sábado, 31 de diciembre de 2011

Fuegos de artificio.


Ya no sé
qué de todo esto
es artificio.

Estoy confundido.

Más cerca de la claridad,
es cierto,
pero uno olvida que la claridad
no es nada
en sí misma.

Así,
lo importante es dirigir la mirada
-y uno en la mirada-
hacia el sitio correcto.

Pero claro,
hoy no distingo
el lugar indicado.

De hecho,
hasta el movimiento del mundo
a veces me parece
como el de un muerto
al que le hubiesen puesto ruedas.

Con todo,
resulta innegable
que las semillas brotan,
y las cosas que alguna vez
consideramos hermosas
siguen estando ahí,
como antes.

Quizá la respuesta,
me dicen,
esté escrita hoy en el cielo
cuando estallen
los fuegos artificiales…

¿Y saben?
Miro las luces,
la gente,
y a los niños, incluso,
que han salido
a festejar…
pero me cuesta comprender
todo aquello.

Quiero lo mejor
para todos,
sin duda,
pero no tengo ni la menor idea
qué es
lo mejor para todos.

No quiero estar amargo,
no quiero parecer amargo
pero lamentablemente
me es imposible no decir
que todo me parece artificio.

Miro el cielo,
y a los otros,
y sonrío
a pesar de todo.

Estoy tranquilo,
siento que tengo claridad,
pero no puedo evitar la tristeza
al ver el mundo
bajo el cielo.

Doy los abrazos,
riego mis plantas,
y me acerco a acariciar la tierra
mientras todos miran luces
en el cielo.

El aroma de la tierra
me hace llorar
y también me abraza.

Así,
finalmente,
me parece escuchar por un segundo
el ruido que producen
el movimiento de los astros.

Sería el inicio de un año hermoso
si pudiera compartirlo
con ustedes.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Vivir bajo el microscopio.

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Poco importa de quién se trate. Vivir bajo el microscopio es siempre una forma extraña de existencia. Ser excluido del resto, separado de todo aquello que parece no ser parte de uno, pero que en definitiva suele estar ligado por un gran número de vasos comunicantes, y nutriendo, de esta forma, nuestra propia vida.

Lo peor de todo, sin embargo, es que vamos solos hacia el microscopio. Es decir, buscamos ser observados, independientes, distintos al resto, porque nuestra interioridad nos lo exige.

-¿A qué tipo de existencia se refiere? –pregunta entonces el señor retórico.

Y claro, uno piensa que la mejor forma de explicarlo es estableciendo una comparación entre dicha exigencia y la forma en que se vacía una tina llena de agua, tras sacar el tapón. Una especie de llamado, entonces, una fuerza que nos obliga a ir hacia el microscopio, quién sabe si para vaciar al mundo.

Con todo, cada uno de nosotros va hacia el microscopio por un desagüe distinto, y una vez bajo el lente nos sentimos importantes: dichosos o sufrientes, quizá, pero ante todo centrales… protagonistas de una historia en la que no sucede ya acción alguna, pues bajo el microscopio tampoco tenemos movimiento.

De esta forma, nos confundimos creyendo que todo en nosotros es movimiento, o que nuestra interioridad es la revelación de un mundo que parece estar en constante cambio…

¿Se han sentido así…?

¡Cuánto engaño!

Y es que nada sobrevive bajo el microscopio. Nada permanece ahí de una forma distinta a la agonía.

Además, está el asunto de ese otro que observa al otro lado del lente, esa suposición ante la que nos entregamos creyéndonos únicos…

Ahora bien, ¿acaso no es tener un blog una más de aquellas formas en que elegimos ponernos bajo el microscopio? ¿No es acaso un intento de que alguien centre su atención en nuestras propias ideas o palabras?

Mmm… podría decir que sí, pero la verdad es que no me interesa que me miren a mí directamente.

Después de todo, solo soy parte de un tejido. Una breve porción de algo que muere o agoniza apenas es separado de ese algo mayor que no existe para ser examinado.

¿Quieren llamarlo humanidad? ¿Quieren seguir pensando que su interioridad es un mundo que realmente existe debido a ustedes mismos…?

La necrosis se manifiesta siempre desde dentro hacia fuera…

Pero claro, todos tuvieron miedo de aceptar sus conclusiones.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Eugene tocaba la trompeta.

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El doctor vuelve a repetir que no entiende mi consulta y me pide que la relate de la forma más clara que me sea posible.

-¿Tiene alguna sugerencia? –le pregunto.

-¿Sugerencia sobre qué?

-Sobre cómo narrarla –le explico.

-¡Ah…! –dice el doctor-. Eh… quizá si la ordena en hechos narrables y la organiza en puntos…

-De acuerdo ¿pero podría hacer un borrador en una hoja y luego leérselo en voz alta?

El doctor me observa para saber si intento burlarme, pero al final me pasa la hoja. En ella anoto lo siguiente:

1. Una sensación me ha picado como pica un insecto. Fue en medio de la noche por lo que todo estaba a oscuras y no logré ver nada. Quizá por eso, instintivamente, encendí la luz, pero a diferencia de lo que hacemos con una picadura de insectos aquí no supe dónde dirigir la mirada, pues la picazón había sido en uno de esos sitios que parecen no existir a plena luz.

2. De a poco, entonces, comencé a impacientarme. Fundamentalmente porque quería rascarme el lugar afectado, para buscar cierto alivio… pero no había caso. Ese lugar no estaba en ningún sitio. De esta forma, sucedió que me desvelé toda esa noche buscando aquel lugar. Creo que fue hace tres días. No logro dormir bien desde entonces.

3. Quizá por eso, las cosas se han hecho más difícil desde ese momento. Es decir, a ratos me sorprendo con los nervios alterados, o confundiendo personas… o quedándome dormido sin darme cuenta y despertando de pronto en otro sitio…

-¡¿Qué hace?! –me dice entonces, bruscamente.

-Termino de escribir el borrador, doctor –me excuso.

-¡¿Doctor…?!

Entonces miro a mi lado y veo que en vez del doctor me encuentro con un bombero, y que en vez de la consulta médica estoy en una especie de departamento, en llamas.

Así, mientras intento explicarme qué hago ahí, el bombero me insiste para que vaya hasta la ventana y baje por la escalera que ellos han logrado hacer llegar hasta mi piso, que luego me entero que es el quinto, en un edificio de centro de Santiago.

-¿Sabe usted qué hago aquí, señor? –pregunto.

-Supongo que sueña. –me dice una voz.

-Es imposible –alego-. Estoy despierto, lo sé por la sensación…

-¿Qué sensación?

-La sensación… -intento explicar-, esa que me vino en medio de la noche, como si me hubiese picado un bicho, solo que en un lugar que no encuentro.

-Y será por eso que ha comido usted tanto hoy…

-¡¿Yo…?!

Así, mirando nuevamente a mi entorno, comprendo que estoy en un restaurant, hablando con el garzón que me sirve dos platos grandes y me mira extrañado.

-¿Me está queriendo decir que en uno de los platos ha encontrado usted un bicho que lo ha picado? –pregunta tratando de comprender.

-Eh… no… -explico-. Digo que una noche, hace algunos días, sentí como si una sensación me hubiese picado y…

-¡Las sensaciones no pican! –me interrumpe-. Lo que puede pasar es simplemente que un mosquito lo haya picado…

-Imposible –me defiendo-, pues apenas sentí la sensación encendí la luz y no vi nada…

-Me refiero a mosquitos internos, funcionan de una manera distinta: mientras los mosquitos que usted llama normales generalmente lo pican y no lo dejan dormir, los mosquitos internos pican en el sueño y no lo dejan despertar y producen importantes alucinaciones… llevo años trabajando con eso…

-¡¿Trabajando…?!

Entonces lo miro nuevamente y descubro que estoy nuevamente frente a un doctor, que me mira como si estuviese totalmente interesado en mi caso.

-¿Ha tenido usted alucinaciones este último tiempo? –me pregunta.

-Eh… No… -intento contestar-. Es decir, he tenido una sensación persistente, pero…

-Ya le dije que no eran sensaciones… lo que ocurre simplemente es un problema nominal… es como lo que a mí me sucede…

-¿Qué le sucede? –le pregunto.

-Que no puedo decir la palabra “amor” –me dice.

-Pero si la está diciendo…

-No, no me refiero a eso… escuche: decidí casarme con una mujer y tener hijos porque sentía “amor”… Ve a qué me refiero…

-No –insisto-. Usted usó correctamente la palabra.

-No –continúa él-. No logro decir la palabra “Amor”, no es lo que siento eso que digo… ¿cree que tenga un remedio para eso, doctor?

-¡¿Doctor?! –exclamo-. Pero si yo soy Vian y usted…

Entonces lo miro y veo que él está tendido en una camilla, mientras yo, lo escucho sentado tras de un escritorio, en el que encuentro un recuadro que dice: Vian, médico interno.

Desesperado, y sin entender prácticamente nada, cierro fuerte los ojos y trato de empuñar mi cerebro, como si fuese a lanzar un golpe con él, sin querer pensar en nada.

-Antes de que termine usted con todo, dese vuelta –me dice una voz que no logro situar en ningún sitio.

-¿Qué me dé vuelta?

-Sí, pero no hacia atrás ni hacia adelante ni nada de eso… quiero que se dé vuelta entero, como si fuese un calcetín…

-¿Quiere que me dé vuelta así como si fuera un calcetín y que deje mis costuras hacia afuera? –pregunto, sin entender mucho.

-No -dice la voz-. Todo lo contrario. Quiero que guardes tus costuras, además las picaduras ya están sanando y la sensación que incomodaba habrá de transformarse en otra cosa.

-¿Y podré volver a escribir bien entonces y a que se entienda algo de lo que estoy diciendo? -pregunto, esperanzado.

-Nunca has escrito bien –me dice la voz, justo antes de comenzar a tocar una trompeta.

De esta forma, finalmente, sonó la trompeta, y yo volví a fingir que me tomaba los antipsicóticos, igual que hace 12 años.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

¡Santas verdades, Batman!

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“Nuestros personajes eran antisépticos,
pero nosotros no”
Burt Ward
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¿Has pensado quién es uno, Batman?

¿O dónde y para qué es uno?

¡Santos acertijos…!

Yo lo vine a pensar recién hace unos años.

Nada de peleas,
poca acción,
el traje pasado a naftalina,
y comienza uno recién
a pensar en estas cosas.

Debe ser algo así
como el gas de la risa, Batman…
solo que esto no da risa
y hasta asusta…

Quizá sea como el gas de la verdad,
o una especie de embrujo rompe-velos…

¡Santas verdades, Batman…!

¿Te acuerdas cuando se nos ensució el traje…?

¡¿Recuerdas cómo crecía esa mancha?!

Yo creo que eso también fue obra
de un villano,
aunque no lo descubrimos nunca.

¿Habrá sido ese finalmente
el gran villano?

Porque todo comenzó a gastarse después,
según recuerdo:
Alfred en el geriátrico,
Gordon retirado,
el Batimóvil sin repuestos…

¡La vida sin repuestos, Batman…!

¡Santas verdades…!

Si hasta el Guasón se puso serio,
¿te acuerdas?

Como si la mancha esa
se hubiese venido a instalar
definitivamente en todos…

Y claro,
yo creo que eso nos pasó
simplemente porque dudamos
si había o no algo
detrás del antifaz,
y restregamos la mancha tan fuerte
que terminamos pegando el traje a nuestra piel
y la mancha llegó a nosotros…

¡Santas tragedias, Batman!

¡Santo daño…!

¿¡Cómo iba a uno a sospechar
que el daño se lo hacía siempre
uno mismo!?

El hombre murciélago…

El chico maravilla…

¡Qué ironía!

Nunca hubo malos
ni buenos,
solo inocentes…

¡Santos descubrimientos…!

¡Santas y extrañas verdades!

Los inocentes deben cargar
con su inocencia, Batman…

¡Santos acertijos…!

martes, 27 de diciembre de 2011

El pulpo Yomeculpo.

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“Ahora ya casi no me queda corazón”.
Haruki Murakami.
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Ya no sufre el pulpo Yomeculpo.

Él aprendió.

Hizo fiesta para celebrar
y repartió abrazos
para todos.

¡Tantos brazos y tan tonto!
dice el pulpo Yomeculpo.

Yo lo busqué en las profundidades,
pero no lo encontré
y le pregunté a los otros
si lo habían visto.

¿Al pulpo Yomeculpo?
Me decían.

Y yo decía que sí,
y les mostraba una foto plastificada.

Ellos se miraban
y parecían organizar
una respuesta adecuada.

Lo hemos visto,
decían,
pero como demoraban
en agregar información,
y como el aire se me acababa,
yo volvía a la superficie
y de regreso ellos fingían
estar desconcertados.

Al final,
luego de semanas de búsqueda,
di yo mismo con Yomeculpo
quien organizaba la fiesta
de la que les hablaba
y repartía abrazos por doquier.

¡Esto merece festejarse…!
gritaba Yomeculpo,
mientras seguía abrazando a todos,
salvo al señor Ostión
que le tiraba mordiscos
apenas el pulpo se acercaba.

Así,
entre alegrías desbordantes,
sucedió que el pulpo Yomeculpo
vino a encontrarse frente a frente
con mi figura.

¿Vian?
Preguntó él.

¿Yomeculpo?
Pregunté yo.

Y el pulpo saltó en dos patas,
y no dejaba de abrazarme.

Luego,
ya más descansados,
Yomeculpo me contó que todo había cambiado
desde que averiguó que tenía
nada menos que tres corazones.

¿¡Tres corazones?!
exclamé yo, fingiendo asombro.

¡Tres!
reforzaba el pulpo,
dándome pormenores
de su descubrimiento.

Te imaginas lo hubiese sabido antes,
continuó,
¡Cuántas cosas habrían cambiado…!

Yo le daba la razón.

Así,
la conversación siguió un rato más,
interrumpida solo por mis salidas
para tomar aire.

Por fin,
Yomeculpo se acordó para qué
había ido a visitarlo,
y me ofreció la tinta.

Esta es la última tinta que te entrego,
me dijo seriamente,
puedes usarla como quieras
pero recuerda que ahora
ya no sirve para escribir
historias tristes…

Te pido así una sencilla hoy,
y con dibujos,
para que te llenes de fe
y descubras que tienes también
corazones de sobra
como ruedas de repuesto.

¿Y cómo sabes tú
eso de las ruedas de repuesto?
le pregunté...

Pero el pulpo se fue rápido
y solo quedaron burbujas
y un frasquito de vidrio lleno de tinta
igual a aquel en que los emperadores chinos
recogían sus lágrimas.

Fue entonces que subí
y escribí estos apuntes
para contar después
a todos ustedes
correctamente su historia.

Con todo,
debo reconocer que no me sale bien
el retrato de Yomeculpo
y que mis técnicas en acuarela
son realmente precarias.

Y es que es difícil dibujar la alegría
de alguien que ha descubierto
de improviso
que tiene tres corazones.

¿Podrían intentarlo ustedes,
o al menos darme pistas?

Se ofrecen, por supuesto,
delicadas recompensas.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Algunas observaciones sobre Madame Butterfly, con visión parcial.

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I.

Por razones económicas y por tradición –la tradición de la mala situación económica-, vuelvo a comprar entradas para el teatro municipal, de esas con visión reducida y que permiten tener una apreciación de las presentaciones desde un ángulo casi imposible, desde el cual la obra vista suele presentar aspectos que pasan desapercibidos por muchos otros espectadores.

Hoy se trata de una adaptación en ballet de la ópera Madame Butterfly, situación a la que, además de la visión parcial, debo sumarle la molestia de dos chicas de unos trece años que se sientan a un costado y que deben hacer un informe de lo visto, aunque no sé bien con qué propósito.

-¿Madame Butterfly, cierto? –me pregunta una de las chicas, mientras enciende una linterna, para tomar apuntes.

-No. Vian –les digo, pero mi humor las supera.

Luego ambas siguen discutiendo sobre si es Madame Butterfly o Madame Butterscotch, pero justo entonces alguien las hace callar, y no sé que resuelven, sobre aquello.


II.

La primera parte debo reconocer que resulta algo lenta. La adaptación musical está bien llevada, pero me parece al menos un tanto sencilla, y con poca fuerza, por momentos.

Los primeros bailarines coquetean con el kabuki, pero los varones no logran coordinar bien y sus movimientos no terminan de resultar armónicos.

La belleza, sin embargo, de un par de bailarinas –la liviandad de la que hacía a Butterfly resultaba sublime-, salva y mantiene en alto el espectáculo hasta la partida del esposo, que se dilata un poco más de lo recomendable y que hace perder unidad a la obra, a la vez que el escenario parece algo abandonado.

Luego viene el intermedio, y las chicas se lanzan al ataque.


III.

-¿Puedo preguntarle algo? -me pregunta una de las chicas.

-Es que debemos hacer un informe- complementa la otra.

Yo acepto.

-¿Es normal que a algunas coreografías parezcan faltarle la mitad de bailarines? –me preguntan ambas, con toda seriedad.

Al principio no entiendo la pregunta, pero luego me doy cuenta del equívoco y trato de explicarles que desde donde estamos no alcanza a verse parte del escenario.

-¿Y pasan cosas en esa parte del escenario? –insisten.

-¿Cómo…?

-¿Que si pasan cosas ahí…? Es decir, ¿bailan o actúan ahí?

Las chicas parecen sorprendidas. Como si las hubiesen estafado.

-Claro que pasan –les digo-, pero es como esas partes del mundo de las que nada se dice, no aportan mucho, pero sirven para darle simetría a lo que ocurre… al menos en la danza.

-¿Qué partes del mundo? –dice una.

La otra la mira y le hace un gesto para no complicarse.

-A mí me habían contado que la chinita se mataba –me dice entonces una, mientras se iba del lugar.

-Es solo el intermedio –les digo yo, peo parecen no creerme, así que lo confirman con otras personas.


IV.

La segunda parte abre con la ronda de los duelos y mejora algo musicalmente. Salen algunos personajes innecesarios, pero con una técnica que enriquece un tanto el espectáculo.

Con todo, las chicas no paran de sacar medio cuerpo desde los balcones para ver los sectores que no divisamos a simple vista.

-¿Y quién es ese cabro chico? –pregunta una, apenas ve salir al hijo de la Butterfly.

-¡No puede ser su hijo…! Si el tipo apenas bailó con ella,- dice la otra.

Sin embargo, a medida que avanza el ballet ellas se convencen que sí, que es el hijo, y que deben haberlo concebido en el sector del escenario que no habían visto.

Algunas personas alegan a una encargada parta que saque a las chicas, pero ellas vuelven a comprometerse respecto al silencio, y la situación no pasó a mayores.

Por último, en la escena final, sale una soprano a acompañar a Butterfly para el último canto, aunque las chicas tampoco deben haber visto a esa mujer y quizá cómo pensaron que se realizó aquello.


V.

¿Saben?

Pensaba contarles del informe que al final terminé ayudando a que hicieran aquellas chicas. Pero quizá sonará algo peyorativo.

Y la verdad es que se me ha hecho tarde hoy, y creo que en el fondo la historia no tiene, ciertamente, mucha gracia.

Y es que quizá yo también estoy mal-adaptándome, después de todo, y eso es lo que más me importa, por ahora.

Así, de a poco pienso que he ido acostumbrándome a esto de la visión parcial, y hasta siento que es más fácil ver las cosas así, incompletas, para no articular todo el significado.

De hecho, mis propios textos cada día pierden un poco más de gracia –si la hubo en algún momento-, y hablan cada vez de menos cosas.

De esta forma, finalmente, creo que me voy a dar el lujo de dejar también este texto inacabado, aunque les recomiendo pensar que tiene sin duda un sentido completo y que ustedes tuvieron la mala suerte de ver solo algún fragmento, por una razón X.

Son las 3:20 de la mañana, no dormí ayer y me levanto en menos de tres horas para asistir a unas jornadas pedagógicas donde gente que no hace clases intentará motivarnos para seguir mejorándolas…

Créanme que cada día comprendo menos, de todo esto.

Este es mi propio informe.

Inacabado, sin duda, y con visión parcial.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Contar historias de terror.

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Nos juntábamos de noche
a contar historias de terror.

Esperábamos que oscureciese,
prendíamos alguna vela
y en medio del silencio
comenzaban las narraciones.

Casi siempre
las temáticas se repetían:
alguien que desaparecía
muertos que regresaban
o una serie de sonidos extraños.

Cómo sea,
lo cierto es que nunca aquello
logró atemorizarme.

Sin embargo,
quién sabe por qué razón
recuerdo que fingía tener
el mismo miedo que los otros;
e incluso mis historias
no eran muy distintas
de las que contaban los demás.

Y es que supongo
que el verdadero terror
consistía en distanciarse de los otros,
y tener que contarse entonces
uno mismo
las historias
verdaderamente tenebrosas.

Con todo,
el fingir duró apenas
unos meses
y terminé de todas formas
bajo mi propia noche,
descubriendo que a solas
por ejemplo
siempre me encontraba yo
bajo dos lunas.

Fue por entonces que encontré
colgado de un árbol de la plaza
a un vecino que vivía solo
en una casa de madera.

No sé bien por qué,
pero recuerdo que lo bajé,
desatando la cuerda de aquel árbol
y que el cuerpo cayó torcido
sobre la tierra.

Fue entonces
que corrí donde los otros
para contarles de esa verdadera
historia de terror,
pero no quisieron hacerme caso
y me trataron de mentiroso.

Con el tiempo,
preferí encontrarme una y otra vez
con el vecino que había descolgado
y él solía contarme historias
que si solían transmitir miedo,
aunque en el fondo
simplemente describían
una vida como la de cualquiera
de nosotros.

Recuerdo que un día,
estando con el vecino,
llegaron los otros chicos
a decirle
que yo había dicho
que él estaba muerto.

Él entonces
los miró con enojo
y sin decir nada les mostró
algunas marcas que aún
permanecían en su cuello.

“Claro que estoy muerto”, les dijo.

Semanas después,
alguien me acusó
de haber prendido fuego
a la casa de madera
en que vivía aquel hombre.

Pero claro,
yo lo negué,
rotundamente.

Y aún veo
las dos lunas.

sábado, 24 de diciembre de 2011

¿Y quién le regala a Santa Claus?

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“Lo que nos salva de la soledad
es la soledad de cada uno de los otros”
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Puedo amar libremente a los objetos porque ellos no me aman.

Eso pienso en navidad.

No pido nada y llega poco, pero estoy rodeado de demasiados objetos. Y ellos no comprenden.

Pero esa no es la historia.

Yo llegué a mi biblioteca buscando algo. Porque tuve un sueño y porque vi una estrella sobre ella. Y la encontré.

No llegaron reyes ni nada.

Las bibliotecas siempre están abandonadas, me dije.

Y comencé a leer.

Era el cuerpo de un Dios que no ofrecía nada, mucho menos salvación.

Y yo no quería salvación.

Y es que los que quieren salvación no saben amar nada fuera de ellos mismos, me dije.

Sin embargo, esta forma de amar comenzó a agriarse. Y me di cuenta que la calidad de mis sentimientos dejaba mucho que desear. Y busqué cambios.

¡Pero amar a los otros es tan difícil…!

Sobre todo porque aunque no lo quieras terminas esperando algo, o exigiéndolo.

¿Pero saben…? Yo tampoco quiero eso.

Yo quiero el regalo secreto que no llega.

Ese que no te atreves a pedir, porque es imposible, o porque piensas incluso que no lo mereces.

Pero como les decía: no llegaron reyes, ni nada.

Y la estrella se apagó, y quedaste a oscuras.

Por eso a ti, que también estás a oscuras, vengo a decirte que estés atento, y que juntes fuerzas.

Y que por cierto: no busques salvación.

Busca mejor la forma correcta de amar y de creer en los otros, aunque sea difícil.

Todo lo demás son significados que pueden almacenarse en las palabras. Y ese trabajo ya está hecho.

Tú eres responsable de tu propia estrella.

Nada más.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El reggaeton del Dr. Mabuse.

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Usted no abuse
Doctor Mabuse,
mejor suelte las caderas
y deje a la enredadera
cubrir lo que no produce
y no luce
Mabuse.

Ahí viene con su disfraz
a hacerte telepatía
que no es pa la lotería
ni pa encamar a tu tía
que está encendía
morirá un día
prendía
jugosa como sandía.

Tú sabes que va a explotar
no la venga usted a buscar
que el criminal
sabe esperar
y hasta entiende
que mi tía no es mi tía
y no se vende
usted comprende
que el mundo de apatía
ya no sorprende
y fácil prende.

Mejor no abuse
Doctor Mabuse
que en tu cara de loco
se ve que nos queda poco
y que hay que arrancar en buses
sin cargar cruces
que eso aturde
y males confunde
Mabuse.

Tírese así las cartas
que son hartas
y a nadie le falta
si el naipe es como la culpa
que está bajo la falda
caliente cuando se baila.

Recuerde menear caderas
como perra callejera
que pronto vienen las tijeras
cortando arterias
es cosa seria
el mundo se averia
no hay misteria

(...)

Pero usted no abuse
Doctor Mabuse
véngase con disfraz
pa atacarlas por atrás
no hay más
el mal ya se avecina
mata de baile a tu vecina,
pero sin bailar.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Uno no debiera escribir borracho.

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Uno no debiera
escribir borracho.

No por riesgo
a lo que pueda decirse,
sino temiendo
a esa verdad terrible
que uno suele vislumbrar
en estas ocasiones.

Y es que esa claridad
que llega siempre
tras los excesos,
nos lleva a ver el mundo
tan desnudo
que da náuseas.

Por eso,
antes de emborracharme,
suelo siempre
vendarme los ojos
para que toda verdad
(de haberla)
pase ante uno
sin hacer escalas,
y uno pueda descansar
en la mentira acolchada
y cotidiana
sin mayores sobresaltos.

Puede sonar incorrecto,
lo admito,
pero es lo que hacemos todos
a fin de cuentas
cuando las opciones se reducen
y uno debe arriesgarse
a elegir aquello
que nos ha parecido ser
menos dañino,
después de todo.

Y es que al final
todos debemos elegir
una forma adecuada
para esperar la verdad,
y toda opción
nos parece peor
al final de la historia.

Pienso por ejemplo
en Heráclito
que murió literalmente
enterrado en la mierda
del mundo que él se negaba a aceptar
tal como se brindaba.

¿Pero saben…?

Uno no debiese confesar
de quien se acuerda
o en quien piensa
cuando está borracho.

No por riesgo a la palabra,
claro,
sino temiendo
algunas repercusiones que,
aunque mínimas,
pueden complicarle a uno
su estadía
en la paz que otorga
la mentira diaria.

Y es que uno no debiera
escribir borracho,
ni buscar respuestas,
ni interpretar a la rápida
esas señales que respalden
nuestras idea…

Pero claro,
hoy no vengo a discutir…
sino a sanar
todo aquello que debiese ya estar claro
e estas alturas.

Y es que si bien
no debiese hablarse
en estas condiciones,
uno debiese estar vivo,
al menos,
y desde esa situación
uno debiese gritar al menos
aunque no comprendamos nada
de lo que está ocurriendo…

Y sí,
disculpen si hoy
no vengo a decirles nada claro,
pero es que realmente
¡hay tan pocas cosas claras!...

Y claro,
quizá llegue el día…
pero hay algo en esto
que no me deja
adelantarme…

Y es que hoy no es ese día.
no hay duda;

y el mundo entero da vueltas
y se deshace.

Eso es todo.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El eco tampoco existe por sí solo.

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“Todo mi pasado
eran sensaciones
que eran ecos”
J. E.
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A pesar de lo que se piense el fenómeno del eco siempre resulta tranquilizador. Esto, debido a que siempre existe una realidad previa que lo causa.

En este sentido, si bien su descubrimiento está asociado generalmente a la sensación de asombro, aquel que lo escucha logra establecer prontamente una relación, y puede darse cuenta del vínculo que existe entre el eco y el hecho concreto reconocible, igual que cuando se descubren, en un camino, las propias huellas.

Sin embargo, junto a esta tranquilidad, existe también cierta decepción; una sensación que pocos confiesan y que se origina a partir de la pérdida de esa incertidumbre que causa en nosotros la primera impresión del eco.

Y es que cuesta aceptar que el eco no existe por sí solo. Podríamos decir.

Con todo, esta realidad primaria y aparentemente más concreta puede también ponerse en duda, de la misma forma como dejamos de creer en el eco, como un fenómeno esencial, e independiente.

Así, intuyo, es como se origina el cuestionamiento de nuestras propias acciones, y también, como dejamos de creer en aquello que algún día sirvió de soporte para esas mismas acciones, que nombrábamos, supuestamente, como propias.

Al respecto, recuerdo una noticia que hablaba sobre unos satélites que seguían girando en torno a un planeta que no había existido nunca. Es decir, fijaban su órbita –desafiando incluso las leyes naturales-, en función de un espacio vacío.

Y es que en definitiva, la cuestión de fondo no es plantearnos si somos el eco o el hecho concreto que lo causa, sino de estar atentos al momento justo en que esas realidades –y esos cuestionamientos, por cierto-, pueden dejarnos al interior de un círculo teórico estéril, y por sobre todo, absurdo.

Hoy mismo, por ejemplo, me tocó presenciar una gran discusión en el hall de un edificio porque el perro de uno de los habitantes, se había comido la estrella de Belén, desde el pesebre de la entrada.

Y claro, cada una de las personas repetía un argumento que tenía su origen en algún lugar sin duda anterior al hecho concreto, pero ante todo –me pareció-, tenían su punto de partida, en una misma necesidad.

Así, mientras la discusión seguía, el perro comenzó a dar vueltas en torno a sí mismo, persiguiéndose la cola.

-¿Y qué tanto anota usted en esa hoja? –me preguntó entonces una señora que no dejaba de discutir en aquel hall.

Y yo, sin expresión alguna, le mostré este texto.

martes, 20 de diciembre de 2011

En el ascensor.

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El sistema de mandos que coordina el funcionamiento del mundo se encuentra al interior de un ascensor de metal que en este mismo instante funciona en algún lugar del orbe.

Lo digo con la seguridad que me da el haber descubierto hace un tiempo dicho ascensor y haber comprobado empíricamente su funcionamiento (aunque sin coordinarlo correctamente).

Me ocurrió de pura casualidad, en un edificio céntrico, hace pocos días.

Las puertas se abrieron, subí al ascensor y apreté el botón del piso al que me dirigía. Segundos después, sin que se hubiese producido movimiento ni ruido alguno, la puerta volvió a abrirse y yo estaba en el piso al que quería ascender

Sé que suena como algo cotidiano y lejos de toda anormalidad, pero la sensación de inmovilidad al interior del elevador había sido demasiado cierta, así que decidí comprobarlo.

Volví al ascensor, apreté otro botón, se cerró la puerta y etc. Nuevamente faltó el impulso y nuevamente las puertas se abrieron dejándome en un piso distinto, pero sin la menor señal de movimiento.

Fue así que salí a un pasillo y me detuve a pensar.

Anoté incluso en un papel:

1. La puerta se abre.

2. La puerta se cierra.

3. El ascensor no se mueve.

4. La puerta se abre y existe otro lugar, ahí fuera.

Los hechos eran contundentes, pensé.

Y es que el ascensor aquel te dejaba en un mundo distinto a cada instante. Es decir, bastaba que apretaras un botón para que te dejara en un lugar distinto fingiendo un movimiento que en realidad no ocurría…

Ahora bien, como yo estaba al interior del ascensor y era consciente de mi “permanencia”, comprendí que no se trataba simplemente de cambiar un lugar por otro, sino de recrear un lugar, un mundo. Un espacio que ocupaba siempre un mismo sitio.

¿Qué pasaría si en vez de números de pisos ese ascensor tuviese otras medidas? Imaginé entonces.

¿Qué ocurriría si en vez de pisos esos botones tuviesen inscritos años o simplemente signos al azar, cuyo significado se formase recién al abrirse las puertas, frente a tus ojos…?

Llamé entonces a un amigo para contarle mi descubrimiento, y pedirle que me ayudase a comprobarlo.

-No hay nada que comprobar –me dijo-. Se trata de experiencias individuales e irrepetibles. A algunos les sucede al bajarse de un árbol o simplemente al pestañear o desertarse en la mañana. A mí por ejemplo me sucedía siempre que me escondía al interior de un refrigerador que había en casa: me escondía, cerraba la puerta y cuando la abría el mundo era otro.

-¿Pero no puede uno escoger algo especial…? Es decir, como yo selecciono el piso, quizá podría…

-No –me interrumpió-. Lo que cambia no es el piso sino el mundo entero allá afuera… y no es a tu antojo… Además importa poco pues la memoria entera de afuera es alterada y nadie recuerda nada luego de lo ocurrido, salvo una sensación extraña…

-Pero tú recuerdas…

-No. Yo no soy yo –dijo la voz-. Cierra los ojos, ábrelos nuevamente y ve donde te encuentras. Eso es todo lo que hay que saber: el secreto del mundo es aceptar el mundo.

Tras escucharlo, no cuestioné nada y cerré los ojos. Luego los abrí. Estaba en el ascensor, a solas y con las puertas cerradas.

Todo estaba detenido.

Adentro de uno, incluso, podía sentirse como otro ascensor había frenado su trayecto, esperando la aceptación de aquello que existía fuera de nosotros.

-El secreto del mundo es aceptar el mundo -dije entonces, como si pronunciara un conjuro.

Así, de inmediato, la puerta se abrió y el mundo entró al ascensor y se mezcló conmigo.

Y claro, casi todo volvió, de esta forma, a estar en orden.

lunes, 19 de diciembre de 2011

El animal improbable.

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“Para mí no hay duda alguna.
Ni una duda de que este momento,
visto desde después
y sobre todo desde lejos,
ha de chorrearme entero
con la vida intensa que ahora vivo,
hoy, en este mismo instante vivo
y no sé”
Juan Emar.
.

Se equivocan todos aquellos que hablan de forma rotunda sobre cualquier tema.

Más equivocados que ellos, sin embargo, están los que hablan de forma rotunda sobre temas que están relacionados con los seres vivos.

No importa la época o la intención que se tenga, ni el área a la que apunte el discurso, lo único importante es que nada certero puede decirse de ellos, pues todo resulta ser improbable y difuso, como su propia existencia.

Pienso por ejemplo en Plinio y su Historia Natural, o en Wingarden, o hasta en Darwin, y siento pena por todos aquellos que han creído honestamente en aquellas palabras y sobre todo por quienes no supieron darse cuenta del engaño, cuando era tiempo.

Y es que poco puede decirse de aquello que cree estar vivo. Es decir, de aquello cuya existencia se distancia del permanecer invariable que posee la sustancia que está llamada a ser dicha.

Así, acostumbramos rodearnos de palabras deshabitadas, significados insustanciales o mapas de un mundo que vive en un cambio demasiado constante como paras ser descrito.

Es decir, equivocamos el camino del lenguaje, y arrojamos anclas que estaban atadas a la nada haciendo que todo se fuera a pique, y se desvaneciera al fin, como en un sueño.

Hundido todo, sin embargo, queda a flote un único ser, que está llamado a dar cuenta de aquello inmutable y permanente y que –como decíamos antes-, está llamado irrenunciablemente a ser dicho.

Ese ser, es el animal improbable.

Nunca podrá ser descrito pues estará a flote sin compañía alguna. Y su idioma será secreto y tardío pues no podrá ser oído por ningún ser viviente.

¡Pobre animal improbable!

¿Quién podrá decirle que su voz no es ya necesaria, o que la comprensión es algo inalcanzable?

¿Sabrá reconocer en algún momento su propia improbabilidad…?

¡Pobre animal improbable!

¡Pobres todos nosotros!

domingo, 18 de diciembre de 2011

La estatua-hombre.

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No vengo a hablarles de los hombres-estatuas. No tengo tiempo para eso.

Y no es que no me importen estos hombres ni mucho menos, sino que me interesa hablar aquí de un caso más cercano, y además, menos difundido.

Así, dejando de lado a estos hombres que simulan ser estatuas y suelen pedir cierta retribución económica en los espacios públicos, me centraré de lleno en un caso particular que me tocó presenciar el otro día: el caso de la estatua-hombre.

Y es que de la misma forma como existen estos hombres que simulan ser estatuas, me tocó presenciar cómo una estatua fingía ser un hombre, a vista y paciencia de un sinnúmero de transeúntes que parecían ignorar el hecho que ante ellos se desarrollaba.

-¿Y dice usted que esa mujer es una estatua? –me decían los hombres a quienes detenía para mostrarles mi descubrimiento.

-¿Está usted seguro? –insistían.

Y claro, yo que había seguido sus movimientos podía asegurar que sí, pero lo cierto es que ninguno de aquellos a quienes revelé mi descubrimiento se quiso tomar el tiempo para comprobar mi aseveración.

De esta forma, decidí que debía ser yo mismo, quien encarara a la estatua, para comprender el trasfondo de su actitud, que era lo que me interesaba averiguar, a fin de cuentas.

-He descubierto que usted no es una mujer, sino una estatua –le dije de inmediato, para ahorrar desvíos innecesarios.

Pero la estatua se hizo la desentendida. Y no respondió.

-¡Le hablo a usted! –insistí-. No saca nada con negarlo, vengo siguiendo sus movimientos desde hace mucho…

-No sea estúpido –me interrumpió entonces-, ¿cómo voy a ser una estatua, si estoy hablando…?

Y claro, fue entonces que comprendí que mi acusación debía ser más específica, y fue así como llegó a surgir el concepto de estatua-hombre, con que titulaba este escrito.

-¡¿Estatua-hombre?!

-Sí –reafirmé-. Estatua-hombre, o estatua-mujer, da lo mismo... Desconozco sus razones, pero sé lo que es… no puede engañarme.

Entonces, la estatua-hombre se detuvo. Me miró detenidamente y quizá entendió que ya no tenía sentido, porque dijo:

-Está bien, supongamos que sea una estatua-hombre, pero ¿qué diferencia aquello…?

-¿Lo está usted admitiendo? –ataqué.

-¡No tengo nada que admitir! –dijo ella-. Pero si quiere usted andar haciendo diferencias entre los hombre-hombre o los hombres-estatua es cosa suya…

-No he hablado de los hombres.-estatua, sino de las estatuas-hombres –le aclaré-, son cosas muy distintas.

-¡Pues yo le voy a decir algo…! –exclamó ella, algo molesta-. Poco me importa lo que crea usted que yo sea o las diferencias que aparentemente existan entre los subgrupos que nombra… solo me detuve porque me pareció usted extraño y me recordó a un personaje de un cuento que leía de pequeña…

-Las estatuas no fueron nunca pequeñas –la interrumpí.

-Pero yo sí –continuó-, y además me muevo… no sé cómo puede insistir usted con esas estupideces…

-El movimiento externo no cuenta –argumenté-. Muchas cosas no son hombres y se mueven, lo que cuenta es el movimiento interno…

-¿¡El movimiento interno!?

-Sí –recalqué-. Los resortes ocultos al interior de cada uno. He descubierto que usted es una estatua-hombre porque imita esos movimientos, pues sus reacciones vienen claramente de otro sitio…

-¿De qué habla?

-De sus reacciones internas –le aclaré-. Usted podrá imitar el movimiento externo, pero internamente no es más que un péndulo teórico, carente de esa voluntad que tenemos los demás para originar nuestras propias acciones…

-Sus argumentos son estúpidos –dijo entonces ella-. Usted no habla de acciones sino de reacciones…

-¿Y?

-Que mezcla usted todo: hombres-estatua, hombres-hombres, estatuas-hombre… como si pretendiera ver la esencia de las cosas superficialmente… simplemente fijándolas en la conciencia…

Eso decía la estatua cuando de pronto un camión de mudanzas se subió bruscamente a la acera donde ella estaba detenida y la arrolló hasta dejarla totalmente inmóvil.

-¡No se alarmen! –exclamaba yo-. ¡No se trata de un hombre! ¡Es una estatua-hombre! ¡Solo ha vuelto a quedarse quieta…!

Pero claro, nadie me hizo caso.

Fue entonces cuando decidí que era mejor dejar de vivir ese momento y detenerlo en la conciencia. Y concluí que había algo así como un grado superior de comprensión que solo se podía alcanzar desmontando todo aquello…

-Ese tipo estaba hablando con la mujer –escuché que decían algunos, mientras sonaban las sirenas.

Pero yo, inmóvil, había pasado a tomar el lugar de aquella estatua.

Una paloma incluso, se posó en mi cabeza.

sábado, 17 de diciembre de 2011

¡Cuánta hambre, Barrabás!

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“Querer saber,
para que al fin me devorasen”
G. A.
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Tú eres mi hijo, Barrabás. Mi verdadero hijo. El que enseñó al padre que estaba equivocado. El bastardo. El asesino. El despreciado.

Barrabás, el zelote. Profeta sin lengua. Sol negro. Carroña. Hombre enmurallado.

Barrabás.

¡Cuánta hambre, Barrabás!

¡Y el secreto de todo es entender tu hambre…!

No es libertad.

No es muerte.

No es sangre.

Y es que tú eres mi hijo, Barrabás. Pero además eres mi padre.

Y duele ver a un padre derrotado.

Equivocaron de Dios los que escribieron los libros. No vieron tu nombre. No supieron.

Y es que era sencillo venerar al débil. Bajarlo de la cruz. Resucitarlo.

Y claro, así se borran las historias, y hasta se va apagando el fuego que había venido a quemar al mundo.

¡Cuánta hambre, Barrabás!

¡Cuánto fuego desperdiciado…!

Y es que las ciudades crecieron, Barrabás. Las ciudades se curvaron. Pero nada, salvo el hombre, se vino abajo.

¡Si los vieras, Barrabás…! ¡Si los vieras allá abajo, creyéndose salvos!

Revolcándose. Comiendo tierra. Sintiéndose sensatos.

¡Cuánta farsa, Barrabás…!

Hijo oscuro. Padre triste. Hermano derrotado.

Hijo del padre: Bar Abbás. ¡Cuánta hambre…!

Mejor tomar al mundo como a un cuchillo por el filo, y empuñarlo.

Estoy listo, Barrabás… Que el hombre se levante ahora que aún es tiempo.

¡Cuánta hambre, Barrabás!

¡Cuánta hambre…!

viernes, 16 de diciembre de 2011

¿Es una lámpara una lámpara apagada?

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Si uno pusiese en estantes
las cosas que uno piensa,
habrían ciertas ideas
que irían quedando relegadas.

Inventos inútiles,
estrategias para equipos deportivos,
y una serie de otras débiles propuestas
irían olvidándose así
tras los trofeos y galvanos
que nos inventamos cuando algunas
de nuestras ideas
“triunfa” al menos un instante.

Así,
olvidamos a veces
algunas cuantas cosas
que comenzamos a considerar mínimas
luego de haberlas olvidado,
y apagamos las lámparas,
entonces,
que iluminaban el sector
donde ellas se encontraban.

De esta forma
la vida de todos acostumbra transformarse
en un lugar lleno
de lámparas oscuras,
y a pesar que tropezamos
continuamente contra ellas,
no surge en nosotros
ni la más leve pregunta
sobre su forma de existencia.

Y es que quizá,
pienso ahora,
no consideremos como lámparas
las lámparas apagadas,
y puede que olvidemos también
(por los mismos motivos)
todas aquellas ideas
y sensaciones
que dejaron de iluminar
con la misma intensidad,
tras pasar el tiempo.

Y sí…
puede que el tono sea nuevamente de sermón,
pero mi única intención
es que pongamos atención
a algunas cosas
y que lleguemos a un acuerdo
respecto a la existencia de las lámparas
que hemos dejado de encender.

Así, finalmente,
(mientras una vez más
te dste en el fondo
con el cráneo)
apago esta última lámpara
y oscurezco el texto.

jueves, 15 de diciembre de 2011

La imposibilidad de un conejo, o lo que Bugs debía hacer.

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“Sí, lo confieso:
casi todo no es verdad”
A. V.
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El abuelo de Bugs estaba obsesionado con los conejos.

Quizá fue por eso -y porque además acostumbraba tener sueños extraños-, que un día le dijo la siguiente frase a su nieto:

-Cuando aparezca un conejo rojo y clave los dientes en la frente de los hombres, será el fin del mundo.

Y claro, nadie le prestó atención salvo Bugs, pues todos los otros estaban acostumbrados a escuchar frases de ese tipo y preferían no hacerse problemas con el viejo, que vivía alejado de todos, en el campo, sin incomodar a nadie.

Bugs, en cambio, parecía estar tan obsesionado con la figura de su abuelo, como este último lo estaba con los conejos. De hecho, ambos tenían una conducta extraña y silenciosa, por lo que nadie se oponía a que nieto y abuelo pasaran juntos la mayor parte de las vacaciones de verano.

Ahora bien, si esto fuese en realidad un cuento, yo podría construir una trama: jugar al misterio, tal vez, o describir un grupo de conejos que poco a poco comenzó a rodear la casa… ¿pero saben? Esto no es un cuento, y las cosas pasaron de otra forma.

Una de las cosas que pasó –de hecho la más importante de ellas-, fue el miedo.

Sin embargo, como el miedo es una cosa que suele pasar dentro de las personas -y no necesariamente está ligada a hechos concretos de esos que facilitan la comprensión superficial de los sucesos-, deberán conformarse con aquel miedo como un único hecho… el miedo a secas, digamos, sin aderezo alguno.

En este sentido, además, vale la pena agregar que el miedo no tenía tampoco un predicado completo. Es decir, no era un miedo concreto hacia “algo”, pues Bugs no habría sabido explicar si lo que causaba su temor era la figura de su abuelo, el conejo rojo de su predicción, o el mismo fin del mundo, por ejemplo.

Y es que las sensaciones para Bugs, estaban desligadas de la comprensión necesaria para poder entenderlas. Y así, el miedo mismo, ocupaba prácticamente toda la zona que Bugs tenía destinada a interiorizarse con ellas.

-No estoy segura que le haga bien estar con su abuelo –decía una tía de Bugs-, el muchacho se ve triste y parece casi siempre estar escondido, o mirando algo…

-Yo creo que debe estar distraído buscando conejos –dijo otro familiar de ambos-, el abuelo no hace más que hablarle de ellos y eso enferma a cualquiera…

De esta forma, entre numerosos comentarios, fueron pasando distintas vacaciones, y tanto el nieto como el abuelo envejecieron y llego el momento inevitable en que murió el abuelo.

Fue en un periodo en que Bugs estaba en clase y solo viajó para el entierro, sin que exteriormente se viera demasiado afectado.

Y claro, Bugs dejó de ir a la casa del abuelo y pasaron los años. Y Bugs creció y se olvidó de su abuelo y hasta de la predicción que este le había revelado pareció quedarse atrás, desligando así el miedo –que aún sentía-, de los pocos hechos concretos con los que podía relacionar aquella sensación.

Así, Bugs se casó, tuvo un hijo, consiguió trabajo, e hizo todas aquellas cosas que parecen realizar la mayoría de gente que describimos como “estables”, y se olvidó –como todos-, de sus sensaciones esenciales, concluyendo que todo estaba bien, que no había problema… y que todo, en definitiva, había estado desde siempre en su sitio.

Y es que al final -pensó un día en que el azar lo llevó a visitar lo que quedaba de la casa del abuelo-, no había ningún conejo rojo, y el término del mundo era tan poco probable, como imposible.

De esta forma, estaba a punto de volver al seno de su familia, cuando creyó comprender que la imposibilidad del final era todavía peor que el final mismo.

-Esa es la verdadera condena –se dijo entonces, comprendiendo.

Entonces, finalmente, hizo lo que debía.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Caminar hacia atrás.

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Es cierto:
me veo medio hueón,
pero no importa.

Y es que quise probar
qué se sentía
ir por la vida
caminando hacia atrás.

No es que me sobre el tiempo
ni falten ideas,
pero esto era algo
que fue transformándose poco a poco
en algo cercano
a lo que solemos entender
como necesidad.

Así,
desde que comenzó el día
fui avanzando en dirección contraria…

Choqué con algunas cosas,
es cierto,
pero ante todo pude comprobar
que es posible avanzar
de esa forma.

Porque claro,
uno no deja de avanzar
por ir en otra dirección…

De hecho,
hay algo extra de certeza
al comprobar,
continuamente,
aquello que va quedando atrás,
y hasta podemos sentirnos más tranquilos
de no haber olvidado nada
que nos resultara importante
en el camino.

Con todo,
no faltarán quienes discutan
sobre cuál es realmente el lado del camino
en que debemos fijar nuestra atención.

Así,
algunos preferirán cerciorarse
de aquello que vendrá,
desestimando la importancia
de lo que fue quedando
tras nosotros…

También habrá,
supongo,
quienes intenten argumentar
sobre la importancia de andar
fijándose exclusivamente en el presente;
sin embargo,
creo que de esa forma es difícil saber
si realmente estamos avanzando
o hemos comenzado a enraizarnos
en un mismo sitio.

Yo, en cambio,
-y sin intención de convencer a nadie-,
defiendo mi estilo
mediante su propio ejercicio,
ahorrándome de esa forma
un argumento que puede resultar
notablemente engorroso.

Lo único que les pido,
de esta forma,
es que guarden su cuestionamiento
y sus reproches,
pues creo que ya soy grande
como para saber
en qué cosas quiero detenerme
y a cuales otras
prefiero darles la espalda.

Y claro,
puede que me vea hueón
con mi nuevo estilo,
pero no es algo que me importe
realmente…

Además,
no he escuchado nunca a nadie
burlarse de un cangrejo
por caminar de lado,
¡y eso sí
que me parece ridículo…!

Así que, en definitiva,
y teniendo en cuenta
lo anterior,
les pido finalmente,
que acepten mi nueva tendencia
-al menos como un experimento-,,
y que confíen en que si descubro
más ventajas
ustedes serán los primeros
en conocerlas.

No sé si la vida
vaya a cambiarles rotundamente…
pero insisto de todas formas
por si acaso…

Además,
quizá algún día
ustedes también intenten algo
y quieran contarme…

Estaré esperando,
mientras,
sus experiencias.

martes, 13 de diciembre de 2011

Mirar / Pisar / Abandonar

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“Hemos hecho un pacto entre hombres y autos.
Si el hombre los abandona, morirán sin protestar.
Su conciencia volverá a hundirse en la masa de todos ellos”.
Juan Emar
.

Miro la habitación desde fuera. La rodeo. Desconfío incluso de ella, como si otro yo estuviese dentro. Pero no. El asunto no es dar vueltas, sino avanzar. Y uno no avanza rodeando sino alejándose o acercándose de una forma distinta hacia los otros y las otras cosas.

No se trata, sin embargo, de cambiar de punto de vista. Es decir, no es ajustar la distancia lo que ha de dar frutos, ni lo que ha de resultar necesario, a fin de cuentas. Se trata más bien de darnos cuenta de aquello que no es nuestro, de aquello que podemos abandonar, para sentir que somos nosotros mismos.

Hoy mismo, por ejemplo, iba caminando cerca de una avenida, cuando de pronto me distraigo mirando una discusión en un atasco de tránsito. Gritos hacia un lado y hacia otro, bocinas, amenazas, y desesperación a fin de cuentas porque no se podía avanzar, y se hacía tarde.

Si el auto del hombre que grita fuese más pequeño -me dije entonces-, como del tamaño de una persona normal, aproximadamente, podría pasar entre los otros y no habría atasco…

Y bueno, tras mi solución algo absurda, seguí caminando hasta que de pronto me di cuenta de algo que sentí casi como una desgracia: pisé mierda.

Y es que ahí, en medio de la vereda, había caca. Y como uno iba aún buscando soluciones a los conflictos viales resulta que como premio, uno se ensucia y pisa mierda.

Ahora bien, mientras me sentía molesto por el acontecimiento –casi apesadumbrado, incluso-, comprendí de pronto que eso no era realmente una desgracia, y que todo era más simple de lo que a primera vista parecía. Es decir, entendí de pronto que mi pie estaba limpio, y que lo que se había ensuciado no era realmente yo… o sea, no era parte de mí, al menos, sino que era un accesorio: un zapato.

Así, tras esta revelación, me quité el zapato… y a continuación fue el éxtasis…

Quizá no lo comprendan de la misma forma, pero sentí tal libertad al darme cuenta que lo que estaba sucio no era yo, que no solo me saqué el zapato, sino que luego seguí con el calcetín y luego hice lo mismo con el otro pie… ¡Libertad absoluta!

Corrí entonces, consciente de la importancia de mi descubrimiento, feliz del abandono de aquello a lo que a veces tanto nos apegamos sin distinguir bordes… ¡y todo parecía tan simple! Los hombres podían abandonar sus autos, los trabajadores abandonar sus deudas, los escolares abandonar sus mochilas… nada era esencial… ¡es imposible abandonarnos a nosotros mismos!, comencé a gritar entonces, por las calles, compartiendo mi visión…

Con todo, debo reconocer que prácticamente nadie pareció reparar en mi mensaje, pero al menos, siento que cumplí con mi deber. Y eso me deja tranquilo.

Y es que hay una belleza tan refrescante en abandonar las cosas, o en comprender al menos que podemos abandonarlas, que me sentí de pronto como un recién nacido…

Así, finalmente, mirando mi habitación desde fuera, comprendí que mis libros también podían abandonarse, y que eso no alteraba de forma alguna quién soy yo, ni qué necesito…

No quiero decir que vaya a abandonarlos de inmediato, o que haya dejado de tenerles afecto, pero supongo que hay que estar atento a cuando las cosas comienzan a dejarnos en un atasco, o cuando comienzan a ensuciarse y a contaminarnos a nosotros mismos.

De esta forma -esta noche-, creo que dormiré un poco más consciente de la elección que supone quedarnos con las cosas o junto a los seres que amamos.

Y claro: mañana será otro día.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Vian, las espinas dentro y el zapato izquierdo.

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Estamos jugando al fútbol. No es un partido muy importante, pero a ratos me entusiasmo, y hasta corro. Lo malo de correr, sin embargo, es que para compensar, el cuerpo a veces se queda quieto, y es entonces cuando uno se ve algo inútil, en medio de la cancha.

Pues bien, eso era lo que estaba ocurriendo cuando se acerca una mujer hasta un costado del lugar.

-¡Teacher Vian…! –me grita. Y yo la observo.

Por un momento creo que se trata de una admiradora y que está iniciando un grito de aliento, pero luego atino a recordar que dijo “teacher” y es entonces cuando su rostro comienza a hacerse familiar y descubro en ella a una de las apoderadas de mi curso, una que no debiese estar aquí, por cierto, a varios kilómetros del colegio y cerca de las 12 de la noche, que es la hora en que acostumbramos jugar fútbol con mis amigos.

-¡Qué bueno que lo encuentro, teacher…! ¡Justo quería contarle algo…! –agrega, interrumpiendo la refriega.

-Eh, hola… -atino a decir-, ¿pero podemos hablar luego del partido, o es muy urgente…?

-Disculpe… No me di cuenta que estaba jugando… –se excusa.

Yo la miro y recuerdo que es mujer y que no tiene por qué saber que mi posición es estratégica y que mi aporte al equipo sigue siendo sustancial, aunque no lo parezca. Así que la perdono.

Con todo, intento participar más del juego para que no le queden dudas, pero debido a la desconcentración, principalmente, termino errando las oportunidades de gol que tuve, salvo una que se metió en mi propio arco, de forma lamentable.

-¡Es usted pésimo…! –me dice con un tono alegre, apenas terminado el partido.

Yo la observo y me abstengo de discutir, poniendo en cambio la otra mejilla, en silencio.

-Pero al menos da risa verlo –agrega ella, pensando que se trataba de una observación propicia.

Así, tras cambiar algunas frases de rigor, ella comienza a recordar qué era aquello que quería contarme:

-Usted sabrá que tengo dos hijas –me dice-, Tania y Tatiana. Ambas van al colegio, pero usted solo le hace clases a Tania…

-¿No es a Tatiana?

-Eh… eso, Tatiana, la más feíta… -se corrige-. Pues bien, resulta que entre mis dos hijas las peleas abundan, y continuamente debo estarlas separando y castigando, aunque las cosas no mejoran, para ser sincera…

-Mmm… -digo yo.

-Ahora bien –continúa ella-, el punto es que hace un par de días ha llegado un ramito de rosas a la casa, y Tatiana, a pesar de que el ramo era para su hermana, ha guardado las flores y ante el reclamo de Tania, ha preferido comérselas, que entregalas…

-¿Tatiana se comió las flores…?

-Sí, pero no me haga repetir las cosas, por favor…

-Disculpe.

-¿En qué iba…?

-En que no le hiciera repetir las cosas…

-No, me refiero a si ya le dije lo de las espinas…

-No.

-Ah, sigo entonces… -ella toma aire y vuelve a la historia-. Pasó así que Tatiana, luego de haber cometido este acto desleal con su hermana, comenzó a dar importantes muestras de dolor, que yo juzgué en primera instancia como arrepentimiento… pero luego, sin embargo, ella me indicó que el dolor se producía debido a que tenía espinas dentro…

-Porque se comió las rosas…

-Claro, eso pensé, pero tras hacerle varios exámenes el doctor me envió a hablar con usted.

-¿Conmigo?

-Sí, ya le dije que no me haga repetir lo que digo…

-Disculpe.

-Ok, no se preocupe… ¿pero qué le decía?

-Que no le hiciera repetir lo que dice…

-¡No…! –dice ofuscada-, era de la historia de las espinas… ¿ya le dije lo de la metáfora?

-No.

-Bueno, es que es eso… O sea, el doctor me dijo que no se trataba de espinas reales, sino que todo ese asunto era en realidad una metáfora…

-¿Pero acaso no se comió unas rosas de verdad?

-No sé, realmente… es decir, eso creí yo, pero el doctor era un poco extraño y me dijo algo así como que Tania era solo un diminutivo de Tatiana y que yo solo tenía una hija y que todo era en realidad metáfora de otra cosa…

-¿De qué cosa?

-No sé. Eso le pregunté y ahí fue cuando me mandó a hablar con usted, que es profe de lenguaje.

-¿Y quiere que yo le aclare el asunto de las metáforas?

-Sí, pero primero quiero que me ayude a sacar las espinas de Tatiana, para que el dolor se vaya fuera.

-¿Pero y si las espinas son metáforas?

-¿Qué pasa si son metáforas?

-Que tal vez no se puedan sacar, y puede que haya entonces que buscar otro tratamiento…

-Pero y el dolor –insiste la mujer-, ¿será también metáfora de otra cosa o ese en realidad existe…? ¿Qué cree usted?

-Creo que el dolor existe aunque sea metáfora de otra cosa, pero el asunto no es sacarlo, sino podarlo…

-¿Me está hueveando?

-Eh… no… yo quería hablarle en serio…

-Dice que me habla en serio y habla de podar el dolor de mi hija…

-No el dolor mismo –aclaro-, sino aquello que le produce dolor…

-¿Y cree que sirva hacer eso?

-Mmm… puede servir, creo yo.

-¿Y puede hacerse ya mismo?

-No, para podar, primero tienen que crecer las cosas…

-No son cosas, sino rosas –me interrumpe.

-Las rosas eran metáforas, recuerde… metáforas de cosas que deben crecer antes de ser podadas…

-¿Y mientras tanto? ¿Qué quiere usted que haga, mientras tanto?

-Para empezar puede dejar que me vaya a mi casa, porque ya son la una y debo bañarme y cocinar y escribir un poco…

-Pero dejar que se vaya es no hacer nada…

-Mmm, es cierto… entonces siéntese al lado de su hija y lea “El corazón es un cazador solitario”, de Carson Mc Cullers…

-¿Qué le lea el libro a Tatiana?

-No, léalo usted, al lado de ella, y ya va a ver que ayuda.

-¿Y luego?

-Nada, no se preocupe, el libro puede servir como un manual, si lo escucha bien.

Ella entonces toma nota, y parece calmarse un poco, mientras escribe.

-¿Puedo devolverle el favor? –me dice de improciso, finalmente.

-Puede, pero no me gusta mezclar el sexo con consultas laborales –le aclaro.

-No se preocupe –señala-, me refería a darle un consejo, para cuando intente jugar al fútbol, nuevamente…

-Ah.

-Póngase el zapato izquierdo en el pie izquierdo –me dice.

-¿Es una metáfora? -pregunto esperanzado.

-No –contesta ella.

Y se va.

domingo, 11 de diciembre de 2011

El origen de una herida (las palabras no dicen lo que dicen).

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Miro la luna mientras camino descalzo por la azotea. Luego algo se entierra en uno de mis pies.

Creo que es así es como se me ocurre la idea.

Lo extraño, sin embargo, es que la idea aparentemente no se relaciona con alguna de esas situaciones, sino que parece venir de otro sitio a instalarse junto a uno, como cuando te encuentras un bicho subiendo por uno de tus brazos o cuando comienza a seguirte un perro que te mira de forma amistosa, sin razón alguna.

La idea, por cierto, tiene que ver con la forma de las cosas, o más bien con la distancia que existe entre las formas que percibimos y el significado real de las cosas, lo que no necesariamente se iguala a lo que entendemos por esencia, pues esta última es inherente a la cosa, mientras que el significado –aunque ajeno-, siempre está dado finalmente en uno, que es quien lo actualiza (y lo hace significar) entre otro grupo de significados que operan de la misma forma.

Pero claro, lo central aquí no es hablar de la idea, sino de la manera a través de la cuál dicha idea llega a existir, dentro de uno.

Así, les contaba en un inicio que algo se había clavado en uno de mis pies, prácticamente al mismo tiempo que yo miraba la luna.

Lo extraño, sin embargo -dentro de los hechos-, fue que al intentar buscar aquello que se había clavado en uno de mis pies no logré encontrar nada, salvo la herida.

Es decir, en un piso limpio, alfombrado, sin rastro alguno de residuos que pudieran ocasionar alguna herida, descubro de pronto un pinchazo en un pié y un par de gotas de sangre que atestiguan la veracidad de mi primera sensación.

Y claro, es entonces cuando viene la idea a posarse en uno, y hasta a existir dentro, posteriormente.

Así, comienza uno a establecer relaciones y a contaminar al mismo tiempo esa idea de la que hablaba, pues puede que buscando el origen de la herida –porque lo queramos o no solemos darle más importancia de la debida al daño sufrido-, termine uno vinculando el hecho de mirar la luna con el pinchazo sufrido en el pie, como si la luna nos hubiese herido el pie de una forma indirecta, al clavarse su luz en nuestros ojos.

No obstante, hilando aún más fino, nos damos cuenta que la luz no proviene directamente de la luna, mientras que, al mismo tiempo, debemos aceptar que la luz tampoco se “clava” directamente en los ojos sino que su percepción viene a elaborarse en un sitio distinto al de nuestros globos oculares, que actúan aquí, como simples receptores.

¿Es entonces posible -teniendo en cuenta estas imprecisiones en el origen de lo que creemos nuestras percepciones-, que de la misma forma como creemos que la luz proviene realmente de la luna, la sangre que ha brotado del pie provenga en realidad de una herida hecha en otro sitio?

Pues bien, dejando de lado los convencionalismos y la lógica, diré que sí. De hecho, agregaré que sinceramente, creo que sí.

De esta forma -tras aceptar la sensación en que se ha transformado la idea que llegó en un inicio-, miro nuevamente la luna, y tras cerrar los ojos, intento percibir en silencio el lugar donde verdaderamente se origina la herida.

Y claro, es difícil de explicar, pero imagínense por un momento que en medio de la oscuridad están intentando descubrir desde donde se escapa el aire de su bote inflable… El mar los mueve, el viento hace ruidos que confunden, pero ustedes tienen una única posibilidad de encontrar ese pequeño orificio, y apoyar suavemente la punta de uno de sus dedos, para identificarlo.

Así, finalmente, abro los ojos y descubro la punta de uno de mis dedos, apoyada junto a mi pecho.

Más abajo, algunas gotas de sangre salen desde uno de mis pies.

Arriba, a lo lejos, la luna toma una luz que no le es propia, mientras se deja contemplar.

Por último –y quizá infructuosamente-, intento dejar huella sobre como una idea puede venir a posarse en uno, transformarse en una sensación, y enseñarnos algo.

Y es que las palabras –y las cosas-, no dicen lo que dicen.

Vuelvo a cerrar los ojos.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Operarse uno mismo.

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Las intervenciones quirúrgicas debiesen formar parte de esas cosas íntimas que no puedes dejar hacer a otros. Después de todo, se trata del interior de uno, ese algo de nosotros que no fue hecho para ser visto ni tener un contacto directo con quienes nos rodean.

Yo lo vengo pensando desde pequeño, pero no hay nadie que comprenda. Si hasta me llevaron al psicólogo a los ocho años porque me negaba a abrir la boca cuando visitaba al dentista.

Por si fuera poco, al crecer te vas enterando que quizá haya algo más dentro tuyo. Un alma, dicen algunos, o un espíritu, o lo que sea. Yo no me complico con el nombre, de todas formas, pero tampoco sé diferenciar aquello que ellos nombran, de nuestros intestinos u otros órganos específicos.

-¿Y si te encuentran un tumor? –me preguntan mis amigos.

-¿Y si te da apendicitis? –dice otro que ya pasó por esa instancia.

Y claro, yo entonces intento explicarles que el asunto no es dejarse morir –aunque esto también me parece válido-, sino simplemente prepararse y asistirse uno mismo. No dejar que intruseen en uno, en definitiva, y mantener las cosas en su sitio.

-Pero tú escribís po, hueón… –me interrumpe otro.

-¿Y…? –digo yo.

-Que esa hueá es también propiciar que ingresen dentro tuyo, abrir la puerta para que vean lo que piensas, lo que sientes…

Y es entonces –mientras mi amigo elabora su argumento-, cuando me doy cuenta que escribir funciona justamente para operarme yo mismo, o examinarme al menos. Es decir, tengo alguna afección y el escribir se transforma así en un método autoexploratorio, solo que agregándole la posibilidad de intervención, o de extracción incluso de eso que he encontrado malsano…

Así, mientras lo explico, se une a la conversación una chica que estaba en la mesa de al lado y que luego de comparar mi explicación con la manera de diagnosticar el cáncer de mamas, pregunta algo que suena, al menos, bastante más interesante.

-¿Y se podrá ver bien en uno mismo? –dice ella.

-¿Cómo?

-¿Si podrá uno diagnosticarse bien y extraer de raíz aquello que nos aqueja? –especifica ella.

Yo la miro entonces y me siento un poco incómodo, como si alguien me acusara de una especie de onanismo quirúrgico, sin entender realmente aquello a lo que quería llegar.

-¿Y con los sentimientos…? –agrega ella, perspicaz-, ¿actúas también de esa forma, sin diferenciarlos de tus intestinos?

Y claro, yo entonces pienso en cómo hacer una defensa de mis intestinos sin caer en la desvalorización de mis sentimientos. Sin embargo, casi de inmediato me doy cuenta que eso sería simplemente rehuir el asunto central, y prefiero guardar silencio.

-Yo creo que lo que pasa es que le tienes demasiado respeto a estar vivo –vuelve a decir ella.

Yo sigo en silencio.

-Y de respeto en respeto prefieres aparentar que juegas, a hablar directamente de las cosas, o revelar tus cartas… -continúa ella, con un tono algo agresivo-. Y es que estoy segura que si te pregunto por las autopsias estás de acuerdo, porque para ti el interior de una persona no se diferencia de su exterior cuando esta persona ya está muerta…

Por unos minutos la mujer sigue hablando y mis amigos y yo la escuchamos en silencio, algo sorprendidos.

Luego ella calla y se aleja sin dar tiempo a ninguna reacción.

-¿La conocías? –me preguntan mis amigos, luego que ella se va.

Yo les digo que no, pero algo me lleva a dudar, de mi respuesta.

Nada más pasó, esa noche.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Residuos.

“La verdad es el residuo final de todas las cosas”
Clarice Lispector.
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La mujer que se saca el maquillaje
no sabe cuando detenerse
y a veces borra, incluso,
partes de sí misma.

Yo la observo,
entonces,
desde el otro lado del espejo
y nada digo
pues quiero ver aquello
que ella misma desconoce.

No me asombro,
sin embargo,
pues el tiempo
me ha enseñado que el silencio
y la distancia
son las herramientas más útiles
para que el daño no te hiera:

“Tienes que hacerte el muerto”,
me dijeron,
y yo aprendí.

Así, quieto,
cubierto de moscas
y mordisqueado por los perros,
comencé a mirar a los otros,
y para ahorrar palabras
diré simplemente
que perdí la poca fe
que me quedaba.

Con todo,
tras esos borrones
en los rostros,
y esas costuras que mostraban
bajo las extremidades,
uno esperó hasta el último momento
un poco de verdad;
algo que quedase
tras todo aquello…
un charco, incluso,
cualquier cosa…

Y es que me hice el muerto
tanto tiempo
que a veces, por esperar,
olvidé también
que estaba vivo.

Así, finalmente,
solo me queda hoy
recoger algún residuo
y rearmarme.

La verdad,
por otra parte
-he aprendido-,
no está hecha
para ser vista.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Un pequeño movimiento.

“Soy un matemático amoroso,
aunque carente de amor
y de matemáticas”
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-A veces creces confiando en que la vida se va a ablandar, igual como esos zapatos que esperas se adapten tras los primeros pasos. Sin embargo, lo que quieres cambiar es siempre más fuerte que aquel uso, y entonces, eso que llamamos vida revela seguir imponiendo su propia forma, sin transformarse en lo más mínimo.

-Pero maestro, ¿no crees que aceptar eso es iniciar derrotados el camino?

-No. Recuerda que no hay camino… Te lo digo hace años y no aprendes, justamente porque te sientes demasiado importante y crees que el mundo necesita ser transformado…

-¿No lo necesita?

-Claro que no… Somos nosotros quienes necesitamos la transformación, y en todo orden de cosas. El mundo no sabe de carencias, por eso es el mundo: porque contiene todo lo que necesita y no requiere salir fuera de sí a buscar nada.

-Pero el mundo se desgasta, maestro… es decir, no siempre va a tener todo lo que necesita, y envejece…

-¿Y tú quieres crear una crema de belleza para dejar al mundo sin arrugas? ¿Crees que así se soluciona el problema?

-No creo eso, maestro.

-Pues no solo no debieses creer en eso, sino que debieses no creer en nada. De hecho, respecto a tu aprendizaje, he decidido librarte finalmente de esta farsa…

-¿Ya no serás mi maestro?

-Nunca lo fui, realmente… Lamento que no te dieras cuenta por ti mismo cuando todavía estabas a tiempo…

-¿A tiempo de qué?

-A tiempo de aceptar tus errores, de darte cuenta que te habías subido a un móvil que no te llevaba en dirección alguna.

-Pero entonces no hay pérdida… es decir, si no hay movimiento no hay gasto…

-Esto no es un taxi, Vian… Nuevamente entiendes mal. De hecho, eres tan básico que quizá pienses que si pides a ese “taxi” que se mueva en reversa, el chofer te quedará debiendo dinero.

-¿Entonces quiere decir que estoy en el mismo sitio desde el momento en que comenzó usted a ser mi maestro?

-Ya te dije que nunca lo fui… No te enseñé nada, Vian, acéptalo...

-¿Pero y el tiempo?

-¿Qué pasa con el tiempo?

-Ocurre que puedo aceptar que no haya existido movimiento… es decir, me duele, pero lo acepto… Sin embargo el tiempo siguió avanzando y no logro comprender qué ganaba usted haciendo que yo lo dejase pasar, sin más.

-No se trata de ganar ni de perder, Vian… Esos siguen siendo términos egoístas y sobre todo ilusorios…

-¿Y la farsa del maestro y el aprendiz…? ¿Acaso no es también un acto egoísta?

-No lo es. Elegí ser maestro, pero bien pude ser un árbol… ¿puedes acaso culpar a un árbol de estarse quieto y de no entregar respuestas a nuestras preguntas?

-Pero tú eres un hombre, tienes algo distinto, consciencia de cosas distintas, de…

-Ja, ja… ¿ibas a decir humanidad…?

-…

-La humanidad es otra farsa, Vian… No me digas que no lo sospechabas.

-…

-La supuesta humanidad es el centro del egoísmo, y hasta de la incomprensión que se puede llegar a tener con todo aquello que nos rodea.

-…

-¿Por qué te quedas en silencio? ¿Te sientes estúpido…?

-Siempre me siento estúpido, ese no es el punto.

-¿Y entonces…?

-Entonces sucede que no le creo. Nada de lo que ha dicho.

-¿Crees que miento?

-No. Creo que dice la verdad… pero solo la verdad que usted elige.

-¿Hay otra?

-No lo sé, pero siento que hay algo que usted desconoce, y que produce un movimiento, aunque sea mínimo…

-¿Puedes darme un ejemplo?

-¿Se acuerda de Tomás… uno de esos pacientes que estaban en el taller de teatro, en el psiquiátrico?

-¿El que sacaron del grupo por mal comportamiento?

-Sí, ese… ¿se acuerda en qué consistía el mal comportamiento?

-No… pero supongo que habrá golpeado a algún otro…

-No. No fueron golpes. Lo que hizo fue ponerle a una anciana que estaba en el pabellón C una moneda de chocolate en la boca cada vez que la encontraba dormida… una moneda de chocolate envuelta, claro, con el papel dorado inclusive…

-¿Y se ahogó la anciana?

-No, pero como no podía explicarse al despertar la presencia de esa moneda, supongo que comenzó a imaginarse que esas monedas salían desde su interior, y que eran posiblemente fruto de su enfermedad…

-¿Y cuál fue el problema con eso?

-El problema para ellos fue que vieron una supuesta amenaza, pero lo que a mí me interesa es que aquello produjo un pequeño movimiento… justamente ese que usted negaba, anteriormente.

-¿Cuál movimiento?

-¿No comprende…? La anciana entendió que había algo en su interior que daba frutos. Algo que ella desconocía y que la hacía distinta a los demás… y ese fue un movimiento… Es decir, cada mañana, al encontrar esas monedas, ella comprendía que se había producido algo que era producto de su interior, y eso la hizo sentirse como embarazada de otra vida… y esa vida interna, entonces, terminó moviéndola, y dejándola en otro sitio.

-Pero ese movimiento no era real… es decir, no había algo vivo que produjese esas monedas…

-¿Y Tomás?

-Pero él estaba fuera de ella.

-Nada está fuera de nada, maestro. Pero a veces la vida se ablanda no porque tengamos un pie dentro de ella, sino porque trascendemos los bordes y dejamos de separar la idea que tenemos de la vida, de la idea que tenemos del interior de nosotros mismos, o de los otros…

-…

-¿No cree que es un pequeño movimiento, maestro?

-No lo sé, Vian… pero estoy cansado, y no quiero hablar más, por el momento… ¿acaso tú no te cansas?

-Claro que me canso, maestro… pero le aseguro que dormirse después de buscar ver claro y no aceptar la derrota de buenas a primeras, resulta siempre, a fin de cuentas, una experiencia reconfortante.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

La vida útil o ¿Quién está hablando de escribir una novela?

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¿Fue usted...? Porque yo no he sido. Quizá tenga ganas o cierta inclinación, no lo niego… pero ¿quién está hablando de escribir una novela…? Disculpe que me moleste o que sea un tanto enfático, pero es que me complica que pongan palabras en mi boca. Sé que no soy importante y el que yo quiera escribir o no una novela es intrascendente a fin de cuentas, pero que digan que uno quiere algo sin que uno lo quiera –o sin que uno lo quiera de manera especial o destacada entre un gran número de otras cosas-, es algo que me enoja y me hace hablar un poco apresurado.

Además, ese “escribir una novela” tiene un tono tan falso, tan egoísta, tan lejano a lo que realmente quiero, que siento cuando lo escucho que todos los demás me desconocen y no tienen idea de los sueños que hay que hay detrás de todo esto.

No exijo que los conozcan, no es eso. Después de todo es como si yo quisiese que supieran el largo de mis intestinos o algo así de privado… pero así y todo siento que es algo que debiese verse en uno, traslucirse quizá, entre las acciones cotidianas… Después de todo, esos sueños son los objetivos, el sentido que toma nuestra vida cuando se mueve en dirección de esos anhelos…

Por otro lado, más que “escribir una novela”, siento que estoy más cerca de "hablar una novela", o de "decirla"… es decir, sacar fuera la novela así como se voltea un calcetín, sin estructura, sin correcciones, como un ejemplo de comunicación sencilla y sin tanta parafernalia. Igual como hacía un alumno el otro día en medio de una clase, sacándose unas pelusas del ombligo.

Y es que “escribir una novela” debiese ser dicho con el tono de “vivir una novela”, o hacerla en el sentido de construirla a medida que se avanza, o que se está viviendo… Porque si lo pensamos un poco, hasta cuando olvidamos que vivimos estamos viviendo… De esta forma, la novela sería como un “darse cuenta” de esa vida que a su vez sería la novela, es decir, no darse cuenta de la novela directamente, sino de la vida, y la novela pasaría a ser entonces la herramienta necesaria para darnos cuenta de todo aquello.

Lo triste de esto, sin embargo, es que las herramientas envejecen. No con arrugas ni con olor a naftalina, pero sí con óxido, con desuso… y hasta con desgaste.

Así, tendríamos que hablar también del morir de una novela, -o sea, de la pérdida de la vida útil de la novela como herramienta para descubrir la vida-, y eso, apenas pensado, me produce ya una angustia, porque sucede que uno a veces no quiere alejarse de sus muertos, con lo que vuelve uno –sin querer- a alejarse de la vida…

(…)

Qué tonto escribirlo, pero me quedé pensando en aquello de “la vida útil”… ¡cuántas sensaciones en aquella frase…! Siéntanla un poquito y hagan una pausa… “La vida útil”. Díganlo en voz alta, incluso, si se animan: “La vida útil”…

Qué triste resulta entonces dejar de decirlo y sentir que ocurre algo similar a terminar una novela… a cerrarla y dejarla en la biblioteca…

Así, finalmente, supongo que solo podemos llegar a querer “escribir una novela”, cuando no puedes dejar justamente de hacer aquello...

De esta forma, toda otra concepción o voluntad creativa termina siendo impura… y claro, luego las cosas se contaminan, y se dispersan… y por último viene usted, con sus preguntas superficialmente bondadosas, pero estúpidas…

¿Estoy en lo correcto…?

martes, 6 de diciembre de 2011

Un poquito de fe.

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“Me siento como si fuese un animal…
¡Peor…!
Soy un animal que no conozco…”
Agnes Varda.
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Secretamente he estado subiendo a algunas grúas.

Algunas veces a escondidas y otras con un permiso obtenido de mala forma he ido avanzando en un proyecto que se ha ido construyendo en el camino y que consiste en grabar dichos ascensos, y “hablar”, durante ellos.

Por lo general subo con una pequeña mochila en la que llevo algún libro y un termo con café, pues suelo subir de noche, y hay frío. Así, una vez arriba, puedo tomarme un vaso mientras leo algún fragmento, que por lo general coincide con cierta sensación que experimento siempre que llego a la parte más alta.

Las razones son varias y supongo que no serán concretas, pero tienen que ver con algo tan simple como sentirme vivo, superar el miedo a las alturas y acercarme a esos seres que desde siempre me han atraído de una manera especial, tal como he contado, según recuerdo, en alguna otra entrada.

Con todo, al subir de noche, lo que se ve desde arriba es casi siempre un lugar dormido, con muy poco movimiento… tanto que existen ocasiones en que he llegado a sentir que al subir a ese reino todo abajo se ha sumido en un tiempo extraño, muerto casi, a partir de esa distancia.

El ascenso a dichos lugares, por cierto, es peligroso. No hay arnés para sujetarse y las escalas suelen acabarse en la primera base y luego hay que trepar por escalones bastante espaciados unos de otros y la estructura suele tambalearse un poco, mientras uno avanza.

A pesar de todo, y para sorpresa mía, no he sentido miedo en dicho ascenso. O más bien, el miedo suele estar asociado a que me descubran en la grúa, con lo que todo puede acabar en un sinnúmero de problemas como la vez de hace dos semanas en que un guardia llamó a carabineros y estuve detenido hasta el otro día, aunque sin mayores complicaciones.

Un par de amigos saben de esto y me han conseguido una cámara de bastante buena calidad, que ha permitido juntar un material suficiente como para transformar aquello en una creación, si no interesante, al menos extraña…

Sin embargo, hasta el día de hoy solo yo he revisado el material, y creo que la naturaleza de lo que hablo allá arriba es tan íntimo, que no podría compartirlo así sin más, sin sentirme plenamente expuesto... y débil incluso, hasta el punto de poder llegar a asustar, a quienes te aprecian…

Por otro lado, debo admitir que prácticamente siempre está presente la posibilidad de caer desde lo alto –tanto involuntaria como voluntariamente-, quizá para darle el último tono y el final espectacular a aquel proyecto, pero también porque es un paso lógico luego de llegar hasta lo alto.

Y es que bajar, les confieso, es casi siempre una derrota. Sobre todo porque bajas a los diálogos de siempre, al trabajo que a veces colinda con lo absurdo y a la relación con los otros donde siempre suelen existir barreras de protección que no existen allá arriba, sobre la grúa… compartiendo con ella. Totalmente conectados… y cercanos.

Y claro, es triste que esa sensación de comprensión, y de comodidad, no se nos dé con otros seres; y que esa plenitud esté tan lejos de nuestras acciones cotidianas.

Así, a veces pienso que un buen final –excluyendo las acciones trágicas-, podría ser subir con mi hijo, o poder encontrarme con los ojos de alguien, allá arriba, a quien todavía desconozco…

Ojos que te miren de frente y en los cuales descubras un sentido nuevo, un color que existía desde antes y que no habías visto… algo en qué creer, en definitiva, nuevamente, más allá de toda comparación, o metáfora…

Una semilla de humanidad, finalmente.

Un poquito de fe.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Bajarse de un árbol sin haberlo subido.

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No recuerdo haber trepado a muchos lugares, de pequeño.

Lo fácil es culpar a mi madre que se empeñaba en que jugase en interiores: sin correr, sin que me llegase el sol e incluso sin mezclar los juguetes, que estaban guardados desde siempre en distintos compartimientos, que no debían mezclarse.

Quizá por eso me atraía enormemente la forma en que jugaban los niños que vivían en las casas cercanas y que yo acostumbraba espiar mirando entre las cercas, que dejaban espacios que parecían conscientemente diseñados para fomentar aquella costumbre.

Supongo que ya he hablado de algunas de las cosas que veía, pero no recuerdo al menos haber comentado sobre el niño que se lanzaba desde el árbol.

Sé por lo demás que no debiese tener importancia, pero creo que admitirán al menos que se trata de algo extraño.

Y es que el niño aquel se subía constantemente a un único árbol que había en su patio, un tronco seco con unas cuantas ramas robustas que lo sostenían por un instante antes de que se lanzara y volviese a subirse nuevamente, durante horas incluso, mientras yo lo miraba.

Lo extraño, sin embargo, en esa rutina, estaba dado por la actitud del niño. Y es que debo explicar que mientras subía al árbol, y mientras se paraba luego de caerse, el niño siempre escondía la vista, y no dejaba que yo –porque a todo esto el chico se daba cuenta que lo estaba mirando-, no dejaba que yo, decía, lo viese claramente.

Por el contrario, cuando él se lanzaba -digamos justo en el momento que descendía por el aire-, el niño miraba exactamente en mi dirección, con lo que aquel instante parecía extenderse, aunque sin contener, necesariamente, significado alguno.

Y bueno, debo reconocer que de ese chico nunca logré saber más nada. Es decir, nunca lo vi realizando otra actividad en su patio y ni siquiera, debo confesar, llegué a saber su nombre.

Quizá por eso, tras el paso del tiempo, llego a cuestionarme a veces sobre la veracidad de esas historias, y pienso incluso que todo aquello pudo ser una especie de invento, o un símbolo quizá, que viene a tratar de comunicar algo que de todas formas desconozco.

Así, si bien no sería difícil aventurar un significado trascendente a ese subir y lanzarse y levantarse, creo más sincero dejar la imagen tal cual, sin principio concreto y sin final, de la misma forma que el niño buscaba ser visto: en un instante preciso… inapresable.

Todo lo demás, supongo que se los dejo a los filósofos, o a quienquiera que estime correcto –y productivo-, planteárselo.

Yo, en cambio, cada vez soy menos filósofo… Pero ante todo, me guía el recuerdo de ese entonces, y bueno… lo que sucede es que en aquel instante era apenas un niño. Uno que ante las restricciones se preguntaba por qué no podía subirse a un árbol, sin encontrar respuesta.

De esta forma –adulto ya y formulándome las mismas preguntas que en ese entonces-, recuerdo algo que bien puede servir de final a esto que les cuento.

Y es que en la casa en que vivió el niño se montó, con el tiempo, un taller de confección de artículos de mimbre, que fracasó rápidamente.

Con todo, en el patio de atrás, rodeando el árbol prácticamente, quedó toda una serie de jaulas abandonadas y rotas que quizá ha sido la imagen más cercano a un poema que he visto nunca, fuera de un texto escrito…

Asimismo, la historia del niño que saltaba se convirtió en mi primera historia… Una de esas historias perdidas, claro… y sin significado concreto, pero historia al fin…

¿Y saben…? Más allá del recuerdo, a mí me gusta ese tipo de historias...

Discúlpenme si el gusto no es recíproco, pero aquí, al menos, mando yo.

Así, finalmente, me bajo de esta historia, igualito que el niño.

Y luego me escondo.

domingo, 4 de diciembre de 2011

De cómo Liza perdonó a Stella.

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“¿Distingues los árboles por la corteza?”
Alice Munro.
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Liza decidió perdonar a Stella, pero no pudo.

Es decir, fue más que una intención, ya que Liza había decidido aquello sin guardarse nada, pues quería ciertamente que las cosas mejorasen.

Por ejemplo, si hubiese podido apretar un botón para que el daño que había recibido se borrase, y no quedara rastro en ningún sitio, Liza sin duda lo habría apretado, incluso con el riesgo que Stella volviese a equivocarse nuevamente… Pero el punto era otro, claro, y ella lo sabía.

Y es que de existir ese botón, pensaba Liza, era muy posible que las cosas se olvidaran, pero hablar de perdón ya era otra cosa. Porque el perdón tenía siempre relación con la existencia de un daño, y los daños no siempre son fruto directo de los hechos, y existen más allá de las historias concretas, casi como sensaciones…

De hecho, Liza había concluido que los daños estaban en uno desde antes, aunque no supiese explicar bien qué era lo que significaba aquella frase.

Fue así que un día Liza, mientras regaba sus plantas –años después de haber decidió perdonar a Stella-, creyó entender que lo que había que perdonar, era la vida misma.

Es decir, había que mirar todo desde lejos… Nada de nombres, ni de bordes entre las cosas, ya que si había que perdonar había que perdonar todo, pensó. Además cada una de las cosas se encontraba siempre sostenida en otra, y la existencia no podía existir de una manera ajena a esta verdad.

Y claro, Liza intentó entonces poner en práctica esa nueva comprensión. Y se esforzó por perdonar a todo cuanto la rodeaba, sin culpar a nadie por lo que sucedía pues todo debía tener una razón de ser, y el daño era parte de la vida… y todo debía formar parte de un extraño equilibrio…, pensaba.

Sin embargo –y esto también ocurrió con el tiempo-, Liza fue comprendiendo que perdonar a la vida era una empresa que la sobrepasaba totalmente, y que tan solo expresar aquella idea era ya un acto de egoísmo del que no se sentía capaz, y que la llevó a repudiar su propia naturaleza.

Así, tras experimentar una serie de sensaciones de las que Liza no se había imaginado capaz, sucedió que un día ella sintió estar al interior de un pozo. Un pozo al que se había metido por propia voluntad al decidir perdonar a Stella y luego perdonar a la vida misma, pues había elegido justamente las acciones que más hondo nos llevan, y las que menos comprensión revelan, a fin de cuentas, sobre nosotros mismos…

Y claro, sucedió finalmente que Liza, mientras regaba sus plantas –años después de haber decidido perdonar a Stella y años después de haber decidido perdonar a la vida-, comprendió que a quien debía, y podía perdonar, era exclusivamente a sí misma.

De esta forma, Liza logró entender la forma total de su equivocación, y sintió que el daño que le produjeron los años perdidos, era también similar a un pozo, uno que ella misma hubiese construido en el centro de su corazón, como un refugio oscuro, y equívoco.

Y claro, fue entonces que Liza lloró largamente.

Pero su llanto no fue amargo, sino dulce.

Y quiso compartirlo con Stella.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Cada hombre tiene una forma distinta de traicionar.

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“No pretendo ahorraros ningún trabajo
quedándome callado…”
L. C.
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Cada hombre tiene una forma distinta
de traicionar.

Yo elegí esta.

Y claro,
a veces me pregunto
qué hubiese ocurrido
si la elección
hubiese sido otra…

O si hubiese pasado mi vida
intentando no traicionar,
como hacen algunos,
sin lograrlo…

Sin embargo,
al final de todas esas cuentas,
debo reconocer que esta es,
sin duda,
la forma de traición que más se acerca
a lo que soy,
y además,
es una de las pocas en que no termino
traicionándome también
a mí mismo.

Con todo,
el asunto central
en todo esto
debiese estar relacionado
con qué es aquello
que vinimos a traicionar,
e intentar comprender incluso
las posibles razones
que respaldan nuestras acciones...

Y es que cada hombre,
como decía,
tiene necesariamente
una forma distinta de traicionar…

Y como solo se traiciona
aquello en que creemos,
o hasta amamos,
resulta que la traición
origina en la mayoría de los casos
una especie de dolor agudo
que viene a asentarse en el pecho,
casi como una culpa.

¿Lo ha sentido usted…?

No crea que se lo pregunto
para que se incomode,
sino todo lo contrario…

Y es que me gustaría que entendiese,
sin discusiones,
ni desconfianzas de por medio
que la traición es,
a fin de cuentas,
inevitable,
y que la única forma de mantenernos fieles
a lo que somos,
es traicionar de la forma que más se asemeje
a nuestra existencia,
y sin miramientos de ninguna índole…

Así,
hay quienes traicionan
con todo su cuerpo,
y otros cuya traición permanece en el fondo
de la sensación más secreta…

Pues bien,
ambos son culpables…
aunque claro…
nadie podría ser inocente,
aunque quisiera…

"Y es que quizá tú creíste
que yo era un vagabundo,
indefenso,
y me amaste por serlo".

Pero no lo era.

Finalmente,
resultó que nadie tenía razón,
y que no era necesario hacer distingos
entre ninguno de nosotros
y el resto de la gente
que sobrevive aún
allá afuera…


Así,
tomo nuevamente el lanzallamas,
y apunto a las partes aún inflamables
del ser humano…

Esta es mi forma de traicionar,
les digo…

Y luego aprieto el gatillo.

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