No sé qué me llevó entonces
a golpear esa puerta.

Lo hice una primera vez,
tranquilamente,
a pesar que esta se encontraba arrancada
tendida en el interior de la ballena.

Luego,
volví a golpear la puerta
y me fijé que el sonido de los golpes
producía una especie de eco.

Finalmente, tras unos minutos,
volví a golpear,
y extrañamente la puerta pareció
comenzar a abrirse.


Ya saben lo que sigue
así que mejor lo ahorro.

Todavía tengo sabor a sal
en la boca.

viernes, 17 de abril de 2015

Encuentro y desencuentro con la serpiente.


La serpiente descendió por el árbol y se situó sobre una rama, justo frente a mí.

Entonces abrió la boca, como para hablar, pero no dijo nada.

Yo esperé.

O sea, me hice el desentendido, pero esperé, mirándola de reojo.

Como pasaba el tiempo y no ofrecía nada, tuve que apurarla.

-¿No hay nada que ofrecer? – le pregunté.

La serpiente seguía haciéndose la interesante, enroscándose en la rama.

-¿Alguna fruta…? ¿Algún conocimiento especial…? –insistí.

La serpiente seguía en silencio.

Entonces el reptil comenzó a mirar en distintas direcciones, como dándome a entender algo.

Primero miró un sector de tierra, muy reseco.

Luego dirigió la vista a otro árbol, que estaba a un costado.

Por último, observó durante un rato su propia cola.

Tras esto, intenté descifrar su mensaje.

Analicé largamente las situaciones.

Tras varios minutos, sin embargo, no lograba comprender significado alguno.

La serpiente, en tanto, seguía obstinada en su silencio.

Fue entonces que, aun analizando la situación, me quedé dormido, apoyado junto al árbol.

Cuando desperté me di cuenta que la serpiente ya no estaba.

Así, algo nervioso, la busqué por el lugar, aunque sin resultado.

Me subí incluso al árbol para ver si la encontraba, pero tampoco estaba ahí.

En cambio, ya sobre algunas ramas, encontré una fruta, en aquel árbol.

La mordí.

Esperé un momento y no sucedió nada.

Tal vez todavía estaba verde, me dije.

Ya bajo el árbol, de regreso a casa, me fijé en un hombre que, de rodillas, le hablaba a Dios.

Dios, sin embargo, tampoco contestaba.

jueves, 16 de abril de 2015

No va a ser hoy.



No va a ser hoy.

Y cuando sea
no será, tal vez,
tan importante.

Vendrá como una llovizna.

Como el segundo que existe justo
antes del amanecer.

Vendrá como la luna,
pero acercándose hacia nosotros.

Será como el silencio
que deviene a la comprensión.

O como la muerte que se recibe
con una sonrisa.

No será hoy…
sin embargo.

Es decir,
todavía puede usted
acercarse.

Cuando ocurra,
en cambio,
todo será más simple.

Llegará casi como un aroma.

O como la página faltante de un libro.

O como el sonido leve
de una rama pequeña
quebrándose por el viento.

Un acto leve,
en otras palabras,
que no  anuncia nada más
que a sí mismo.

Pero claro,
no va a ser hoy,
por supuesto.

Por lo mismo,
querido lector,
espero que nos volvamos a ver muy pronto
por estos 
u otros lugares.

miércoles, 15 de abril de 2015

Mano al fuego.


Metí la mano al fuego
y era tibio.

La piel no lo supo.

El ojo no lo supo.

El espíritu no existe.

Así, finalmente,
todo reveló ser,
desde siempre,
carne quemada.

No sé hoy decir más.

Y es que la verdad
quema más fuerte
que el fuego.

Silencio.

De verdad no puedo hoy
decir más.

Verdad y mentira
arrojan, finalmente,
la misma ceniza.

martes, 14 de abril de 2015

Paredes descubiertas.



Se resquebrajó la pintura de las paredes.

Luego se borraron los rayados.

Entonces, simplemente, quedaron los ladrillos al descubierto.

¡Hay que reconocer que tenían mal aspecto…!

Tanto así que ni los borrachos
se acercaban a mearlas.

Luego comenzó a apilarse basura,
al pie de las paredes.

Y claro… de ahí a que llegasen los ratones
fue cuestión de semanas.

Fue entonces que se armó aquella pelea
en la que un tipo terminó desangrado,
junto a la basura,
luego que le partiesen un par de botellas
en la cabeza.

Incluso una mancha
que quedó en el lugar
se decía que había sido sangre
de aquel hombre.

Debo confesar, por cierto,
que yo iba a mirar por aquel tiempo
aquella mancha.

Con todo, no sabría decir hoy, exactamente,
qué era lo que iba a buscar
a aquel lugar.

Y bueno… fue entonces que se vino un periodo medio malo,
de esos en que todo parece imposible de cargar
y hasta lo más pequeño, desespera.

Así, sucedió que de un momento a otro,
terminé siendo yo el que fui a dar con esas paredes
buscando un poco de equilibrio.

No sé sinceramente
si lo conseguí,
pero al menos descubrí que esas paredes
que creí casi destruidas,
habían seguido siendo
igual de firmes.

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