martes, 30 de noviembre de 2021

Antes de las hierbas.


Antes.

Antes de las hierbas.

Antes de las hierbas hubo brotes.


No voy más atrás.

No voy más atrás porque detesto.

No voy más atrás porque detesto hablar de semillas.


Y es que los pájaros.

Y es que los pájaros se llevan.

Y es que los pájaros se llevan lo que no ha brotado.


Por eso yo.

Por eso yo le digo no a las hierbas.

Por eso yo le digo no a las hierbas y a las semillas.


En cambio.

En cambio acepto, y agradezco.

En cambio acepto, y agradezco, cada brote.


Los que oyen.

Los que oyen, no comprenden.

Los que oyen, no comprenden, si han brotado.


Yo mismo.

Yo mismo, si lo pienso.

Yo mismo, si lo pienso, soy apenas una piedra.


Sin raíces.

Sin raíces, el sol.

Sin raíces, el sol, te ilumina de igual forma.


Una vez un muerto.

Una vez un muerto olvidó.

Una vez un muerto olvidó que estaba muerto.


Y es que antes.

Y es que antes de las hierbas.

Y es que antes de las hierbas, hubo brotes.


No trates.

No trates de mirar.

No trates de mirar la oscuridad.


Me disculpo.

Me disculpo si es confuso.

Me disculpo si es confuso mi lenguaje.

lunes, 29 de noviembre de 2021

Ayer, recordaba.


I.

Ayer, recordaba.

Por ejemplo,
recordaba que me sabía un chiste
sobre John Dos Passos.

Por más que me esforcé
descubrí, sin embargo,
que lo he olvidado.

O lo acepté, más bien.

Luego, comencé a dudar sobre qué,
realmente,
era aquello que había olvidado.

Si a Dos Passos
o al chiste que alguna vez supe
sobre Dos Passos.

Además, de paso,
comencé a cuestionarme
sobre qué es aquello que olvidas
cuando olvidas algo,
y la forma en que extravías
aquello que portabas
cerca tuyo.

Retrocedí entonces el camino
y encontré a Dos Passos.

Lo recogí con cuidado,
por si estaba dañado,
pero el dañado no era él.

Luego, seguí recordando.


II.

El chiste sobre Dos Passos.

Sé que existía,
pero ahora me pregunto,
qué puede causar que riamos
cuando hablamos de Dos Passos.

Y es que más allá de juegos de palabras
no sé bien
de qué pudo tratarse.

O tal vez -pienso ahora-,
recuerdo el chiste,
pero no lo reconozco como tal,
pues he perdido la gracia.

Y es que así ocurren las cosas.

Así siempre ocurren las cosas.

Las vives y las pierdes, me refiero.

Y hasta acusas,
que de cierta forma,
te son arrebatadas.

Todo por dos pasos, me digo.

Perder la gracia.

domingo, 28 de noviembre de 2021

Frente a una mesa.


Soñé que estaba en un lugar extraño, frente a una mesa.

Sobre la mesa había un vaso con agua, que amenazaba con caerse.

Esto ocurría porque la mesa estaba coja y debía equilibrarse.

Entonces yo buscaba algo para nivelar la mesa.

Como solo me rodeaban libros usaba uno de Crichton, pues el desnivel era bastante.

Pero claro, luego la mesa parecía desbalancearse desde otro lado.

Buscaba así en mi biblioteca y encontraba varios ejemplares de libros que -fuera del sueño-, no tengo.

Best Sellers, mayormente, de autores que prefiero no nombrar para no crear suspicacias.

De hecho, muchos eran autores de libros que ni siquiera he leído, y que hacían elevar mi mesa hasta una altura en que ya no me resultaba útil, pues me era imposible alcanzar su superficie, desde donde me encontraba.

Por lo mismo -y porque quería beber el agua del vaso que estaba sobre la mesa-, quise buscar otros libros que me sirvieran de soporte para pararme sobre ellos y ganar altura.

Extrañamente, si bien tenía varios, no me atrevía -en el sueño-, a pararme sobre ninguno.

Como solución, comencé a apilar mis propios escritos para subirme en ellos.

O más bien, a llenar resmas de hojas con mis escritos, para ir poco a poco, ganando altura.

Así, cerca del final del sueño, lograba llegar hasta la superficie de la mesa, tomar el vaso y beber el agua.

Todavía estaba fresca.

Desperté.

sábado, 27 de noviembre de 2021

De estas cosas.


I.

Los zombis no tienen nombre.

Y si lo tuvieron lo pierden, justamente, al volverse zombis.

Es decir, tuvo nombre alguien vivo, anterior al zombi, pero el zombi no.

Disculpen, pero suelo enredarme un poco, cuando hablo de estas cosas.


II.

Aunque sea un mismo zombi el que aparece en varias escenas.

Aunque tenga rasgos específicos y prendas que lo identifican con un vivo que obviamente podías nombrar.

Aunque ocurra esto, decía, los zombis siguen sin tener nombre.

Tal vez ocurre porque nadie los llama, o porque no necesitan presentarse.

Solo son zombis yendo de un lado para otro, aparentemente sin saber a dónde van.


III.

También pienso en otras cosas cuando pienso en los zombis.

Por ejemplo, pienso en la dirección en que caminan cuando nadie los ve.

Cuando ya no hay vivos, digamos, a los que puedan perseguir y el sentido de la búsqueda se haya perdido.

Pienso también en si les molesta en sol, y qué ven cuando se observan los unos a los otros.


IV.

Los zombis no tienen nombre.

Apenas tienen carne que se les cae a pedazos.

Tal vez el nombre también se les cayó o quedó colgando en algún sitio.

Aunque esto tal vez quiera decir que los nombres permaneces, desperdigados, como si aguardasen algo.

¿Es correcto imaginar los nombres agazapados o simplemente se trata de una imagen equívoca?

Vuelvo a pedir que me disculpen, pero suelo enredarme un poco, cuando intento hablar un poco, de estas cosas.

viernes, 26 de noviembre de 2021

De cartón piedra.


Hacía figuras en cartón piedra.

Figuras humanas, me refiero.

A escala natural.

Como el cartón solo se conseguía en pliegos pequeños debía encargar directamente a la empresa.

Luego los cortaba, pintaba y los iba reuniendo en un pequeño cuarto que utilizaba de bodega.

Inicialmente, había vendido tres a una compañía de teatro y pensó que en algún momento podría recuperar la inversión.

Sin embargo, las figuras se fueron apilando y él tampoco se esforzó en intentar vender algunas.

En cuanto a las figuras, estas eran independientes, de diferente procedencia y caracterizadas en diferentes épocas.

Yo mismo serví de modelo para dos.

El rostro mayormente y un poco la contextura general.

En una soy un ciudadano romano, del siglo II, vestido como supuestamente se vestían en la ciudad en el periodo de la Pax Romana.

En la otra figura, estoy vestido como un cochero británico, de principios del siglo XX.

No son figuras especiales, solo dos más dentro de las decenas que tiene apiladas en ese pequeño cuarto.

Hace unos años, la última vez que nos juntamos en su casa, sacamos algunas de las figuras y nos fotografiamos con ellas.

En el ángulo exacto y bajo la luz precisa, las figuras podían pasar por seres humanos reales, si alguien desconocía su real condición.

Yo, por supuesto, me fotografié con las dos figuras que tenían mi rostro.

Un rostro más joven que el actual, por supuesto, y un tanto más delgado.

Hoy encontré casualmente la fotografía, y por eso me acordaba.

El archivo, más bien, pues se trata de una foto digital.

Estaba en unas carpetas antiguas, en un computador que ya no uso.

La observé por un rato, hasta que poco a poco me sentí incómodo.

Y es que creí ver en mis ojos -o en el reflejo de ellos, más bien-, el miedo de convertirme en lo que ahora soy.

jueves, 25 de noviembre de 2021

Encargo.


Hace calor, escribo informes para el colegio y tengo hambre.

Mientras trabajo, tomo agua mineral, pues he estado un poco enfermo.

Como no tengo tiempo para cocinar encargo algo, para comer.

Pido comida rápida, sin pensar, aprovechando unos cupones de descuento.

Media hora después llaman a la puerta.

Una chica me entrega un paquete bastante pequeño.

En vez de fijarme en el tamaño, me llama la atención una especie de colgante que lleva la chica.

Una cadenilla con la figura de un pez, que parecía hecha en madera plateada.

Yo he tenido trozos de madera plateada, recuerdo, pero fue en otra época.

No cruzamos palabras, con la chica, salvo los saludos respectivos.

Ella se va.

Yo entro a mi casa.

Sigo trabajando y por alguna razón olvido el encargo, sobre la mesa.

Me quedo en cambio pensando en la figura del pez, mientras respondo algunos mails, que había olvidado.

Más tarde, abro el paquete que me ha traído la chica.

En vez de las hamburguesas -que compruebo había solicitado-, encuentro varias pastillas, enviadas desde una farmacia.

Vienen en pequeñas bolsas blancas, de papel, como si se tratasen de dosis específicas.

Tres bolsas de papel.

No tienen nombres, pero sí números e indicaciones.

Una vez cada mañana, en ayunas, dice la primera.

Una cada ocho horas, tiene escrito otra.

Una cada doce horas, por siete días, dice la última.

Mientras intento recordar el rostro de la chica calculo las horas más convenientes para tomar las pastillas.

Media hora después, tras llenar un vaso con agua, me dispongo a tomar la primera.

Deberé prepararme algo para comer, antes de acostarme, pero todavía tengo tiempo.

Todavía tengo tiempo.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Antes de entrar a casa.


Antes de entrar a casa te limpias los pies. O sea, no los pies, directamente pero sí los zapatos. Lo haces breve e inconscientemente y por alguna razón te demoras un poco más que los otros que realizan esa misma acción. Tal vez por eso me fijo en lo que haces. Arrastras las zuelas por el objeto que está ahí, junto a la entrada, pero al mirarte da la impresión que realmente intentas dejar algo ahí, despegar algo que viene adherido a tus zapatos y que no quieres hacer ingresar en la casa. Esa mínima diferencia en el tiempo y en la aparente consciencia con lo que haces aquello me lleva a preguntarte por qué lo haces. Qué es lo que piensas al hacerlo o qué es exactamente aquello que quieres dejar fuera al momento de entrar a casa. Tú te muestras confundida. En silencio ante mis preguntas. Supongo que piensas que tal vez se trata de un ataque. Otra vez poniendo atención en tus acciones y no en las propias que nunca se prestan al análisis y al escrutinio detallado, según comentas. Yo intento explicar que no, que no es eso, pero nunca sé explicar. Entonces te molestas -te enfureces, casi-, diciendo que te acuso de querer ocultar algo o de dudar si entrar o no a casa. Luego me acusas de no salir. De no cruzar el umbral. De permanecer siempre en un punto fijo de observación ante los otros. Incluso de estar muerto, me acusas. Ante eso último, por cierto, ni siquiera respondo. Guardo un par de libros en mi bolso y e voy del lugar. Desaparezco.

 

martes, 23 de noviembre de 2021

No podía.


No podía.

Se esforzaba, pero no podía.

Apilaba legos, pero no lograba construir nada.

Encajaba unas piezas sobre otras, simplemente.

Piezas de lego, por supuesto.

Eso es lo que ocurría.

Nada más, ocurría.

Todo eran pilas de lego, frente a él, pero no lograba construir nada.

A veces, para entender qué sucedía, le entregaban algo armado.

Un robot, por ejemplo.

O una estructura que tenía la forma de una casa.

Entonces, le preguntaban qué era aquello que recibía.

Pero él no respondía.

Y no respondía, por cierto, porque no comprendía.

Todo era, de esta forma, como un pequeño bucle.

Uno estático, aparentemente.

Y es que él, parecía esforzarse, observando, pero lo cierto es que no veía nada.

No reconocía nada.

Ninguna estructura, me refiero.

Y mucho menos un sistema.

Él seguía viendo piezas de lego, simplemente, encajadas unas sobre otras.

Pilas con formas extrañas, por supuesto.

Sin relación nada, según él.

Inertes e irregulares.

Pero era incapaz de reconocer una forma o un patrón, en aquellas construcciones.

Legos amontonados, como decía en un inicio.

Palabras oídas en un idioma extraño y que no sonaban a nada.

Por eso, tal vez, frente a aquellas piezas, él solo pensaba en gritar.

En arrojar esas piezas por todos lados y dejar que los otros siguieran intentando ver en aquello una forma con sentido.

Quería hacerlo, pero no podía.

Mientras tensaba sus músculos se preparaba para hacerlo, pero no podía.

Entonces, escuchó un sonido extraño, como si una pieza hubiese comenzado a desencajarse de otra.

Un sonido que, por cierto, no venía de las piezas que estaban frente a él.

Se alegró por ello.

Se alegró y miró a los otros como si le hubiese sido revelada una comprensión nueva.

Entonces dijo:

lunes, 22 de noviembre de 2021

Un niño extraño.


“Volveremos a encontrarnos todos,
en otro rincón del bosque,
siempre habrá un niño jugando con un oso”
E. C.

Era un niño extraño. Peligrosamente extraño, dirían algunos. Las profesoras intentaban comunicárselo a sus padres, pero no sabían realmente cómo presentar sus apreciaciones. Tenía poco menos de diez años cuando, en un trabajo de Lenguaje, redactó una, también, extraña noticia.

En realidad, era un texto al borde entre una noticia y un cuento fantástico, que tomaba a los personajes de Winnie the Pooh, que su compañera de banco había elegido como protagonistas, en primera instancia, de su propia historia.

El texto en sí hablaba de un gran incendio en el bosque de los cien acres. Un incendio provocado por el propio Christopher Robin quien había decidido quemar todo pues pensaba encontrar entre las cenizas el cuerpo de otro Christopher Robin, que había decidido quedarse escondido en aquel bosque para que otro Christopher Robin -que probablemente tampoco era el que había incendiado el bosque-, intentase encontrarlo, y gastase su vida de esa forma.

Ocurría así que el bosque se consumía totalmente y se transformaba de esta forma, mayormente en ceniza. Entonces, el Christopher Robin que lo había quemado recorría el lugar encontrando un gran número de otros Christophers, que habían muerto calcinados en una misma postura, que por lo demás no se especificaba.

No encontraba, sin embargo, en medio del bosque calcinado, ningún vestigio de Pooh ni de los otros animales amigos, cuya existencia había pasado, simplemente, sin dejar huella.

Por esto, la policía que llegaba al final de la historia no terminaba deteniendo a Christopher Robin. Después de todo, nada había resultado ser tan grave: el bosque volvería a crecer, no habían muerto animales, y los restos de cuerpos calcinados correspondían a la misma identidad de aquel que había comenzado el incendio, por lo que no podía hablarse de muertes ni de asesinatos, directamente, a la luz de una lógica estricta.

El escrito -que más o menos he resumido aquí arriba-, pasó de mano en mano entre los profesores que, probablemente de la misma forma que el policía de la historia, consideraban que el contenido de aquel escrito no era algo realmente grave; después de todo, el niño crecería y regularía su imaginación. Mientras tanto, no violentaba a nadie y su “extrañeza” no constituía, directamente, un riesgo para nadie.

Semanas después, por cierto, deberían retractarse de aquello que habían pensado y transmitido anteriormente.

Pero esto, por supuesto, es parte central del contenido, de otra historia.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Aprendí a decir.


Aprendí a decir lo que debía decirse. Con esfuerzo lo aprendí. Lo aprendí a decir primero por escrito y luego lo repasé en voz alta, día a día, como un mantra. Sin embargo, más allá de ese primer éxito, lo cierto es que no descubrí nunca a quién debía decirle todo aquello. Y claro, como tampoco comprendí la premura del mensaje, ocurrió entonces que dejé pasar el tiempo. O más bien, no percibí que el tiempo pasaba, pues de haber querido impedir su paso tampoco hubiese logrado nada; así que, para evitar engaños, mejor corrijo, para que usted no crea en lo que no existe y de paso también para no pisarme, sin pudor alguno, mis propios pies.

Espero que con esto se resuma y aclare parte basal de todo esto, pero comprendo al mismo tiempo que estas cosas de poco sirven. Salvo tal vez para aclarar que estoy en condiciones de decir lo que debía decirse. Y por supuesto nada más.

Como ven, se trata simplemente de una historia tradicional. O más bien, de una historia con una estructura de esa índole. Una que envejece, digamos, mientras dentro y fuera de ella pasa el tiempo. Y claro, es entonces cuando uno comienza a comprender que el mensaje tal vez ya no. Que probablemente, aunque no nos guste, el mensaje se pudrió en el mensajero. Con el mensajero, incluso. Un mensajero que, por cierto, aprendió a decir lo que debía decirse, pero que nunca comprendió a quién ni en qué momento decirlo.

¿No se entiende qué es lo que se dice? ¡Mejor no se haga…! Usted bien sabe de qué hablo.

sábado, 20 de noviembre de 2021

Un indicador y un método.


Voy los fines de semana a la feria. Compro verduras. Cuando regreso las guardo, pero ocurre luego que en la semana no las como. Por lo mismo, de regreso de la feria, cada fin de semana, antes de guardar las verduras que acabo de comprar boto las verduras de la semana anterior que, por lo general, ni siquiera he tocado.

Lechuga, rúcula, pimentones, dientes de dragón… cosas así son las que boto. A veces los tomates los consumo, y un poquito de diente de dragón.

Es algo absurdo y de cierta forma tiene que ver con el tiempo que dispongo. Podría hablar de eso sin problemas, pero lo cierto es que resulta algo tedioso y me devuelve siempre a la misma situación.

Por otro lado, tiene relación con un tema de ánimo, del que es más problemático todavía hablar, pero que de cierta forma es “medible” con el asunto ese de las verduras.

Me refiero a que botar las verduras cada fin de semana, funciona como un indicador de ese estado anímico del que prefiero no hablar. Sé que puede ser absurdo, pero a veces pienso que, si dejo de comprar verduras, será como dar por perdida la batalla, y me resignaré simplemente a que no exista nada fresco en el refrigerador para cuando un día todo esté mejor y abra el refrigerador y quiera encontrar justamente algo fresco y que todavía tenga aroma.

Aguanto así, mientras tanto. Así que supongo que ese es mi método. Mi indicador y mi método: todo en uno.

Debe haber mejores y peores, por supuesto, pero estoy seguro que todos tienen alguno.

Por lo mismo, supongo que ustedes también, aunque no sean conscientes del todo, han de tener el suyo.

viernes, 19 de noviembre de 2021

No da para quejarse.


Un amigo tiene un taxi. Es profe de filosofía, pero lo fue dejando de a poco la docencia y ahora trabaja conduciendo su auto en horarios más bien extraños. De madrugada, principalmente y hasta antes del amanecer, periodo en el que generalmente cobra sobre precio y, según dice, le dejan a veces propinas más altas. Esto, le permite vivir con algo así como el doble de dinero que ganaba cuando ejercía como profesor.

Sin embargo, más allá del aspecto económico, me interesan algunas historias que me cuenta mientras tomamos alguna cerveza, cada vez de forma más lejana.

Esta vez, por ejemplo, me cuenta sobre un tipo que lo llama al menos tres veces cada mes para que lo lleve a dar una vuelta en el maletero del auto. Ni siquiera que lo lleve a otro lugar, sino que lo deje siempre en el mismo sitio -un sector acomodado de Ñuñoa-, preocupándose que, al hacerlo, no haya nadie cerca. Le paga, por supuesto, lo que marque el taxímetro al momento de bajarse y una propina que sueve ser similar al valor del viaje.

Nunca supo las razones y entre ellos existe un acuerdo tácito. Nadie pregunta, solo se trata de dar vueltas en el coche, ya que tampoco al hombre le gusta estar en el maletero de un coche detenido, sino que le exige que esté en marcha, el tiempo que le ha solicitado en un inicio. Una hora. Cuarenta minutos. Hora y diez minutos. Generalmente varía entre ese rango de tiempo, según me cuenta.

-Cuando le pregunto por cuáles sitios prefiere que ande -dice mi amigo-, me dice que todo es siempre el mismo sitio… que elija yo. Que esa es la gracia del maletero.

-¿Y no sabes qué hace en el maletero? -le pregunto-. Me refiero a si llora, reflexiona sobre algo, come, se masturba… algo debe hacer ahí dentro, ¿nunca te lo has preguntado?

-Prefiero pensar que no hace nada -dice finalmente mi amigo, tras pensarlo un rato-. De todas formas, te comento que es un poco desesperante y cada vez me dan más ganas de no volver a hacerlo… Es raro, pero no lo siento como un trabajo, pues simplemente recibo dinero por ir de un sitio hasta el mismo sitio, solo que al final ha pasado el tiempo, y alguien que he llevado como un bulto, al final me paga.

-Tampoco da para quejarse -comento.

-No me quejo, solo me desespero -concluye-. No sé bien, cómo decirlo, pero siento que algo en mí envejece más de prisa, cuando realizo aquellos viajes.

jueves, 18 de noviembre de 2021

Otra noche no fue así.


Otra noche no fue así. Ojalá se entienda. Me refiero a que ocurrió distinto, aquella noche. No solo no igual, como ocurre siempre, sino que esta vez verdaderamente ocurrió distinto. Tanto así que te enredas al decirlo. O que no sabes. O tal vez sabes, dirá alguien, pero suena a que no sabes. Así ocurren las cosas, a fin de cuentas. No los hechos como dicen, son las cosas las que ocurren. Los hechos aparecen simplemente, como manchas en las cosas. Así aparece Felisberto, por ejemplo. O así, a medio despertar, amanece Clarice, sin todavía amanecer. Más pura y cierta, de esa forma. Aunque estos son rasgos que confunden, por supuesto. Rasgos que no se dejan decir de esa forma. Por esto, alguien allá atrás pareció decir que no se entiende. Entonces le explico, desde lejos, porque no sé explicar de otra manera. No fue así, pero es extraño, digo entonces. Otra noche, no fue así. Parece simple, pero no. La noche diríase la misma, por ejemplo. Las palabras, habituales. Como Dostoievski estaba muerto se decían sin decir, las palabras. Sin sentir incluso, decíanse. Y es que ahora, al menos, ocurre así. Decimos poquito. Todos somos manchas en las cosas. Manchitas, incluso. Tanto que no sé bien para qué digo. Ojalá se entienda, creo que te dije. Ya sabes, si es que sabes.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Descubriendo cosas.


A veces descubro cosas, me dijo.

Cosas importantes, me refiero.

Cosas que revelan cómo malfunciona el mundo.

Mecanismos escondidos en algo que nunca a nadie le pareció una máquina.

Pero yo sé ver donde los demás no ven.

Tengo ojos que entienden hasta antes de parpadear.

Por eso afirmo, sin dudarlo, que debo ser un genio.

Iba a decir un "puto genio", como he escuchado decir a un protagonista español de una serie de tv.

Pero claro… antes de hacerlo alcancé a caer en cuenta que yo no soy puto.

Otra prueba más de que soy un genio.

O un puto genio, pero que no es puto.

No sé si pueden seguirme, así que bajaré un poco.

Diré algo más sencillo, para que no se espanten.

Seré concreto.

Diré que esta mañana fui a comprar y descubrí algo, por ejemplo.

Pueden anotar, si quieren.

Esto es lo que descubrí:

No puedes subirte en el carrito y tirarte al mismo tiempo.

En el carrito del súper, me refiero.

Luego de este primer descubrimiento, sin embargo, llegaron prontamente otros.

Para tirar ese carro es que existen los padres, o las abuelas o hasta las nanas, en los supermercados de los barrios más altos.

Como ven, todo tiene una finalidad, y no se trata de una finalidad oculta.

Me refiero a que todo es siempre evidente y es al mismo tiempo evidencia de otra cosa.

Yo que soy un genio, puedo percatarme, me dijo.

Igual tú debieses esforzarte en poder hacerlo, aunque te cueste un poco más.

Que no te de vergüenza.

martes, 16 de noviembre de 2021

Lo que quieres hacer.


-¿Qué quieres hacer?

-¿Ahora?

-Sí, ahora.

-Nada.

-No se vale decir nada.

-Tú lo acabas de decir.

-No se vale responder “nada”, quise decir.

-De acuerdo, pero no lo dijiste antes de esa forma.

-…

-…

-¿Y?

-¿Y qué?

-Lo que te preguntaba antes… ¿qué te gustaría hacer ahora?

-Dame tiempo… déjame pensarlo.

-Diez segundos…. Vamos…

-Ok.

-…

-…

-¿Y?

-¿Ya pasaron diez segundos?

-Ahora sí.

-Pues bien, creo que lo sé. Escucha con atención:

-Escucho.

-Quiero sentarme en un sillón de cuero y acariciar un gato blanco como un malo de James Bond.

-¿Dijiste al final, “como un malo de James Bond”?

-Sí. Sentarme en un sillón de cuero y acariciar un gato blanco como un malo de James Bond.

-…

-¿Acaso no te gusta mi elección?

-No es eso, solo pensaba.

-¿Qué pensabas?

-¿Estás seguro que se sentaban en sillones de cuero?

-Seguro no, pero digamos que era un sillón cómodo, de cierto prestigio. Yo me lo imagino de cuero.

-…

-…

-¿Y el gato?

-¿Qué pasa con el gato?

-¿Estás seguro que es blanco?

-En mi memoria sí, al menos… un gato blanco, grande, de pelaje largo… un gato al alcance de mi mano, indiferente a la maldad de esa misma mano que puede acariciarlo…

-¿James Bond no acaricia gatos?

-¿Cómo?

-En las películas, ya sabes… ¿no acaricia gatos, James Bond?

-Creo que no… solo acaricia chicas, me parece. O a sí mismo.

-Y tú quieres estar en un sillón de cuero, cómodo, acariciando un gato blanco… ¿todo eso dijiste, cierto?, como un malo de James Bond.

-Exacto.

-…

-…

-¿Y cómo sabes si es malo, el malo de James Bond?

-No te entiendo.

-Lo que dije: ¿cómo sabes que es malo el tipo ese del sillón? Después de todo, está acariciando un gato.

-Es malo porque justamente es “el malo de James Bond”.

-Ya.

-¿No te parece suficiente?

-No sé... Pero puedo aceptarlo, supongo.

-…

-…

-¿No te gustó lo que deseé?

-Tal vez… A veces relaciono con algo más puro, los deseos.

-Todo es puro, siempre.

-¿Cómo?

-Que todo es puro o nada es puro. Tú eliges.

-...

-...

-¿De verdad es eso lo que quieres hacer?

lunes, 15 de noviembre de 2021

No sé qué tanto sufre Wolverine.


No sé qué tanto sufre Wolverine.

De qué tanto se queja, me refiero.

No él directamente, por supuesto.

Pero al menos los escritores que en sus historias acostumbran hoy por hoy enfocarse en sus dolores.

En una serie de preguntas existenciales que -según mi punto de vista, al menos-, no se justifican mayormente.

Y no solo de qué, sino también por quién y para qué está hecho.

Lo pienso de esa forma y, sinceramente, no le encuentro a sus quejas mayor sentido.

Me molesto con él, incluso, ante tanta queja.

Por eso es que reclamo y escribo esto, e incluso lo repito:

No sé qué tanto sufre Wolverine.

Dolores físicos, quizá.

La prolongación de un absurdo, dirán algunos.

Pero lo cierto es que al menos tiene garras.

Regeneración acelerada.

Y un interior irrompible de adamantium, si intento ser preciso.

Sí… no sé qué tanto sufre Wolverine.

Lo digo con envidia incluso, si soy sincero.

Y es que en mi caso… yo apenas sospecho quienes son mis padres.

Tengo un cerebro medio torpe y un corazón que, en el fondo, apenas es un músculo.

No tengo respuesta alguna a mis preguntas.

E incluso para que suenen bien el final de mis textos, debo constantemente volver al inicio.

Sí... no sé qué tanto sufre Wolverine.

No sé qué tanto sufre Wolverine, repito.

domingo, 14 de noviembre de 2021

Un ronin.


Leo la extraña historia de un hombre que quería ser un Ronin.

Pero quería ser Ronin -y este era uno de los problemas-, antes de ser samurái.

Otro de los problemas era que vivía en la época actual, en una ciudad como esta.

Y otro de los problemas que, aparentemente tenía, era una sicopatía declarada, un historial de episodios maniacos y una fuerte depresión endógena.

A pesar de todo aquello, según el texto, al menos, no produjo nunca, a quienes lo rodeaban, algún tipo de daño físico severo.

De hecho, trabajó de lo más bien durante tres años y medio, como reponedor y a veces cajero de reemplazo, en un pequeño supermercado.

Todo normal por ese lado, pero no, por supuesto, por ese otro en el que aspiraba a ser un Ronin.

Y es que ese lado del hombre, lo llevó a contarle esto a unas cuantas personas que creyó más cercanas.

Así, como se entusiasmaba al contarlo, y se mostraba ansioso cuando hablaba de sus lecturas, proyectos e investigaciones, ocurrió que finalmente lo echaron del trabajo y le recomendaron incluso someterse a un tratamiento, que por supuesto no tomó.

En cambio, la situación -no entiendo bien por qué caminos-, lo habría llevado a incendiar el pequeño supermercado donde había trabajado.

Sin que hubiese ningún tipo de heridos, afortunadamente, como consecuencia de aquel incendio.

Luego de esto, tras una serie de indagaciones, habían detenido a aquel hombre.

Según entiendo fue en el juicio, durante el interrogatorio, que el hombre señaló aquello de que quería ser un Ronin.

Por último, se conocieron sus diagnósticos previos y un periodista que cubría el caso, escribió el texto que yo acabo de leer, con la extraña historia de aquel hombre.

Todo como el ciclo del agua, si se dan cuenta, solo que sin agua.

Eso es lo que ocurre, en definitiva, cuando quieres ser un ronin.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Todo esto.


Como por ese entonces arrendaba una casa justo al costado de un edificio de departamentos, me sentía observado la mayor parte del tiempo.

No es que pasara en el patio y, efectivamente, fuese observado.

Pero, aunque estuviese dentro de la casa tenía esa misma sensación.

Tal vez por eso -para comprobar la certeza de aquella percepción-, ocurrió que un día, estando borracho, se me ocurrió con un amigo cavar una fosa en el patio, y fingir que arrastrábamos algo similar a un cuerpo, y lo enterrábamos en aquel lugar.

Todo a la vista, por supuesto, de las ventanas de al menos cincuenta departamentos, que apuntaban en esta dirección.

Como no ocurrió nada de forma inmediata -ni tampoco en los días siguientes-, ocurrió simplemente que olvidé aquel asunto.

Por lo que un par de meses después, cuando llegaron desde un departamento de la PDI con una orden judicial y comenzaron a cavar en el patio, yo ni siquiera lo asocié a ese hecho pasado.

Mientras cavaban me hicieron algunas preguntas, aunque principalmente fueron datos personales.

Al lugar, también había llegado el dueño de la casa, con el que no crucé siquiera una palabra.

En el patio, no encontraron nada salvo unas mantas que habíamos enterrado esa ocasión, y que tuve que inventar que eran parte de un proyecto de compost que quería hacer en aquel sitio.

Esto último me salvó de problemas con la justicia, pero no del dueño de la casa que apeló a esto último para rescindir el contrato.

Por lo mismo, me fui del lugar exactamente un mes después de aquellas visitas.

Desde las ventanas de los departamentos que podía observar desde mi casa, no logré ver nunca, por cierto, rostro alguno.

Pero sé que estaban ahí, por supuesto.

Probablemente tras las cortinas.

O tal vez ocultos, en cualquier otro lugar.

Así, según entiendo, funciona todo esto.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Uñas.


Llegó al hospital porque se cortó las uñas.

No suena a algo grave, por supuesto, en primera instancia.

Pero el punto es que se corto las uñas varias veces seguidas.

Una y otra vez, me refiero, luego de ya haberlas cortado.

Fue entonces que cortó de paso trozos de piel y hasta carne, por lo que sangró profusamente.

Y claro, existía además el peligro de infecciones y la preocupación que mostraban algunos, de que su ansiedad lo llevará también a dañar a otros.

Esos “algunos”, eran vecinos, mayormente, y en específico, el vendedor de un almacén que fue quien, en definitiva, llamó al hospital para que fuesen a buscarlo luego de ver sus heridas.

Lo primero fue curarlo, por supuesto.

Manos y pies, le curaron.

Y en los últimos, le pusieron tal cantidad de apósitos y vendas que era imposible que lograse caminar.

Esto último sirvió como excusa, por cierto, para que alcanzara a ser atendido por otro especialista que lo derivó a una residencia siquiátrica, con la autorización de un pariente lejano al que contactaron por teléfono.

Yo era, a todo esto, el pariente lejano al que contactaron desde lejos.

Confirmaron mis datos, me preguntaron algunas referencias y me dieron finalmente la dirección de un lugar, donde debía ir a firmar.

Como no fui siguieron llamando hasta que supongo que se aburrieron porque yo no contestaba el teléfono, por aquel entonces.

A nadie, de hecho, le contestaba el teléfono.

Por lo mismo, debo reconocer que desconozco qué ocurrió finalmente con aquel hombre, que se cortaba una y otra vez las mismas uñas.

De las uñas, por otro lado, me atrevería a decir que siguieron creciendo.

jueves, 11 de noviembre de 2021

Buenas sobras.


Buenas sobras.

Aprendí a distinguirlas hace poco.

A diferenciarlas, más bien.

Y a valorarlas, incluso, a partir de esa primera distinción.

Antes, lo admito, solo distinguía sobras.

Y me quejaba de aquello, por supuesto.

Alegaba, por ejemplo, que mi vida tuviese que ser armada exclusivamente con ellas.

Con sobras, me refiero.

Sobras indistintas, como partes cualquieras de un todo, que no tenía valor alguno.

Luego, sin embargo, comencé a aburrirme de mi propia actitud.

Y claro, empecé a observar mejor el material.

A interiorizarme en la naturaleza de las sobras, digamos.

Y a diferenciar en ellas, desde entonces, las buenas sobras, de entre todas las demás.

Pueden imaginarlo, si quieren, como esas imágenes en que un vagabundo escoge en la basura qué restos rescatar para su plato de comida.

Dignamente, por supuesto.

Con solemne actitud.

Aunque de todas formas es algo que va más allá de aquello.

No por lo solemne, digamos, sino porque no se trata solo de consumir aquellas sobras, sino de construirse uno mismo en base a ellas.

A convivir con ellas y habitarlas incluso, o hasta a amarlas si se da el caso.

Buenas sobras.

Recogidas como heridos o ancianos en un campo de batalla.

Aprendí a distinguirlas hace poco, les decía.

Acá están, presentes, para ustedes.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Una breve caminata.


Hace poco vi un video que ha sido liberado, sobre una breve caminata espacial. No de la parte final, solamente -la caminata misma, digamos-, sino del proceso previo a dicha caminata en el que se aprecian varios diálogos que se realizan entre los astronautas, los encargados de la transmisión del evento y sus supervisores en tierra, mientras preparan la transmisión del acontecimiento.

Ninguno de esos diálogos, por cierto, contiene frases que podrían relacionarse con algún complot, ocultamiento de información o cualquiera de esas teorías que suelen llamar la atención cuando se habla de eventos espaciales y que se prestan en ocasiones para la creación de extrañas historias que entretienen a algunos o que les permiten, al menos, desarrollar un tema de conversación, para llenar algún momento de esparcimiento.

Y es que en mi caso, al menos, lo que me llama la atención de los eventos previos a la caminata, es un breve diálogo entre el astronauta que debía realizar la caminata y aquellos que supervisaban el evento, que se origina con una pregunta sencilla que hace el astronauta, justo cuando está en frente del vacío, a punto de salir de la nave.

-¿Hacia dónde camino? -pregunta entonces aquel hombre.

-¿Cómo? -le preguntan, luego de un breve silencio, como si no hubiesen comprendido la pregunta.

-¿Hacia dónde? -repite entonces el astronauta.

Puede observarse entonces una breve duda, de todos los presentes, que termina en un momento incómodo que se llena con unas risas y unas frases que le dan a entender, más o menos, que puede ir en cualquier dirección, que lo importante en este instante es la filmación y que se preocupe de, luego de cierto número de pasos, voltear nuevamente hacia la nave para grabar un saludo.

-¿Hacia dónde quiera, entonces? -vuelve a decir el astronauta, en tono distendido.

-Sí -le contestan-. Más o menos hacia donde quieras.

Luego de eso, entre aplausos y voces de júbilo, comienza la caminata.

martes, 9 de noviembre de 2021

Acuerdos.


Hablamos.

O hablaron, más bien.

Lo cierto es que yo escuché, mayormente.

Por momentos elevaban la voz, y parecían discutir.

Mínimamente, eso sí, pues estaban de acuerdo en la mayoría de las cosas.

Dijeron que querían llegar a acuerdos.

Que era el momento de zanjar algunos puntos.

Me pidieron entonces que tomara nota de aquello que acordaran.

Intenté negarme, pero no fui firme y terminé aceptando la tarea.

Por lo mismo, comencé a anotar algunas cosas que decían.

Al hacerlo, sin embargo, no encontraba nada sustancial.

Nada que pudiese considerarse una idea nueva, o al menos un acuerdo.

Se los hice notar, en un momento.

Con cuidado, por supuesto, para no ofender a nadie.

Entonces hablaron sobre aquello que les hice notar.

Decían que los verdaderos acuerdos se tomaban así.

Sin enunciarse, directamente.

Que las verdaderas ideas no parecían ideas para aquellos que no las vieron venir.

Para aquellos que, como yo, veníamos de otra escuela.

Así, entre otras cosas, dijeron que nosotros aprendimos de otra forma.

No explicaron diferencias, pero eso es lo que decían.

Mentían, por lo tanto.

Y es que lo cierto es que nosotros no aprendimos.

Ni ellos ni nosotros aprendimos.

Daba lo mismo la forma.

Y no habría acuerdo alguno, si seguían creyendo en esas supuestas diferencias.

Intenté decirlo, nuevamente, pero no escucharon.

Me fui, por lo mismo, mientras seguían hablando, sin que se dieran cuenta.

La hoja, en que debía anotar acuerdos, quedó sobre la mesa.

Completamente en blanco.

lunes, 8 de noviembre de 2021

Kurt se cuida el corazón.


Kurt Gödel se cuida el corazón.

Se preocupa de él tan intensamente a lo largo de su vida, que su hipocondría pasa a ser fuente de estudio para diversos tipos de manía (varias de las cuáles también compartió Gödel).

Todo este cuidado, por cierto, se origina a partir de las averiguaciones que realizó sobre las consecuencias de la fiebre reumática que padeció cuando tenía seis años.

Y claro, como se hablaba de un posible debilitamiento y algunos de los estudios de la época recomendaban mantener el corazón alejado del frío, resultó que Gödel, a lo largo de toda su vida, se abrigó continuamente el pecho, aun cuando la temperatura ambiente fuera lo suficientemente alta como para hacerlo sudar profusamente y convirtiera su actitud en una fuente importante de burlas que llegaron a desacreditar -durante algún tiempo y solo en parte, por supuesto-, la lucidez de su pensamiento y la consiguiente validez de sus ideas y propuestas, cuestiones supuestamente más complejas en la que no ahondaremos aquí.

Acá, como decía en un inicio, simplemente nos centramos en una única y, supuestamente, sencilla observación:

Kurt Gödel se cuida el corazón.

Con preparación, constancia, insistencia y hasta me atrevería agregar que con afecto.

Aprendamos de Kurt Gödel.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Desafección.


Hablamos largo rato sobre el asunto. Nada sustancial, en todo caso. Observaciones, simplemente. Ideas sueltas. Frases que fluían, pero que no portaban significado alguno. En mi caso, si soy sincero, había pensado que sería distinto. Intenté que lo fuera, de hecho. Por lo mismo fui honesto, desde un inicio, pero mi honestidad fue torpe. Digamos que no lograba cargar lo que quería decir, arriba de mis palabras. Por lo mismo, supongo que ella no supo realmente reconocer mis intenciones. Recibió palabras huecas y entregó de vuelta palabras en las mismas condiciones. Así se desarrolló el encuentro, aunque no quisiera. Apenas, por un instante, me pareció que vio en mí algo distinto, pero no fue suficiente. Hizo una pausa en ese momento y me miró directamente, de forma intimidante. Llevamos años bailando y parece que por primera vez oyes la música, me dijo. Sin embargo, como yo no respondí (no supe hacerlo, en realidad), ese momento se desvaneció y todo volvió al mismo camino insustancial por el que viajaba nuestra conversación. Fue entonces que, mientras oscurecía y dábamos fin a nuestro encuentro, ella utilizó la palabra esa que volvió todo más gris, si se podía. Más irreparable. No recuerdo dentro de qué frase la dijo, pero la palabra quedó retumbando en mí, igual que el tañido de una campana. Desafección, había dicho, y con eso, al mismo tiempo, sentimos que ya se había dicho todo. Hablamos un rato más luego de eso, pero solo fueron ruidos los que viajaron entre nosotros. Entonces nos despedimos. Fríamente nos despedimos. Cualquiera que nos haya visto, habría comentado que, probablemente, ninguno de los dos había salido lastimado.

sábado, 6 de noviembre de 2021

No sé si lo sabes.


I.

-No sé si lo sabes, pero Buda usaba siempre ropas sin bolsillos -dijo M-. Además, tenía siempre las manos abiertas y de ninguna forma cargaba nada…

-Tú no conoces a Buda -la interrumpió J-. Haces sonar palabras, pero en el fondo solo haces ruido y nunca dices nada. Podría decirse que eres como un bolsillo de Buda, si quieres seguir con ese juego…

-Ya te dije que Buda no usaba bolsillos…

-Por eso mismo -dijo J-. Eso eres o en eso te has convertido, ya no lo sé… De todas formas, al final es lo que eres, igualmente…

-Tú no puedes saber eso -replicó M-. No te corresponde saberlo.

-Pues tú tampoco puedes saber si Buda usaba o no bolsillos -le contestó J, pensando que con eso zanjaba definitivamente el asunto.


II.

J se equivocó.

Y es que no se zanjó el asunto con esas palabras.

De hecho, M volvió a hablar sobre Buda poco después, enredándose un poco con las palabras… creo que llegó a decir incluso que Buda era en el fondo el perfume de Buda, nada más...

-¿Dices que Buda es el perfume de Buda? -preguntó B.

-Así es -dijo M.

-¿Y es algo más que el perfume de Buda? -le preguntó ahora J, por molestar.

-Nada más -contestó M.

Ambos se miraron en silencio tras decir estas palabras.

Yo también los observaba, desde lejos, pensando que uno de los dos comenzaría a reír en cualquier momento, pero supongo que me equivoqué.

Justo entonces -aunque no revelaré cómo ni dónde-, apareció Buda.


III.

Luego de hablar brevemente con nosotros, Buda nos dejó a cada uno de nosotros repitiéndonos unas cuántas verdades.

J se equivocó.

M se equivocó.

Y yo también me equivoqué, por supuesto.

Pero claro… esas no eran las verdades.

Podría decir que usaba perfume y que tenía bolsillos, pero tampoco apuntaría con eso a lo esencial de todo aquello.

Digamos mejor que Buda apareció, simplemente, y despareció poco después, casi de la misma forma en que había llegado.

Lo demás, de todas, formas, ya ha había sido dicho, aunque probablemente, muy pocos lo habrán notado.

Y es que hace seis o siete líneas, por cierto, debió acabarse este texto.

No sé si ya lo sabes.

viernes, 5 de noviembre de 2021

Una liebre o un oso.


No sé si tomar en serio a Arto Paasilinna. Y es que ya desde el nombre, digamos, comienzo a dudarlo un poco. Dejo de lado por supuesto, algunas novelas sin mucho peso específico y que apenas logran ser simpáticas y poco más. Aunque eso no sea algo que deba desestimarse, sobre todo hoy en día. De todas formas, cuando me cuestiono sobre qué tan en serio tomarlo pienso mayormente a lo que me ocurre con dos de sus novelas: “El año de la liebre” -la obra que probablemente le supuso mayores reconocimientos-, y sobre todo “El mejor amigo del oso” que vendría de cierta forma a complementar y corregir – según mi punto de vista-, la propuesta iniciada con la novela mencionada anteriormente, con veinte años de diferencia entre ambas.

Así, mientras en “El año de la liebre”, un periodista deja atrás toda su estructura vital, tras bajarse en mitad del camino a auxiliar un pequeño lebrato que el auto en que viajaba había atropellado (luego de lo cual viven un sinnúmero de aventuras que lo llevarán a recorrer Finlandia y hasta llegar a la URSS); en “El mejor amigo del oso”, un pastor luterano adopta un osezno que también viene a cambiar todo lo que él era, pero en este caso, me atrevo a señalar, desde un aspecto más profundo, relacionado con el sistema de vida que llevaba (su significado profundo, digamos), no solo de su estructura o manifestación formal.

Se trata -me aventuraría a decir-, de dos formas de reclamar nuestra libertad, en definitiva. Una, que nos lleva a liberarnos de las ataduras más estructurales (matrimonio y trabajo, por ejemplo), para luego dar paso a otra, que viene a poner en cuestionamiento todo un sistema de creencias, o en otras palabras, a romper un yo que debe reconstruirse desde la nada (o desde la aceptación de esa nada, más bien), lo que supone una valentía mayor por parte del protagonista, y, por supuesto, de parte del autor, que ha sabido aventurarse a una profundidad distinta, en esa segunda obra.

Así y todo, mientras releo estas novelas por estos días, me cuestiono por momentos -como decía en un inicio-, qué tan en serio debo tomar a Paasilinna.

Finalmente, como si se tratase de una cuestión que deba decidirse por conveniencia, me digo a modo de conclusión que debo tomar tan en serio a Paasilinna, así como esté dispuesto a cuestionar mis propias rutinas y creencias.

Una liebre o un oso, para ser más gráfico, viene a ser entonces la elección final.

Frente a cuál de ellos, me refiero, debo enfrentar mi propia vida, tan sin garras y escasa de fuerza natural en este último tiempo, que ya es (cada vez más) mi propio tiempo.

jueves, 4 de noviembre de 2021

Hasta que todo esté listo.


I.
De aquí no te vas hasta que todo esté listo, me dije. Ni siquiera te concedas un descanso. Tampoco está permitido pararse para mojarse el rostro ni para encender un cigarrillo ni menos aún para abrir una cerveza. Me lo repetí varias veces hasta que me pareció aceptar mis propias reglas. De aquí no me paro, en definitiva, hasta que todo esté terminado, me dije. Así que me quedé ahí (que es aquí, por cierto), frente a la hoja en blanco. Hasta que todo esté listo, en principio. Luego ya veremos qué hago.

II.
Me engaño un poco, por supuesto, pero critíqueme primero quien nunca se haya engañado. Al menos, mis convicciones primarias son estrictas, y me atan a esta silla de la misma forma como a otros sus piernas los conducen a la iglesia, al mall o hasta un encuentro amoroso. Yo me engaño de otra forma, digamos. Oculto lo que quiero decir pues decirlo es decírmelo a mí mismo y si me oigo, debiese cambiar otras costumbres que probablemente terminen ocasionando daño. De aquí no te vas hasta que todo esté listo, me dije.

III.
Luego pasa el tiempo y yo me digo que “ahí le va”, que “ya está bien”. Que de cierta forma todo está listo, aunque mañana, nuevamente, deba otra vez bregar para que vuelva a estarlo. Ahora, son las tres de la mañana y debo dormirme y despertarme en tres horas más, a lo sumo. La hoja al menos, me digo, ya no está en blanco. Apagaré la luz en un par de minutos y será el final de la función de hoy. Mañana, como decía más arriba, ya veremos qué hago.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

¿Has visto a eso tipos rezando?


¿Has visto a esos tipos rezando?

Aglomerados en iglesias, sinagogas, mezquitas o cómo se les llame.

¿Has visto a esos hombres?

Inclinados, con la cabeza cubierta, con los ojos cerrados o alzando la vista al cielo.

¿No…?

¿No los has visto?

¿No quieres responder?

De acuerdo.

Puedes quedarte en silencio, pero no me engañas.

Sé que en el fondo sabes de qué hablo.

Te es más cómodo el silencio, pero de seguro los has visto.

Probablemente hasta fuiste uno de ellos, algún tiempo.

No te ofendas.

No está mal haberlo sido.

Además de esa forma entiendes también otras cosas.

¿No sabes qué cosas?

Pues entonces te lo digo.

Aunque ya sepas, te lo digo:

Entiendes, por ejemplo, el destino de esas oraciones.

Me refiero a que sabes, en el fondo, que no son atendidas.

Que van, por decirlo así, directamente a la carpeta de no deseados.

Si Dios tuviese mail, por supuesto.

¿No se entiende?

Es sencillo:

Todas las voces y actitudes de esos hombres son SPAM, simplemente.

O “lamentablemente”, tal vez, si somos compasivos.

Pero no esquivemos lo otro.

Lo cierto e importante es que son SPAM.

Lo sabemos y fingimos ignorarlo para no considerar SPAM, supongo, también otras cosas.

Eso es lo que ocurre, aunque no respondas.

Aunque finjas desconocer de qué hablo.

Envíame también, si quieres, a los no deseados, pero no lograrás nada.

¿Acaso no has visto a esos tipos rezando?

martes, 2 de noviembre de 2021

Nadie tiene razón.


Nadie tiene razón.

No le demos vueltas.

Hagámosla corta, como dicen.

Lo importante es que no dudes.

Insistirán algunos, por supuesto.

Alzarán sus voces.

Buscarán situarse en un lugar alto.

Gritarán incluso, pero no hagas caso.

Ocúpate únicamente de ser sensato.

No hagas caso a sus llamados.

Que no te afecten sus ofensas.

Su lógica está en el aire, sin sustento alguno.

Igual que nuestro planeta, si lo piensas.

Que no te confundan las falsas explicaciones.

No hagas caso.

Solo recuerda estas palabras.

Nadie tiene razón.

Ni los vivos ni los muertos, la tienen.

Ni los que aun no han nacido, la tendrán.

Todos hablan sin saber.

Sin creer, incluso.

Todos hacen ruido como máquinas que no tienen fin alguno.

Ese es el ruido de todos.

Ondas de estática.

Chirridos de cuerpos que se enroscan contra sí mismos.

Ese es el sonido de la sinrazón.

Llantos de algunos apenas llegan al mundo.

Llantos de otros porque alguien se va.

Gritos de dolor ante la nada más fría.

No pierdas tiempo con eso.

La cuestión es simple.

Nadie tiene razón.

Ni tú ni yo la tenemos.

La razón misma es un invento.

Un puente a medio hacer para atravesar un vacío.

No encontrarás caminos mientras te pares frente a él.

Mientras esperes algo que nadie ha prometido.

No le des más vueltas y repite conmigo, como un mantra.

Nadie tiene razón.

Nadie tiene razón.

Nadie tiene razón.

Hagámosla corta, como dicen.

Siente.

lunes, 1 de noviembre de 2021

Huevos fosilizados.


No entiendo. En las noticias dicen que encuentran un gran número de huevos de dinosaurios. Todos fosilizados, por supuesto. Según los expertos, son todos huevos que tenían embriones dentro y que deben ser estudiados.

Huevos que contenían seres en formación, me repito, mientras leo y releo la noticia.

Y claro, puedo ser ingenuo -o hueón derechamente-, pero lo cierto es que no comprendo por qué se fosilizaron esos huevos si estaban en periodo de desarrollo. Me refiero a que los huevos no se fosilizan de un momento a otro, y que, por lo mismo, debieron haber eclosionado antes de volverse roca, a no ser, por supuesto, que la lava de algún volcán los hubiese sorprendido y se los hubiese impedido de alguna forma.

Sin embargo, sigo leyendo la noticia y nada dice de erupciones volcánicas u otras informaciones que expliquen por qué se fosilizaron esos huevos antes de abrir. De hecho, hasta se admite que un par de ellos parecen haber estado muy cerca de eclosionar, y que eso puede ayudar en gran medida al estudio de estos seres.

Probablemente habrá explicaciones sencillas sobre esto, ya sea asociadas al tiempo u a otros fenómenos climáticos cuya incidencia desconozco, pero eso no quita que me sienta nuevamente engañado mientras leo esta noticia.

Ingenuo o hueón -juzguen ustedes-, mi impresión queda entonces suspendida, fosilizándose tal vez, a la espera que alguien me aclare lo ocurrido o que, en el peor de los casos, descubra que en realidad ese texto estaba hablando de otra cosa, tal como hago yo, por cierto, en cada uno de estos pequeños escritos.

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