domingo, 29 de noviembre de 2020

Ella escuchaba rancheras.



De noche, al terminar el día, F. dejaba una media hora para dedicarse a escuchar rancheras. 

Era algo cercano a un secreto, una acción que ocultaba al resto pues lo hacía ya en la cama, con audífonos, luego que sus hijas se hubiesen acostado y G. se hubiese dormido, sin sospechar nada, a pocos centímetros de ella. 

Era lo más cercano a un amante que ella sentía había tenido nunca. 

Algo de lo que no se avergonzaba, pero que prefería mantener en secreto, posiblemente para hacer más emocionante ese momento, cada noche. 

Las rancheras las escuchaba concentrada. 

Alegre, hasta cierto punto. 

Investigaba grupos, descubría temas nuevos, leía un poco sobre los intérpretes. 

Disfrutaba de las letras y la música mayormente, aunque no le transmitían deseos de moverse o bailar, sino que restringía las emociones a un mundo interno, que parecía ensancharse cada vez que comenzaba a sonar la música. 

De entre todo lo que escuchaba F. fue elaborando su propio ránking. 

Sin pensarlo ni analizar sus gustos, fue guardando como favoritas algunas canciones en las que se repetían algunos hechos aparentemente trágicos: 

Alguien a quien le incendiaban su rancho, la historia de una familia arrastrada por un río o hasta una canción en que se decía que la pistola de un maquinista de tren, se había dirigido de pronto, por cansancio, hacia su propio dueño. 

De hecho, uno de los detectives analizó este aspecto detalladamente, buscando huellas en el contenido de las rancheras, para comprender lo que a F. le había ocurrido. 

Escribió un largo informe al respecto, aunque finalmente este fue desestimado y el caso fue archivado sin que alguien más leyese sobre aquello. 

Es decir, se mantuvo en secreto -al menos de lo que podría llamarse su círculo cercano-, que ella escuchaba rancheras. 

Estoy seguro que ella lo hubiera querido así.

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