lunes, 30 de abril de 2012

Ni por sus actos ni por sus palabras.

“Debí haberla juzgado por sus actos,
no por sus palabras…”
Antoine de Saint-Exupéry


Fue hace años que hablando con un amigo intenté defender a otro señalando que uno no era simplemente la suma de sus actos.

No fue algo importante, claro, pero lo recuerdo porque luego se dio una discusión en la que mi amigo me preguntaba -algo ofuscado por cierto-, qué mierda era uno, si no era el resultado de sus actos.

Ahora bien, para ser sincero, no recuerdo si respondí algo o no en ese entonces, o si intenté alguna definición o simplemente eludí la cuestión repitiendo esa tesis que pecaba de no tener argumento; pero lo cierto es que aquella afirmación era para mí una verdad absoluta, que me parecía incuestionable desde cualquier ángulo.

Por otra parte, viéndolo a la distancia, tampoco creía yo en ese tiempo que el hombre fuese el resultado de sus palabras, o que fuese igualable a cualquier cosa que pudiésemos nombrar mediante ellas.

Y claro, todo eso vuelve a la memoria hoy que estaba preparando unas clases sobre Saint-Exupéry y entre otras muchas frases recuerdo aquella que aparece como epígrafe en la entrada: “debí haberla juzgado por sus actos, no por sus palabras”.

Con todo, tras contextualizar la frase, hay que destacar que los “actos” a los que hace referencia Saint-Exupéry no son necesariamente esas acciones concretas que “elegimos” hacer, sino que hacen referencia a aquella forma de existencia inevitable, y ante lo cual no tenemos opción: el aroma de una flor, por ejemplo, o la forma en que se contienen los sentimientos.

Y es que respecto a esto último, creo haber comprendido, con el tiempo, que no elegimos absolutamente nada. Es decir, los sentimientos no son maleables ni abarcables bajo ningún aspecto: ni con acciones concretas, ni con palabras, ni tampoco con el lenguaje artístico que escojamos para fabricar nuestro discurso, estamos dando cuenta realmente de ellos.

-¿Y qué tienen que ver los sentimientos con lo que son los otros, o con aquello que nos atrevemos a juzgar de los otros? –podría preguntarme alguien.

-Aparentemente nada –respondería yo-, pero en realidad tiene que ver con todo…

Y es que los otros, a fin de cuentas -tendría que explicar-, se transforman en nosotros, en sensaciones… y hasta en sentimientos…

Y claro, es por eso que el error -creo entender ahora-, no está en juzgarlos por las palabras, o por los actos, sino por aquello que une esos dos aspectos.

En otras palabras, el error es simplemente juzgarlos, y no hay más.

Así perdemos lo que amamos.

Luego comprendemos.

domingo, 29 de abril de 2012

Astolfo, el monstruo lindo.



Por definición los monstruos son feos. O al menos, contrarios a la naturaleza de su especie.

Quizá por eso es que Astolfo está triste.

Tanto, que a veces, se separa incluso de los otros monstruos y pone atención a sus comentarios.

-Astolfo no es como nosotros –dice uno.

-A mí me da asco que sea tan lindo –dice otro.

Y es que Astolfo es ciertamente un monstruo lindo, de eso no hay duda.

Uno lo ve y resulta imposible no enternecerse, o sonreír cariñosamente mientras él se mira al espejo y piensa en voz alta.

-Duele esto de ser lindo –dice-. Y lo peor es que no sé de qué forma solucionarlo…

Con todo, lo verdaderamente doloroso para Astolfo no es directamente ser feo, sino tener un corazón donde la comprensión de su propia diferencia parece producir un desperfecto, y generar el llanto.

-¿Cómo se le llama a un monstruo entre los monstruos? –pregunta un día Astolfo-. ¿Cómo debe uno vivir cuando se es un monstruo lindo…?

Pero claro: nadie le responde a un monstruo lindo.

Así, sucedió que un día Astolfo comenzó a transformar su apariencia.

Intentó peinarse feo.

Dejó de bañarse por semanas.

Y hasta se hizo pequeños cortes en el rostro, y en el cuerpo.

¡Pero nada!

Astolfo seguía siendo un monstruo lindo, hiciera lo que hiciera.

Quizá por eso, es que tomó la decisión que no hizo sino terminar de embellecerlo.

¡Pobre Astolfo…!

¡Pobre y lindo Astolfo…!

De haber podido yo le habría dicho:
La comprensión es lo que te embellece, pequeño monstruo...

Pero claro, él no habría podido dejar de comprender.

¡Pobre y lindo Astolfo…!

sábado, 28 de abril de 2012

Bla, bla, bla.



-Y entiende que yo no estoy en contra de lo que dices, solo te planteo esto como un punto de vista, o un acercamiento –dijo ella-, sé que tú sabrás comprender ese propósito y bla, bla, bla…

-Lo que pasa es que siempre te ha gustado ser la listilla –dijo él-, desde que te conozco te elevas unos metros sobre cualquier cosa que yo digo y luego te cagas como un pájaro encima de mis palabras… Es igualito que en un cómic, y entonces mis palabras dejan de verse y tú sigues tersa y blanca y limpia y bla, bla bla…

-¿Bla, bla, bla?

-Sí. Bla, bla, bla.

-Pues deberías sospechar que si tus palabras dejan de verse es porque en realidad no tenían contenido alguno –dijo ella-, por eso tus argumentos siempre resultan ridículos y bla, bla, bla…

-¡Para ti no son argumentos…! –lanzó él-. Para ti que la vida entera es una mera descripción, o el análisis de algo estático… para ti no hay verbos, eres como una forense estudiando su cuerpo antes de tiempo, y haces lo mismo con cualquier otra cosas o ser que tenga un vínculo contigo y bla, bla, bla…

-¡Lo que pasa es que no comprendes nada…! –gritó ella- ¡Tú sacaste los verbos de nuestro vocabulario…! ¡Tú rechazaste la idea de los hijos y bla, bla, bla!

-Justamente por eso: la rechacé porque para ti era una idea, un cálculo, algo que agregar a tu descripción, a cumplir con el manual de la familia perfecta… si hasta tu corazón es un objeto a describir y bla, bla, bla…

-¡Tú no puedes hablar de corazón! ¡Te has pasado todos estos años existiendo sobre tu piel, en la superficie…! ¡Yo no era así antes, yo era una mujer con sueños, alguien con metas claras y bla, bla, bla…!

-¿Tú con metas claras y bla, bla, bla? –dijo él, irónico.

-¡Claro que sí! –se defendió ella-. Sobre todo con el bla, bla, bla…

(…)

La discusión siguió así un buen rato.

Entonces, el tono comenzó a subir y si uno se fijaba, tanto la mujer como el hombre tenían empuñadas las manos, y se veía venir una desgracia.

Decidí, por lo tanto, intervenir.

-Disculpen que me entrometa –les dije-, pero estaba escuchando y bla, bla, bla…

-¡¿Y quien lo autorizó a escuchar nuestro bla, bla, bla?! –dijo él.

-¿Acaso se cree mejor que nosotros? –dijo ella-. Mejor sería que en vez de entrometerse, usted se preocupara por otras cosas y bla, bla, bla…

Así, resultó que los dos, finalmente, lograron ponerse de acuerdo en algo: yo era un tipo entrometido que no tenía derecho a escuchar conversaciones ajenas y bla, bla, bla.

-Pero yo no me acerqué a escucharla –intenté explicar- lo que sucedió es que venía llegando y bla, bla bla…

-¡No tenemos por qué creer en sus bla, bla, bla…! –dijeron a  coro.

Por último, aparentemente indignados, se fueron rápidamente de aquel lugar, por lo que, desde la distancia, pude seguir viéndolos y bla, bla, bla…

De esta forma, todo volvió a estar en calma nuevamente: los árboles en su sitio, el cielo azul, la vida de todos y bla, bla, bla.

viernes, 27 de abril de 2012

Actitud 124, o cómo despreciar al autobús.


(…)


También describe Wingarden, en su último libro, algunas acciones destinadas, principalmente, a enaltecer al individuo que las realiza.

Así, de entre ellas, me gustaría referir brevemente la catalogada con el número 124, que viene a complementar una serie de otras actitudes que quedan sin correlato en las dos primeras secciones, pero cuyo resultado podemos intuir, y hasta realizar -si lo sentimos necesario-, en nuestra vida diaria.

En dicha actitud, por cierto, Wingarden propone enfrentarse a situaciones de resultado variable, con la “orgullosa resignación” que nos otorga el saber que el mencionado resultado no depende de nosotros.

“¡Qué mejor que despreciar al azar…! Mirar hacia otro lado mientras gira la ruleta o ruedan los dados que han de marcar nuestra suerte… Sentir indiferencia por todo aquello que forma parte de mi camino y no pedir nunca por un resultado concreto…”

Con todo, Wingarden no apunta a grandes instancias de azar, o al ejercicio trascendente de una suerte que ha de determinar su vida o gran parte de esta… Por el contrario, lo que apunta con esta idea de azar, son pequeñas acciones cotidianas que no dependen, para su realización, de lo que puedan hacer o dejar de hacer individuos particulares.

“Piense usted en hacer parar al autobús. Usted está en el lugar apropiado y hasta hace el gesto adecuado, pero el autobús en sí –al menos en lo que a América latina respecta-, puede detenerse o no, independientemente del gesto y la insistencia del primer emisor…”

De esta forma, además, tenemos que entender que la experiencia diaria está llena de estas instancias, por lo que la actitud 124, propuesta en el texto –y que nos llevaría a despreciar el autobús antes que este nos ignore (o no), a nosotros mismos-, viene a ser una de las actitudes que debiésemos sin duda asumir, para potenciar y enaltecer al individuo, tal como se dijo en un inicio.

Ahora bien, ¿cómo puedo llevar lo anterior a un ejemplo concreto y aprovechar además de resguardar las tres horas de sueño que hoy están quedando…? Sencillo: concluyendo acá esta entrada, justo antes de que usted se decida (o no), a abandonar por propio gusto esta lectura.

Con todo –y esto se los digo a modo de despedida-, confíe en mi buena voluntad y no vaya a malentender estas palabras.

Y es que en última instancia esta actitud no se traduce en golpear antes que te golpeen, sino en ofrecer la mejilla, antes que pueda (o no) llegar un golpe.



jueves, 26 de abril de 2012

Dificultades para cambiar una ampolleta.




“Nada es menos real que el realismo.
Los detalles son desconcertantes.
Solo por medio de la elección, la omisión
y la acentuación avanzaremos hacia
el verdadero significado de las cosas”.
Georgia O´Keeffe


Dicen que hace casi cien años se inventaron ampolletas que tienen una duración cien veces mayor que las que usamos actualmente. Pero claro, la comercialización nunca fue masificada y uno sigue de vez en cuando viéndose obligado a cambiar aquellas que se apagan.

Puede no ser un gran problema para la mayoría, claro, pero es una acción que requiere de mí –por razones que explicaré luego-, un esfuerzo prácticamente sobrehumano.
No se trata sin embargo de dificultades motrices –que las hay-, ni de miedo a las alturas, ni tampoco de problemas cervicales que me impidan echar hacia atrás la cabeza y alzar la vista…
Y es que el caso aquí, si bien puede parecer simple a primera vista, supone una serie de momentos y un único desajuste que viene a echar por tierra todo posible éxito en aquella empresa.

Me explico en tres pasos:

1. Imagine usted al autor de este texto constatando en la semi oscuridad, que la ampolleta de su habitación hace caso omiso de los movimientos del interruptor que la comanda.
2. Véalo ir hacia un almacén y conseguir una nueva ampolleta, para hacer el recambio pertinente.
3. Pregúntese por qué esta persona se encuentra sobre una silla, listo para hacer el cambio, cuando un extraño cuestionamiento lo hace quedar inmóvil, y en una posición absurda.

Ahora bien, el asunto que sigue es identificar cuál fue el desajuste que originó el cuestionamiento que derivó en la inmovilidad de quien les habla.

¿No se lo imaginan?

¿No les ha pasado a ustedes?

Entonces se los explico en una frase: lo que sucede es que no sé.

Puede sonar absurdo, claro, pero es cierto: no sé.

Es decir, sé el cómo, el por qué y hasta el para qué de esa acción… pero digamos que esos conocimientos solo operan en el plano práctico, mientras que en el plano trascendental, un inmenso y profundo “no sé” viene a echar por tierra toda otra técnica, y entonces sobreviene la inmovilidad, junto a esa sensación amarga que debe provenir de probar de qué está hecho el interior de uno, ante ciertas situaciones.

Y es que para ser sincero, algo existe en mi interior que me lleva a rechazar la luz artificial, y hasta me vincula afectivamente con toda forma de oscuridad, como si intuyese que dentro de ella existe algo más puro y más cierto que en la luz, igual como me sucede cuando ubico frente a frente al silencio y las palabras.

Así, sucede que puedo pasar horas sin decidirme a hacer el cambio, hasta que por fin desciendo de la silla sin haber efectuado esa acción que, en el fondo, siento que atenta gravemente contra otra especie de ampolleta que existe dentro mío.

Y es que más allá de toda metáfora, a veces siento que existe en mi interior una ampolleta de luz débil. Una luz conectada a una fuente de energía que hasta el momento no ha fallado mayormente, y que no sé, a ciencia cierta, de dónde proviene.

Por eso, me digo finalmente, no necesito de otra luz ni de apretar interruptores... Y hasta agradezco a la oscuridad, cuando desciende sobre mí, y me envuelve poco a poco, y me resguarda.

miércoles, 25 de abril de 2012

¿Por qué no debe verse debajo de la piel?


“Entonces, ¿cuál es la mentira?
¿Lo duro o lo blando?
¿El silencio o el tiempo?”
D. F. W.

I.

Veo un documental que habla sobre el estudio que se hace a algunos animales, para diagnosticar el comportamiento de ciertos órganos ante enfermedades o dificultades específicas, a partir de un nuevo método que anula el proceso de pigmentación de la piel.

Así, comienzo a ver unas imágenes que sin duda dan escalofríos, pues presentan una serie de animales que tienen la piel prácticamente transparente, pudiendo observarse así, sin necesidad de mayores cirugías y exámenes, su funcionamiento orgánico interno.

De esta forma, el documental muestra a perros, conejos, ratones y a toda una serie de animales que han sido sometidos a este tratamiento, para identificar cuál de las especies logra una piel con mayor transparencia, para desarrollar luego en ellos, una serie de otros experimentos.

Y claro, es entonces cuando uno de los científicos explica que hay un animal en el que las pruebas funcionan mucho mejor que en otros, alcanzándose grados de transparencia que, sumados al escaso pelo de esta especie, lo harían ideal para poder investigar cualquier tipo de reacción orgánica interna inmediata, producto de otras situaciones.

-Lamentablemente –aclara entonces el científico-, ese animal es el hombre, y las leyes vigentes impiden que podamos ser usados como medios de experimentación directa, aunque sea en nuestro propio beneficio.


II.

¿Se imaginan…?

¿Pueden pensar cómo sería vivir con alguien a quién pudiésemos observar, literalmente, bajo la piel?

¿Seguiríamos “amando” su corazón?

¿Insistiríamos en proclamar que esa persona es hermosa internamente?

Piensen por ejemplo en esos relojes o artefactos modernos que hoy en día apelan a la transparencia, para revelar sus mecanismos internos… ¿no piensan que sería más difícil hacernos la idea de un espíritu o alma que habitara entre esos metros de intestino, y que terminaríamos cuestionando todo aquello que no es resultado directo de nuestro funcionamiento “mecánico”…?

Y es que si bien es posible que la idea de un diseño –y de ahí la necesidad de creer en un diseñador-, pudiese incrementarse en nosotros a partir de este hecho, lo cierto es que tener esa evidencia de nosotros mismos –de la “máquina” que somos nosotros mismos-, puede también ir en detrimento tanto de la idea de trascendencia personal, como de la importancia o certeza con que apreciamos nuestros sentimientos y sensaciones puras.

Y es que en definitiva, la piel nos termina resultando hermosa no solo porque es suave ni porque es parte indisoluble de aquella persona a quien amamos, sino porque además oculta aquello que es esa persona internamente, y que preferimos llenar con nuestras propias ideas, para no decepcionarnos ni de ellas, ni de los sentimientos que nos vinculan a la idea que de ellas hemos tácita e individualmente convenido.

Por último, intuyo que es por eso que tampoco son masivos los autos transparentes, y supongo que también es por eso que el mundo y aquello que nos rodea tampoco revela fácilmente su funcionamiento.

-¿Pero si el mundo y hasta nosotros en el mundo formáramos parte del funcionamiento interno de algo así como un dios… que fuese transparente a su vez, para alguien más? –dice entonces una voz cerca mío.

-¿Y por qué es tan importante que la transparencia sea para alguien más, y no para nosotros mismos? –preguntó entonces otra voz, a una distancia más lejana.

Y claro, luego se dejaron de oír ambas voces, y fue mi turno para hablar.

martes, 24 de abril de 2012

El misterioso caso del tomate transgénico.




Por petición de un amigo asisto a una charla dada por unos japoneses que quieren introducir al mercado un nuevo tomate transgénico.

Es decir, como ambos terminamos borrachos pero yo al menos podía tenerme en pie, tuve que ir a hacer su trabajo, que consistía en elaborar un informe para una empresa sobre las innovadoras propuestas del grupo japonés.

Y claro, la propuesta, esta vez, fue un tomate.

Así, nos sentaron a los cerca de 20 congregados, en un unas bancas con forma circular y nos repartieron un tomate a cada uno, o más bien nos repartieron el tomate, a cada uno.

Y es que para ser exacto, cada uno de los tomates era exactamente el mismo: igual tamaño, igual apariencia y hasta igual consistencia, según pude comprobar con los asistentes más cercanos.

Y claro: yo tenía uno.

Lo peor fue entonces que la mujer encargada, comenzó a hablar directamente en japonés, y como yo no tenía el carnet correcto para retirar los audífonos con la traducción, tuve que escuchar su charla imaginando el significado.

Luego, pasados unos minutos, la mujer retrocedió unos pasos y, tras sacar un cuchillo, comenzó a mostrarnos cierto procedimiento que no terminaba concluyendo nunca.

Fue así que, desde mi posición, y a partir quizá de mi paupérrimo estado de conciencia, comencé a imaginar que la mujer era una especie de sacerdotisa que nos explicaba un ritual, mientras sostenía un corazón en la mano. Igual que el de nosotros.

-¡Ese corazón no es de verdad...! –grité, mientras pensaba en voz alta.

-¡Shhh…! –me dijo alguien, para que guardara silencio.

Y yo callé y seguí escuchando.

La mujer entonces hizo un gesto y un tipo pequeño (que tenía un delantal blanco con un gran tomate dibujado en él) nos pasó a cada uno un cuchillo, ceremoniosamente.

Luego, a través de gestos, comprendí que debíamos intentar pelar el tomate… y entonces grité mi descubrimiento:

-¡Este tomate no tiene cáscara…!

-De eso han estado hablando hace media hora… -me dijo uno.

-¡Pero es que no tiene cáscara…! –insistí, realmente sorprendido.

-¡Cállate, ahueonao…! –me gritó otro, impaciente.

Y yo le hice caso.

Posteriormente, la mujer señaló que partiéramos el tomate, e hizo de guía introduciendo el cuchillo y deslizándolo de un extremo a otro, hasta que nos presentó las dos mitades del tomate, donde no se apreciaba ninguna pepa… todo el tomate era carne, en resumen.

-Es como si fuera un equipo de fútbol de niños sin ombligo –le comenté a un tipo que se estaba concentrado cortando su tomate.

Pero él no dijo nada.

Así, sucedió que todos cortaron el tomate y se miraban sonriendo, como si hubiesen hecho una grulla, en origami.

Entonces me habló la japonesa y hasta hizo unos gestos, que no entendí.

-¡Te está diciendo que cortes el tomate…! –me dijo entonces el tipo que antes me había ofendido.

Y claro, no sé si fue por contradecirlo, pero el caso es que yo arrojé el cuchillo y comencé a mirar el tomate, igualito que en el teatro hacía Hamlet, con la calavera.

Fue entonces que, mientras miraba el tomate, me pareció sentir que ese pequeño ser estaba latiendo, y la idea del tomate como el corazón secreto de algo, volvió a rondarme.

-¡Hay que echar a este hueón! –escuché entonces decir a uno.

-Ya cuando entró se le sentía el olor a trago… -dijo otro.

Por si fuera poco, la japonesa –mientras el corazón que ellos llamaban tomate seguía latiendo-, pareció llamar a unos ayudantes, que yo tomé por samuráis, en aquella confusión.

Así, resultó que salí corriendo del lugar, mientras los dos supuestos samuráis me seguían, posiblemente porque pensaban que yo quería robar el secreto del tomate transgénico.

Finalmente, tras tropezarme con algo que nunca pude ver qué era, los falsos samuráis se abalanzaron sobre mí, y tras inmovilizarme, me quitaron el tomate, que terminó rompiéndose en el forcejeo, reduciéndose a pequeños fragmentos jugosos, que nos mancharon a todos.

Luego, tras ver el tomate destruido, simplemente se fueron. Ignorándome.

Y claro, justo en ese momento comencé a sentir, inexplicablemente, una profunda desazón.

-Toda la gente tiene un tomate transgénico en vez de corazón –pensé entonces, en voz alta.

Pero nadie me escuchó.

lunes, 23 de abril de 2012

Porque estaba asustada.


Porque estaba asustada se hizo de un grupo de amigos que poco tenían que ver con ella misma.

Y porque poco tenían con ver con ella fue que comenzó también, luego, a alejarse de lo que era.

Y es que así simplemente, suceden las cosas.

Y las explicaciones parecen sencillas.

Con todo, a veces olvidamos que toda explicación se enlaza a otra, hasta que el conjunto de supuestas explicaciones no termina, en definitiva, aclarando nada.

Y es que sucedió que, tras alejarse de lo que era, ella comenzó nuevamente a asustarse, y todo pareció de pronto unirse nuevamente, como la serpiente esa que se muerde la cola.

Quizá por eso, pienso ahora, es que muy pocas veces dejamos realmente de tener miedo.

Es decir, acostumbramos tomar al “susto” como una causa, y no necesariamente como un efecto, y erramos la dirección, y terminamos cada vez más lejos de nosotros mismos.

Así, mi teoría es que lo que nos da miedo, en primera instancia, es justamente lo que somos. Es decir: el miedo que somos. Y el saber que para realizarnos y ser realmente, debemos aprender a vivir con nosotros mismos.

Eso es lo que asusta.

No es una gran teoría, claro. Y evidentemente no es un remedio para evadir el miedo.

Pero es lo que hay.

Mírese al espejo, si no me cree, en una habitación cerrada.

Luego apague la luz y repita la acción, lentamente y en silencio.

Entenderá usted, entonces, que nunca ha sentido un susto distinto a los que están con usted, en esa misma habitación.

Y comprenderá también, que nunca ha salido, verdaderamente, de ella misma.

domingo, 22 de abril de 2012

Todo hombre debe gritar.

“Todo hombre debe gritar.
Hay una gran tarea negativa,
destructiva por hacer…”
Tristan Tzara


Dicen que existen aún reservas en el planeta donde viven los hombres salvajes.

No son muchas, claro, y están escondidas del hombre civilizado supuestamente porque el enfrentarse a lo que en ellas ocurre, puede generar, en ellos, una serie de imágenes inquietantes.

Así, igual que los caballos sin domesticar, los hombres se pasean por estos dominios sin saber que son hombres, y desconociendo, por tanto, todos los sistemas de valores que han logrado asentarse y perfeccionarse –supuestamente-, a través del desarrollo de la humanidad.

Con todo, una de las costumbres que más me ha llamado la atención de lo que sucede en estas colonias, es la forma aislada en que viven muchos de los individuos, y los gritos constantes que llegan a emitir algunas noches, aparentemente sin intención comunicativa hacia otros representantes de su especie.

De más está decir que son gritos distintos a los que podría emitir una persona como usted o como yo, ya sea por razones fisiológicas, o por aquellas que se originan en una naturaleza más cercana al ejercicio perfecto de su libertad, y que aún no tienen un nombre establecido.

No me pregunten cómo, pero tuve acceso a algunas de esas grabaciones, y no he cesado de escucharla desde que llegó a mis manos.

Se trata de gritos literalmente desgarradores. Sonidos que parecen venir de algo que se está rompiendo y que a la vez rompen algo también, dentro de uno.

Esta última sensación, por cierto, es la que me ha llevado a escribir esta entrada, pues ese desgarro que les mencionaba parece tomar unas proporciones que me asustan…

Y es que siento, finalmente, algo similar al efecto que produce una piedra cayendo por un abismo, sin alcanzar nunca realmente a tocar fondo, y produciendo entonces una especie de vértigo interno, como si pudiese uno caer dentro de uno mismo, y extraviarse luego, en esas profundidades.

Y claro, es entonces cuando –al borde de ese abismo-, recuerdo las palabras del manifiesto dadá de Tristan Tzara, donde se decía que todo hombre debía gritar, porque se le había encomendado ante todo una tarea destructiva para realizar…

Así, destruyéndome casi, internamente, creo entender por qué ese grito hace un eco perfecto con algo que habita en mi interior… y por qué me impulsa también a gritar, en esta noche.

Inténtelo usted también, si quiere, y comience a preparar desde ya su espíritu y su garganta.

sábado, 21 de abril de 2012

En medio de la oscuridad más pura.


Me ha estado pasando estos días.

Son pequeños bloqueos en los que todo dato desaparece y me inunda algo así como un vacío.

Es difícil de explicar, pero supongo que sucede cuando intento recordar algo específico. No importa si se trata del nombre de un libro, o de una calle, o de una persona… lo extraño es que luego ni siquiera sé qué es lo que estaba intentando recordar, y toda palabra se aleja y ahí me quedo yo, rodeado de conectores y de adverbios, pero sin nada que signifique realmente algo.

Con todo, no creo que se trate una situación tan grave, sobre todo porque solo dura unos minutos y uno no parece quedar con secuelas, luego que eso ocurre.

Por otro lado, tampoco se trata de una sensación que me desespere, aunque sin duda produce una especie de extrañeza, como si estando bajo el agua descubriese de pronto que puedo permanecer ahí, por el tiempo que desee, y sin mayores alteraciones.

-¿Y qué harías si eso te sucediera realmente? –me pregunta un amigo, luego que he usado la comparación de estar bajo el agua.

Y claro, yo lo pienso un rato hasta que llego a la siguiente respuesta.

-Si me sucediera eso de no necesitar respirar, bajo el agua, supongo que buscaría llegar lo más hondo posible…

-¿Donde todo está oscuro…? –pregunta mi amigo.

-¿Qué…?

-Que todo está oscuro en el fondo… acuérdate de las imágenes de los documentales y las linternas que deben bajar…

-Es cierto –admito-. Pero de todas formas me gustaría llegar hondo… a la oscuridad más pura, inclusive.

-¿Sabes? –dijo entonces mi amigo-. Creo que fue Aldrin el que lo mencionó, pero no te parece extraño que el hombre haya decidido explorar el espacio exterior, antes de sumergirse y descubrir lo que hay en el fondo de su propio planeta…

-Pero si ni siquiera se sabe bien lo que hay al centro de la tierra….

-¿Y tú no te haces una idea?

-¿De qué?

-¿De lo que hay en el centro… en la “oscuridad pura” que nombrabas?

-No –le dije.

-Pues yo pienso que hay algo así como un bucle, una especie de unión entre el espacio externo y lo subterráneo…

-Mmm…

-¿No te convence?

-No es eso, es solo que si empiezas a indagar, imagino que esa “oscuridad pura” pasa a contaminarse, y yo prefiero que se mantenga de esa forma…

-¿Pero no decías que irías tú mismo hasta el fondo, si pudieras…?

-Sí –admití-, pero sin linternas, igual que cuando iba donde una tía, en el campo, y me gustaba estar a oscuras, en el fondo de pozo.

-¿Y nunca te preguntaste que había en el fondo del pozo?

-Claro, pero la respuesta era que había oscuridad.

-Pero la oscuridad…

-La oscuridad déjala ahí –lo interrumpí-, no le des más vueltas… actúas como si desconfiaras demasiado de la oscuridad… como si alguien quisiera engañarme…

-¿Y no es así?

-Claro que no –le dije-. No creo que la vida engaña al hombre…

-¿Y no es un engaño el que te deje en blanco, o en ausencia de significados, como tú decías?

-Es que no me deja en blanco –le dije finalmente-.

Y luego no supe qué decir.

viernes, 20 de abril de 2012

Vian contra los zombies.


Lo malo de los zombies es que son constantes. Es decir, siguen hacia su objetivo como si no hubiese nada más. Bueno, quizá para ellos es cierto: ya no existe nada más, pero eso no quita que ser perseguido por ellos sea molesto, y hasta peligroso.

Yo me relajo porque en general no tengo mucho que perder, pero también porque sé que son lentos, torpes y hasta van perdiendo algunas piezas por el camino, lo que hace más difícil que puedan alcanzarme.

Con todo, trato de vivir sin pensar que me persiguen, pero he de confesar que en el último tiempo los he visto más cerca y puede que necesite buscar una nueva forma de defensa.

Podría denunciarlos, claro, o comprar alguna escopeta y comenzar a dispararles antes de que sea tarde, pero lo cierto es que hay algo que me atrae del posible ataque, o más bien, del objetivo de ese ataque.

Y es que un amigo me dijo una vez algo que no me desagradó del todo.

-Ellos vienen por tu cerebro –fue lo que me dijo.

Y claro, uno que siempre ha querido deshacerse de ese órgano, llega a cuestionar la posibilidad y hasta ansiarla… pero el corazón y el cuerpo, como sabrán, no son cosas que se sostengan por sí solas.

-Yo que tú lo pensaría –me dijo un filósofo a quien le conté lo sucedido-. Antes de desmoronarse en la decadencia y en la fealdad a veces es bueno buscar una salida…

Yo entonces lo miré y por un momento pensé en bromear con que era tarde para eso… pero luego dudé si se trataría realmente de una broma...

Así, he estado pensando este último tiempo en alguna solución, pero supongo que tanta idea ha terminado afectando mi velocidad pues cada vez que miro, veo a los zombies un poco más cerca.

Quizá por eso –por evitar que el desenlace deje de estar en mis manos-, es que a veces siento que es mejor apurar la resolución de algunas cosas, y así lo comentaba el otro día.

-Luego de que explota –decía yo, inventando un proverbio-, un volcán es solo una montaña…

No sé si convencido o no, pero al menos confundido, recuerdo que me dormí esa noche en un parque, para que ocurriera de una vez lo que tenía que pasar.

Fue entonces que, de improviso, sentí una mano que me sujetaba y me tiraba hacia atrás en medio de la noche, metiendo además mi cabeza en una bolsa de género y amarrándome pies y manos.

-No actúes como si ya hubieses perdido aquello que tienes miedo de perder –dijo luego de un momento, una voz serena.

-Tú no eres un zombie… -alcancé a decir… pero nadie me contestó.

Así, finalmente, pasé horas forcejeando hasta que logré soltar las amarras y liberarme, poco antes que amaneciera.

Los zombies, observé, aún estaban lo suficientemente lejos, como para sentirme a salvo.


jueves, 19 de abril de 2012

Sin gracia.


*

Hoy sin gracia.
Sueño atrasado e insomnio agresivo.
El mundo me escarba como los cuadros de Otto Dix.
Encuentro un pequeño gusano en mi frente y no es metáfora.
Considérese informado.

*

Sigo sin gracia.
Casi a medianoche encuentro a un niño elevando un volantín.
Me quedo semidormido viendo un partido de fútbol.
Sueño a medias con un mundo rojo.
Me despierta una mujer que me avisa del gusano en la frente.
La mujer está de rojo.
Me recuerda un retrato de Otto Dix.

*

Persevero en lo sin gracia.
La mujer de rojo dice llamarse Anita y no quiere vestirse.
Me cuenta que fue bailarina.
Yo le digo que olvidaré su historia.
Ella se ofende, pero sigue inmóvil.
El mundo entero está inmóvil.
Yo estoy sin gracia, pero debo seguir moviéndome.
Quiebro un vaso en mi mano, sin percatarme.
Pienso que así, (sin percatarse), algún día, se acabará el mundo.

*

Asumo lo sin gracia.
No resulta tan terrible, después de todo.
En la escritura, por ejemplo, puedes jugar a que es tu estilo.
Poner “stop” tras las frases y simular telegramas.
Siempre habrá alguien a quien le guste aquello.
Hoy por ejemplo vi a una mujer paseando a un perro que fumaba.
El humo del tabaco subía directo hasta el rostro de la mujer.
Ella iba vestida de rojo y creía que yo tenía gracia.
Todo lo demás no vale la pena ser contado.

Apoyo la cabeza sobre el escritorio para dormir un rato.
Debo despertarme en 40 minutos.

miércoles, 18 de abril de 2012

No llegar a casa.



Puedo no llegar a casa. No hay problema, con eso. No cocinar y pedir una pizza. Es más: puedo incluso no comerla. Es decir, pedirla y no comerla, aunque eso sería estúpido, claro.

Nadie me espera, después de todo. Nadie verá la pizza en la caja y posteriormente en la basura, o simplemente pudriéndose, sobre la mesa.

Por cierto: ¿han visto cajas y cajas de pizza vacías por la mañana?

Pues yo sí, y siento que es una de las imágenes más tristes que he visto.

Puede parecer exagerado, lo admito, sobre todo cuando uno mismo ha trabajado con niños abandonados, o hasta con gente con enfermedades terminales… pero las cajas de pizza parecen tener algo especial… una tristeza que es también desazón… desesperanza incluso, si las escuchamos.

“Nada va a cambiar”, parecen decirte.

Y es que recuerdo que a mí me gustaba jugar a escucharlas cuando trabajaba de conserje.

Todo porque debía retirarlas de cada piso, por las mañanas y tenía poco que hacer y a veces no encontrabas nada mejor que hablar con ellas.

Yo las bajaba hasta el sector de las cosas reciclables y las miraba. Era casi como recoger restos en una clínica abortiva.

Y es que las cajas parecían demostrar que este era simplemente un día más, uno como cualquier otro.

Fue así que un día me pillaron llorando junto a las cajas.

Nadie me dijo nada, pero a la semana siguiente alguien me hizo un comentario. Y hasta me subieron el sueldo.

Pero claro, el dinero siempre me ha importado una mierda.

De hecho, no trabajaba ahí por eso.

Ahora que lo pienso, podría incluso decir que trabajaba ahí simplemente porque no me gustaba volver a casa.

Y claro, nadie me esperaba tampoco en ella, en ese entonces.

A veces, pienso que es mejor que sea así, y me demoro con amigos, o caminando, o simplemente metiéndome a algún lado a improvisar una conversación con otros.

Pero claro… también hay otras veces.

Y hoy no quiero hablar de aquello.

martes, 17 de abril de 2012

Sonreír por nada.

“Hay una pirámide sobre un vidrio. Un hombre bajo él.
Mira y verá su base, en este caso un cuadrado.
Al lado de la pirámide hay otro. Mira y verá un triángulo.
Ambos miran una y la misma cosa, con una misma forma
y ambos tienen la razón. Pero entonces:
¿Cuál es la pirámide del mundo, de la humanidad, de la vida?”
Otto Wingarden.


Sonreír por nada

¿Será eso gastar la vida?

Porque hay gente que lo cree así,
no crean que exagero…

Padres que retan a sus hijos
porque sonríen por nada,
o que los apuran porque el día acaba
y no estudiaron lo suficiente.

“Estoy preocupada porque mi hijo obtuvo un 3”
me dicen.

Y yo tengo que escucharlos.

A veces me piden incluso
que les hablemos juntos del futuro.

De la construcción del futuro,
me refiero.

Pero al final, siempre,
son ellos los que hablan.

Así,
sucede que de cierta forma
yo estoy siempre fuera
de todo aquello.

Y es que finalmente,
si quiero ser sincero,
yo también soy incapaz
de construir nada.

Y es que me cuesta creer.

Me cuesta sentir que avanzo.

Me cuesta aceptar que amar
es esa acción tibia
que hacen todos los otros.

Y claro,
también me cuesta reconocer
que una parte de mí
ansía también poder creer
en todo aquello.

Quizá por eso,
a veces me demoro tanto en decidir
entre mis dos únicas opciones:

quemar

o esperar para quemar.

Y mientras espero, claro,
sonreír.

Sonreír porque después de todo
quemar es una acción que se origina en algo tan noble
como sonreír.

Sonreír por nada,
le dicen,
pero no saben...

¿Será eso gastar la vida?

lunes, 16 de abril de 2012

Razones para (no) adquirir una póliza.


I

-El seguro paga todo –me dijo-, ese es el consuelo final de la vida… Estás perdido sin una póliza.

-Pero…

-Escucha –continuó-, tengo una teoría: uno generalmente le dice que no a las cosas que pueden ayudarnos, pero si lo piensas…

-Espera, ¿dijiste ayudarnos?

-Sí, ayudarnos a situarnos –explicó-. Ayudarnos a no estar perdidos. Por eso debes comprar ese seguro, porque el interior de uno no sabe a veces qué nos conviene acá afuera, y acá afuera está la vida ¿no crees…?

-Eh…

-¿Me dejas contarte una fábula?

-Es que no puedo… -intenté decir-, estoy apurado…

-Pues entonces te cuento solo la moraleja: todo dolor, toda pérdida, toda angustia, puede ser menor si sabes buscar la protección adecuada…

-Eh… gracias, lo tendré en cuenta…

-Pero eso no te dará protección –agregó-, y aunque no lo creas quiero ayudarte y no dejaré que te alejes sin llevar la protección adecuada… ¿cómo te llamas?

-Vian –contesté.

-Pues entonces escucha, Vian… ¿puedes imaginarme de pequeño?

-…

-Sí, sé que es extraño, pero es que quiero que me imagines de pequeño, y quiero contarte que yo quería ser astronauta, y tenderme en la luna, como en la playa… ¿te haces la idea…?

-Eh… sí, algo…

-Pues sucedió que un día abrí los ojos. Es decir, abrí los ojos y descubrí que había algo más, y que yo había llegado…

-¿Llegado…?

-Sí, a la luna –dijo-. Abrí los ojos un día y descubrí que estaba tendido sobre unos cráteres, en medio de la oscuridad más pura…

-¿En la luna…?

-Claro, eso pensé… y estaba alegre mirando el cielo en medio de esa oscuridad cuando de pronto comenzaron a caer gotas sobre mí, y descubrí que estaba lloviendo… ¿te das cuenta?

-…

-¡¿No te das cuenta…?!

-¿De qué?

-De lo que es perder un sueño, Vian… -agregó, con la voz quebrada-, recordar que es imposible que llueva en la luna… ¡darse cuenta, Vian…! ¿No lo entiendes? ¡Qué triste es darse cuenta…!

-Pero entonces…

-¡Entonces estaba equivocado, Vian…! E hice un esfuerzo por comprender qué pasaba, hasta que logré volver…

-¿Volver… a dónde?

-Volver a mí, Vian –explicó-. Volver a mí. Yo había estado en coma por tres años, ¿entiendes…? Tres años y de pronto despierto llorando porque no se había cumplido mi sueño, y además encuentro a mi familia destruida…

-¿Habían destruido a su familia?

-¡Peor, Vian…! ¡Yo la había destruido…! ¡Yo con los gastos médicos de esa hospitalización de tres años…! ¡Y todo por no tener seguro!

-…

-Y es que como verá –dijo entonces calmándose un poco-, tener seguro es más importante que tener Dios, Vian… no puede usted negarlo… Un seguro hubiese sido el consuelo que en ese entonces necesitábamos…

-¿Y qué pasó con su familia? –pregunté.

-Eso no importa, Vian… preocúpese mejor de usted, de su familia… Dese una oportunidad de vivir nuevamente, si alguien le da ese obsequio… y firme este contrato.

-¿Que lo firme…?

-Sí. Fírmelo –dijo finalmente, entregándome un lápiz.


II.

No firmé el contrato.

Es cierto que me cuesta negarme a las cosas, pero esta vez me armé de valor e hice prevalecer mis argumentos.

No los detallaré ahora, por supuesto, pero quizá todos puedan resumirse en que no espero tener un “consuelo final de la vida” -ni mucho menos pagar por ello-.

Así, si bien puedo aceptar que quizá “esté perdido sin una póliza”, debo confesar que es justamente ese estar perdido, lo que hoy permite que me sienta vivo.

Un poco cansado, es cierto, pero profundamente vivo.

Respecto al vendedor, en tanto, poco tengo que decir, salvo que puede andar en este preciso momento, cerca de ustedes.

Cuídense, por lo tanto, de no tomar decisiones apresuradas.

Eso, simplemente, quería advertirles.

domingo, 15 de abril de 2012

Criterios para elegir a la persona más fea del mundo.


“Si una persona tiene malas ideas, empieza a notarse
en su cara. Y cuando esta persona tiene malas ideas
cada día, cada semana, cada año, su cara se va poniendo
cada vez más fea hasta que es tan horrible que apenas
puedes soportar el mirarla”
Los Cretinos, Roald Dahl.


*

A la gente verdaderamente fea no le importa ser fea.

Es más: les encanta ser fea.

De hecho, yo he conocido a dos personas que podrían clasificarse de esa forma y ambas se han mostrado orgullosas –en principio-, de su fealdad.

Lamentablemente, tuve la mala idea de comentar con una la existencia de la otra y entonces comenzaron los problemas.

-Debes decirme donde vive –me amenazó una de estas personas-, o te haré una cicatriz en el rostro, que nunca olvidarás…

-Pero a mí me gustan las cicatrices en el rostro –le dije.

Y entonces esa persona no supo qué hacer y escupió en el piso y salió a buscar a la otra, llena de una agresividad extraña.


*

Tiempo después supe que se habían encontrado.

Ambas se reconocieron de inmediato y comenzó entonces una gran disputa, pues ambas decían ser más fea que la otra.

-¡Tú eres una persona bella, comparada conmigo…! –decía una.

-¡Tus verrugas son adorables y hasta parecen flores…! –decía la otra.

Y claro, estuvieron discutiendo semanas hasta que se dieron cuenta que no llegarían a ningún acuerdo.

Así, para zanjar la discusión, decidieron llamarme a mí, ya que las conocía a ambas y podía hacer de juez, ante aquel malentendido.


*

Es cierto, puede estar de más decir que no fue agradable ser el juez de aquella disputa.

Pero lo digo no solo por tener que presenciar “al desnudo” aquella fealdad, sino porque incluso debí explicar una y otra vez que todas aquellas pruebas con las que intentaban convencerme, no podían ser consideradas como argumentos válidos.

Y es que la barba roñosa, los ojos salidos de sus órbitas, los dientes desalineados y podridos, y cada una de esos rasgos que no quiero aquí comenzar a detallar, podían llevarnos sin duda a hablar de una fealdad equivocada, les dije.

-Si de verdad quieren saber quién de ustedes posee más fealdad, tendremos que hacer otro tipo de pruebas -concluí.

Y esas personas aceptaron.


*

Las pruebas destinadas a comprobar la fealdad son sin duda las más difíciles que existen.

Esto, porque hasta las personas realmente feas desconocen realmente en qué consiste su fealdad, y resulta repugnante –y doloroso-, ver cómo llegan a conocerla, finalmente.

Además, emocionalmente, resultan agotadoras, pues su forma de operar produce un cansancio similar al que conlleva “voltear” a una persona, igual como se hace con un calcetín, hasta que sus costuras quedan fuera.

Por esto, no me extrañó cuando pocos días después de comenzadas las pruebas, pude ver un pequeño atisbo de renuncia en los ojos de esas personas.

-¿Tienen seguridad de querer seguir con esto? –les pregunté.

Y entonces las personas feas se miraron, y pidieron hablar conmigo por separado, para llegar a una solución.


*

-No tengo qué ofrecerte -me dijo la primera-. Es decir, me encantaría sobornarte o amenazarte, pero realmente siento una extrañeza que no me permite hacer nada con seguridad… Y es que he llegado a dudar tanto de mí, que me ha llegado a parecer que la suciedad no puede sujetarse ya en ningún sitio, y corre el riesgo de dispersarse…

-¿Y tienes miedo que la suciedad se aleje, por no haber un “tú” donde asentar la suciedad?

-Exacto –me dijo.

-Pero entonces, ¿quieres o no seguir con esta disputa? –le pregunté.

Y esa persona me respondió algo que prometí no hacer público.

Y yo cumplo mis promesas.


*

Luego vino hasta mí la segunda persona.

-Señor juez –dijo con un extraño respeto-, no sé que me ha pasado durante este tiempo, pero creo que de tanto hablar de la fealdad, esta ha terminado por separarse de mí, y hoy la tengo sujeta precariamente de mí, como prendida de un elástico.

-¿Y eso es bueno o es malo? –pregunté.

-No es bueno ni malo –me dijo esa persona-. No es bueno ni malo, pero es feo. Feo debido a la tristeza que llega cuando algo que te definió se aleja, y te ves de pronto como carente de significado…

-Y entonces ¿quieres o no seguir con esta disputa? –le consulté.

Y esa persona dijo que no.

E insistió luego en que quería volver al lugar de donde venía, pues sentía que si demoraba un poco más, no la reconocerían, cuando lo hiciera.


*

Di mi veredicto a las personas interesadas, y ambas parecieron conformes con mi resolución.

Y claro: todos terminamos agotados.

Recuerdo incluso que, luego de esto, pedí licencia por un par de días, y que no quise saber sobre apreciaciones estéticas por una gran cantidad de años.

Con todo, la gente viene a mí cada cierto tiempo y me pregunta si considero o no que sean feas, o si puedo emitir un juicio al respecto, sobre ellas.

-Ya no tengo creencias dónde sujetar mis juicios –les digo entonces-, pero ellos no comprenden…

Así, finalmente, el mundo revela estar tan vacío de comprensión, como de principios.

Y a la gente -me digo-, no le importa en realidad, si resulta vacío o no, cuestionarse aquellas cosas.

sábado, 14 de abril de 2012

La mujer que pintaba tornados.


I.

Cuidé la casa de una mujer que pintaba tornados.

Fue apenas un fin de semana, pero eso bastó para descubrir su secreto.

Estaban principalmente en dos cuadernos, aunque también podías encontrarlos en los bordes de algunas revistas y hasta había un par que estaban enmarcados y puestos sobre un mueble donde se guardaba la vajilla.

-¿Todo ha estado bien? –me preguntó cuando regresó.

-Supongo que sí –le dije-. Pero encontré sus cuadernos de tornados.

Ella se mostró extrañada.

-Me refiero a que encontré los cuadernos con tornados –le dije-, estaban en el estante que usted me autorizó a revisar, para buscar libros…

-¿Los viste…? –preguntó ella.

-¿Los libros…?

-No. Los tornados.

Yo me demoré un poco pues sentí que ese era un tema delicado, pero al final decidí que era más fácil decir la verdad.

-Sí. Los miré todos –acepté.

Entonces ella sonrió.

-Yo no los miro –agregó, seriamente-. Ni tampoco los pienso. Simplemente me nacen cuando tengo un lápiz y un papel a mano y luego no hay caso…

-¿Y no pintas nada más…? Algo más tranquilo, me refiero.

Ella lo pensó un poco, pero luego lo negó.

-Nada –concluyó-. Solo tornados.


II.

Como la mujer me regaló uno de sus cuadernos, debo confesar que he pasado más tiempo del debido, observando esos tornados.

Y claro, me he fijado en detalles.

Por ejemplo, he encontrado pequeñas figuras humanas y objetos cotidianos en aquellos dibujos.

No es un gran descubrimiento, es cierto, pero hay que reconocer que a simple vista no se observan y que perturba un poco el hallarlos de pronto, como si estuviesen escondidos.

-Una vez me tocó estar en un tornado –me confesó la última vez que la vi-. Yo vivía en Haití y de pronto observé cómo en torno a mí, todo comenzaba a moverse y hasta a elevarse del suelo…

-¿Estaba usted en el ojo del huracán?

-Exacto –me dijo-. Justo en el centro, donde todo es tranquilidad a pesar de lo que ocurre a pocos metros…

-¿Y le ocurrió algo aquella vez?

-Nada. No me ocurrió nada. Salvo que el lugar donde vivía resultó dañado y que decidí ese mismo día volver a Chile.

-¿Por seguridad…?

-Quizá… pero no seguridad en relación a los tornados. Supongo que era algo así como una vida más segura… más tranquila.

-¿Y fue en ese momento que comenzó a pintar tornados?

-Pues no lo recuerdo con exactitud –dijo tras pensarlo un momento-. Lo único que puedo señalar con certeza es que no he dejado de dibujar tornados desde hace años, y que eso, sin duda, me ha permitido alejarlos de los otros y tener una vida tranquila.

Y claro, fue entonces cuando me regaló uno de sus cuadernos, y comenzó a contarme una serie de cosas que no venían para nada al caso.


III.

Hay algo hermoso en los tornados.

Algo similar a un animal salvaje que se hubiese liberado de pronto y que gusta hacer pedazos aquello que encuentra a su paso.

Por lo mismo, creo firmemente en la necesidad de los tornados, y hasta siento como la más honda humillación, el encontrarnos justo en el sector calmo y resultar intactos.

Y es que es penoso vivir y resultar intacto.

Más aún si ves volar por los cielos a aquellos que te rodean, mientras permaneces en tu sitio.

No sé, sin embargo, si el dibujar tornados por parte de esa mujer, haya suplido de alguna forma el desprecio que significó en su momento el no haberse visto afectada.

Lo que sí sé –o al menos lo creo así-, es que escribir puede ser, en ocasiones, una forma de invocar al tornado, simulando mesura.

Por eso, hoy intento estar preparado para ser arrojado por los aires y enfrentarme cara a cara con ese animal salvaje…

Sé que en las apuestas voy a pérdida, pero me gustaría darles un dato:

De alguna forma voy a dominar ese tornado y voy a utilizar esa fuerza para ir hacia quienes amo y arrastrarlos por los aires.

Y es que no los quiero con vidas tranquilas ni pidiendo aplazamientos.

Es decir, no los quiero dibujando en un cuaderno para quedar en paz ni escribiendo para poder dormir tranquilos.

Y claro, tampoco quiero que mis propios escritos se transformen en esa forma de manifestar la cobardía de no ir por una vida diferente.

Por eso nunca me verán dibujar un tornado.

Esto no es una advertencia.

viernes, 13 de abril de 2012

¿Y a quién le rezo?


I.

Recuerdo que una vez cuando pequeño me llegó una cachetada por hacer esa pregunta, luego que me dijeran que hiciera mis oraciones.

No eran buenos tiempos en mi casa y supongo que mi madre estaba nerviosa, por lo que no alcanzó a comprender que mi pregunta era en realidad bastante más ingenua y menos agresiva de lo que le había parecido.

-¿Así que ahora te vas a volver irónico y decir que no hay nada…? –me dijo.

Y luego vino la cachetada.

No hubo dolor, pero si sorpresa pues mientras ella seguía hablando diciendo que Dios no me perdonaría y otra serie de cosas, yo aún trataba de entender qué es lo que había sucedido.

Entonces empezó a hablar de mi papá, del tiempo que llevaba lejos de nosotros y al final terminó sollozando y abrazándome haciéndome prometer que no dudaría nunca más y que no volvería a decir esas cosas.

Y claro, yo prometí y hasta debo haber llorado un poco, sin entender por qué.


II.

Por esa época yo solía despertar de noche y caminar por la casa.

Además, pensaba, estaba todo tranquilo a esa hora.

Así, yo esperaba a que mi madre se durmiera y luego me levantaba, tratando de no hacer ruido, apoyándome en las paredes y fijando la vista en algunos muebles, hasta lograr ver aquello que permanecía escondido.

No recuerdo con precisión, sin embargo, hoy en día, qué es aquello que veía. Pero eran presencias que no me incomodaban en lo absoluto, debo señalar.

A pesar de eso, al final de esas incursiones, recuerdo que yo rezaba y esas “presencias” se tapaban los oídos y yo volvía entonces a la cama, a dormir unas cuantas horas.

Nunca me descubrieron, por cierto, en estas actitudes.


III.

Mi madre tenía por ese entonces una muñeca que rezaba.

Es decir, una muñeca vestida con una especie de pijama que tenía en su interior un pequeño disco donde estaba grabada una oración que siempre me perturbó.

Era una oración al ángel de la guarda, pero que finalizaba con una frase que siempre sentí escondía algo más:

“…Dios bendiga a mami, Dios bendiga a papi… y me haga una niña buena. Amén.”


IV.

El asunto era –pensaba yo-, que si la “niña” pedía que la hicieran una “niña buena”, era bastante lógico, según mi análisis, que no lo fuese.

Y claro, eso me perturbaba.

Además, la muñeca estaba en una caja y yo sentía que mi madre tenía una extraña relación con ella.

Por otra parte, nunca supe quién se la regaló, ni me atrevía a preguntarle nada al respecto, quién sabe si intuyendo algo.

Así, ocurrió que una noche, en uno de esos paseos silenciosos, me encontré de frente con la muñeca, que estaba apoyada junto a la cama de mi madre, aunque con la “mirada” dirigida claramente hacia mí.

Viéndolo a distancia, ahora, no sé por qué no hice nada, en ese entonces.


V.

Supongo que con el tiempo uno deja de creer en ciertas cosas.

Y claro, uno acostumbra también a meter todo en un mismo saco.

Es decir, llegó papá, intenté no ver más esas “presencias” y con la muñeca no sé hasta el día de hoy qué es lo que habrá ocurrido.

Por mi parte, debo haber sido por un largo tiempo un “niño bueno”, hasta que uno termina poniendo en duda, incluso, qué era aquello que llamábamos bondad.

Quizá por eso, finalmente, es que volví con el tiempo a plantearme esa pregunta que da “nombre” a esta entrada.

Y claro, todavía no hay respuestas claras ni tranquilizadoras, pero al menos hay una serie de signos dispersos, ofreciendo sus significados todavía intactos, para quien quiera interpretarlos.

jueves, 12 de abril de 2012

Hoy me acordé de George Arliss.


Hoy me acordé de George Arliss.

¡Y es más…!

Tengo el presentimiento que hoy fui el único que se acordó de George Arliss.

No es que nadie lo recuerde, necesariamente, pero sin duda se trata de un actor que pocos identifican luego de 65 o más años de su muerte, poco después de terminada la segunda guerra mundial.

Quizá por eso, si lo pienso bien, yo no debiese haberlo recordado. Pero lo cierto es que el chofer de un bus que nos llevó hasta el teatro, junto a mis alumnos, era igualito a ese antiguo actor inglés, prácticamente olvidado.

Y es que más allá de Disraeli, cuya segunda versión logró llevar a Arliss hasta los Óscars, la mayoría de las obras de Arliss han pasado al olvido, a no ser por ese manojo de obras que encontré casualmente, revisando vhs antiguos, y antes de votar los que resulten inservibles.

Ahora bien, no quiero quedarme en el título de aquellas películas, o en un mínimo análisis respecto a alguno de sus elementos, sino que me interesa algo que bien podría ser considerado una casualidad, y que paso a contar inmediatamente.

Y es que me sucedió con George Arliss, descubrir que en prácticamente todas sus películas, él desempeñó roles donde representaba a un personaje que suplantaba a otro.

Por ejemplo, tres películas en que era un aristócrata que se hacía pasar por pobre, y dos en que era un vagabundo que se hacía pasar por un hombre adinerado.

Otra, según recuerdo, en que era un estafador que fingía ser un sacerdote.

Y una última, en que interpretaba a un gemelo que simulaba ser el otro.

Ahora bien, otra cosa extraña respecto a esto, es que recién hoy me di cuenta de aquella coincidencia, que no sé cómo no aprecié, anteriormente, como una constante.

Es decir, en siete de ocho películas que vi de ese actor, siempre representó a un hombre que fingía ser otro, quién sabe por qué razones.

-¿Me está queriendo decir que tengo cara de ser otro? –me dijo el chofer, luego que le intentara contar de su parecido con Arliss.

Y claro, yo negué la acusación e intenté explicarme y hasta pedir disculpas, para prevenir cualquier dificultad.

-No soy más falso que cualquiera… –alegaba el chofer-, usted verá qué elige decir de mí, pero no me clasifique con un juicio apresurado…

Cosas así siguió reclamando el chofer hasta que llegamos al teatro y entramos a ver la función.

Con todo, ya listos para el regreso, vimos llegar a un chofer totalmente distinto de quien nos condujo hasta aquel lugar.

-¿Pasó algo con el otro chofer? –le pregunté entonces, mientras nos subíamos.

-No –me respondió cortante, aquel hombre.

Y claro, no sé si fue una buena o mala apreciación, pero lo dijo de forma tan seria y su mirada parecía tan familiar y segura de sí misma, que preferí entonces no seguir con las preguntas.

Por eso, en definitiva, solo llegó hasta ahí, aquella historia.

miércoles, 11 de abril de 2012

¿Cuál es la verdadera adivinanza?


¿Han jugado a las adivinanzas con niños pequeños?

Lo pregunto porque hoy escuchaba a uno mientras seguía pistas.

-Es transparente como el agua… -le decían.

-¡El agua…! –interrumpía el niño.

Y la mamá sonreía.

-No, no es el agua –continuaba ella-, escucha bien: es suavecito, como el viento…

-¡El viento…! –volvía a interrumpir el niño.

Y la mamá volvía a sonreír, pero se impacientaba un poco.

-No seas apurón –le decía entonces-, las adivinanzas son secretos, no son tan fáciles… Oye bien esta pista: a veces, suena como cascabeles…

-¡Los cascabeles…! –gritaba el niño, convencido del acierto.

Y claro, la mamá sonreía nuevamente y luego intentaba explicarle a su hijo cómo, supuestamente, deben descubrirse las cosas.

Entonces pasó un momento.

Y luego otro.

Así, descubrí de pronto que madre e hijo se habían ido, y yo me sentí obligado –como siempre ocurre cuando te sientes absurdo-, me sentí obligado, decía, a sacar una conclusión de todo eso.

Los grandes secretos deben revelarse de esa forma, me dije.

Por lo tanto, la felicidad debe ser obvia.

Es decir –me expliqué-, debe traerla consigo hasta el hombre más amargo… pero sin darse cuenta.



Hice entonces una pausa.

Sin embargo, consideré, esos secretos deben ser también una cosa distinta a lo que creemos. No distante, pero distinta… No decible, pero cercana, como todas las cosas bellas…

-¿Decía usted algo? –me interrumpió entonces una señora.

Y claro, yo intenté explicárselo, pero pronto me di cuenta que aquello no podía explicarse.

Así que le conté esta historia.


martes, 10 de abril de 2012

Dora la espectadora.

“Sabio es quien se contenta
con el espectáculo del mundo”
Ricardo Reis.


No es que sea malo mirar el mundo.

De hecho, no resulta vivir de buena forma, sin mirarlo.

Sin embargo, solo mirarlo puede ser también una acción condenable.

Una forma más de engañarnos al nombrar como “vida contemplativa” justamente la falta de vida, o la carencia de fuerza para intentar transformarlo.

Por eso –para mantenernos tibios-, nos enseñan que es mejor recorrerlo con un mapa.

Aprender los nombres que ya están dados.

Ir por la vida como siguiendo una línea punteada, en resumen, hasta llegar a una meta que otros han trazado y hasta llenaron de pistas, para que no nos extraviemos.

Por eso se equivoca Ricardo Reis.

Y por eso, también, se equivoca Dora.

Porque confiar en esos otros, en definitiva, nos lleva también de alguna forma a dejar de confiar en nosotros mismos.

¡Nada de llevar mochilas…!

¡Nada de bolsillos ni mapas de ruta…!

Vayan con cuidado, claro, pero no con miedo.

Miedo tengan en cambio, de no salirse del camino, de no extraviarse, de no vivir aquello que habrían vivido de no haber sido por heredar los temores de los otros.

¡Abandonen el camino…!

¡Extravíense…!

Desconfíen de los bordes y de los significados atados irremediablemente a las palabras.

Después de todo, el perro también menea la cola cuando le dicen gato.

Y claro: la vida también llegará a ustedes, cuando se atrevan a llamarla de otra forma.


lunes, 9 de abril de 2012

El niño que vivía en una bolsa de papel.


Ya no se encuentran bolsas de papel.

Hubo un tiempo en que encontrabas muchas, pero entonces sucedió un accidente.

El protagonista del accidente se llamaba Micu.

(Si ya saben su historia pueden leer hasta aquí)

Si no la saben les cuento que él era un niño que escribía historias.

Mi favorita era la de un sapo que tenía la boca tan chica, que solo podía comer las moscas por pedazos.

Era chistosa esa historia.

A mí me gustaba un dibujo que mostraba al sapo haciendo burbujas enanas bajo el agua.

(Si tienen imaginación pueden cerrar los ojos y verlo un momento)

Micu escribía las historias al interior de bolsas de papel, y las ilustraba por fuera con sus propios dibujos.

Nunca supe cómo lograba escribirlas, pues hasta leerlas era difícil y tenías que ayudarte con una linterna, para descubrir las últimas palabras.

Lo extraño, sin embargo, era que Micu acostumbraba reventar las bolsas en que escribía sus cuentos.

Es decir, una vez que alguien los había leído (casi siempre era yo), él inflaba la bolsa y la reventaba y luego se encargaba de hacer desaparecer los restos.

Micu no contaba por qué hacía esto, pero ustedes pueden intentar imaginarlo.

(Mientras leen esta línea pueden intentar imaginarlo)

A mí me daba pena cuando lo hacía, y hasta me sentía culpable por haberlas leído, pero Micu se veía siempre alegre y yo sentía que él escribía igualito que otros hacen burbujas.

Es decir, solo para alegrarse más cuando estas se revientan.

(Burbujas pequeñitas, como las del dibujo de sapo)

Pero fue entonces cuando Micu ideó el plan que terminó en el accidente.

Lo que hizo, fue reunir todas las bolsas de papel que había en nuestro barrio y construir una única gran bolsa.

Luego, reunió montones de lápices y se metió en la bolsa, a escribir la Gran Historia.

Llevó también comida, linternas y un pijama.

No lo vi en varios días.

(Él me había hecho prometer no interrumpirlo).

Pero entonces encontré una nota de Micu al llegar a mi hogar.

TERMINÉ LA HISTORIA. DESCUBRÍ UN SECRETO TAN GRANDE QUE NO PUEDE CONTARSE.

Y claro, yo salí corriendo hacia donde Micu, pero me detuvo la explosión.

¡¡Puuuuuummmm!! Sonó la explosión.

Toda la gente salió de las casas ante el ruido, mientras caía una lluvia de papeles escritos por todos lados.

Yo reuní varios.

Lamentablemente, luego de la explosión, nunca nadie volvió a ver a Micu.

Incluso, cuando preguntaba por él, todos me miraban como si yo hubiese estado preguntando por un amigo imaginario.

Con el tiempo, sin embargo, el recuerdo de Micu se ha ido transformando en un solo gran enigma, que a su vez se resume en una frase:

DESCUBRÍ UN SECRETO TAN GRANDE QUE NO PUEDE CONTARSE.

¡Si supieran cuántas veces he pensado en cual era ese secreto…!

¿Se les ocurre a ustedes de qué podía tratarse?

(Pueden intentarlo mientras leen esta línea, pero quizá les falte tiempo)

¡¡Puuuuuuuuuummmm!! Sonó la explosión.

domingo, 8 de abril de 2012

Vian y las variaciones en sus bolsas de valores.


Es extraño el valor que les damos a las cosas.

Y no me refiero a la valoración moral, sino al costo concreto que tienen ante nosotros.

Recuerdo que de pequeño, por ejemplo, solía alternar el precio entre distintos productos con el único objetivo de ver los cambios de opinión que esto generaba en las personas.

Así, sucedía que los zapatos que costaban $8.000 –por dar un ejemplo-, y que nadie tomaba en cuenta, subían inmediatamente su valoración cuando yo pegaba en ellos una etiqueta con el valor de $40.000 o $50.000.

-Se nota que son de un buen material –decía uno.

-Sus terminaciones son superiores -comentaba otro.

Y claro, fui comprobando que esto era una constante en diversas áreas que involucraban a veces cuestiones más serias que un simple cambio de precio.

Fue entonces que comencé a aplicar este conocimiento en pequeñas transacciones cotidianas.

Una que me dio buenos resultados fue la venta de algunos poemas. Debo haber tenido entonces 14 años y recuerdo que vendía afuera de un cine estos textos para juntar dinero para las entradas. Por lo general, pedía $50 por un poema o un texto breve, pero luego de ese aprendizaje decidí cambiar de estrategia de forma rotunda.

-¡Y quién te va a pagar $10.000 por un poema…! –me decían asombrados al oír el nuevo precio.

Y claro, yo me hacía el interesante y no respondía, esperando esa segunda propuesta que siempre llegaba.

-Con suerte te pagaría $100 o $200 por uno… -decían entonces.

Y por supuesto yo accedía, como haciendo algún favor.

Luego, en el mismo rubro, decidí poner a prueba la calidad, pidiendo la opinión sobre algunos poemas que transcribía de los que entonces consideraba mejores –Rimbaud, Rilke, Eluard, según recuerdo-, diciendo que eran míos.

-Mmm… sí –decían algo indiferentes-, están bien para tu edad.

Por último, hacía lo mismo invirtiendo los papeles, firmando algunas frases miserables con grandes y reconocidos nombres.

-Mmm… sí –decían-, creo que lo he leído. Muy bueno…

Lo triste de esto, sin embargo, es que de la risa que produjo en un principio, o simplemente incredulidad, la situación fue revelando poco a poco algún ribete amargo, puesto que se hacía imposible, comprendí, captar el valor verdadero de las cosas, y hasta de la vida de los que hacían estas cosas.

-Nada vale la pena, realmente, para los otros –me dije.

Así, aunque erré en muchas cosas por ese entonces, y fui muy tajante en otras, lo cierto es que esa apreciación no hizo sino reforzarse con el paso del tiempo, aumentando cada vez, por cierto, la amargura.

Relaciones amorosas.

Estudios universitarios.

Exposiciones artísticas.

Religiones varias.

Todo terminaba siempre revelando el mismo patrón, el mismo engaño, y aunque suene exagerado, la misma hipocresía.

Y claro, como nada cambia, la gente sigue hoy día reclamando cuando le entregan un billete demasiado viejo, o una moneda roñosa.

Yo, en cambio, las atesoro.

No soy mejor por hacer eso, por supuesto. No crean que me engaño de esa forma.

De hecho, yo elegí justamente, la forma inversa, de engañarme.

(…)

Pero esa es otra historia.

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