jueves, 30 de abril de 2020

El mal ladrón.


Estaba afuera del cuarto que arrendaba y no sabía qué hacer. Faltaban tres días para que venciera el último pago y yo estaba ahí, simplemente, sin que se me ocurriera de dónde obtener dinero. Había oscurecido hacía poco y yo seguía inmóvil, sentado junto a un árbol medio seco que era lo único que había en aquel sitio, además del cuarto.

Fue durante aquel momento que observé a un hombre saltando la muralla. Nervioso, se acercó hasta mi cuarto, que estaba a oscuras y comprobó por la única ventana que no había nadie dentro. Luego, sin darse cuenta que yo estaba a unos metros, mirando todo, forzó mínimamente la puerta, se descolgó el bolso que llevaba, y entró a mi cuarto.

Debo confesar que me dio risa verlo entrar. Pensar en las expectativas que tenía y en la decepción que se iba a llevar. Y es que era la primera vez que podía celebrar el no tener nada. Apenas un colchón, sobre el piso, y no podría llevárselo. Incluso la poca ropa que me quedaba la había sacado en una bolsa, para llevarla a una lavandería en la que me quedaba un último cupón de descuento. Por lo mismo, haciendo cuentas minuciosas de lo que tenía dentro, podía nombrar el colchón, las sábanas, un hervidor y una taza. Determiné, por lo mismo, que eso no era suficiente como para ponerme de pie e ir a encararlo, así que me quedé donde estaba, sin más.

El tipo usaba una linterna y parecía buscar algo. A ratos veía el haz de luz pasar por la ventana y desplazarse hacia otro sitio. Unos cinco minutos después el tipo salió del cuarto. Lo vi subirse nuevamente a la muralla y alejarse del lugar.

Pasado un rato entré nuevamente a mi cuarto. Fui a encender la luz, pero ya no había ampolleta. Intenté revisar a tientas, pero lo poquito que tenía estaba ahí. Mi hervidor y la taza, me refiero. Para festejar puse agua a hervir y saqué uno de los sobrecitos de café que traía en los bolsillos. Me senté sobre el colchón a pensar en lo que haría al día siguiente y no se me ocurría nada. En ese entonces, recuerdo, me ponía a contar cuando esto ocurría. O decir secuencias de números, más bien, pues lo cierto es que no contaba propiamente nada. No sabría decir hasta qué numero llegué, pero sé que ya comenzaba a amanecer cuando me dormí, finalmente.

Tres días después me fui de aquel lugar. Tuve que reponer la ampolleta, de hecho, con el último dinero que me quedaba. Maldije entonces al ladrón, recuerdo, pues con eso pensaba comprar un par de panes, antes de tomar una decisión más definitiva. 

Han pasado veinte años desde aquello y extrañamente, he llegado a sentirme agradecido de ese ladrón.

Y es que tarde, tal vez, comprendí su gesto.

miércoles, 29 de abril de 2020

Imaginación en detalle.


Por aquel entonces solía imaginar que mataba a alguien. Una imaginación en detalle, me refiero. No era muy consciente de aquello hasta que de pronto me descubría siguiendo a un transeúnte. Uno al azar, aparentemente, aunque debo reconocer que nunca reflexioné sobre la naturaleza de mis elecciones. Casi siempre llevaba algo que pudiera servir de arma: un cuchillo, una piedra, un trozo de metal, o cualquier otro objeto que hubiese encontrado a mano y que pudiese resultar útil. Seguía entonces a la persona hasta que se generara una situación oportuna. A veces durante horas. Mientras lo hacía iba además calculando cosas. Los lugares donde debía enterrar el cuchillo, por ejemplo, o la cantidad de veces que debía golpearle el cráneo con la piedra para asegurar mi cometido. Además, intentaba calcular su posible fuerza, determinando el peligro de que se defendiera y el muerto terminara siendo yo. Por último, consideraba qué otros transeúntes podían intervenir y evitar mi tarea. Solo entonces, cuando ya estaba seguro que todo era propicio, mi imaginación pasaba a concretar el hecho. Un movimiento rápido para clavar el cuchillo y lanzarlo al piso, golpes certeros para evitar su reacción, aplastar sus brazos para evitar golpes y una serie de otras acciones dependiendo principalmente de las armas que llevase pues no era válido imaginar esto con objetos que no portaba. Una vez concretado el hecho, que podía durar incluso unos minutos, me tranquilizaba un poco. La imaginación seguía de largo incluyendo la reacción de los otros y hasta mi posible detención, o abatimiento. Sin embargo, sentía de cierta forma que el objetivo estaba cumplido. Entonces, perdía de golpe el interés en quien había asesinado y me deshacía de las armas en algún lugar, si eran incómodas de cargar. A veces, días después, me volvía cruzar con uno de esos transeúntes que ya había matado, pero no despertaban en mí el menor interés. Yo ya maté a aquel hombre, me decía, mientras buscaba una próxima víctima.

martes, 28 de abril de 2020

Encuentre, usted, las diferencias.


-Lo que pasa es que viví dos años así, casi invisible -me dijo, dándose importancia-. Si alguien miraba hacia donde estaba, estoy seguro que no podía ver nada… incluso si me hubiesen puesto en un microscopio no habrían podido ver nada…

-No hay microscopios tan grandes -le dije-. Eso es absurdo.

-Obviamente es una metáfora… -se defendió-, o una comparación…

-De todas formas, si te ponen en el microscopio estás asumiendo que te toman… -le dije-, es decir, que eres algo… Me refiero a que de alguna manera te perciben y…

-Claro que era algo… -interrumpió-, siempre he sido algo, lo que digo es que era algo así como invisible, una sustancia incolora e indistinguible, incluso bajo el microscopio…

-Como remedio para eso existen tintas -seguí-, se las ponen a las sustancias que son indistinguibles en primera instancia, bajo el microscopio…

-¿Vas a seguir hueando con eso…? -preguntó, molesto-. Lo importante aquí es otra cosa.

-¿Qué cosa? -le dije.

-Que no podían verme… -dijo entonces, precipitadamente-. Que era casi como invisible… Que viví dos años así, sin que los otros pudiesen verme…

-Tal vez simplemente no querían verte -le dije-. No es que no pudieran o que tú fueses invisible o casi invisible… tal vez solo querían pasar de ti… yo mismo lo haría, de hecho, si pudiera…

-¿Hablas en serio?

-Claro… -contesté-. ¿Acaso crees que resulta interesante escuchar a un hueón hablando de sí mismo, usando metáforas o comparaciones hueonas, como la del microscopio?

-¿Y no es eso lo que haces tú en ese blog en que hablas todo el tiempo de ti mismo? -contraatacó.

-Nunca hablo de mí mismo -mentí-. Y además es distinto…

-¿Y en qué es distinto…?

-Es distinto, po hueón -le dije, mientras me iba del lugar-. Hay al menos seis diferencias que debieses notar fácilmente, incluso tú…

-¿Qué quieres decir con que incluso yo debiese notarlas…?

-Ahora hay siete diferencias -contesté-. Si quieres las escribo y las publico para que las puedas encontrar.

Él no me contestó, en ese instante, pero estoy seguro que se quedó pensando y que ahora está como hueón leyendo esto. 

Yo, en cambio, decido no darle más pistas. Y dejarlo hasta acá.

lunes, 27 de abril de 2020

Un McDonalds en Praga.


Estoy soñando. Mas o menos sé que estoy soñando. Camino por calles de piedra y cruzo un puente. Tras recorrer un poco más y escuchar a unos transeúntes me doy cuenta que estoy en Praga. Hay restos de nieve en algunas calles. Incluso reconozco un par de ellas. Entonces, no sé por qué, teniendo tanto para elegir, llego a un McDonalds, en Praga. Nada de catedrales ni barrios célebres ni cementerio judío… En el sueño soy frívolo y más básico: voy y me siento en un McDonalds, en Praga. Tiene colores un poco más opacos, los adornos son sobrios y Ronald no sonríe, pero no deja de ser un local de McDonalds. Pido entonces una cajita que trae una hamburguesa pequeña, unas papas y afortunadamente una cerveza. Un vaso pequeño, nada más, pero es cerveza, al fin y al cabo. También me entregan un juguete, en la cajita, envuelto en una bolsa de plástico. Ya sentado, como rápidamente la hamburguesa y las papas y me tomo también la cerveza. Luego abro la bolsa y descubro un pequeño Kafka, de juguete. Una figura a cuerda de Kafka que de inmediato pruebo sobre la mesa y descubro que no anda. Y claro, voy a pedir que me la cambien, alegando que mi Kafka no se mueve. Tras varios intentos infructuosos por darme a entender -el checo sigue siendo igual de difícil en el sueño- llaman a un hombre, que estaba al interior del local, para solucionar mi problema. Es así, me dice entonces este tipo, que al parecer era chileno. La figura es así, repite. Es Kafka. No sea ahueonao. Yo intento entonces replicar algo, pero el hombre ya ha dado media vuelta y regresado a la cocina. Yo me quedo ahí, en tanto, frente al mesón, de espaldas a Praga, dándole nuevamente cuerda al Kafka y poniéndolo sobre una bandeja, en la que sigue quieto. Mientras observo al Kafka me despierto. Tengo un poco de frío. No hay Praga.

domingo, 26 de abril de 2020

Dudosas estrategias de motivación a la lectura (I)


Dándole vueltas al cómo (no me haga explicar, para eso está el título), se me ocurrieron algunas cosas. La primera fue hacer unos enlaces a modo de esas fórmulas que utiliza el periodismo-publicitario digital (el mal periodismo-publicitario digital, por supuesto). La idea era linkearlos para ver si alguien caía, pero dejo acá, al menos, parte de la idea. Corresponden a algunos títulos de la lista de lectura complementaria del colegio en que trabajo.


Se despertó una mañana y ya no era el mismo… ¡No vas a creer qué le pasó!
(Kafka, La metamorfosis)

Dijo que iba y volvía, ¡pero tardó veinte años…!
(Homero, La Odisea)

¡Mira el castigo que le dieron por robar un poco de fuego…!
(Esquilo, Prometeo encadenado)

Quince anuncios sobre el fin del mundo… ¡Alucinarás con el número 2!
(San Juan, Apocalipsis)

No sabía si ser o no ser… ¡pero sí sabía quién mató a su padre!
(Shakespeare, Hamlet)

El castillo de K. no es lo que imaginas...
(Kafka, El Castillo)

Durante toda su vida, su hermano mayor estuvo con él…
(Orwell, 1984)

No creerás el vínculo que une a estos dos señores…
(Stevenson, El extraño caso del dr. Jekyll y mr. Hyde)

¡Descubre el efecto de los niños para el crecimiento de las plantas…!
(Oscar Wilde, El gigante egoísta)

Lo siguió hasta el polo norte para pedirle explicaciones… ¡Averigua qué ocurrió!
(Mary Shelly, Frankenstein)

Quince señales de que te estás volviendo paranoico…
(Philip K. Dick, Cuentos seleccionados)

Averigua cómo la rabieta de este hombre, casi los llevó a perder la guerra…
(Homero, La Ilíada)

Pasó por el cielo y el infierno para encontrar a su novia… ¿quieres saber si lo logró?
(Dante, La divina comedia)

Siguió las pistas y terminó llamando hermanos a sus propios hijos…
(Sófocles, Edipo rey)

Le quitaron todo... descubre cómo rehízo su fortuna y su familia…
(Libro de Job)

Las palabras de este loco, harán que lo cuestiones todo…
(Cervantes, El quijote de la mancha)

Las bases de esta familia no son las que esperabas…
(Dostoievski, Los hermanos Karamazov)

Lo trataban como un tonto, pero él comprendió algo que los otros no…
(Dostoievski, El idiota)

Apostó por la humanidad… ¿quieres saber si ganó?
(Matadero 5, Kurt Vonnegut)

sábado, 25 de abril de 2020

Apuntes del proceso creativo (I)


I.

¿Escribir?

¿Qué escribir?

¿Una novela de detectives?

De acuerdo, una novela de detectives.


II.

Escribir.

Intentar escribir.

Tomarme libertades al hacerlo.

Saber qué significa tomarme libertades.

¿Avanzar cinco páginas por noche?

¿Utilizar letras tamaño dieciséis?

¿Escribir a doble espacio?

Pendiente: averiguar qué significa tomarme libertades.


III.

Escribir más.

Identificar los errores:

a) Matar al investigador.

b) Redactar en alejandrinos.

c) Demasiados mayordomos.

Escribir cien veces:

El detective nunca sospecha de sí mismo.


IV.

Reescribir.

(Escribir antes).

Simplificar todo.

Hechos desnudos.

Engranajes a la vista.

Depurar y depilar el texto.

Establecer, al comenzar, una premisa:

El muerto no reflexiona sobre su muerte.


V.

Escribir.

Intentar escribir.

Avanzar algunos pasos.

Insertar reflexión anexa al tejido narrativo:

Deshacerse de las opiniones que no puedan defenderse.

Abandonar los argumentos.

Sin trampas.

No utilizar opiniones para defender opiniones, me refiero.

Máximo: medio silogismo.

Como ejemplo un personaje:

Nunca se dio cuenta que era tartamudo,
porque hablaba poquitito.


VI.

Escribir.

Intentar escribir.

Tomarse libertades.

(O escribir, al menos “tomarse libertades”)

Leer el avance, por misero que sea.

Sintetizarlo:

El detective abandona su trabajo prontamente.

Se rinde ya en la página uno.

Igual tenía que morir, comenta, frente a la víctima.

Basta de hipocresía:

Todos vamos a morir.


VII.

Escribir.

Aunque ya no vaya a terminarse.

Y por eso escribir más.

Que cada personaje sea su propio argumento.

Que la muerte pase por ellos así como pasa la vida.

De uno en uno, cada vez.

Acercándolos al fin.

Sin que se den cuenta.

viernes, 24 de abril de 2020

En una tienda de discos.

"Debería darte vergüenza, me dijo"
CH. M.

Ella atendía en una tienda que vendía discos, en Santiago centro.

Discos que liquidaban, en ese entonces, de los que no se vendían en otros sitios.

Llegaban buenas cosas, principalmente de jazz, que solían ir a parar a remate.

Ella parecía simpática, pero nunca la oí hablar con nadie.

Te sonreía cuando llegabas y luego dejaba de sonreír, como si alguien se levantara el sombrero, y te saludara por cortesía.

Tenía una piocha con un nombre, pero un día descubrí que no era su nombre, realmente.

Se lo aclaró a una señora, de forma cortés, luego de responder su pregunta.

No le dijo, sin embargo, cómo se llamaba en realidad, y nunca oí a nadie consultárselo.

Yo le había preguntado unas cuantas cosas cuando comencé a ir a la tienda, pero ya no sabía qué más podía preguntar.

Lo que vendían estaba expuesto, con precios claros, y su rol se limitaba a sonreír y dejar de sonreír cuando tú entrabas.

Ponerse y sacarse la sonrisa, más bien, pensaba yo.

A veces, eso sí, se acercaba al mostrador y ayudaba a empacar, algunas compras.

Metía los discos en bolsas de papel, y te los entregaba.

La rutina fue así, casi siempre, por poco más de dos años.

Para el remate final sacaron varias cosas de bodega.

Ella me llevó a un costado y me entregó unos que había separado de Monk Y Charles Mingus.

Lo hizo de una forma cortés, sin sonreír, de una forma que nunca supe interpretar.

Sé que debemos haber hablado algo, pues me dijo su nombre.

También me dijo que cerrarían en cinco días más.

Quedé de ir antes que cerraran, nuevamente, y eso hice.

Pero ella ya no trabajaba en el lugar.

El cajero no supo o no quiso, decirme qué le había pasado.

Y yo tampoco insistí demasiado al preguntar, si soy sincero.

Todavía tengo los discos y de vez en cuando los escucho.

Los pongo en el equipo, digamos, y luego vuelvo a guardarlos.

Ya no existen esas tiendas.

jueves, 23 de abril de 2020

Un ritual innecesario.


Hago la cama antes de acostarme.

O la hago y la deshago, más bien.

Es algo tonto, tal vez, pero se ha vuelto costumbre.

Está deshecha todo el día, es cierto, pero antes de acostarme me preocupo de ordenarla a la perfección.

Estiro las sabanas.

Arreglo las almohadas.

Estiro y ajusto frazadas (si es que hay).

Y me preocupo que el cubrecama quede bien puesto.

Incluso, suelo colocar unos cojines, aunque debo retirarlos casi de inmediato, para poder acostarme.

Es decir, no la preparo para dormir, sino que cubro incluso las almohadas con el cubrecama y coloco los cojines, como si no tuviese intención alguna de meterme próximamente en ella.

Una vez que está hecha, por cierto, la observo un par de segundos.

De cierta forma es como sacarle una fotografía y corroborar que está correctamente dispuesta, nada más.

Luego la abro, saco los cojines y me meto dentro.

Reacomodo las almohadas para leer un rato y a veces llevo el notebook, para escribir un poco.

De hecho, escribiendo ahora, es cuando me doy cuenta que (tal vez) parte del ritual es innecesario.

La parte de cubrir las almohadas, más que nada, y la de poner los cojines que retiro casi de inmediato…

Hoy, por cierto, he leído Lady Macbeth, de Leskov, una novela gráfica belga y ahora estoy frente al computador, tecleando estas palabras.

Solo me falta ponerle el título, para poder terminarlo e intentar dormir un poco.

Después de unos minutos ya me he decidido:

Un ritual innecesario.

miércoles, 22 de abril de 2020

Cantar tres veces la canción de cumpleaños.


Desde que era pequeño, nos acostumbramos a cantarle la canción de cumpleaños tres veces. Fue un acuerdo, digamos, ya que él insistía y disfrutaba el momento, sobre todo el de apagar las velas. Es cierto que a medida que crecía se volvía un tanto ridículo, pero siguió insistiendo que lo hiciéramos así, cosa que de cierta forma nos parecía chistoso y además no nos quitaba mayor tiempo. Encender las velas nuevamente, volver a cantar y la oportunidad de sacar nuevas fotografías. No había complicación en eso. En lo personal, yo pensaba que la repetición se relacionaba con pedir más deseos, pero con el tiempo nos contó que no, que nunca había pedido deseo alguno. En cambio, nos dijo que sentía que solo la tercera vez era la de verdad. Que se había acostumbrado a eso. Que era una cuestión simple, en el fondo, y que no le diéramos más vueltas. Y por supuesto, así lo hicimos. La situación siguió repitiéndose año tras año y las bromas se repetían también, sin variaciones. Que tenía tres veces su verdadera edad. O que tenía personalidades múltiples. O que era similar a una muñeca rusa, con otros yo dentro. Luego comíamos el pastel y le exigíamos tres porciones mientras nos contestaba que no había problemas, siempre y cuando le hubiésemos entregado previamente tres regalos. Pera su último cumpleaños, sin embargo, nos sorprendió diciendo que esa sería la última vez que cantaríamos tres veces. Que había comenzado a sentir la situación un tanto ridícula y que esta era la última vez que lo haríamos. Varios se rieron pensando que bromeaba, pero yo observé su rostro y comprendí que era cierto. Incluso me dio pena cuando cantamos por tercera vez el cumpleaños y pensé que era la última vez que cantaríamos un tercer cumpleaños y todo se volvió un tanto amargo. La torta incluso, esa vez, la comí con cierta amargura.

martes, 21 de abril de 2020

Un día se desesperó, totalmente.


Un día se desesperó, totalmente. Resulta difícil de explicar, pero puede resumirse más o menos así: se desesperó porque comprendió que era imposible ver la totalidad de una cosa.

Lo descubrió de casualidad, una mañana, manipulando objetos sencillos. Una piedra, digamos, aunque como ejemplo sirve en realidad cualquier cosa.

Lo que descubrió entonces fue que hiciera lo que hiciera le era imposible mirar la totalidad de la piedra. Es decir, siempre había algún aspecto de ella que se escapaba a su vista. Podía verla de frente, de lado, por atrás, desde arriba… pero nunca verla en su totalidad, en un mismo momento.

En principio le pareció una cuestión menor, por supuesto, pero luego llegó a parecerle algo de suma importancia. Una revelación incluso, que lo hizo sentir un tanto absurdo, en primera instancia, y que siguió complicándolo a medida que descubría que no era algo exclusivo de la piedra, sino que con todas las cosas de la realidad le ocurría eso mismo.

Por otro lado, no era que las cosas estuvieran hechas para no ser vistas en su totalidad, sino que él mismo, pensó, estaba imposibilitado de poder hacerlo. Otra limitante en su diseño, sin duda, que le hacía imposible la comprensión de fenómenos no ya abstractos, como el tiempo y el espacio, sino concretos y específicos, justamente como una piedra.

Siguió desesperándose entonces observando lo que lo rodeaba. O una cara de lo que lo rodeaba, más bien. Se le ocurrió incluso hacer trampas, con un espejo, pero desechó la idea pues era un engaño todavía mayor que el otro. Y él no estaba para engaños. Puede incluso que haya algo vivo que se esconda, pensó, en ese ángulo que no vemos de las cosas. Algo así como un bichito que se oculta en la parte de la piedra que no alcanzo a ver y que sigue desplazándose siempre hacia esa zona, sin que yo pueda descubrirlo. Y claro, la posibilidad de un bicho así en cada una de las cosas era una idea que podía desesperar a cualquiera. Y así ocurrió, por supuesto.

Fue así como en pocos minutos llegó a un estado de desesperación total, como decía en un inicio. Yo mismo lo encontré, de hecho, tendido en el suelo, con pequeños temblores. Varios días después, ya más tranquilo, me explicó qué fue lo que le ocurrió y me contó más o menos lo que está escrito acá arriba.

No sé si lo expliqué bien, pero eso es al menos lo que yo entendí. La parte de lo que dijo que yo retuve y que aquí entrego. Si no se entiende pido disculpas. No supe hacer más con todo eso.

lunes, 20 de abril de 2020

El motor de su auto.


Aprendió a desarmar y armar el motor de su auto. Vio diversos videos en internet e imprimió un manual donde se explicaba, de forma detallada, lo que debía hacerse paso a paso. Al leerlos, descubrió que no le costaba entender la explicación, aunque se confundía un poco con el nombre de algunas piezas. Por lo mismo, dedicó unos días a aprender los nombres. Incluso dibujó y pintó las piezas para memorizarlas de mejor forma. Solo entonces -tras comprar las herramientas necesarias-, se dedicó a desarmar el motor. Primero retiró el aceite, el radiador, desconectó con cuidado cada uno de los cables que estaban unidos a él y todo aquello que le era necesario para poder trabajar de buena forma. Entonces, cuando ya hubo hecho espacio suficiente, desencajó el motor y lo llevó hasta un gran mesón, donde comenzó a desarmarlo. Sintió que demoró lo mismo en poder sacarlo del auto que en desarmarlo. Cuando ya tuvo todas las piezas sobre el mesón, buscó el mejor ángulo y se sacó una foto con ellas. Tomó varias, de hecho, hasta lograr que se apreciaran todas las piezas. Compartió desde su celular la foto con sus amigos quienes hicieron algunos comentarios. Algunos bromearon, incluso, diciéndole que terminaría armando un gran consolador o una podadora. Él contestó, por supuesto y se comprometió a enviarles nuevas fotos al día siguiente, cuando todo estuviera armado. Veinte horas después ya estaba armado el motor y volvió a enviar fotos. Nadie se lo dijo, pero él pensó que podría haberlos engañado enviándoles fotos previas. Al día siguiente, tras el triple de esfuerzos de los que creyó necesarios, volvió a poner el motor y dejó el auto como estaba. Probó entonces si el motor encendía y se alegró cuando encendió. Se sintió tan orgulloso que grabó un pequeño video mientras sacaba el auto del garaje y se los envió a sus amigos. Ya en la calle, tras el volante, se dio cuenta que no sabía todavía dónde ir. Lo pensó por un momento, pero no se le ocurría nada. De todas formas, comenzó a avanzar, para no perder tiempo, en dirección a la avenida.

domingo, 19 de abril de 2020

No limpiamos las ventanas.


No limpiamos las ventanas porque nos parece deshonesto. Ustedes pueden llamarlo flojera o criticar nuestra falta de higiene o como quieran hacerlo… Lo cierto es que a nosotros nos tiene sin cuidado. Lo hablamos, de hecho, al principio, cuando repartimos labores. Cocinar, lavar platos, regar plantas, limpiar el baño… todo lo repartimos, sin mayores problemas. Pero nos alegramos incluso de pensar lo mismo cuando llegamos al tema de las ventanas y decidir que aquello era de cierta forma innecesario y en última instancia deshonesto. Fue como descubrir que cumples año el mismo día con alguien que recién conoces, y crear un lazo a partir de esa coincidencia. En nuestro caso, claro, el lazo ya existía, pero lo de las ventanas llegó sin duda a fortalecer ese nexo. Fui yo, según recuerdo quien vio las primeras manchas y comentamos entonces que se veía menos claro. Y con esto, quedaba en evidencia un poco más que aquello que estaba tras el vidrio estaba afuera, y nosotros estábamos adentro. Un recordatorio para no engañarnos, comentamos. Para recordar que no estamos en el mismo espacio con aquello que habitualmente vemos. Fue entonces que acordamos no limpiarlas. Y acordamos también que si queríamos realmente el contacto habría que salir, dejando de lado las normas. Incluso dijimos que ante la desesperación (si llegaba) podíamos quebrarlas y dejar abierto ese espacio. Solo en caso de emergencias, por supuesto. Mientras, nos adaptamos bien. Yo soy el que cocino, el que riego y el que limpio el piso. Todo es un poco extraño, pero lo principal es no engañarnos. No se olviden de nosotros, si dejamos de verlos.

sábado, 18 de abril de 2020

Inacabado.


-¿Cómo dijiste que estaba?

-¿Qué cosa…? ¿Cómo dije que estaba qué?

-Eso, lo que estás haciendo… Me dijiste que no me acercara todavía porque estaba…

-¿Inacabado?

-Sí. Eso. Inacabado…

-¿No conocías la palabra…?

-Sí la conocía, pero no me había dado cuenta…

-¿De qué?

-No sé… No me había fijado que suena lindo.

-¿Inacabado suena lindo?

-Sí… o sea, no es que suene lindo exactamente… pero la palabra es linda, si lo piensas…

-No te entiendo.

-Es que decir inacabado… no sé… imagínate lo contrario: decir que algo está acabado… ¿no te parece feo?

-¿Acabado? Pues un poco… si decimos que una persona está acabada puede ser, pero en un cuadro, o una obra… en algo que tú haces… acabado es tarea terminada…

-Exacto… y por eso me parece feo… Acabaste algo. Lo terminaste. Te desconectas de ello. Cortas el vínculo… Lo conviertes definitivamente en cosa hecha, en cosa muerta…

-¿Cosa muerta?

-Claro… Lo pones en una vitrina o lo cuelgas de la pared como a un ahorcado…

-¿No crees que exageras un poco…? Le das muchas vueltas…

-Puede ser, pero es solo para explicar, en mi cabeza solamente suena lindo… Me refiero a que inacabado suena lindo…

-O sea que, si empiezo un montón de cosas y todas las dejo sin terminar, inacabadas, digamos… ¿eso es algo lindo para ti?

-No… En realidad no. Eso me suena más a abandonarlas… Es otra forma de acabarlas, si lo dices así, pues no parece que quieras volver a ellas…

-…

-¿Te enojaste?

-No. Es solo que no estoy de acuerdo, pero no voy a discutir.

-No tendrías que discutir conmigo… tendrías que discutir incluso con la naturaleza…

-Cómo sea... No voy a discutir esto, ya te dije. Tampoco quiero que se alargue. Dejémoslo así, como te gusta a ti… Inacabado.

-Inacabado no es eso… 

-...

-A lo mejor no importa, pero no entendiste nada.

viernes, 17 de abril de 2020

Cifras.


Me gustan los números. No estudiarlos, pero sí verlos. Observarlos por ejemplo escritos en el total de una cuenta, aunque haya que pagarlos. Me gusta verlos ahí, indicando algo. Un valor determinado, digamos, específico, aunque a veces no esté de acuerdo con el monto asignado.

Sí, me gustan los números… aunque ahora que lo pienso tal vez lo dije mal. Me gustan las cifras, más bien, no los números por su cuenta o desligados de aquello que llaman “poder adquisitivo”. Por ejemplo, no me interesa el número de un jugador en un deporte o el rut de la cédula de identidad ni mucho menos el número de cuenta de alguien. Lo que llama mi atención son las cifras, aquellas que cuantifican -supuestamente-, el valor de algo, y te indican de esa forma algo exacto, algo que ya ha sido dicho, me refiero. Es decir, ya conoces el producto que se ofrece; esta es la cifra. Y entonces dejan todo en tus manos, para que decidas si puedes o no pagar aquello cuya cifra se indica. O si quieres hacerlo, a partir de la cifra.

Y es que entonces hay una especie de valoración de la cifra… Una relación digamos que observamos entre la cifra y el producto, y luego entre la cifra-producto y nosotros. Y somos nosotros entonces quienes adjudicamos valor y juzgamos, finalmente, incorporando también en ese juicio la forma en que nosotros mismos hemos logrado conseguir nuestras propias cifras (nuestro sueldo, en este caso) y podemos hacer una especie de conversión.

Es decir, X producto se asocia a X cifra y para mí esa X cifra es igual a una serie de acciones y tiempo que debí emplear para obtenerla. Luego calculo, por supuesto, y juzgo incluso mis propias acciones, a partir de aquello que adquiero. Trabajé 2 horas por esto, en primera instancia. O entregué mi vida (o gran parte de ella, para no exagerar), por esto otro, en una instancia última.

Ese poder cuantificar, digamos, en definitiva, es lo que me gusta de las cifras. Dividirme en tajadas y asignarlas a aquello que adquiero. Decidir -si es que puedo-, cuando aquello que compro no es del todo necesario y ser consciente de aquello que recibo y que entrego.

No hablo aquí de dinero, por supuesto.

jueves, 16 de abril de 2020

El dolor porque sí.

“Es más fácil sangrar que sudar”
F. O.


El dolor porque sí.

Porque era fácil.

Porque daba forma.


Porque parecía honesto.

Porque querías ser honesto.

O porque sí.


El dolor porque era desde ti.

Y porque era real.

O porque te dijeron que limpiaba.


El dolor porque era para otros.

Porque podías con él.

Porque creías soportarlo.


El dolor porque así te lo enseñaron.

Porque era como el fuego.

Porque te dijeron que purificaba.


El dolor porque eras vulnerable.

Porque elegiste ese camino.

O porque no encontraste alternativas.


El dolor porque era parte de algo más.

Porque no había otra forma.

Porque parecía el acceso a la verdad del mundo.


El dolor porque Dios no habló.

Porque el silencio también era dolor.

Porque no estuvo y buscaste en vano.


El dolor porque querías ser real.

Porque era necesario conocer los bordes.

Porque caíste en la soberbia.


El dolor porque el amor mentía.

Porque la luz alumbró la oscuridad.

Porque las palabras resultaron huecas.


El dolor porque la piel se abría.

Porque el filo busca el interior.

Porque la sangre no sabe dónde pertenece.


El dolor porque lo pediste.

Porque querías el bien para los otros.

Y porque te olvidaste de ti mismo.


El dolor porque sí, en definitiva.

Porque perdiste todo menos el dolor.

Porque te equivocaste incluso en eso.


El dolor porque te olvidaste de tu nombre.

Porque pensaste que era lo correcto.

O porque sí.

miércoles, 15 de abril de 2020

Llorar sobre la tumba equivocada.


Lloró dos años sobre la tumba equivocada.

Tenía el mismo tipo de lápida y se encontraba junto a un árbol similar.

No se dio cuenta del error, hasta que un día se dedicó a limpiar con detención y reparó en algunas letras que no debía tener el nombre.

Se detuvo entonces y observó bien, no entendiendo el error y tratando de ordenar lo sucedido.

Ya había ido por lo menos seis veces a llorar sobre la tumba equivocada.

Seis veces en dos años.

Repetía el camino, segura, prácticamente sin mirar.

Llegaba hasta la fuente, por la entrada principal y luego caminaba hasta una especie de plaza en la que había una estatua, con dos mujeres y un joven, aparentemente conversando.

De ahí eran unos veinte metros más, hacia la derecha y se distinguía el árbol, luego la tumba.

No entendía cómo podía haberse equivocado.

Ya había puesto las flores y decidió terminar de limpiar, mientras pensaba qué había sucedido.

Retrocedió entonces el camino, hasta la fuente, preguntándose si había servido, o no, llorar sobre la tumba equivocada.

Se fijó entonces, que desde la fuente nacían cuatro caminos, y todos ellos levaban a esa misma especie de plaza con la misma estatua de las dos mujeres y un joven…

Y desde ahí, casi siempre a la misma distancia y en la misma dirección, un árbol más o menos similar, que debía haber sido plantado al mismo tiempo, pues todos tenían más o menos la misma altura.

Probó por dos caminos y entonces encontró la lápida correcta.

Estaba limpia y tenía todavía algunas flores, de otros que tal vez habían ido a visitar.

Se acercó a la tumba y volvió a preguntarse sobre si era válido o no haber llorado en otra tumba.

¿A quién le habrá servido…?, se preguntó.

Luego de un rato se dio cuenta que en vez de llorar le estaba dando risa.

Una risa nerviosa que intentó ocultar, pues había gente cerca y podían tomarla por loca.

Ocultó su rostro, para que no la vieran reír y decidió que era mejor regresar.

De vez en cuando, volvía a tentarse de risa y debía disimular nuevamente.

Se detuvo por un momento en la plaza y luego junto a la fuente.

Le brotaron lágrimas, incluso, por la risa, que debió secar.

Por último, pensó en si debía o no volver la vista atrás, para recordar bien cuál era el camino correcto.

Pero finalmente lo hizo.

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