lunes, 30 de noviembre de 2020

Interpretaciones.


Dejaron de fijarse en el hecho y se centraron en la ley. O en la observación de la ley, más bien. Su abogado le dijo que esa era la mejor estrategia y él lo aceptó sin entender muy bien a qué se refería. Todo podía resolverse si la ley se interpretaba de la forma adecuada, le dijo su abogado. Él entonces aceptó los hechos. En general, sin detalles, los aceptó. Luego los abogados se reunieron en una sala anexa, que estaba a un costado, donde él no podía verlos. Largo rato, dialogaron. Al parecer su abogado intentaba convencer al otro de que la ley resultaba ambigua… que podía interpretarse de distinta forma y que era mejor llegar a un acuerdo menor o el juicio probablemente se alargaría y la jueza podía incluso desestimar todo si aceptada la interpretación adecuada. Rato después volvieron los abogados. Al parecer no habían llegado a acuerdo. La jueza se mostró molesta cuando escuchó la palabra interpretación salir del abogado defensor. Le dijo que explicara brevemente sus argumentos, pues ella no veía ambigüedad en el escrito. El abogado entonces se refirió a algunos artículos menores, y mencionó algunas observaciones tanto de la ley, como del uso de la ley. La jueza seguía molesta, o incómoda, más bien, pues no lograba desestimar del todo las palabras del abogado. Finalmente, le dijo que podía aceptar su argumento, pero que el juicio debía aplazarse si elegían seguir esa vía. Por lo mismo, le habló directamente al acusado. Explicándole las complicaciones que tendría un juicio que quisiera avanzar por ese camino. De hecho, no se trata, propiamente, de un camino, dijo la jueza. El acusado no entendió a qué se refería, pero contestó que sí cuando ella se lo preguntó. Luego dijo que sí dos o tres veces más sin fijarse en los reclamos de su propio abogado, que le recomendaba mantenerse en silencio. Fue entonces que la jueza, sin dejar de hablar con el acusado, le dijo que todo estaba decidido y que era mejor resolver de inmediato. Sin interpretaciones, le dijo. Basándonos en los hechos. Él asintió y entonces la jueza llamó a los abogados y mientras hablaba con ellos comenzó a temblar. Todos en la sala miraban sobresaltados, en distintas direcciones. Como por acto reflejo se refugió en la silla en que estaba sentado e intentó aferrarse a ella con las piernas, como si disimulara sus emociones, ante los demás. No habría sabido decir, si le preguntaban, cuáles eran sus emociones.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Ella escuchaba rancheras.



De noche, al terminar el día, F. dejaba una media hora para dedicarse a escuchar rancheras. 

Era algo cercano a un secreto, una acción que ocultaba al resto pues lo hacía ya en la cama, con audífonos, luego que sus hijas se hubiesen acostado y G. se hubiese dormido, sin sospechar nada, a pocos centímetros de ella. 

Era lo más cercano a un amante que ella sentía había tenido nunca. 

Algo de lo que no se avergonzaba, pero que prefería mantener en secreto, posiblemente para hacer más emocionante ese momento, cada noche. 

Las rancheras las escuchaba concentrada. 

Alegre, hasta cierto punto. 

Investigaba grupos, descubría temas nuevos, leía un poco sobre los intérpretes. 

Disfrutaba de las letras y la música mayormente, aunque no le transmitían deseos de moverse o bailar, sino que restringía las emociones a un mundo interno, que parecía ensancharse cada vez que comenzaba a sonar la música. 

De entre todo lo que escuchaba F. fue elaborando su propio ránking. 

Sin pensarlo ni analizar sus gustos, fue guardando como favoritas algunas canciones en las que se repetían algunos hechos aparentemente trágicos: 

Alguien a quien le incendiaban su rancho, la historia de una familia arrastrada por un río o hasta una canción en que se decía que la pistola de un maquinista de tren, se había dirigido de pronto, por cansancio, hacia su propio dueño. 

De hecho, uno de los detectives analizó este aspecto detalladamente, buscando huellas en el contenido de las rancheras, para comprender lo que a F. le había ocurrido. 

Escribió un largo informe al respecto, aunque finalmente este fue desestimado y el caso fue archivado sin que alguien más leyese sobre aquello. 

Es decir, se mantuvo en secreto -al menos de lo que podría llamarse su círculo cercano-, que ella escuchaba rancheras. 

Estoy seguro que ella lo hubiera querido así.

sábado, 28 de noviembre de 2020

Día.



I.

No suena el despertador.

O suena y no lo escucho.

Duermo entonces un poco más de la cuenta.

Supongo que lo necesitaba.


II.

Hago una lista con cosas que hacer.

Una extensa lista.

A medida que tacho cosas realizadas,
recuerdo otras que olvidé anotar.

Decido anotar así una última observación:

Completar la lista.


III.

Me dicen que ponga la lista en una pared.

O en el refrigerador, para verla cuando pase.

Pero en el refrigerador hay otras cosas.

Reproducciones de cuadros, por ejemplo.

Monet, Cailebotte, Degas…

Recuerdos con imanes de la visita a algún museo.

Un títere para dedos, de Kafka.

Otras figuras, también, que evitaré nombrar.

No es espacio, digamos, para una lista.


IV.

Observar la lista también debiese ser una tarea
que aparezca escrita en algún sitio.

Y es que se olvida uno de mirarla,
mientras avanza el día.

Porque el día avanza, por supuesto.

Porque tiene que hacerlo, no es contra mí.

A través de la luz, avanza el día.


V.

Para mí avanza el día.

Escuche o no escuche el despertador,
el día avanza.

Mire o no mire la lista.

Cumpla o no cumpla
mis compromisos.

Pasa por mí, el día,
en forma de luz.

Se detiene en mí y luego sigue.

No sé a qué sitio se dirige.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Tu piel pasa a ser un accesorio, me dijo.

"Henry, es que no hemos hecho
otra cosa que existir?"
K.V.

Tu piel pasa a ser un accesorio, me dijo.

Yo la escuché.

Atentamente, aunque miraba hacia otro lado.

Desayunamos algo, mientras una niña acostaba unas muñecas.

No duermen las muñecas.

Tal vez alguien las defina como accesorios.

No me interesa definir a las muñecas.

Yo hablé de Vonnegut, por cierto.

No por iniciativa propia.

No me gusta hablar de Vonnegut.

Es como sacar algo valioso al aire que se daña al contacto con los otros.

Vonnegut no es un accesorio.

Me sentía mal porque lo usé como un ejemplo.

Vonnegut no pasa a ser un accesorio, le dije.

Lancé la frase entre medio, mientras la niña se acostaba junto a uno de los muñecos.

Hablamos otros temas.

O no sé si los hablamos, pero quedaron, al menos, sobre la mesa.

Formas de conocimiento.

Información.

Una serie de cosas.

Mientras hablábamos de eso escribí la primera frase de este escrito:

Tu piel pasa a ser un accesorio.

Y claro, luego surgen sensaciones.

Las aparto, un poquito.

El conocimiento como algo estético, me digo.

Es sucio el conocimiento.

La información que almacenamos por gula.

Para satisfacernos a nosotros mismos… o poco más.

Como algo estético, podría resumir.

La vida como algo estético.

Tu piel pasa a ser un accesorio, me dijo.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Kandinski soñaba que era un iceberg.



Kandinski cuenta en una entrevista que pasó varios años soñando que era un iceberg. 

Siempre el mismo sueño, más o menos, cada noche. 

Un iceberg que estaba junto a otros, en un sector frío y poco visitado de un océano. 

Sin mayores referencias para comprender su tamaño, Kandinski señalaba que solo podía compararse con otros cercanos, y que ni siquiera era consciente de su profundidad, o de su diseño. 

Intento traducir, por cierto, desde una extensa biografía publicada por Herder. 

Lamento si hay imprecisiones. 

Respecto a esos sueños, y a la forma en que los recuerda, me llama la atención particularmente una de las impresiones de Kandinski: 

Un iceberg no tiene, de esa forma, consciencia de sí mismo, decía. 

Decía esto, por cierto, para explicar que no supiera mucho de sí, dentro del sueño. 

Y que ni siquiera pudiese dibujarse, como iceberg, cuando así se lo pedían. 

Un iceberg no tiene, de esa forma, consciencia de sí mismo. 

Lo que me gusta de esa frase es que Kandinski no niega que tengan consciencia de sí mismos, sino que especifica que no la tienen “de esa forma”. 

Es decir, que no tienen consciencia de tamaño, peso, ni de ninguno de esos datos superfluos que, para nosotros, nos permiten reconocernos, entre los otros. 

Aún así, Kandinski señala que sabía perfectamente quien era, y estaba seguro de ser el mismo iceberg, en cada uno de sus sueños. 

Dejó de soñar esto, según cuenta, sin entender muy bien por qué razón. 

De hecho, solo se dio cuenta cuando comprendió que añoraba la sensación de ser un iceberg. 

Perdí la única consciencia de mí mismo, que pude alguna vez sentir como verdadera, señala, en una carta que escribió abordando el tema. 

No se dice más, en el libro, a este respecto.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

El Hipnotizador.


I. 

-Probablemente el hipnotizador llegó antes -dijo J. 

-¿Antes? 

-Claro… llegó antes y luego nos hizo olvidar lo que había sucedido. 

-¿Esa es su teoría? 

-Así es -afirmó J.-. No me lo explico de otra forma. 


II. 

Todo se explica así, pensó mientras escribía el informe. Parecía absurdo, por supuesto, pero ya había entrevistado a varios que declaraban algo parecido. Gente que no tenía vínculos entre sí. Casos totalmente distantes unos de otros. Hechos sin conexión alguna. 

En todos ocurría que alguien sugería de pronto la presencia de un hipnotizador. Un testigo o una víctima a quien le parecía lógica esa explicación para poder completar aquello que no comprendía, o en torno a lo cual existía un vacío. 

Fue así que desde la molestia y el absurdo que le produjo escuchar por primera vez la teoría, él mismo comenzó a considerarla y a indagar al respecto. 

Y la palabra “hipnotizador”, comenzó a aparecer en prácticamente todos sus informes. 


III. 

En los periódicos se filtró la información y la teoría del Hipnotizador salió en portada durante más de una semana. 

Algunos periodistas incluso, corroboraron los datos y fueron por algunas víctimas que sugerían esa explicación. 

Días después, como era de esperar, el Hipnotizador llegó a ser incluso un argumento utilizado en la defensoría pública. 

-Mi defendido no actúa de esa forma -decían los abogados-. Pero ya sabe usted, su señoría, se trata del Hipnotizador… 


IV. 

La historia sigue, por supuesto, pero no me interesa decirles en qué dirección. 

Solo agregaré que, con el tiempo, todo comenzó a tomarse seriamente e incluso aparecieron grabaciones -algo borrosas, es cierto-, donde podía apreciarse mínimamente al supuesto Hipnotizador. 

Todo fue muy difundido y no se habló de otra cosa por mucho tiempo. 

Probablemente usted lo ha olvidado -de la misma forma como se olvidó la mayoría-, pero puede comprobar mis palabras buscando información sobre el asunto. 

Yo mismo, cuando hablo de esto, ya no sé muy bien de qué hablo.

martes, 24 de noviembre de 2020

Volcado.


I. 

Vas en el auto. 

Te vuelcas. 

Antes de eso hay algo, por supuesto. 

No inmediatamente antes, no hablo de eso. 

Siempre hay algo antes, de lo que nos sucede. 

Algo que queda al revés, si nos volcamos. 

Y es entonces, cuando observas desde el auto. 

Y ves el mundo volteado, en un instante. 

Y justo antes de salir 
(porque sales por ti mismo, a fin de cuentas), 
te inquietas por poner al mundo en orden, 
por más que ese orden 
no te convenciera en lo absoluto. 


II. 

Tal vez debiste quedarte ahí, volcado. 

Tal vez esa era la verdadera forma del mundo. 

La manera de limpiarlo, de sacudirlo… 

De arrojar todo aquello que nunca tuvo un valor verdadero. 

Pero no lo hiciste. 

Saliste por ti mismo. 

Te resignaste, de cierta forma. 

Tuviste miedo que aquello que nunca tuvo valor saliera de ti mismo. 

Y te vaciaras. 


III. 

Dicen que estás ileso. 

Siempre dicen que estás ileso. 

Mientras lo hacen, 

vuelven a poner al auto en su sitio. 

Lo reparan. 

Entonces, culpas a otro del volcado. 

Tú no das vueltas. 

Tú estás firme, como una mentira. 

Siempre has negado, después de todo, 
lo que parece inconveniente. 

Lo que te hace parecer otro. 

Lo que te expone ante el resto. 

Lo que deja al descubierto, en resumen, 
las frágiles bases 
de tu propia historia. 


IV. 

Extrañas volcarte. 

No lo reconoces, pero extrañas volcarte. 

Como si al hacerlo se abriese un portal 
por el que regresar a ti mismo. 

Al mundo verdadero. 

A la honestidad que necesitas, más que el resto. 

Y es que te equivocas con la fuerza. 

Con admirar la fuerza, me refiero. 

Piénsalo así: 

Ni el hombre más fuerte es capaz de levantarse a sí mismo. 

Mejor respira hondo. 

Tranquilízate. 

Quédate en ti.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Si la voz no te sale.



Si la voz no te sale.

Si no la encuentras.

O si la encuentras hecha un nudo.

Si ahí donde debe estar hay un vacío.

O hay un grito.

Si no reconoces esa voz que aparece.

Si te duele al buscarla como si reabrieras una herida.

O si huye de ti y no te reconoce.

Si tus palabras no se adhieren a tu voz.

Si volvió de pronto al silencio donde simulaba dormir.

O si es amarga y se retuerce.

Si se aferra dentro como si fuesen uñas en la piel.

Si se atrevió a salir de ti y ahora regresa derrotada.

O si tu voz duele.

Si le es indiferente la verdad de la mentira.

Si tu voz arroja piedras.

O si es como un cuchillo que has aferrado desde el filo.

Deja simplemente que se hunda en ti nuevamente.

Acepta que salió a una luz que no le pertenecía.

Que todo es engaño ahí donde sale la voz.

Si el miedo la contuvo.

Si creíste por un momento que podía ser diferente.

O si el grito te quema los ojos.

No temas a ese grito.

Deja que crezca como espinas en tu garganta.

Deja que desgarre tu interior y tu pecho.

Esa voz es tuya.

sábado, 21 de noviembre de 2020

Lavando la lavadora.


Le contaba que ella me dijo que la esperara y lo hice. Sin embargo, mientras esperaba caí en cuenta que me había dicho que debía lavar la lavadora… Y claro, sé que una lavadora se debe lavar también, pero encontré que era raro que me lo dijera… O sea, pensé que había escuchado mal y que probablemente me dijo que iba a sacar la ropa de la lavadora o algo así. Por lo que quedé pensando en eso. 

No sé cuánto tiempo pensé en eso. Cuando pienso no calculo el tiempo. Pero como me cansa pensar supongo que siento ese tiempo más largo de lo que realmente es, y me agobio. De hecho, comencé a pensar que si confundí lo de lavar la lavadora fácilmente podría haber confundido lo de esperar unos minutos. Y entonces me impacienté. Y abrí mejor la reja y me aventuré a entrar a la casa, para comprobar lo que había escuchado. 

Como la puerta estaba cerrada caminé por un costado de la casa y llegué al patio. Ahí había un ventanal y a través del vidrio la vi a ella, sentada mientras hablaba con alguien, por teléfono, sollozando, llorando despacito por algo que yo no podía saber. Y sí, reconozco que me acerqué imprudentemente y quise preguntarle qué ocurría, o reclamarle sobre lo que me había dicho sobre la lavadora, pues en ningún caso estaba ella lavando la lavadora (a no ser que lavar la lavadora sea una metáfora para llorar despacio, mientras se habla por teléfono, sobre algo que no sé). 

Lo demás usted lo sabe así que mejor no se lo cuento. Pusieron intenciones en mí que no eran mías y me despreciaron por eso. Incluso exageraron mis acciones. Me sentí humillado, de cierta forma. Esa es la verdad. Y es que nada de esto fue culpa mía y usted lo sabe. Espero pueda dar fe de mí y de mis intenciones si alguien se lo solicita.

Hacía ropas para animales.


Hacía ropa para animales. Las diseñaba y las creaba, en un pequeño taller. Partió con ropa para perros. Lo clásico. Moldes mayormente. Medidas estándar, en principio. Luego comenzó a diseñar a medida. Le llevaban un perro y ella medía. Conversaba con los dueños. Hacían sugerencias de colores, estampados y estilos. Luego fotografiaba al perro y compartía la imagen en una red social. Entonces llevaron gatos. Después a una iguana que vistió de frac. También recibió varios hámsters y hasta una serpiente, para la que confeccionó un traje con lentejuelas verdes en las que se distinguía una manzana roja. Un año después, aproximadamente, salió en televisión. Se lució mostrando una colección de trajes de marinero hechos a medida para una docena de ratitas blancas. La invitaron a ir otra vez y un par de semanas después firmó un contrato para participar una vez a la semana de un matinal. Media hora cada semana, estrenando una confección para la mascota de un famoso. No le fue mal. No al menos hasta que el caimán de un futbolista le arrancó casi totalmente tres dedos de una de sus manos. Nada de eso salió al aire, por supuesto. Llegó a un acuerdo con la estación para una indemnización bastante alta, que le permitió comprar una casa bastante grande en un sector que podría considerarse de clase media alta. Contrató entonces a un par de personas y las hizo trabajar con sus moldes. Eran muchos, por cierto, y los guardaba en una gran caja en la estaban archivados en perfecto orden. Poco después, cuando robaron esa caja, le pagó a una asistente para que desarmara algunas prendas y volviese a diseñar los moldes, pero no le salió del todo bien. Luego le fue peor, y luego mejor y luego quién sabe… Como a todos.

viernes, 20 de noviembre de 2020

Quería enseñarle al perro a hacerse el muerto.



Quería enseñarle a su perro a hacerse el muerto. 

Ya seguía otras órdenes, pero pensó que esta al menos sería graciosa para alguien más, y podría, por ejemplo, entretener a los niños. 

Cuando pensaba en los niños se refería a los hijos de su hermana, o los de sus amigos, que de vez en cuando llegaban a casa con ellos, cuando no podían dejarlos en otro lado. 

Cuando esto ocurría, por lo general los dejaban junto a la tv, con alguna película o jugando con la consola que había comprado el año anterior. 

La muerte del perro serviría tal vez como acto de entrada, pensaba, o tal vez como acto intermedio, en el momento en que llamaban a los niños a comer algo, cuando preparaban algún asado o encargaban alguna pizza u otra cosa, para comer. 

Viéndolo de esa forma, incluso, pensó que lo conveniente sería enseñar dos trucos al perro. Uno para la llegada y otro para el momento -si existía-, en que los niños bajaban a comer algo. 

Descartó el dar vueltas en el suelo pues, si bien divertiría a los niños, podía restarle prestigio al perro (y a él de paso), pero la muerte, de cierta forma, era una acción más digna. 

Buscó entonces tutoriales para enseñarle al perro. Conocía algunas páginas pues de esa forma había conseguido enseñarle otras órdenes. Fue así que se descubrió que existían distintos tipos de muerte para enseñar al perro. Y claro, comprendió que la dignidad de la muerte dependía de la forma de morir, más que de la muerte misma. 

Fue así que eligió dos. Dos muertes para enseñarle al perro, me refiero. Una más espectacular que la otra, para dejarla como acto final. En esta última, podía uno incluso llegar a mover al perro, quien evitaba tener reacciones alargando así el momento de su muerte, hasta que recibía una señal específica que lo hacía volver a la vida. 

Estudió el proceso y se decidió a enseñar al perro. La muerte más sencilla primero, por supuesto. Estructuró las acciones que debía realizar por días. Cómo medir los avances, el tipo de premio, las palabras adecuadas… De hecho, determinó hasta en cuál sería el lugar indicado en el cuál mostrar finalmente la gracia del perro, la forma de morir, y la forma de resucitar, por cierto, para que todo volviese al punto de inicio. 

Eso hizo y luego se acostó, pensando en comenzar el adiestramiento a la mañana siguiente. Mientras se quedaba dormido, escuchó ladrar al perro, y sonrió.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Alguien que no eres tú.



Otro.

No tú.

Es otro.

Alguien que no eres tú.

Supongo que eso lo olvidas.

No lo aceptas.

No lo admites.

Entonces observas al otro.

Alguien que no eres tú.

Alguien que antes no reconociste como otro.

Observas rasgos.

Imperfecciones.

Acaricias la piel que creíste similar a la tuya.

No tú.

Eso descubres.

Otro.

Y te duele hacerlo.

Porque creíste en algo más.

Porque hay egoísmo a pesar de todos.

En ti.

En el otro.

Otro egoísmo, de hecho.

Uno práctico.

Tibio.

Necesario, te dicen.

Alguien que no eres tú.

Alguien que sabe dañar, para protegerse.

Que se justifica como todos.

Tibio.

Imperfecto.

Como tú, pero otro.

Y una puerta se cierra entre ambos.

O se rompe.

O no sabes.

Porque hay egoísmo a pesar de todo.

Necesidad de otro tú.

Algo que no aceptas.

Cuestionamientos.

Desequilibrio.

Nadie quiere eso.

Todos temen al desequilibrio más allá de lo que confiesan.

No saben ponerse en duda.

Tú tampoco sabes.

Son certezas, después de todo.

Cimientos.

Parte de ti.

Parte del otro.

Alguien válido, pero tibio.

Alguien normal, pero ajeno.

Alguien tan distante como todos.

Otro, decía, no tú.

Supongo que se entiende.

Puedes tomártelo con humor y reírte.

Diez u once años después reírte.

Pero te ríes de ti mismo, al reírte.

Es práctico, sin embargo.

No sabes.

No esperas.

Bajó las escaleras.

Llegó.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Las tantas muertes.

(Texto - Borrador: 2006)



Aquel fue el último verano en que mi madre se levantó. Sorprendía verla en la mañana parada junto a la piscina, o sentada en la terraza con un vaso de leche que nunca terminaba de tomar. Yo me levantaba temprano en ese tiempo y la miraba desde la cocina mientras raspaba unas tostadas que dejaba quemar de puro gusto. Disfrutando aquel placer de arrancarles la ceniza y esparcirla lentamente, como si fuese nieve negra. 

-¿No ha llegado la Marta?-, preguntaba entonces mi madre, sin esperar respuesta. 

Y es que la Marta –como le decía mi madre-, no llegaba nunca temprano. A veces se atrasaba tanto que nos quedábamos sin almuerzo. Recuerdo que siempre aparecía cargando bolsas llenas de ropa y de cosméticos, que dejaba olvidados en distintos rincones de la casa. 

Años atrás, -ya ni sé cuántos-, trabajaban en casa hasta cuatro personas, incluida la señora Matilde, que fue la que me crió. A veces hasta contrataban mozos para las comidas que daba mi madre o para las visitas del fin de semana. Pero eran otros tiempos. Con la enfermedad de mamá todo cambió deprisa. Luego además se fue papá. Lo cierto es que para aquel verano, aparte de las visitas esporádicas de algún jardinero o alguien que venía a hacer algún arreglo, éramos solo mi madre y yo las que andábamos por la casa. O mejor aún: mi madre, yo, y la Marta. 

Fue en una de esas mañanas cuando me percaté del muchacho tendido en la terraza. Mamá estaba acostada en su pieza y por la hora era poco probable que Marta hubiese llegado. Yo estaba con una tostada apoyada en mi brazo y un cuchillo en mi mano para sacarle un poco de ceniza. 

-¡Eh, chico! –le grité-, ¡Niño! 

Pero el niño no se movió. Pensé que había venido con el jardinero y volví mejor a mis tostadas. 

-Señorita Alicia, –dijo entonces Marta, dejando sus bolsas en la cocina.- ¿Le preparo algo más? 

Me negué. Ella sin mirarme comenzó a ponerse el delantal. Yo recordé al muchacho. 

-Oiga Marta, hay un chico durmiendo en la terraza… ¿sabe usted si vino con el jardinero? 

-No señorita, el jardinero no viene hasta el lunes. 

Marta esperaba que yo preguntase, pero no cedí ante ella. Por fin me permitió un triunfo. 

-Es Martín –dijo-, y no le haga caso, le aseguro que no está durmiendo. 

Entonces, mientras se volteaba para ordenar sus bolsas, aproveché para ir a mi cuarto. Había olvidado en la cocina una de las tostadas sin raspar, pero no quise volver por ella. 


II 

En verano, nuestro patio recibe sol durante toda la tarde. Tanto que varios sectores de pasto terminan siempre quemándose y es necesario cambiarlos para mantener el verde de un solo tono. De hecho, para cuidarlo, casi ni lo pisábamos, con tal de mantenerlo impecable. 

Cuando empezó a venir Martín, sin embargo, algunas costumbres cambiaron, y era común verlo sobre el césped, rígido, sin preocuparse del sol, o del frío, o de cualquier otro inconveniente. Una vez, bajo la lluvia, lo vi permanecer tendido, sin movimiento alguno, mientras el agua caía cada vez más fuerte. Esa vez yo misma fui hasta él, pues si le gritabas desde lejos nunca hacía caso. 

-¡Martín! –decía mientras me acercaba-, ¡anda a dormir a la terraza! ¿No ves que puedes enfermarte? 

Esa fue la primera vez que me di cuenta del verdadero estado en que permanecía. Martín estaba rígido, no me refiero a su cuerpo, sino a su cara, a sus ojos, que permanecían abiertos y con la mirada perdida. Recuerdo que me asusté y lo moví con violencia. Sólo entonces él reaccionó. 

-¿Qué pasa, señora Alicia? –me dijo de lo más tranquilo, mientras se ponía de pie. 

-Pasa que está lloviendo y tú estás en medio del patio –le dije empujándolo hacia la casa- y por si no lo sabes -le aclaré-, la señora Alicia es mi madre, yo soy Alicia… la señorita Alicia. 

Mientras guardaba la ropa mojada en las bolsas de la Marta, Martín preguntó por mi brazo. Yo siempre lo mantenía tapado, pero con el asunto de la lluvia me había descuidado por completo. 

-Nada –le dije-. Me falta una mano. 

-¿Y esos son deditos? 

-Más o menos no más…, termina de secarte mejor, que después llega la Marta y te va a retar. 

-¿Lamarta? –preguntó, como si fuese una sola palabra. 

-Sí. Marta Lamarta. Y se va a enojar si te ve así todo mojado –Martin parecía enojado-. ¿No hallas chistoso… Marta Lamarta? Como un personaje de cuento. Yo podría contarte esa historia… 

-No. –Dijo Martín-. La señora Alicia me cuenta historias y nadie se llama así… 

-No seas mentiroso, mi madre nunca ha hablado contigo, si ya casi ni se levanta… 

-¡Sí! ¡Ella me cuenta historias y tomamos leche juntos…! 

-¡Martín! -Era Marta, quien se acercó rápidamente al muchacho y le metió la mano debajo del chaleco-. Pero si estás congelado… ¿qué es eso de gritarle a la señorita Alicia?... Disculpe –dijo dirigiéndose a mí- no le haga caso. Yo me encargo de todo. Y le aviso de la cena en un momento. 


Esa noche me levanté y fui hasta la pieza de mi madre. Marta se había ido y podía verse algo de luz en el interior del dormitorio. Yo me acerqué en silencio. 

-¿Me acercas el peine? –decía mi madre mientras le indicaba a Martín- ¿te gusta?, es de cristal. 

Luego mamá hacía ver a Martín, por entre el peine, la luz de la lámpara. Ambos conversan y ríen de vez en cuando. Están sentados en el borde de la cama, apoyados en algunos cojines. 

Después, como si fuese una costumbre, ella se saca la peluca y comienzan a alisarla con el peine. Yo nunca había visto a mi madre sin peluca. 


Empecé a encerrarme más en mi cuarto. Aunque seguía saliendo de noche a observar la pieza de mi madre. Lo último que veía era a Martín tenderse junto a la cama, y se apagaba la luz. 


-¿Quiere que le traiga algo, señorita Alicia? 

Es Marta. Yo estoy en la terraza mirando a Martín que está tendido sobre el pasto. 

-¿Sabes a qué juega ese niño? –pregunto. Marta se demora en responder. 

-Creo que le gusta hacerse el muerto, señorita. Si hasta abre los ojos y se pone tieso ¿No ve? 

Marta me mira como si estuviese molesta por algo. Luego vuelve a preguntar si necesito algo. 

-Quizá sea bueno que vuelva a su cuarto, a descansar. No es bueno desvelarse hasta tan tarde y no recuperar el sueño –concluye. 


-¿Te cantaban canciones cuando niña? –Martín pregunta mientras se mueve nuevamente-. Te apuesto que te cantaban la de Alicia va en el coche… Yo la escuché el otro día. 

-¿Te la cantó mi madre? 

-No. A ella le da miedo el final. Ahí dicen que Alicia ya está muerta, y que la llevan a enterrar… 

Martín canta mientras da vueltas sobre el césped. 

-¿No te la cantaban mientras te peinaban? La señora Alicia todavía guarda el peine de cristal-. El niño no deja de mirarme el brazo que llevo descubierto. 

-Veo que te gustan las muertes –le digo-, ¿no es a eso lo que juegas todo el tiempo? 

-No. Yo juego a estar despierto –me dice. Luego se vuelve a tender en el césped y a quedarse tieso. 

Yo lo sigo mirando, con una sensación fría y extraña que desconozco por completo. 

-No te creo, Martín. No te creo nada. Y no me molesta que veas a mi madre, ni que duermas ahí. No me importa. Además no puedes quedarte así para siempre. Sé que me estás escuchando y sabes que no me dan miedo tus jueguitos. 

-¿Te gustaría que estuviera muerto de verdad? –dice de pronto. 

-No. Me gustaría que confiaras en mí. Que me contaras la verdad. –Martín cambia su tono. 

-Lamarta. Marta Lamarta -dice-, nunca me contaste esa historia. 

Entonces, como si la hubiese invocado, la voz de Marta suena tras de mí. 

-Puede volver a su habitación señorita Alicia, yo me encargo del niño. Tanto sol puede hacerle mal a su piel -dice mientras señala mi brazo nuevamente descubierto-. 

Esa noche, al acostarme encontré una nota: “Lamarta está con nosotros. Cuénteme esa historia.” 


III 

Aquel verano comprendí también que Marta no se iba nunca de casa. Que era una más de las que estaba en la pieza de mi madre, por las noches. Y que de alguna forma era ella quien regulaba todo. 

Poco a poco encontrábamos con Martín momentos para conversar en el patio, él se fingía muerto y yo le hablaba entonces, como si entre ambos existiera algo así como un vínculo, un pacto no dicho. 

-¿Sabes si Marta tuvo que ver con la enfermedad de mi madre? 

-¿Lamarta?... No sé, ¿no jugabas un juego de pequeña, de decir unas frases con la misma vocal? 

-¿Por qué no contestas a lo que pregunto? 

-Astaba la calavara santada an la bataca… 

-Martín. 

-…llaga Lamarta a la dasa, ¿parcá astá tan flaca? –Hace una pausa-. Ve que sí le respondo. 

-Pero yo no entiendo, Martín. –Pero el ya ha terminado de hablar. Luego vuelve a quedarse quieto. 


Como dije, aquel fue el último verano en que mamá se levantó. Con el tiempo hasta yo misma dejé de levantarme. Las piernas no me obedecían y terminaba tendida en el piso. A veces Marta me subía en una silla, como en un coche. Martín se tendía cerca entonces, para hacerme compañía. 

-Su madre manda decir que está bien, y que le está volviendo a salir pelo. Suavecito y claro, como pelusitas. Dice que la vaya a ver, que salga, que se le va a pasar la vida ahí en su pieza, señorita Alicia. 

Yo busco entonces la mirada de Martín, pero no sale palabra alguna de mi boca, e intento decirle de esta forma algunas cosas. No preguntas en todo caso, pues ya no hay respuestas que me interesen, pero hay ciertas cosas que me gustaría contarle. Cosas que quizá se me olvidan sino termino por decírselas. Cosas tontas que uno aprende, Martín. Cosas como sacarle la ceniza al pan, por ejemplo, o peinarse cada noche y cada mañana cuidadosamente, cosas que te ayudan a mantener una vida en orden, limpia y sin sobresaltos como el patio de nuestra casa. Cosas útiles, Martín. Aunque no lo parezcan. 

Pero Martín no comprende mis miradas. O peor aún, quizá piensa que estoy equivocada. Repitiendo una a una cada una de sus muertes ahí tendido, hasta hacerme sentir a mí misma parte de ese juego. 

A veces me pregunto cuál era la necesidad de tantas muertes. Y trato de buscar, entre todas, la mejor respuesta.

martes, 17 de noviembre de 2020

F. le tenía miedo a la nieve.



I. 

F. le tenía miedo a la nieve. 

O sea, no a la nieve en sí, sino al caer de la nieve. 

Me refiero a que temía que la nieve cubriese todo y no dejase de caer. 

Es decir, le temía a la desaparición bajo la nieve. 

O en otras palabras: temía que alguien pudiese contemplar la nieve, decir que es hermosa, y no saber que F., o un mundo entero de Fs., había quedado sepultado bajo ella. 

Por eso F. le tenía miedo a la nieve. 


II. 

¡Mentira…! 

Exclama F. 

¡Nunca le he temido a la nieve! 

Eso grita mientras interrumpe la escritura que caía sobre él. 

De hecho, no hay por qué temerle a la nieve… explica. 

La nieve deja de ser nieve y se convierte en agua sucia. 

Eso es simplemente lo que ocurre. 

Como me mira mientras habla me siento obligado a decir algo más. 

Decir que la nieve no se ensucia por sí misma, por ejemplo, o algo en esa línea. 

En vez de aquello, elijo decir que cada cual desconoce sus miedos 

O ansía desconocerlos. 

Eso suena (tal vez) un poco más acertado. 


III. 

F. le tenía miedo a la nieve. 

Le tenía y le sigue teniendo, por cierto. 

Se la sacude de encima apenas la siente caer. 

No tiene consciencia del porqué, ni tampoco le importa.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Terminó el libro.


Terminó el libro de madrugada. Había leído varias horas, desde la tarde, aunque de vez en cuando debió retroceder pues el cansancio lo confundía. Al final resultó ser una experiencia extraña, pues terminó de leer olvidando la historia y confundiendo las voces de los personajes. El argumento, digamos, había dejado de tener importancia, y todo se había transformado en voces que tenían un tono particular, pero cuyo contenido no necesariamente había sido captado. No fue tan consciente de aquello mientras ocurría, pero cuando despertó lo pensó así. Vio el libro a un costado de la cama e intentó recordar algo, pero solo tenía claridad sobre los primeros hechos. Todo lo demás permanecía como una sensación, pero no era traducible necesariamente a una historia. Como un sueño que no logras capturar, explicó él, en alguna oportunidad, cuando la experiencia comenzó a repetirse y lo contó a sus amigos con un tono en el que no se apreciaba mayor preocupación, aunque sí extrañeza, pues la situación se volvía recurrente y él pensó que debía presentarla antes de aceptarla totalmente, como si se tratase de una novia. Lo cierto, sin embargo, es que nadie lo tomó muy en serio esa vez, y la costumbre terminó de instalarse sin producir, afortunadamente, ningún daño. Una vez, hablando con él, me confesó incluso que aquello le había llegado a ser agradable. Que era como dejarse ir hacia algún sitio, simplemente, intentó explicar. Conducir sin pensar, mientras avanzas por la carretera sin saber hacia dónde. ¿Alejándote?, le pregunté esa vez. Pero él me sonrió, únicamente, sin responder.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Piezas imperfectas.



Aclaro en primer lugar que el título está mal. 

Las piezas son perfectas. 

Pienso en Liszt, por ejemplo. 

Sus composiciones. 

Todas ellas, o casi todas. 

En el papel, digamos. 

Como partituras. 

Esas piezas son perfectas. 

Incompletas, tal vez, pensando en que carecen de ejecución. 

Ya ejecutadas -me limito a pensar en Liszt, interpretándolas-, puede que hablemos de perfección. 

Variación de intensidad, digamos entre una ejecución y otra. 

Emocionalidad pura, pero apego irrestricto al tempo. 

Supuestamente Paganini era similar, según dicen. 

Sigo pensando en la ejecución en este punto. 

Y sigo algo lejos, por cierto, del título de este escrito. 

Piezas imperfectas. 

Y es que yo quería hablar, en un principio, de algunas ejecuciones rechazadas. 

Esas en que no se respetó la partitura original. 

Grabaciones, por ejemplo, desestimadas por una serie de imperfecciones que atentaban supuestamente con la pieza original. 

A veces basta con fijarse en el tiempo de ejecución. 

Diez minutos más que la ejecución estándar. 

Siete u ocho minutos menos. 

Desechadas por ese indicador se agrupan cientos de grabaciones. 

De vez en cuando algunos sellos las liberan, o las publican incluso, cuando el artista ejecutante ha alcanzado, posteriormente, cierto renombre. 

Hace tiempo conseguí algunas. 

Las escucho, de vez en cuando, en días imperfectos. 

Podría mencionar algunas y tratar de describir con cierto encanto un par de ellas. 

Pero tampoco es eso, exactamente, de lo que quería hablar. 

El agua cae sobre las piedras, cuando llueve.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Ese espacio común.



I. 

En el patio un limonero. 

Un pequeño limonero, pero de limones grandes. 

Bonito lugar. 

Bonito limonero. 

Bonitos limones, por cierto. 

Tan perfectos los frutos que nadie los arranca. 

Pasan así los días y se quedan ahí. 

En el patio el limonero y los limones. 

Bajo el sol hasta que envejecen. 

Hasta que ya no son bonitos. 

Hasta que ya no parecen lo que eran. 

Y entonces caen. 


II. 

Cambian las ventanas. 

Rompen las paredes y las arrancan desde sus marcos. 

Ese mismo día colocan otras nuevas. 

Ventanas de hoja doble, o triple… o lo que sea. 

Con marcos nuevos, aparentemente más modernos. 

Veinte horas se demoran en instalar las ventanas. 

Mañana pondrán cortinas. 

Incluso conversan sobre la posibilidad de encargar otras nuevas. 

Unas que armonicen con los nuevos marcos. 

Suficientemente gruesas, comentan, para que no las traspase la luz. 

Para elegir, en definitiva, qué tan a oscuras desean estar, dependiendo del caso. 


III. 

Estamos ahí, como en una visita extraña. 

Permanecemos en el lugar, me refiero, dejando cada cosa en su sitio. 

No nos incumben esos cambios, aunque de cierta forma comprendemos. 

Comprendemos más, ciertamente, de lo que decimos. 

Salimos entonces de ese espacio con ventanas nuevas. 

Dejamos el limonero en el jardín, deseando lo mejor para sus frutos. 

Salimos del lugar, de una forma distinta a la que entramos.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Aguas subterráneas.


Los expertos le hablaron de aguas subterráneas. De debilitamiento del suelo. De graves errores en el estudio realizado previo a la construcción. Él pidió entonces nuevas opiniones y todas coincidieron. Le mostraron documentos. Experiencias de casos similares. Imágenes térmicas. Además, el daño era evidente. Parte de la casa ya había comenzado a hundirse y no había mucho que hacer al respecto. Eso le dijeron todos, al menos. Todos salvo uno que mencionó una posible solución, pero planteándola al pasar… prácticamente como algo inviable. De todas formas, el dueño del lugar lo tomó en serio y le pidió un poco más de detalle. Entonces el experto regresó y hasta dibujo unos bocetos. Los explicó uno a uno. Pozos a un costado. Drenar algunas capas. Vaciado de material bajo la construcción y además una serie de soportes extra para reforzar lo ya debilitado. Luego indicó costos. No exactos, por supuesto, pero de todas formas hizo algo similar a un presupuesto. Las acciones sumaban varias veces el valor real de la construcción y no aseguraban totalmente que aquello funcionara. El dueño de la casa dijo que lo pensaría. Le encargó hacer seriamente el proyecto y le adelantó una pequeña cifra, por aquel trabajo. Luego se sentó sobre el suelo, en una de las entradas de la casa, mientras observaba cómo el experto se alejaba. Encendió un cigarrillo. Aguas subterráneas, pensó, mientras observaba el lugar. Siempre se trata de aguas subterráneas.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Cuestión de enfoque.



I. 

-Todo es cuestión de enfoque -me dijo-. Ni siquiera de esfuerzo. Lo que debes hacer es simple: rodear el problema sin establecer contacto… buscando la solución… 

-¿Y entonces? -pregunté. 

-Entonces cambias el enfoque -me dijo. 



II. 

Le pedí un ejemplo y me dio dos. 

Los resumo: 

Ejemplo 1: El auto falla y te detienes a un costado de la carretera. No levantas el capó ni hurgueteas dentro. Te bajas del auto, simplemente. Caminas en torno a él, a una distancia segura. Puedes mirar el auto creyendo que buscas la solución, pero en realidad lo que haces es buscar el problema. Sin darte cuenta, me refiero, buscas exactamente lo contrario. Ahora bien, si solo hay problemas y no solución cambias el enfoque. Te subes a otro auto o a un bus que se detuvo, o hasta encuentras un árbol y te sientas a su sombra. Las soluciones siempre son muchas. Y te alejas del problema. 

Ejemplo 2: El nombre del gato. Supongamos que no decides el nombre del gato. No quieres imponérselo, digamos. Te niegas a decidir por él. Entonces se lo comentas a unos amigos y ellos ríen así que decides apostarles, días después, que no solo has decidido el nombre, sino que el gato ha aprendido decirlo y que puedes probarlo. Ellos aceptan la apuesta y luego tú la ganas. El gato se llama Miau. 


III. 

-Todo es cuestión de enfoque -repitió-. Ni siquiera de esfuerzo… 

-Rodear el problema sin establecer contacto -completé-, y buscar la solución. 

-Exacto -señaló. 

Entonces, como la lección estaba aprendida, me despedí y vine a escribir esto acá. 

Ahora, por cierto, usted lee lo que he escrito. 

Puede parecer una secuencia correcta, pero en realidad usted debe mirar en una dirección distinta. 

Dé media vuelta, observe, respire profundo, haga una llamada... 

No sé bien cómo decirlo. 

Agradezca: Nadie nos ha clavado un cuchillo en la espalda.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Lo dejaron por el hombre bala.



Lo dejaron por el hombre bala. Ni siquiera fue un engaño o algo que hiciesen a su espalda. Ella se lo avisó mientras llevaba sus cosas hasta otro container y él no supo siquiera cómo reaccionar. Había sido un golpe bajo, fue el único comentario de apoyo que escuchó. Pero ni siquiera supo si era en serio pues se lo dijo un payaso enano que siempre bromeaba con esas cosas. Luego de eso hubo días de rabia, dolor y otras sensaciones que no alcanzó a identificar. Después de todo… ¿qué mierda hacía el hombre bala? ¿Tenía algún talento aparte de meterse en el cañón y caer con cierta gracia? Como no tuvo respuesta y pensó que las malas sensaciones no se irían nunca, se intentó colgar con la cuerda en la cual él mismo hacía el número de equilibrio cada función, caminando en altura, de un extremo a otro de la carpa. Olvidó, sin embargo, que esas cuerdas son elásticas, así que, en vez de morir ahorcado, él quedo rebotando, sostenido por el cuello de la cuerda que había amarrado a la base alta del trapecio. Horas después lo encontraron ahí unos payasos… Ahogado, maltrecho, pero aún con vida, por lo que lo llevaron a escondidas hasta el conteiner donde él les rogó que no contaran a nadie sobre aquello. Ellos accedieron, por cierto, pero a cambio se quedaron con el número del ahorcamiento con elástico y lo incorporaron a su rutina. Así, semanas después, todo parecía haber vuelto a un orden. Incluso el que había sido dejado se veía más tranquilo y había comenzado a aprender nuevas labores. En eso estaba cuando tuvo un accidente con el único animal que por entonces tenía el circo: un tigre viejo llamado Sefalet. Este tigre era muy tranquilo, por cierto, y hasta podría decirse que se comportaba amistosamente con él, pero quien sabe si a modo de juego le arañó una pierna, produciéndole una herida. No fue tan grave, en principio, pero se infectó. Y claro, cuando se dieron cuenta hubo que cortarle la pierna. El mismo autorizó aquello, en un hospital cercano, como si todo fuese parte de una función. De hecho, hasta pidió la pierna, para alimentar al tigre -cuestión que no ocurrió, por supuesto-. Lo que sí ocurrió fue que la mujer que lo había abandonado se compadeció de él y regresó a su conteiner por un tiempo. Por otro lado, días después, el tigre debió ser sacrificado pues también había arañado al domador e intentó atacar a unos niños, cuyos padres hicieron una contundente denuncia. Sedaron al animal y le pusieron una inyección con una solución amarillenta, que lo dejó rígido casi de inmediato. La solución estaba en un frasco de vidrio, se fijó él, mientras se despedía del animal. No ayudó a enterrarlo, sin embargo, pues todavía no se equilibraba bien con una pierna.

martes, 10 de noviembre de 2020

Lo extraño no es eso.



-Lo extraño no es eso -me dijo-. Lo extraño es que mientras duermes ocurran mil cosas y despiertes simplemente en el mismo sitio, como si nada realmente hubiera pasado. 

-¿Qué mil cosas? -pregunté. 

-Pues eso… mil cosas… -continuó-. O cien cosas… olvídate de la cifra… Lo importante es que ocurren cosas y tu despiertas en el mismo sitio en el que estaban antes que ocurrieran, como si no fueses realmente parte de ellas… 

-No entiendo bien… -confesé-, ¿te refieres a las cosas que pasan en el mundo, en general…? 

-No, no es eso… -siguió, con un tono que reflejaba cierta molestia-, además no hay nada de eso que tu llamas general… eso no existe. 

-Me refería a las cosas que pasan en el mundo -intenté explicar, torpemente-, ya sabes… mientras uno duerme o cuando… 

-Espera -me interrumpió-. Estás cometiendo el mismo error… Si dices que esas cosas pasan en el mundo también te pasan a ti… eso estás diciendo, en realidad. 

-De acuerdo -dije, comenzando a molestarme, también-. Puede que de cierta forma nos pase… pero al menos son cosas que ocurren fuera de uno… cosas que… 

-¡Ese sí que es un error egoísta! -lanzó entonces-. No debes dividir las cosas entre las que pasan fuera de ti y lo que pasa dentro de ti… Lo importante es que pasan cosas… no dejas de ser ni de estar… Esa división es falsa. 

-¿Falsa…?… 

-Claro… Incluso usando tu lenguaje es falsa… hay realidad dentro tuyo y hay realidad fuera tuyo… hay una realidad… un continuo de realidad si quieres… tu apenas eres una interferencia de esa realidad… 

-Y parte de ella al mismo tiempo -interrumpí. 

-¡A eso quería llegar…! -exclamó-, si eres parte de ese continuo que sigue actuando, ¿cómo es posible que despiertes en el mismo sitio, como si nada hubiese pasado? 

-Pues eso no lo he dicho yo… -aclaré-. Nunca despierto en el mismo sitio, como si nada hubiese pasado. 

-Exacto -concluyó, más alegre-. Pero no lo habrías dicho en un inicio. Esta ha sido, por lo tanto, una conversación fructífera.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Apurar el paso.


Para terminar a tiempo apuramos el paso. Lo hacemos sin cuestionar, porque aparentemente fue un acuerdo. O porque nos acostumbramos, simplemente, a funcionar así. Son unos días entonces donde dejamos de prestar atención al entorno. Nos centramos en aquello cuyo plazo expira y eso parece darle una importancia mayor. La importancia generada por la urgencia, digamos. Y llegamos por lo general al plazo, justo a tiempo. Y secretamente nos sentimos orgullosos. O pensamos que podemos relajarnos al menos, por llegar a ese término que en realidad nunca fue un término. Fue algo pasajero, apenas, una pausa antes de comenzar otra vez. Y aparecen luego nuevos números y calendarios marcados y hasta a veces un poquito de culpa. Suena fuerte, tal vez, pero es así. Un poquito de culpa, porque prefieres cuestionarte a ti mismo que cuestionar los números dados. Y piensas que debes organizarte mejor. El trabajo, la vida familiar, las horas mínimas de sueño, piensas, como si fuera algo simple. Pero en realidad si todo lo haces bien, el tiempo no te da. No da incluso si amas tu trabajo y quieres estar atento a crecer y alcanzar otras metas. Debes renunciar a algo aunque no quieras. Elegir algo que parezca no tener tanto valor en medio de horarios, calendarios y fechas de entrega que, erróneamente, no cuestionamos jamás. Por eso, en definitiva, apuramos el paso. Por eso y porque vernos a nosotros mismos en medio de todo aquello es peligroso. Porque preguntarnos qué pasó con nuestros sueños y con aquello que amamos nos desconcentra. Y claro… elegimos ver el error, si lo hay, en otro sitio. Un sitio abstracto, por supuesto, pues el error y la culpa son cosas que buscamos evitar. Los números, en tanto, permanecen intactos, clavándose en el mundo y en tu piel. Por eso apuramos el paso. Para sacarnos un par de números de encima. Porque secretamente tienes miedo de enfrentarlos, y lo prefieres así. O porque no sabes, en defintiva, el significado de ti mismo.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Luego lo descubres.



I.

Lo escuchas, al caminar.

Luego lo descubres.

Un pequeño pájaro amarillo revoloteando sobre la nieve.

Ya lo habías visto una vez.

Canta ahora, sobre la nieve, y no sabes para qué.

Insiste, pero no comprendes.

Un pequeño pájaro amarillo.


II.

Bajo otra luz lo vez de un tono más verde.

Lo escuchas, sin embargo, cantar siempre igual.

El reflejo de la luz, sobre la nieve, transforma las cosas.

Arden los ojos, al recordar su color.

No se transforma, en todo caso, lo que no comprendes.


III.

Horas después vuelves a escuchar el canto.

Antes de dormirte, lo escuchas esta vez.

No hay nieve ni hay luz, en ese instante.

Tu piel tiene un corte y no recuerdas por qué.


IV.

El sol sobre la piel.

El canto en los oídos.

El color y el reflejo en los ojos.

Eso es más o menos lo que queda esta vez.

Más o menos lo que queda.


V.

Debes dormir, supones, para recordar.

Para que cada elemento tome su sitio preciso.

Para que el cansancio se transforme en otra cosa.

Para comprender lo que no comprendes, estando despierto.


VI.

¿Qué es lo que descubres?

¿Un pájaro amarillo revoloteando sobre la nieve?

Descubres, más bien, algo que no comprendes.

Y un pequeño pájaro amarillo.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Un reloj, una forma de ser, una sensación y una puerta de regreso.



I. 

-¿Había un reloj? 

-Había un reloj. 

-¿Funcionando? 

-Funcionando. 

-¿Viste más cosas? 

-Sí. 

-¿No estaba oscuro? 

-Sí, pero igual vi cosas. 

-¿Quieres hablar de ello? 

-No. 

-¿Lo dejamos entonces? 

-De acuerdo. 

-¿Hasta aquí? 

-Sí. Hasta aquí. 


II. 

-A veces siento que hablar contigo es hablar solo. 

-… 

-No es una crítica, en todo caso… De hecho, ya ni siquiera me incomoda… 

-… 

-Antes pensaba que era algo contra mí, pero ahora entiendo que es tu forma de ser… 

-… 

-O eso supongo, al menos… 

-… 

-¿Es tu forma de ser, cierto? 

-Sí. 

-¿Lo dices en serio? 

-Sí, lo digo en serio. 

-¿Y qué es lo que dices…? 

-Lo que ya dije… que esa es mi forma de ser. 


III. 

-Tengo un tío que también le pasó lo que a ti. 

-… 

-Un día nos habló de eso, en una cena familiar. 

-… 

-Fue solo una vez, pero también nos contó del reloj, ¿sabes? 

-No, no sabía. 

-Tenía siempre la misma hora, según él, pero estaba seguro que estaba funcionando. 

-… 

-¿Te pasó lo mismo a ti, con el reloj? 

-No sé. No recuerdo la hora, en realidad, pero sí que estaba funcionando. 

-¿Y cómo sabías que estaba funcionando? 

-No sé. Una sensación, supongo. 

-¿Una sensación? 

-Sí. Una sensación. 


IV. 

-¿Te conté que cuando chico quería ser astronauta? 

-No. 

-Pues eso… cuando chico quería ser astronauta. 

-… 

-Dejé de quererlo cuando comprendí que los astronautas ya no viajaban solos. 

-¿No viajan solos? 

-No. Ya no. Supongo que es un protocolo por salud mental… 

-Puede ser. 

-¿No quieres que te cuente eso? 

-No. 

-¿Por qué no? 

-Porque ya dijiste lo que querías decir. 

-… 

-Puede que los demás no lo noten, pero yo sí. 

-¿Por qué? 

-Porque ellos buscan otra cosa. 

-¿Qué cosa? 

-Una salida... Una puerta de regreso. 

-¿Tú no…? 

-Shhh... mejor descansa.

Sobre el pelo de Chewbacca.



Hablaban sobre el pelo de Chewbacca. Sobre el pelaje de un disfraz, en principio, aunque luego parecían olvidarse de qué hablaban, realmente. Y es que iban de un tema a otro y volvían cada cierto tiempo al pelo de Chewbacca, mientras yo los escuchaba a distancia, intentando seguir la conversación, sin mucho éxito. 

Creí entender que detectaban un error en el pelo de Chewbacca. O en la sedosidad del pelo, más bien. Me refiero a que discutían sobre lo desenredado que parecía en cada película, o en el disfraz… o probablemente en la imaginación de los que hablaban. Eso no lo entendí muy bien. 

El punto es que creían que el mismo Chewbacca se lo desenredaba. Esa fue una conclusión, a la que llegaron. Debía tener peines en el Halcón Milenario y aplicarse a ello unas horas cada día, mientras viajaba por el espacio. 

Sin embargo, según entendí, ellos planteaban el problema de la espalda de Chewbacca. Decían que debía tener un sector de pelo ahí en la espalda al que no llegase por sí mismo y probablemente ese lugar estaría irremediablemente enredado. Y claro… sería notoriamente distinto al resto del pelaje en el cuerpo del personaje. 

Eso le faltaba, al parecer, al disfraz del que hablaban. Eso lo hacía imperfecto. Un disfraz en el disfraz, me pareció oírle decir a uno. Un disfraz al que le han arrancado una metáfora, dijo otro, tal vez. 

Pensé en escribir esas frases, para no olvidarlas, pero finalmente no fue necesario. O tal vez fue necesario, pues probablemente las cambié. 

Hablaban sobre el pelo de Chewbacca, me dije, mientras abandonaba el lugar. 

No era mala frase, para comenzar una historia.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Sacar las cosas del envoltorio, me refiero.



Debe tener un nombre. Un tipo de manía, digamos. Algo clínico. Sacar cosas del envoltorio, me refiero. Hacer que algo nuevo o sellado sea parte del mundo. Del mundo de las cosas que no son nuevas, por supuesto. De las cosas que se gastan, que han comenzado a deteriorarse. A envejecer de a poquito. A convertirse, sin apuro, en desecho. 

Todo surge como una broma, como una afición extraña. Abrir los regalos que no te pertenecen, por ejemplo. No robarlos. No dejarlos para ti. Solo abrirlos. Sacarles el papel. Abrir la bolsa o la caja. Luego ya todo está hecho. Comienza el desencanto digamos. Fuera del paquete esa cosa ya es solo otra cosa. La dejas ahí. Sin brillo. Opaca. 

Lo haces entonces en una tienda. En un supermercado. Secretamente lo haces, aunque a veces te descubren. Te amenazan. Te golpean. Te detienen. Te preguntan si estás loco… ¿Saben que algunas tiendas botan los productos que han sido abiertos? Que pierden el valor… que son vendidos luego en remate a precios ridículos. 

Lo bueno es que no hay penas graves para aquello. No es hurto. No es robo. Hasta cierto punto es daño a la propiedad privada, pero un buen abogado puede poner en juicio lo que ocurre con un artículo en venta. Le pregunta al juez a quién le pertenece. El sentido común dice que a la tienda, pero no es necesariamente propiedad privada. Te dejan en libertad. Trabajo comunitario, unos meses. 

Ahora hay que cuidarse de todas formas. Buscar disfraces. Diseñar estrategias. El otro día salió en las noticias. Piensan que se trata de bandas, pero solo soy yo. Aunque claro, tal vez ya existan algunos seguidores. Abrir cosas, sacarlas del envoltorio. Crear un discurso contra todo aquello. ¿Lo entiendes…? Alguien debe reírse de aquello. Denunciarlo. La ilusión de algo nuevo. Lo que estamos dispuestos a pagar por esa mentira. La forma en que inventamos el valor para las cosas y perdemos el nuestro. 

¿Quién dice que un personaje de comic es algo difícil de hacer? ¿O que las motivaciones que ponemos en ellos son falsas? Ahora solo falta un traje y un exceso. Una gran explosión para una imagen memorable. Abrir un útero antes de tiempo, y dejar algo todavía vivo sobre el pavimento… Todo depende de lo oscuro que pretenda ser. Del límite entre la acción, la protesta y el hecho. Todo depende del envoltorio, digamos. 

¿Me pediste una idea para un cómic? ¿Un antihéroe…? 

Listo. Ahí está hecho.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Otro Escrito.



Debajo de esto había otro escrito. No hay huellas, por supuesto. Por lo mismo, usted tiene derecho a pensar que miento. Que estas palabras son las primeras en ocupar este espacio y que no hay nada, atrás de ellas. Allá usted, si piensa eso. Pierde tiempo si es así leyendo algo en lo que no cree, quien sabe con qué motivo, o con qué falta de motivo. Eso es lo primero que quería decirle. 

Debajo de esto, por cierto, había un texto que hablaba de aquello. De la falta de motivos. Era un poco oscuro y atacaba demasiado al posible lector -y de paso a uno mismo, por supuesto-. Cuando ya sé que el texto va a desaparecer me tomo libertades. Lo complejizo. Empleo palabras que comúnmente prefiero evitar y hablo de autores de forma desordenada dando por hecho que el lector maneje mis mismas referencias. 

Y es que a veces soy hiriente. Me nacen filos. 

Supongo, si me demoro un poco, que me hablo a mí mismo. Sin quererlo, por supuesto, pero eso hago. Intento explicarlo con una imagen: un náufrago que escribe mensaje en botellas y al final no las arroja. O las lanza, pero va por ellas al mar y las trae de regreso y luego las borra. 

¿Absurdo? No sé si tanto. Y es que las palabras, tal vez, no eran para nadie. O al menos no eran para alguien específico. 

Por eso se borran, podría concluir. No siempre, pero este es uno de los casos. De todas formas, si a alguien le interesa, puede fácilmente saber qué había antes escrito acá. Puede comprenderlo, al menos, sin mayor esfuerzo. 

Después de todo, no escribo por inercia. Ni por cumplir. Ni porque me sobre el tiempo. 

Quien quiera entender, que entienda.

martes, 3 de noviembre de 2020

Topos (la mitad de la historia)



No había rastros ni señales, pero el abuelo de M. se obsesionó con la idea de que tenía topos en su jardín. No sé de dónde lo sacó, supongo que de alguna película o de un dibujo animado antiguo, pero desde que lo mencionó no dejó de salir al jardín y vigilarlo, sentado en una silla roja y con un rifle de balines sobre sus piernas, para dispararle al primer topo que se asomara. 

Por supuesto, no se asomó ninguno, pero sí llegaron a la casa un par de policías que fueron advertidos por algún vecino respecto al hombre armado que estaba en el patio. 

M. estaba en casa, por suerte, y habló con los policías explicándole la condición de su abuelo. Tras esto, los policías llenaron alguna papeleta y, tras revisar el arma, hicieron algunas advertencias de rigor a su dueño, aunque el rifle no podía ser considerado un arma de fuego, así que lo dejaron estar. 

Días después el abuelo de M. comenzó a cavar en el jardín. Apenas tenía fuerza para hacerlo, pero se esforzó e hizo algunos hoyos, durante algunos días, hasta que prácticamente destruyó el jardín. Sin embargo, como tiempo después olvidó que él mismo lo había hecho, volvió a culpar a los topos y retomó su vigilancia con el rifle, permaneciendo frente al jardín prácticamente todo el día. 

Nunca encontró a uno, por cierto. 

Cuando se lo llevaron, el abuelo de M. le dejó el rifle y le encargó a M. que lo protegiera de los topos. Aunque no los veas, los topos existen, le dijo. M. asintió. 

Esa es la mitad de la historia.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Reunión.



Podemos hablar de lo que sea, pero no lo hacemos. De cierta forma elegimos no hacerlo. Yo tengo claras mis razones, aunque las sé absurdas. Ella y los demás, supongo, también han de tener las suyas. Y claro, hablamos entonces de las mismas cosas. Una y otra vez hablamos de las mismas cosas. Hacemos actas. Reuniones. Compartimos espacios de trabajo. A veces pienso que solo yo considero absurdo todo eso. Repetitivo, me refiero. O limitado, más bien. Me ocurre así todo el tiempo. Hacerme consciente de las cosas, de los movimientos, de los mecanismos y engranajes que posibilitan las acciones. Suena complejo, pero no es un gran ejercicio. Es involuntario, de hecho, y no ofrece muchas ventajas. A modo de ejemplo -fuera del ámbito de estas reuniones, por supuesto-, puedo señalar el hacerme consciente de los movimientos que implican remar, cuando estoy remando… y claro, visto el engranaje viene la descoordinación… el error involuntario. Como el niño que desmonta el reloj para ver el funcionamiento y entonces el reloj se detiene y todo es, de cierta forma, irreparable. Sin quererlo, por supuesto, pero irreparable. Y es entonces cuando regreso a la reunión (de la que nunca me he ido) y me doy cuenta que podemos hablar de cualquier cosa, pero no lo hacemos. Que elegimos, incluso, no hacerlo. Y mientras descubro eso desmonto la reunión y observo los engranajes y poco a poco el reloj se desarma. No había espíritu en el reloj, solo engranajes. Ahora debo firmar el acta. Eso que escribo, por cierto, no es mi nombre.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Siempre es más fácil de esa forma.


“La felicidad no es aquello con que soñamos, 
(…) la felicidad es algo que jamás hemos querido” 
E. S. 


En la lavadora encuentro restos de cosas. 

Siempre me pasa. 

Trozos molidos que tal vez fueron papel. 

Y alguna que otra vez algo que mancha mis ropas. 

Es extraño. 

Mientras retiro los restos de las prendas no pienso en nada. 

Casi nunca pienso en nada. 

Lo lógico sería que pensara en qué era aquello que se molió. 

O idear algo que me recuerde revisar los bolsillos, para una próxima vez. 

Eso no pasa, por supuesto. 

Retiro esos restos, simplemente, como parte de un rito necesario. 

Me siento bajo el sol, y los retiro. 

Sin apuro, me dedico a eso, tratando de hacer bien mi labor. 

A veces, encuentro un resto más grande, con algo escrito, pero no indago en él. 

Y es que nunca extraño nada, luego que esto ocurre. 

Por lo que asumo que lo que se molió no debe haber tenido, en el fondo, mayor importancia. 

Luego de limpiar las ropas las cuelgo en un cordel. 

Y entonces voy a la lavadora a recoger los últimos restos. 

Tal vez sean estas las únicas acciones que hago en la semana, sin apresurarme en lo absoluto. 

Todo lo demás se agolpa ante mí y me obliga a pensar, a sentir, y desgasta un poco lo que soy. 

Supongo que por eso prefiero, finalmente, lo que ocurre con mis ropas. 

Mis ropas que no son yo, por supuesto. 

Siempre es más fácil de esa forma.

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