Es extraño el valor que les damos a las cosas.
Y no me refiero a la valoración moral, sino al costo concreto que tienen ante nosotros.
Recuerdo que de pequeño, por ejemplo, solía alternar el precio entre distintos productos con el único objetivo de ver los cambios de opinión que esto generaba en las personas.
Así, sucedía que los zapatos que costaban $8.000 –por dar un ejemplo-, y que nadie tomaba en cuenta, subían inmediatamente su valoración cuando yo pegaba en ellos una etiqueta con el valor de $40.000 o $50.000.
-Se nota que son de un buen material –decía uno.
-Sus terminaciones son superiores -comentaba otro.
Y claro, fui comprobando que esto era una constante en diversas áreas que involucraban a veces cuestiones más serias que un simple cambio de precio.
Fue entonces que comencé a aplicar este conocimiento en pequeñas transacciones cotidianas.
Una que me dio buenos resultados fue la venta de algunos poemas. Debo haber tenido entonces 14 años y recuerdo que vendía afuera de un cine estos textos para juntar dinero para las entradas. Por lo general, pedía $50 por un poema o un texto breve, pero luego de ese aprendizaje decidí cambiar de estrategia de forma rotunda.
-¡Y quién te va a pagar $10.000 por un poema…! –me decían asombrados al oír el nuevo precio.
Y claro, yo me hacía el interesante y no respondía, esperando esa segunda propuesta que siempre llegaba.
-Con suerte te pagaría $100 o $200 por uno… -decían entonces.
Y por supuesto yo accedía, como haciendo algún favor.
Luego, en el mismo rubro, decidí poner a prueba la calidad, pidiendo la opinión sobre algunos poemas que transcribía de los que entonces consideraba mejores –Rimbaud, Rilke, Eluard, según recuerdo-, diciendo que eran míos.
-Mmm… sí –decían algo indiferentes-, están bien para tu edad.
Por último, hacía lo mismo invirtiendo los papeles, firmando algunas frases miserables con grandes y reconocidos nombres.
-Mmm… sí –decían-, creo que lo he leído. Muy bueno…
Lo triste de esto, sin embargo, es que de la risa que produjo en un principio, o simplemente incredulidad, la situación fue revelando poco a poco algún ribete amargo, puesto que se hacía imposible, comprendí, captar el valor verdadero de las cosas, y hasta de la vida de los que hacían estas cosas.
-Nada vale la pena, realmente, para los otros –me dije.
Así, aunque erré en muchas cosas por ese entonces, y fui muy tajante en otras, lo cierto es que esa apreciación no hizo sino reforzarse con el paso del tiempo, aumentando cada vez, por cierto, la amargura.
Relaciones amorosas.
Estudios universitarios.
Exposiciones artísticas.
Religiones varias.
Todo terminaba siempre revelando el mismo patrón, el mismo engaño, y aunque suene exagerado, la misma hipocresía.
Y claro, como nada cambia, la gente sigue hoy día reclamando cuando le entregan un billete demasiado viejo, o una moneda roñosa.
Yo, en cambio, las atesoro.
No soy mejor por hacer eso, por supuesto. No crean que me engaño de esa forma.
De hecho, yo elegí justamente, la forma inversa, de engañarme.
(…)
Pero esa es otra historia.
Que interesante.
ResponderEliminarDescubriste otra teoría de la relatividad!...
ResponderEliminarUn abrazo