Estaba afuera del cuarto que arrendaba y no sabía
qué hacer. Faltaban tres días para que venciera el último pago y yo estaba ahí,
simplemente, sin que se me ocurriera de dónde obtener dinero. Había oscurecido
hacía poco y yo seguía inmóvil, sentado junto a un árbol medio seco que era lo
único que había en aquel sitio, además del cuarto.
Fue durante aquel momento que observé a un hombre saltando
la muralla. Nervioso, se acercó hasta mi cuarto, que estaba a oscuras y comprobó
por la única ventana que no había nadie dentro. Luego, sin darse cuenta que yo
estaba a unos metros, mirando todo, forzó mínimamente la puerta, se descolgó el
bolso que llevaba, y entró a mi cuarto.
Debo confesar que me dio risa verlo entrar. Pensar
en las expectativas que tenía y en la decepción que se iba a llevar. Y es que
era la primera vez que podía celebrar el no tener nada. Apenas un colchón,
sobre el piso, y no podría llevárselo. Incluso la poca ropa que me quedaba la
había sacado en una bolsa, para llevarla a una lavandería en la que me quedaba
un último cupón de descuento. Por lo mismo, haciendo cuentas minuciosas de lo
que tenía dentro, podía nombrar el colchón, las sábanas, un hervidor y una
taza. Determiné, por lo mismo, que eso no era suficiente como para ponerme de
pie e ir a encararlo, así que me quedé donde estaba, sin más.
El tipo usaba una linterna y parecía buscar algo. A
ratos veía el haz de luz pasar por la ventana y desplazarse hacia otro sitio.
Unos cinco minutos después el tipo salió del cuarto. Lo vi subirse nuevamente a
la muralla y alejarse del lugar.
Pasado un rato entré nuevamente a mi cuarto. Fui a
encender la luz, pero ya no había ampolleta. Intenté revisar a tientas, pero lo
poquito que tenía estaba ahí. Mi hervidor y la taza, me refiero. Para festejar
puse agua a hervir y saqué uno de los sobrecitos de café que traía en los
bolsillos. Me senté sobre el colchón a pensar en lo que haría al día siguiente
y no se me ocurría nada. En ese entonces, recuerdo, me ponía a contar cuando
esto ocurría. O decir secuencias de números, más bien, pues lo cierto es que no
contaba propiamente nada. No sabría decir hasta qué numero llegué, pero sé que
ya comenzaba a amanecer cuando me dormí, finalmente.
Tres días después me fui de aquel lugar. Tuve que
reponer la ampolleta, de hecho, con el último dinero que me quedaba. Maldije entonces al ladrón, recuerdo, pues con eso pensaba comprar un par de panes, antes de tomar una decisión más definitiva.
Han pasado veinte años desde aquello y extrañamente, he llegado a sentirme
agradecido de ese ladrón.
Y es que tarde, tal vez, comprendí su gesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario