miércoles, 18 de noviembre de 2020

Las tantas muertes.

(Texto - Borrador: 2006)



Aquel fue el último verano en que mi madre se levantó. Sorprendía verla en la mañana parada junto a la piscina, o sentada en la terraza con un vaso de leche que nunca terminaba de tomar. Yo me levantaba temprano en ese tiempo y la miraba desde la cocina mientras raspaba unas tostadas que dejaba quemar de puro gusto. Disfrutando aquel placer de arrancarles la ceniza y esparcirla lentamente, como si fuese nieve negra. 

-¿No ha llegado la Marta?-, preguntaba entonces mi madre, sin esperar respuesta. 

Y es que la Marta –como le decía mi madre-, no llegaba nunca temprano. A veces se atrasaba tanto que nos quedábamos sin almuerzo. Recuerdo que siempre aparecía cargando bolsas llenas de ropa y de cosméticos, que dejaba olvidados en distintos rincones de la casa. 

Años atrás, -ya ni sé cuántos-, trabajaban en casa hasta cuatro personas, incluida la señora Matilde, que fue la que me crió. A veces hasta contrataban mozos para las comidas que daba mi madre o para las visitas del fin de semana. Pero eran otros tiempos. Con la enfermedad de mamá todo cambió deprisa. Luego además se fue papá. Lo cierto es que para aquel verano, aparte de las visitas esporádicas de algún jardinero o alguien que venía a hacer algún arreglo, éramos solo mi madre y yo las que andábamos por la casa. O mejor aún: mi madre, yo, y la Marta. 

Fue en una de esas mañanas cuando me percaté del muchacho tendido en la terraza. Mamá estaba acostada en su pieza y por la hora era poco probable que Marta hubiese llegado. Yo estaba con una tostada apoyada en mi brazo y un cuchillo en mi mano para sacarle un poco de ceniza. 

-¡Eh, chico! –le grité-, ¡Niño! 

Pero el niño no se movió. Pensé que había venido con el jardinero y volví mejor a mis tostadas. 

-Señorita Alicia, –dijo entonces Marta, dejando sus bolsas en la cocina.- ¿Le preparo algo más? 

Me negué. Ella sin mirarme comenzó a ponerse el delantal. Yo recordé al muchacho. 

-Oiga Marta, hay un chico durmiendo en la terraza… ¿sabe usted si vino con el jardinero? 

-No señorita, el jardinero no viene hasta el lunes. 

Marta esperaba que yo preguntase, pero no cedí ante ella. Por fin me permitió un triunfo. 

-Es Martín –dijo-, y no le haga caso, le aseguro que no está durmiendo. 

Entonces, mientras se volteaba para ordenar sus bolsas, aproveché para ir a mi cuarto. Había olvidado en la cocina una de las tostadas sin raspar, pero no quise volver por ella. 


II 

En verano, nuestro patio recibe sol durante toda la tarde. Tanto que varios sectores de pasto terminan siempre quemándose y es necesario cambiarlos para mantener el verde de un solo tono. De hecho, para cuidarlo, casi ni lo pisábamos, con tal de mantenerlo impecable. 

Cuando empezó a venir Martín, sin embargo, algunas costumbres cambiaron, y era común verlo sobre el césped, rígido, sin preocuparse del sol, o del frío, o de cualquier otro inconveniente. Una vez, bajo la lluvia, lo vi permanecer tendido, sin movimiento alguno, mientras el agua caía cada vez más fuerte. Esa vez yo misma fui hasta él, pues si le gritabas desde lejos nunca hacía caso. 

-¡Martín! –decía mientras me acercaba-, ¡anda a dormir a la terraza! ¿No ves que puedes enfermarte? 

Esa fue la primera vez que me di cuenta del verdadero estado en que permanecía. Martín estaba rígido, no me refiero a su cuerpo, sino a su cara, a sus ojos, que permanecían abiertos y con la mirada perdida. Recuerdo que me asusté y lo moví con violencia. Sólo entonces él reaccionó. 

-¿Qué pasa, señora Alicia? –me dijo de lo más tranquilo, mientras se ponía de pie. 

-Pasa que está lloviendo y tú estás en medio del patio –le dije empujándolo hacia la casa- y por si no lo sabes -le aclaré-, la señora Alicia es mi madre, yo soy Alicia… la señorita Alicia. 

Mientras guardaba la ropa mojada en las bolsas de la Marta, Martín preguntó por mi brazo. Yo siempre lo mantenía tapado, pero con el asunto de la lluvia me había descuidado por completo. 

-Nada –le dije-. Me falta una mano. 

-¿Y esos son deditos? 

-Más o menos no más…, termina de secarte mejor, que después llega la Marta y te va a retar. 

-¿Lamarta? –preguntó, como si fuese una sola palabra. 

-Sí. Marta Lamarta. Y se va a enojar si te ve así todo mojado –Martin parecía enojado-. ¿No hallas chistoso… Marta Lamarta? Como un personaje de cuento. Yo podría contarte esa historia… 

-No. –Dijo Martín-. La señora Alicia me cuenta historias y nadie se llama así… 

-No seas mentiroso, mi madre nunca ha hablado contigo, si ya casi ni se levanta… 

-¡Sí! ¡Ella me cuenta historias y tomamos leche juntos…! 

-¡Martín! -Era Marta, quien se acercó rápidamente al muchacho y le metió la mano debajo del chaleco-. Pero si estás congelado… ¿qué es eso de gritarle a la señorita Alicia?... Disculpe –dijo dirigiéndose a mí- no le haga caso. Yo me encargo de todo. Y le aviso de la cena en un momento. 


Esa noche me levanté y fui hasta la pieza de mi madre. Marta se había ido y podía verse algo de luz en el interior del dormitorio. Yo me acerqué en silencio. 

-¿Me acercas el peine? –decía mi madre mientras le indicaba a Martín- ¿te gusta?, es de cristal. 

Luego mamá hacía ver a Martín, por entre el peine, la luz de la lámpara. Ambos conversan y ríen de vez en cuando. Están sentados en el borde de la cama, apoyados en algunos cojines. 

Después, como si fuese una costumbre, ella se saca la peluca y comienzan a alisarla con el peine. Yo nunca había visto a mi madre sin peluca. 


Empecé a encerrarme más en mi cuarto. Aunque seguía saliendo de noche a observar la pieza de mi madre. Lo último que veía era a Martín tenderse junto a la cama, y se apagaba la luz. 


-¿Quiere que le traiga algo, señorita Alicia? 

Es Marta. Yo estoy en la terraza mirando a Martín que está tendido sobre el pasto. 

-¿Sabes a qué juega ese niño? –pregunto. Marta se demora en responder. 

-Creo que le gusta hacerse el muerto, señorita. Si hasta abre los ojos y se pone tieso ¿No ve? 

Marta me mira como si estuviese molesta por algo. Luego vuelve a preguntar si necesito algo. 

-Quizá sea bueno que vuelva a su cuarto, a descansar. No es bueno desvelarse hasta tan tarde y no recuperar el sueño –concluye. 


-¿Te cantaban canciones cuando niña? –Martín pregunta mientras se mueve nuevamente-. Te apuesto que te cantaban la de Alicia va en el coche… Yo la escuché el otro día. 

-¿Te la cantó mi madre? 

-No. A ella le da miedo el final. Ahí dicen que Alicia ya está muerta, y que la llevan a enterrar… 

Martín canta mientras da vueltas sobre el césped. 

-¿No te la cantaban mientras te peinaban? La señora Alicia todavía guarda el peine de cristal-. El niño no deja de mirarme el brazo que llevo descubierto. 

-Veo que te gustan las muertes –le digo-, ¿no es a eso lo que juegas todo el tiempo? 

-No. Yo juego a estar despierto –me dice. Luego se vuelve a tender en el césped y a quedarse tieso. 

Yo lo sigo mirando, con una sensación fría y extraña que desconozco por completo. 

-No te creo, Martín. No te creo nada. Y no me molesta que veas a mi madre, ni que duermas ahí. No me importa. Además no puedes quedarte así para siempre. Sé que me estás escuchando y sabes que no me dan miedo tus jueguitos. 

-¿Te gustaría que estuviera muerto de verdad? –dice de pronto. 

-No. Me gustaría que confiaras en mí. Que me contaras la verdad. –Martín cambia su tono. 

-Lamarta. Marta Lamarta -dice-, nunca me contaste esa historia. 

Entonces, como si la hubiese invocado, la voz de Marta suena tras de mí. 

-Puede volver a su habitación señorita Alicia, yo me encargo del niño. Tanto sol puede hacerle mal a su piel -dice mientras señala mi brazo nuevamente descubierto-. 

Esa noche, al acostarme encontré una nota: “Lamarta está con nosotros. Cuénteme esa historia.” 


III 

Aquel verano comprendí también que Marta no se iba nunca de casa. Que era una más de las que estaba en la pieza de mi madre, por las noches. Y que de alguna forma era ella quien regulaba todo. 

Poco a poco encontrábamos con Martín momentos para conversar en el patio, él se fingía muerto y yo le hablaba entonces, como si entre ambos existiera algo así como un vínculo, un pacto no dicho. 

-¿Sabes si Marta tuvo que ver con la enfermedad de mi madre? 

-¿Lamarta?... No sé, ¿no jugabas un juego de pequeña, de decir unas frases con la misma vocal? 

-¿Por qué no contestas a lo que pregunto? 

-Astaba la calavara santada an la bataca… 

-Martín. 

-…llaga Lamarta a la dasa, ¿parcá astá tan flaca? –Hace una pausa-. Ve que sí le respondo. 

-Pero yo no entiendo, Martín. –Pero el ya ha terminado de hablar. Luego vuelve a quedarse quieto. 


Como dije, aquel fue el último verano en que mamá se levantó. Con el tiempo hasta yo misma dejé de levantarme. Las piernas no me obedecían y terminaba tendida en el piso. A veces Marta me subía en una silla, como en un coche. Martín se tendía cerca entonces, para hacerme compañía. 

-Su madre manda decir que está bien, y que le está volviendo a salir pelo. Suavecito y claro, como pelusitas. Dice que la vaya a ver, que salga, que se le va a pasar la vida ahí en su pieza, señorita Alicia. 

Yo busco entonces la mirada de Martín, pero no sale palabra alguna de mi boca, e intento decirle de esta forma algunas cosas. No preguntas en todo caso, pues ya no hay respuestas que me interesen, pero hay ciertas cosas que me gustaría contarle. Cosas que quizá se me olvidan sino termino por decírselas. Cosas tontas que uno aprende, Martín. Cosas como sacarle la ceniza al pan, por ejemplo, o peinarse cada noche y cada mañana cuidadosamente, cosas que te ayudan a mantener una vida en orden, limpia y sin sobresaltos como el patio de nuestra casa. Cosas útiles, Martín. Aunque no lo parezcan. 

Pero Martín no comprende mis miradas. O peor aún, quizá piensa que estoy equivocada. Repitiendo una a una cada una de sus muertes ahí tendido, hasta hacerme sentir a mí misma parte de ese juego. 

A veces me pregunto cuál era la necesidad de tantas muertes. Y trato de buscar, entre todas, la mejor respuesta.

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