viernes, 31 de agosto de 2018

Home.


Por la misma época que Chaplin y Buster Keaton, existía otro actor cómico del que conservan unos pocos cortometrajes y una película incompleta, titulada Home.

Hace unos días veía el material, recientemente restaurado, y más allá de los tres cortometrajes con historias de persecuciones entre un vagabundo y varios policías, me llamó la atención profundamente los cuarenta y dos minutos que se conservan de su única película.

En esos minutos, un personaje del que poco se sabe (salvo que camina extraño, anda con un maletín y usa una pipa pequeña), va a distintas domicilios llegando hasta la entrada de cada uno de ellos para luego fijar su atención en el limpiapiés del lugar que en todos lados es el mismo, y que dice “Home”.

En esos momentos, tras permanecer unos segundos aparentemente perturbado al mirar el limpiapiés, el personaje se para sobre él y comienza a utilizarlo, hasta detenerse nerviosamente y comenzar a limpiar el limpiapiés, como si estuviese obsesionado con no manchar aquella palabra.

Esto ocurre -con algunas pequeñas variaciones-, ocho o nueve veces durante los minutos que han quedado del film, y por lo general es el preludio para que, mientras intenta limpiar el limpiapiés, suceda una nueva situación: lo ataque algún perro, le arrojen agua desde una ventana, un policía lo persiga tras encontrar su actitud sospechosa, u otras situaciones que crean un hilo cómico que está presente a lo largo de la obra.

Lamentablemente, se ha perdido el inicio y el final de la película, y no logro encontrar en internet indicios de su argumento completo. De esta forma, careciendo de mayor información, no he podido sino admirar esos minutos, que parecen salidos de un sueño, y dejar que ronden en mi cabeza desde entonces, como si yo mismo llegase hasta una entrada y me sucediese entonces algo similar a lo de su protagonista.

Y claro, no sé si es home, lo que diría el limpiapiés ante el cual me detengo, pero sin duda hay una palabra que no queremos ensuciar, y que suele detenernos antes de entrar a un lugar que todavía desconocemos. Ojalá todos pudiésemos saber, cuál es aquella palabra.

jueves, 30 de agosto de 2018

El mismo.

“Una vez,
mientras contaba lo sucedido,
me dijo que su historia
había tenido un final feliz”

Fue al doctor porque le dejaron de crecer las uñas y el pelo. Tras varios meses en que no se percató, un peluquero amigo le hizo un comentario y comenzó a observarse. Tras comprobar que era cierto se pidió permiso en el trabajo y fue al médico. Entonces se realizó varios exámenes y hasta comenzó a rezar nuevamente después de varios años. Al parecer, él pensaba que se trataba de un tipo de cáncer. No se lo dijo a nadie, pero siempre creyó que lo que le ocurría era síntoma de algo grave. Finalmente, los exámenes arrojaron que no se trataba de algo peligroso, sino de falta de colágeno y otras sustancias. Le dijeron que estuviera tranquilo, que comprara unos suplementos y de todas formas agendó nuevos exámenes. Pasaron varias semanas y la situación no mejoró. Diariamente medía el largo de su pelo y observaba sus uñas, pero no registraba cambio alguno. No dio detalles en su trabajo ni en su familia, pero todos se daban cuenta que él ya no era el mismo. Los nuevos exámenes volvieron a descartar situaciones de peligro, pero él no confiaba en ellos. Cambió de doctor y renovó exámenes. También cambió su alimentación y hasta sus hábitos diarios. Horas de sueño, actividad física y reuniones sociales. Finalmente, tras más de un año sin mejoras, un día descubrió que el pelo había crecido. Luego lo notó en sus uñas. Semanas después dejó las pastillas e incluso debió ir al peluquero. Volvió a cortarse las uñas. Se sintió mejor las primeras semanas aunque luego el alivio dejo de ser novedad. Volvió a centrarse en su trabajo y su vida familiar. Les confesó incuso, a modo de anécdota, lo que le había ocurrido durante aquel tiempo. Nadie le dio mayor importancia y hasta se sintió absurdo de haberse preocupado. Así, poco a poco, volvió a ser el mismo. 

miércoles, 29 de agosto de 2018

Limones.


I.

Un jardinero podó el árbol de limones.

Cortó ramas gruesas y trató de darle cierta forma al árbol.

Como las ramas cortadas tenían limones resultó que llenamos, con ellos, un par de bolsas.

Él se llevó una y yo me quedé con otra.

Y con el árbol, por supuesto.


II.

Saqué los limones de la bolsa y los puse sobre una mesa.

La mesa tenía una cubierta de vidrio.

Mientras los miraba, intentaba decidir qué hacer con ellos.

Años atrás habría hecho limonada, pero hoy no me gusta esa lógica.

Los seguí mirando largamente hasta que se hizo de noche.


III.

Hice un espacio entre los limones y apoyé mi cabeza sobre la mesa.

No dormí la noche anterior así que el sueño llegó rápido.

Soñé que los limones me rodeaban y organizaban algo entre ellos, esperando a que despertara.

Así, medio dormido, creí escuchar a uno hablándole a los otros sobre algo que no comprendí bien.

-No vale la pena –le escuché decir.

Entonces desperté.


IV.

Estaba algo mareado.

Con sensación de vértigo.

Sin pensarlo muy bien tomé un cuchillo y empecé a cortar los limones, como si buscase encontrar algo dentro.

No sabía bien qué, pero tras cortar cada limón, iba arrojándolos a un lado, sintiéndome defraudado.

Cuando solo quedó el último sin cortar, recordé la frase que creí escuchar, minutos antes.

-No vale la pena –me dije.

Extrañamente, en ese instante, todavía confundido, me sentí seguro de que aquel limón tenía aquello que buscaba dentro.

Entonces boté las otras mitades, limpié la mesa y puse con cuidado el limón en medio.

No sé bien cómo explicarlo, pero me pareció sentir que aquel limón era el corazón de algo.

-No hay necesidad de cortarlo –me dije entonces-. Sé que es el limón correcto.

Tras esto, volví a apoyar mi cabeza y me quedé dormido nuevamente.

Esta vez, soñé con aquello que tenía dentro.

-No hace falta nada más –me dije.

martes, 28 de agosto de 2018

Rayos.


Hacen un estudio en un campo, en las afueras de la ciudad.

Un campo en el que al menos ocho veces ha caído un rayo, durante el presente año.

Hay grabaciones de las últimas seis, y testigos de la totalidad de estas visitas.

Los rayos, por cierto, han causado algunos daños, siendo el peor de ellos un incendio de mediana intensidad, hace algunos meses.

Luego del incendio, unos investigadores australianos comenzaron a cavar en un pequeño sector del campo, en el que aparentemente habrían caído la mayoría de los rayos.

Invitado por los dueños, un amigo fue hasta el lugar, pues debía escribir un pequeño artículo para publicar en una revista de divulgación, pero de pronto le pagaron su servicio y le dijeron que se olvidara del asunto, sin más.

Según me contaba, no vio nada raro en el lugar, pero aseguró que la gente del sector comentaba que existía una mujer, que llamaba al rayo.

Lo escuchó en un almacén, mientras le contaba a alguien sobre los motivos de su visita, y se enteró de esa forma que corría un rumor de esta mujer, y que aparentemente podía encontrarse vagando por el sector, junto a un perro café.

Tres días se quedó en el sector –en las afueras de Rancagua-, y no encontró a la mujer.

Desde entonces, ha vuelto al lugar cada dos semanas, para intentar encontrarla, o preguntar, al menos, sobre ella.

-Ya no me dicen nada –me dijo la última vez que lo vi, hace algunos días.

También me contó que los investigadores dejaron el campo y que todo, aparentemente, ha vuelto a la normalidad.

-No han caído rayos. Nadie habla de la mujer. Voy a tener que dejar de ir a ese sitio –me dijo.

Supongo que ya lo hizo.

Yo escribo lo anterior para dejar constancia que también había escuchado sobre esta mujer en Talca y hasta en las cercanías de Temuco, siempre en relación a la caída de rayos y haciendo alusión a un perro que la acompaña.

-No es algo de lo que se deba hablar –me dijeron una vez, cuando pregunté por ella.

Pero yo he dejado de hacer caso, desde hace un tiempo, de aquello que me dicen.

Algo va a pasar, por cierto, debido a esto.

lunes, 27 de agosto de 2018

No tengo partes.


No tengo partes.

Nadie tiene partes.

Cualquiera que diga tener partes está mintiendo.

Ni siquiera admito que aquel que diga eso, se desconozca.

Quien diga que tiene partes está mintiendo.

Lo digo porque sé.

Por propia experiencia.

Y es que yo era de esos antaño.

De esos que mienten, me refiero.

De esos que dicen que una parte les duele, que una parte extraña, que una parte se enamoró de alguien.

Pura mierda, en el fondo.

Yo lo sospechaba, hasta que lo comprobé.

Me corté un meñique, en principio.

El de la mano izquierda.

No sangró tanto como hubiese pensado.

Se detuvo como a los diez minutos.

Yo seguía siendo yo y aquello que saqué de mí había pasado a ser una cosa.

No me corté una parte, entonces.

Yo seguía siendo yo.

No me faltaba nada.

Guardé aquello que pensaba había sido mío y se secó al poco tiempo.

Era una cosa más, sobre el escritorio.

Un gato se lo comió, finalmente. Y no me dolió en lo más mínimo.

Es mentira que tengamos partes.

Eso le dije a ella y no entendió.

Dijo que amaba una parte de mí.

Yo me reí de inmediato.

De ella. De su forma de amar. De su ignorancia.

Le corté también un meñique, para explicarle, pero no entendió y me denunció desesperada.

Corrió con su dedo al hospital como si llevase un hijo.

Lo llevaba en un vaso lleno de agua, como una flor, o como un pez que se hubiese ganado en una feria.

La policía me detuvo y me llevaron a juicio.

Intenté explicarme.

La jueza dijo que una parte de mí no estaba sana.

Yo intente explicarle que no tenía partes.

Varias veces intenté explicarle.

Ella me amonestó por interrumpir sus palabras.

Sentí que se burlaba.

Que fingía no comprender.

Que me juzgaba a mí porque no sabía comprender el mundo.

Entonces me ingresaron en aquel lugar.

Otro interno me entendió y se quiso arrancar la nariz.

Nunca volví a verlo.

Yo me corté otro dedo en una demostración, pero nada más.

Después de todo yo ya había comprendido.

Nadie tiene partes, les digo, cuando me piden que explique lo que siento.

Esto soy yo.

domingo, 26 de agosto de 2018

El abuelo se levanta en las noches.


El abuelo se levanta en las noches. Hace poco ruido y camina apenas. Uno no lo escucha sino hasta que bota algo. Entonces sabemos que alguien anda ahí y tras pensarlo unos segundos sabemos que es el abuelo. En un principio nos levantábamos e intentábamos volverlo a su cama. Luego dejamos de hacerlo. Y es que nos dimos cuenta que sus paseos no eran tan peligrosos. Por ejemplo, a veces se levanta y va a sentarse al comedor, como si esperara que le lleven comida. Mi abuela le llevaba, antaño cuando él se sentaba en ese lugar. Son simplemente paseos a destiempo, nos decimos. Ir hasta el living. Sentarse frente a la tv apagada. Pararse frente a la ventana que da al patio, a oscuras. Sus paseos son de esa índole. Como si interactuara con alguien que no vemos. O como si estos movimientos moviesen un abuelo en otro mundo. Donde tal vez esto complete su sentido. Es extraño, sin duda. El mismo doctor lo ha dicho ya que le hemos llevado grabaciones y él las ha revisado. Nos ha dicho que lo dejemos así. Que es bueno que se mueva. Que si no hay accidentes no hay problema. Además, por las mañanas, lo volvemos a encontrar acostado. Casi todo el día lo pasa acostado. Come apenas. No habla con nadie. Se levanta al baño y a veces debemos ayudarlo con su aseo. No es tan grave, en ese contexto, que se levante por las noches. Que tenga una vida secreta, digamos. Se trata simplemente de vivir en turnos distintos. Mi abuela lo habría dicho así. Le habría quitado importancia. Dejen que el viejo de vueltas por la casa, nos habría dicho. Y eso es lo que hacemos. Lo dejamos. Intentamos conciliar nuevamente el sueño, si es que nos hemos despertado. Por lo general lo logramos. Hemos aprendido a lidiar con eso. No hay heridos y estamos en paz, acostumbramos concluir. Eso es todo lo que importa.

sábado, 25 de agosto de 2018

Qué es lo que es.


El refrigerador de casa de M. puede hacer nieve.

Incluso lo promocionan así, aunque nadie diga para qué sirve justamente aquella gracia.

La madre de M. lo compró en varias cuotas y ahora está en casa.

El refrigerador, por cierto, es el que está en casa.

La madre de M. trabaja todo el día y M. queda solo, con el refrigerador.

Tiene una sección en la parte delantera, por donde puede salir nieve.

También pueden salir cubos de hielo, pero a M. le interesa la nieve.

Lo malo es que entrega poca.

Hay que llenarlo de agua y se demora bastante en entregarte apenas un vaso.

Y no se puede hacer un muñeco de nieve con un vaso de nieve.

No suena posible, al menos.

A pesar de eso, M. consigue reunir un par de vasos y comenzó a modelar algún muñeco.

Uno pequeño, por supuesto, sobre el mesón de la cocina.

No quedó muy bien, pero al menos se nota qué es lo que es.

Eso piensa M. mientras lo mira y desea ser pequeño.

Pequeño para poder igualar en tamaño a aquel muñeco y jugar en grande, con la nieve.

O mejor aún, no ser pequeño, pero que el refrigerador fuese gigante y él pudiese llenar la casa, entonces, con aquella nieve.

Mientras se derrite su muñeco, piensa en eso.

Luego tendrá que secar con un paño, el mesón, antes que llegue su madre.

No le confesará que intentó hacer un muñeco, por supuesto.

Esa es otra de las cosas, por cierto, que M. nunca confesará a su madre.

viernes, 24 de agosto de 2018

Una carta, años después.

Recibió una carta, años después. Ella le escribía contándole de su nueva vida, lejos de la ciudad. La primera vez que la leyó, él no comprendió mucho. Pasó su vista por cada una de las palabras como si fuesen dibujos. Todos parecían regulares, ordenados, como si hubiesen podido ser escritos por cualquier otra persona, desde aquella ciudad. Días después, solamente, lo que había leído comenzó a adquirir sentido. Como si una voz al interior de su cabeza hubiese comenzado a traducir, desde un idioma extraño, el contenido del mensaje. Él esperaba algo único, doloroso incluso, pero lo que esa voz le dijo, finalmente, resultó ser una historia de lo más común. Ella hablaba de su trabajo, de un matrimonio, y hasta de un hijo que prontamente comenzaría a ir a la escuela. Él ya sabía todo aquello, por supuesto, pero le pareció que dicho de esa forma era una historia demasiado trivial como para ser escrita. Buscó por ello algo más que aquella historia. Me cuenta cómo está, se decía, mientras pensaba en las palabras. La leyó entonces varias veces, pero no encontró mucho más. Buenos deseos. Justificaciones. Un poco de nostalgia, en el mejor de los casos. Era imposible emocionarse a partir de aquellas palabras. Era imposible pensar en lo que el entendía por amor, tras aquel mensaje. Su conclusión fue esa. No había amor, tras aquellas palabras. Y por lo tanto, según él, nunca lo había habido. Esa era su lógica. No había amor a ninguno de los extremos de esa carta. La carta era como un planeta en el espacio, pensó. Un planeta sin vida. No colisionará nunca, durante su existencia. La historia que cuenta es elíptica y no pasa cerca de nada vivo, realmente. Hay un sol frío, en su sistema. Un planeta deshabitado que gira en torno a un sol frío, se dijo, como si lo viese girar, en su cabeza. Guardó la carta. Por inercia la guardó. Como si hubiese sido parte de su trayectoria. No la olvidó, es cierto, pero no volvió a tomarla. No le dolió. Nunca volvió a leerla. No le afectó, prácticamente. Solo una vez, años después, golpeó una muralla, molesto por no olvidar su contenido. Había bebido, aquella vez. No rompió la muralla ni se quebró la mano. Bien podría no haberla golpeado, se dijo. Fue entonces, sin embargo, que llegó la segunda carta. Semanas después del golpe en la muralla, si soy preciso. Como si hubiese golpeado a una puerta. Todo esto ocurrió hace años, según recuerdo. Nunca abrimos aquella carta.

jueves, 23 de agosto de 2018

Ayer fui donde F.


I.

-Ayer fui donde F., para que me leyeran la mano.

-¿Crees en esas cosas?

-No. Pero fui igual.

-¿No es absurdo ir si no crees?

-Tú no crees en tu trabajo y tienes horario fijo.

-Eso es otra cosa.

-Puede ser.

-Definitivamente es otra cosa…

-No voy a discutir por eso.


II.

-¿Y te la leyó?

-¿Qué?

-La mano.

-Sí.

-¿Cuál es la que se lee?

-La izquierda, parece. No recuerdo.

-¿Te dijo algo interesante?

-¿Sobre qué?

-No sé… ¿del amor?

-No pregunté por eso.

-¿Trabajo?

-Tampoco pregunté por eso.

-¿Tampoco preguntaste por la familia, supongo?

-No. Tampoco pregunté por la familia.

-Ya.


III.

-¿De qué te habla, F.?

¿Cómo…?

-F., ¿de qué te habla cuando vas a verla?

-¿Cuándo te lee la mano?

-Sí.

-Pues no sé… de uno mismo, supongo.

-¿Y no de la familia, ni el amor ni el trabajo?

-No. O sea, no si no le preguntas.

-¿Y qué te habla de ti mismo?

-No entiendo.

-Si no te habla de esas cosas… ¿qué es lo que te dice de ti mismo…? ¿cosas de tu salud? ¿tu futuro?

-Mmm… creo que tampoco pregunté por la salud… y no sé si podría decir que hablamos del futuro…

-Ya…


IV.

-Oye, ¿y sabes cuánto está cobrando?

-¿F.?

-Sí.

-¿Por leer la mano?

-Sí.

-No sé bien. A mí me pidió un aporte voluntario.

-¿Y sabes en qué horario atiende?

-No estoy seguro… ¿te doy su número?

-¿De teléfono?

-Sí po, de teléfono.

-Bueno… te lo mando.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Un hombre muerto en el metro.


-Una vez vi a un hombre muerto en el metro.

-¿En el metro?

-Sí. El hombre iba sentado. Aparentemente dormido, pero yo me di cuenta que iba muerto.

-¿Y cómo…?

-Mirando.

-¿Mirando?

-Sí. Me fijé que se tambaleaba más de la cuenta, cuando se movía el vagón. Tenía la boca abierta. No respiraba. Los ojos, incluso, no los tenía totalmente cerrados.

-¿Alguien más se dio cuenta?

-No creo. Yo iba de pie, en diagonal a él. Él estaba sentado, contra una ventana. Después de un rato la cabeza se le fue hacia el lado y chocó con el vidrio. Nadie lo miró. Deben haber pensado que estaba dormido, nada más.

-¿Y qué hiciste?

-¿Qué hice sobre qué…?

-Sobre el muerto.

-No podía hacer nada. Se notaba que estaba muerto. O sea, no lo vi cuando estaba muriendo. Lo vi muerto.

-Me refiero a avisar… ¿Le contaste a algún guardia o algo así?

-No. Pensé que se iban a dar cuenta igual. Mejor que fuese al final del viaje, así nadie se impacta ni se atrasa la frecuencia…

-¿Y tú…?

-Yo me bajé donde siempre, dos estaciones antes de la estación terminal. Todavía quedaba harta gente en el metro.

-¿No sabes qué pasó después?

-¿Con el muerto?

-Sí… ¿se habrá dado cuenta alguien más…?

-Al parecer, no. Recuerdo que salió algo breve por las noticias, esa noche… Dijeron que nadie se dio cuenta hasta que lo fue a despertar un guardia…

-¿No dijeron nada más…? ¿Quién era…? ¿De qué murió…?

-No que yo recuerde. Fue una nota breve, nada más. Un hombre muerto en el metro. Supongo que no daba para más.

martes, 21 de agosto de 2018

Pavos reales.


Conozco una mujer que cría pavos reales.

Tiene una parcela lo suficientemente grande como para mantener doscientos o trescientos de ellos.

Por lo general vende ejemplares adultos, tanto para gente de dentro como de fuera del país.

Según me explica es una gran inversión ya que ha debido contratar algunos trabajadores y hasta se ha asociado con un veterinario, quien va dos o tres veces por semana a aquel lugar.

Durante todo un día me estuvo contando sobre su empresa, ya que me paga por escribir algunas breves secciones para su página web.

Ya casi al final, mientras tomábamos once, me explicó que cerca de un quince por ciento de los pavos reales, nunca despliegan sus plumas.

No importa cómo los críes o el espacio que les des, me dice. Simplemente no muestran sus plumas.

Con todo, no son grandes pérdidas, pues tras matarlos puedes quitarles las plumas y venderlas directamente, aunque al parecer esto no da tanto dinero.

La carne, por otro lado, no necesariamente es de las mejores, pero puede venderse de todas formas, aunque los permisos sanitarios son más engorrosos por lo que suele repartirla entre los trabajadores, nada más.

Es un buen negocio, me dice a modo de conclusión.

Yo no emito comentario alguno.

lunes, 20 de agosto de 2018

Disparar a una lechuza blanca.



Una vez José Luis.

Una vez José Luis le disparó.

Una vez José Luis le disparó a una lechuza blanca.


Nunca supo explicar.

Nunca supo explicar por qué.

Nunca supo explicar por qué lo hizo.


Yo, en cambio.

Yo, en cambio, sé.

Yo, en cambio, sé por qué.


No puedo, sin embargo.

No puedo, sin embargo, explicárselo.

No puedo, sin embargo, explicárselo sin mentir.


Y es que si digo la verdad.

Y es que si digo la verdad, José Luis.

Y es que si digo la verdad, José Luis no podrá soportarla.


La bala rompió.

La bala rompió el rostro.

La bala rompió el rostro de la lechuza blanca.


Ese es.

Ese es el recuerdo.

Ese es el recuerdo de aquel día.


Es normal entonces.

Es normal entonces tener miedo.

Es normal entonces tener miedo, de nosotros mismos.


José Luis dispara.

José Luis dispara a la lechuza.

José Luis dispara a la lechuza cada noche.


Nada avanza.

Nada avanza mientras no deje.

Nada avanza mientras no deje de apretar el gatillo.


Y es que no sabe.

Y es que no sabe quién era.

Y es que no sabe quién era la lechuza blanca.


No sabe tampoco.

No sabe tampoco de sí.

No sabe tampoco de sí, ni del mundo.


Y es que la lechuza blanca.

Y es que la lechuza blanca, José Luis.

Y es que la lechuza blanca, José Luis, no está muerta.


Dios tampoco supo.

Dios tampoco supo explicar.

Dios tampoco supo explicar por qué lo hizo.

domingo, 19 de agosto de 2018

Bambú.


De un día para otro en el patio de mi casa comenzó a crecer bambú.

Parece mentira lo rápido que crece.

A veces me asusto pues pienso que ha pasado un día extra, sin que me diese cuenta.

Además, como he estado con fiebre, digamos que me confundo un poco al mirar por la ventana.

Por ejemplo, hace unas horas, me pareció ver un panda caminando por el patio.

Un panda que llegaba hasta el bambú, por supuesto, y que comía unos bocados.

Pero claro, como estaba con fiebre, debo haber visto un gato, tal vez, o simplemente mi imaginación me jugó una mala pasada.

De todas formas, para distinguir lo que ocurre, he cortado un poco de bambú y lo tengo ahora entre mis manos.

Lo corté con un cuchillo grande, de cerámica, que ha quedado manchado.

Mientras escribo, observo el bambú como si fuese un símbolo.

Un símbolo cuyo significado ya he olvidado.

Mientras, en el patio, aquello que parece un panda ha comenzado a romper cosas.

Tiene una herida de cuchillo, bajo uno de sus brazos, y se mueve torpemente.

Tal vez, pienso ahora, el verdadero símbolo sea el panda ese.

O tal vez yo mismo.

Aprieto el bambú, entonces, con una de mis manos, como si me aferrase a una única verdad.

sábado, 18 de agosto de 2018

El hombre del tiempo.


I

El papá de un amigo era el hombre del tiempo. Salía cinco minutos diarios, hacia el final de las noticias. No vivía con mi amigo, pero pagaba el colegio todos los meses y le daba dinero a la madre. En ese entonces pensábamos que eso lo hacía un buen padre.

II.

Una vez hablamos del asunto. Mi amigo contó que no veía a su padre desde hacía seis meses. Sin contar las apariciones por tv, por supuesto. De hecho, decía que a veces se imaginaba que era un invento suyo. Que en realidad el hombre del tiempo ni siquiera existía fuera de la pantalla, o algo así.

-Pero tienes fotos -recuerdo que le dije esa vez-. Además lo ves cada cierto tiempo…

-Lo sé –dijo él, cortante-. Es una sensación. Claro que es mi padre.


III.

Un día fuimos a escondidas al canal de tv. Él recordaba haber ido una vez, con su padre, hace años, pero recordaba mucho del lugar.

Lo esperamos fuera del canal, junto a su auto, para verlo salir.

-Lo extraño es que cuando estamos juntos ni siquiera le interesa el tiempo –dijo de pronto mi amigo-. Me refiero a que no comenta nada de eso… no mira el cielo… no dice nada sobre el frío ni el calor…

-¿Y de qué hablan? –le pregunté.

-Pues no sé…  -me dijo-. Yo creo que ni siquiera hablamos.


IV.

Dejé de ver a mi amigo ese año porque su madre se casó con un doctor y se fueron al norte. En televisión, sin embargo, siguió apareciendo el padre de él, nombrando las regiones y dando cifras y pronosticando eventos.

A veces, cuando hablaba del norte, intentaba ver en él alguna reacción, como si recordara que ahí estaba su hijo.

Nunca pude reconocer ninguna reacción, si soy sincero.

Luego, sin que me diese cuenta, descubrí que lo habían reemplazado por una mujer joven, bastante atractiva.

Desapareció, recuerdo  que pensé esa vez. Ese hombre desapareció totalmente.

viernes, 17 de agosto de 2018

Ella encontró una rana.


I.

Ella encontró una rana, rondando por su casa.

Era una rana común, pero llevaba puesta una especie de chaqueta roja.

Tal vez era la chaqueta de algún muñeco, que alguien había intentado cambiar de lugar.

Le llevó dos horas atrapar a la rana sin tener que tocarla, directamente, con sus manos.

Logró meterla en una caja y la llevó hasta su cuarto, donde se dedicó a observarla.

Se durmió así, observando a la rana, que vestía una chaqueta roja.


II.

Antes de dormirse, pensó varias veces en la leyenda esa de la rana príncipe.

Incluso consideró besar a la rana, pero finalmente se acobardó.

Pensó que alguien quería jugarle una broma y la estaban filmando de lejos.

Por eso se durmió, sin más, junto a la rana, que vestía una chaqueta roja.

Se veía bonita, vestida así, aunque no era natural.


III.

Al despertar no encontró a la rana.

Encontró eso sí, para comprobar su historia, un par de fotos en el celular.

Tras buscar en la casa, descubrió la chaqueta roja, en el pasto del jardín.

La recogió con cuidado, como si se tratase de algo vivo.

Borró las fotos de la rana y besó suavemente la chaqueta.

Intentó dormirse nuevamente, con la chaqueta bajo la almohada, pero no lo logró.

jueves, 16 de agosto de 2018

Doce cucharas de palo.


No estoy loco. Simplemente ocurre que encontré aquello en venta, y lo compré. Un set de cucharas de palo. Doce cucharas. Doce tamaños distintos. Hechas en China, por supuesto. Lo compré y lo traje a casa. No es que saliese pensando en buscar cucharas de palo sino que me encontré con aquello. No es tan raro. Ves un set en oferta y lo compras. No es una locura. Y claro, tampoco tiene que serlo el pintarlas en casa si recuerdas de pronto que tienes unos frascos de pintura para madera, echándose a perder en algún sitio.  Y claro, como son doce cucharas distintas –tamaños distintos básicamente-, lo lógico es pintarlas también de forma diferente. Al principio pensé simplemente en colores, pero luego me decidí por rostros. Por darle cierta personalidad y una expresión a cada una. No creo que haya nada malo en eso. Además la forma de la cuchara llama un poco a eso. Son un tanto antropomórficas, después de todo. Cabeza y cuerpo, digamos. No creo que haya señal de locura en todo eso. Y claro, llegué así a las doce cucharas, que ahora eran doce individuos de palo. Irrepetibles y con ciertas expresiones que intentaban marcar sus diferencias. Todo había seguido un camino lógico y me pareció lógico también darles un nombre. Eso fue todo. Luego las ordené en una mesa y hasta ahí llegan mis acciones. Lo de representar, con ellas, una última cena o que me encontraron hablándoles, ya es invento puro. Mala voluntad, incluso, si se quiere. Nadie gana nada con eso. Ni ellas, ni yo, ni nadie, si se detienen a pensarlo. Sé que no estoy loco y por eso les comento mis acciones e intento aclararlas. Nunca miento, después de todo, aunque a veces lo parezca. Pueden comprobarlo, si quieren. Y es que nunca he olvidado que son cucharas, digamos. Y nunca he olvidado que estoy solo. Esa es mi versión.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Ni en lo más mínimo.


Trabajé en un colegio donde me exigían llenar ciertas hojas cada vez que atendía al padre o madre de un alumno. No hablo de poner una observación en el libro y pedirle que firme o tomar algún apunte, sino que era un proceso realmente engorroso donde había que contar una especie de historia del progenitor, interpretar la manera en que veía el mundo y a su hijo, además de observaciones sobre toda índole de aspectos que hubiesen dejado satisfecho a cualquier psicoanalista o biógrafo que hubiese tomado apuntes para su trabajo.

Desconociendo si los otros profesores llenaban o no esas hojas yo hacía lo indecible por hacerlo, hasta que poco a poco me empecé a relajar dándome cuenta que nadie las leía.

Primero comencé a transformar algunas entrevistas reales, agregando algunas anécdotas o comentarios que pertenecían a mi invención, luego comencé a atribuirles frases o a incorporar pequeñas historias ficticias, hasta que en un último periodo inventé incluso algunas entrevistas a supuestos padres famosos.

Fue así que entrevisté, por ejemplo, a Madame Bovary, al padre de los Karamazov o hasta al padre de Galileo, de quién me sorprendieron algunos datos que encontré, investigando un poco.

La mayoría de esos datos decían relación con la música. Y es que en esta área, el padre de Galileo alegaba contra la estructura de la música medieval que había relegado a las “armonías puras sentidas por el oído”, a un segundo orden. A partir de lo anterior, atacaba el excesivo fundamento matemático y hasta filosófico que se pretendía debía tener la música, en detrimento de la experimentación musical en base a la observación.

Quizá fue esto lo que me llevó, en esa oportunidad, a escribir incluso un reclamo por parte de ese supuesto padre contra la excesiva teoría que regía algunos contenidos, razón por la cual casi me descubren pues, a diferencia de esas otras fichas, los reclamos debían ser respondidos en un plazo que la gerencia de dichos colegios estimaba preciso.

Fue así que le respondieron al padre de Galileo una respuesta tipo (un formato único que decía que su sugerencia fue bien recibida y sería tratada en el consejo de profesores próximo), y como el personaje esta vez se mostró conforme con la respuesta el asunto no pasó a mayores, y nada cambió –lamentablemente-, ni en lo más mínimo.

martes, 14 de agosto de 2018

Estupideces.


Ocurrió en el colegio, pocos días antes del final de mis estudios.

Lo que ocurrió fue que me designaron para evitar que dos de mis compañeros peleasen.

Habían tenido dificultades durante largo tiempo y casi todos esperaban que la situación explotara por esos días, antes de dejar el colegio.

Yo no entendía por qué me asignaban aquello, pero supongo que creían que podía, al menos, hacerlos reír.

Y es que si bien no era lo suficientemente fuerte para separarlos o controlarlos a ambos, deben haber pensado que podía generar un buen clima, manteniéndolos activos a base de chistes o cosas de ese estilo.

Tú sabes, me dijo un profesor, los mantienes entretenidos siendo quién eres, nada más.

Y claro, recién en ese entonces calculé que eso es lo que debían ver de mí, los demás.

Aquello me complico un poco pues yo estaba seguro de ser un tipo bastante más profundo.

Más profundo y menos superficial de lo que mi mismas acciones invitaban a pensar.

Ta vez fue por eso que decidí hacer lo contraria a lo que se me pedía.

Y terminé creando una situación para que mis compañeros se peleasen –a morir si querían-, sin nadie que los interrumpiese.

Yo mismo se los comuniqué de esa forma, tras una especie de arenga que lancé contra el mundo y contra todo aquello que creímos una vez que fue valioso, y luego lo olvidamos y ya está,

Lamentablemente, tras escucharme, ellos se rieron y pensaron que se trataba de un truco ingenioso, que me había inventado para que no se pelearan entre sí.

Traté de hacerles ver que no era cierto, pero no lo logré.

En la desesperación, incluso lancé golpes contra ellos, que ter minaron uniéndose para golpearme a mí, mientras seguían pensando que se trataba de un plan.

Terminé con un corte en la cabeza.

Sangrando, pero con mi curso riendo y hablando de lo ingenioso que era y alabando lo que había logrado a base de mis estupideces.

De hecho, así decía un reconocimiento que me e regaron hacia el final de aquel año.

“Por sus geniales estupideces”, decía.

Nunca volví a comunicarme con ellos, por cierto, luego que salimos de la escuela.

lunes, 13 de agosto de 2018

Dejar de ser.


Un caballo quería ser hombre para poder andar a caballo.

No para golpear al caballo, por supuesto, sino para conocer, en parte, su propio peso.

Y es que conocer el peso, es tal vez la forma más cercana de conocer, para el caballo.

Resulta extraño de explicar pues si se piensa, si el caballo se hubiese vuelto hombre y el hombre se hubiese subido al caballo, el caballo ya habría dejado de ser caballo, y sería entonces incapaz de conocer su propio peso.

Pero claro, esas son lógicas de hombre y no de caballo, e intentar explicárselo al caballo es tarea más ardua de lo que puede parecer en primera instancia.

Yo intenté explicárselo, de hecho, y fue entonces que comprendí que para el caballo era imposible entender que para pasar a ser otra cosa –o pasar a ser otro ser, en este caso-, era necesario dejar de ser quién se era, en un inicio.

Hice un esquema para explicárselo, dibujando con una vara, sobre el suelo, y mientras él se ofuscaba y creía que mi negativa se debía a una falta de voluntad, fue que comprendí su incomprensión.

Entonces tampoco sabes lo que es la muerte, dije entonces, mientras comenzaba a acariciarlo.

Él no contestó.

Dejamos pasar un poco el tiempo, de esta forma, hasta que el caballo se calmó.

Luego, sentí los pasos de los hombres, que se acercaban, y tuve que irme del lugar.

Comenzaba a amanecer, de alguna forma.

domingo, 12 de agosto de 2018

Una moneda de oro.


I.

Ella gastó todo su dinero en comprar una moneda de oro.

Una forjada a mano, de gran peso, que aparentemente se había utilizado como pago hace más de doscientos años.

La moneda en cuestión tenía grabados un dragón, un gallo y un perro, y al parecer la imagen habría sido trabajada en la misma moneda, sin recurrir a un molde fijo.

Investigando, ella llegó a la conclusión que la moneda pudo haber tenido su origen en Portugal, aunque nadie puede asegurarlo a ciencia cierta.


II.

Ella viaja, desde que la compró, con la moneda de oro entre sus cosas.

La ganó en una subasta, tras pujar con todo el dinero que tenía.

Más allá del precio, ella siente que hizo un buen negocio, pues desde entonces la moneda es lo único que tiene de valor.

Todo cabe en una de tus manos, me dijo.


III.

Tras acostarnos, ella me dejó ver la moneda y poder tocarla.

Calculé que pesaba poco más de 300 gramos.

En ella, el dragón parecía combatir con el perro, mientras un gallo estaba parado atrás, como esperando el resultado.

Ya ha pasado el tiempo –dijo entonces-, tú podrías hacer lo mismo con tu biblioteca.

Reducirla a algo que quepa en una de tus manos, me dijo.

Tal vez irnos juntos, señaló.

Deseché la idea tras pensarla dos segundas.

Pero me dolió el pecho por haberlo pensado, siquiera, durante esos dos segundos.

Dejé que se fuera, al otro día, y fingí dormir, mientras ella seguía su camino.

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