domingo, 31 de marzo de 2024

El mundo sin hechos sigue siendo el mundo.


Estuve pensando. Largo tiempo estuve pensando. De hecho, incluso llegué a pensar sobre el hecho mismo de estar pensando. La acción que remite a otra acción, me dije. Si es que pensar era una acción, por supuesto. Luego, quise encontrarle un predicado a aquella frase, pero no hubo caso. “La acción que remite a otra acción”. Como frase, siguió simplemente así: desnuda. Esa ineficacia, comprendí entonces, también era un hecho. Y eso me tranquilizó un poco. Una acción insustancial, en todo caso, o una acción de otro tipo. Pero una acción tenía que considerarse, por definición al menos, como un hecho. El mundo sin hechos sigue siendo el mundo, dije entonces. Y como me gustó como sonaba aquello escribí esa frase y decidí utilizarla como título de un breve texto. Luego de escribirla, sin embargo, comencé a observarla. Primero la observé en superficie. Únicamente como significante, la observé. Pero luego, no pude pensar intentar pensar aquello que había escrito y la frase entonces me pareció -desde su significado-, flotar inerte sobre la superficie -en la superficie de su significante-, como un muerto. Igual no es grave, debí decirme. Pero lamentablemente no lo hice. En cambio, busqué justificarme y bajo el título que había escrito comencé a agregar otras palabras, a modo de excusas. Igual nadie se da cuenta, pensé. Y lo escribí.

sábado, 30 de marzo de 2024

Yo funciono así.


-Yo funciono así, pero ellos no entienden -me dijo-. No entienden que lo hago por su bien… que mi funcionamiento es así por ellos, en el fondo…

-Pero usted... -intenté decir.

-No me interrumpa -me dijo, alzando la voz-. No sea usted como ellos. Estoy seguro que iba a acusarme, ¿no? Que les he quitado cosas, que tienen menos que antes…

-Pero es así… por supuesto que tienen menos -lancé.

-¡Claro que tienen menos! -me dijo-. ¡La clave está en eso...! Le das menos de lo que les has quitado. Pero al darle menos, aunque no lo creas les estarás dando algo más…

-¿Qué más? -pregunté.

-Algo más -siguió diciendo-. Algo importante… les comprimes la felicidad para que puedan localizarla, les agrandas el desierto para que valoren más el oasis… Usted al menos trate de entender, porque ellos no quieren… ¡Puedo darles mil ejemplos, pero no quieren aprender! No pueden cargar más cosas sobre ellos, no tienen espalda para eso… Yo los aligero, en el fondo.

-Lo que falta también se carga -dije.

-Escúchese, Vian -dijo entonces, con un tono condescendiente-. Escuche la metáfora hueona que ha dicho.

No supe que contestarle.

Incluso consideré que podía tener razón.

-Parece que alguien le ha quitado también el poco talento que tenía y le ha devuelto una migaja… -me dijo-. No sea hueón y no se la arroje a esos pájaros. No saben distinguir piedras de migajas.

-Pero… -intenté decir.

-Pero nada, Vian -concluyó-. Ya está todo dicho. Usted ya no cree ni en argumentos ni en metáforas ni en palabra alguna…

-Tampoco en las suyas, entonces -le dije. Pero el fingió no escuchar.

Había sacado el teléfono y observaba algo en la pantalla. Luego, sin más me dio la espalda, y se marchó.

En otro momento, pensé, ese habría sido su error, y esto tendría un final más digno.

En otro momento, repetí.

viernes, 29 de marzo de 2024

Dejar el refrigerador abierto.


Fue en verano cuando dejó el refrigerador abierto. Hacía un calor insoportable y sin mediar lógica alguna lo llevó hasta su pequeño cuarto y abrió la puerta blanca, para que enfriara el lugar. Sorprendentemente, la decisión parecía dar buenos frutos, pues le pareció que la temperatura bajaba un poco. Feliz y orgulloso de su decisión, se tendió entonces sobre la cama, consciente de la presencia del refrigerador, que vibraba y emitía una pequeña luz desde su interior, que también parecía helada.

Como el calor siguió en los siguientes días, él decidió dejar el refrigerador en su cuarto. De hecho, sacó todo lo que había en él hasta dejarlo totalmente vacío. Así, abierto en su cuarto como si fuese un portal, el refrigerador pasó a ser parte de aquel cuarto, donde seguía siendo necesario.

Él, en tanto, comenzó a pasar todo el día, frente a él. Observándolo absorto como si el electrodoméstico tuviese algo que decirle. A veces, él mismo tenía ganas de hablarle, de comentarle alguna cosa o de simplemente darle las gracias. Aunque por supuesto no lo hacía, pues temía que pensaran que se había vuelto loco o algo parecido.

-Te lo cuento a ti porque nunca juzgas -me dijo, cuando me lo contó-. Pero ahora ya es otoño y creo que lo dejaré ahí, simplemente, por alguna emergencia.

-Claro -dije yo-. Además está el asunto ese del cambio climático…

Mi naturalidad pareció dejarlo tranquilo. Alegre, incluso.

Tal vez por eso fue que se animó a contarme sobre el problema del hielo.

Sin embargo, apenas terminó de hablar, pareció avergonzarse y salió corriendo del lugar, excusándose.

Intenté decirle que no se fuera, que no era su culpa… que el hielo se comportaba así con todos.

Pero no quiso escucharme.

-Allá él -me dije-. Allá todos.

jueves, 28 de marzo de 2024

Cosas peores.


I.

-Hay cosas peores -me dijo.

-¿Peores que qué? -pregunté.

-Da lo mismo de qué -me contestó-. Siempre hay cosas peores que otras. Piense en eso.

Y claro, yo lo pensé.

De hecho, fui haciendo una especie de escala de coses peores.

Unas peores que otras, por supuesto.

No sé si me sirvió para algo importante, pero al menos me mantuvo ocupado.

Aunque claro, mantenerse ocupado también es algo importante.

O debiera serlo, al menos.


II.

-Piénsalo mejor como una suma de fragmentos -la escuché decir-. Fragmentos pequeños. Ridículamente pequeños. Y como lo ridículo suele darnos risa ríete de ellos. No burlándote, por supuesto, porque en el fondo tú estás presente en esos fragmentos. Ríete con alegría simplemente, como cuando te caes tú mismo y no te duele y entonces te ríes. No sé si me entiendes, pero igual te lo digo: todos los fragmentos son parte de ti.

-¿Absolutamente todos? -escuché decir a otra voz.

-Bueno… casi todos -contestó ella, con naturalidad-. Todos menos uno, en realidad.


III.

-No parecerá una historia, pero debes contarla así -me dijo esa vez, antes de despedirse-. Después de todo, las historias no se construyen siempre de la forma en que te enseñan.

Yo asentí.

-Además -agregó-, no todas importan.

Después de un rato, recuerdo haberle preguntado si la nuestra era una historia de las que importan o de las que no.

Ella contestó, por cierto, aunque no recuerdo su respuesta.

Luego se despidió y se marchó sin más.

-Hay cosas peores -me dije.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Explosiones, desde dentro.


Era una casa que había sufrido varias explosiones dentro. Explosiones concretas, por cierto. Explosiones que no eran metáforas. Así al menos lo explicaron cuando me presentaron el lugar.

Ellos vivían hace años en aquella casa. Sin apenas salir. Decían que la mayoría de las explosiones habían ocurrido antes, pero que igual ocurrieron dos o tres pequeñas mientras vivían ahí.

-Igual las paredes aguantan todavía -dijeron-. Se desmoronan un poco, se agrandan las grietas, pero luego volvemos a repararlas un poco y seguimos aquí. No es un mal lugar después de todo.

Yo observé el lugar y pensé que era cierto. Que, a pesar de todo, era cierto.

-¿Piensa quedarse muchos días? -me preguntaron entonces.

-Todavía no lo sé -les dije-. No quiero molestarlos. Solo vine para ver si era cierto lo que se decía de este lugar… Lo de las explosiones, justamente.

Se miraron entre ellos y luego asintieron.

-Mientras pague lo acordado todo irá bien -dijeron-. Pero de todas formas le advertimos que lo que es cierto casi nunca puede verse, y las explosiones han ocurrido muy a lo lejos…

-No se preocupes -les dije. No vengo a exigirles nada.

Me llevaron entonces ante el cuarto pequeño que estaba en el ático. Había un catre, una mesa y una silla.

No necesitaba mucho más.

Ya a solas en aquel lugar cerré los ojos, respiré hondo y me dispuse a esperar, simplemente.

Todo lo que fuese necesario.

martes, 26 de marzo de 2024

Voz, si quieres.


Voz, si quieres.

Nada más que voz.

Voz como agua, si la necesitas.

Pero te lo advierto: no bebas de aquella que no te pertenece.

No bebas de aquella que no reconoces como tuya.

Déjala ir, mejor.

Obsérvala alejarse.

Seguir con su ciclo hasta que deje de ser voz.

Hasta que deje de ser agua, si es posible.

Después de todo, una voz no escuchada, deja de ser lo que era.

Y el agua no bebida no es distinta a una piedra.

¿Recuerdas que una vez, de pequeña, me lo preguntaste?

¿Para qué sirve una piedra?, fue lo que me dijiste.

Y tras mi respuesta inútil, debiste aclararme:

No para qué nos sirve a nosotros, sino para qué sirve ella misma.

Y claro, esa voz tuya quedó rondándome desde entonces como si fuese mía.

Como una pregunta que se ha revelado de pronto como una respuesta.

Llámala voz, si quieres.

Yo al menos la llamo así.

Nada más que voz.

Llamémosla así y bebamos de ella como si fuese agua.

Antes de que crezcas, me refiero.

Antes de que tu voz se vuelva tan tuya que te sea imposible compartirla.

Y es que no tuve respuesta, es cierto.

Y todavía no la tengo.

Sabemos, sin embargo, que no siempre es necesaria.

Eso es lo que he aprendido.

lunes, 25 de marzo de 2024

El recuerdo, por supuesto.


Mi tío que de niño cantaba mirando la pared.

Ese será el final del texto.

Antes el recuerdo, por supuesto.

El recuerdo de lo que vi, me refiero, no de lo que me contaron.

Mi tío mueblista, por ejemplo.

Mi tío cortando madera y pidiéndome que le ayude a armar algunas cosas.

Y claro, yo aprendiendo mientras intento no fallar.

Entonces -fallando, por supuesto-, el recuerdo viaja también por otros sitios.

Mi tío que era fuerte, sin duda; pero que de pronto parecía no serlo más.

Mi tío cargando cosas y luego pidiéndome ayuda para cargarlas.

Cambiando a ojos de todos, esta vez, pues era evidente al verlo.

Mi tío envejeciendo, a fin de cuentas.

Y envejeciendo solo, después, cuando lo debieron abandonar.

Y claro… llegan entonces los años en que uno mismo dejó de verlo.

Apenas un saludo, digamos, y poco más.

Luego la sorpresa simplemente al verlo más delgado.

La pena, incluso, en primera instancia.

Y la comprensión después.

Si es que hay, siempre es después.

Te ayudan un poco los otros cuando comienzan a hablar de él.

Y tristes, también, en parte, se permiten comparare cuando era niño.

Cuando también -aunque de otra forma-, era frágil.

Vergonzoso, pero haciendo igualmente algo para los otros.

Ochenta años atrás, la imagen, mientras los otros escuchaban.

Mi tío que de niño cantaba mirando la pared.

domingo, 24 de marzo de 2024

Una vez llegué a una isla.


Una vez (hace mucho) llegué a una isla. Y en la isla, poco después, llegué a una cumbre. Me sentí entonces como un héroe cumpliendo pruebas. No tan fuerte, digamos, pero al menos estaba orgulloso de esos logros. Por lo mismo (como me gustó la sensación) quise hacerlo nuevamente. En otra isla, por supuesto. Y con otra cumbre, al interior de esta. Lamentablemente, esta vez no funcionó. Es decir, sí llegué a esa isla y alcancé esa cumbre, pero no sentí una mierda. Pensé entonces que debía buscar un desafío mayor. Una isla más remota, por ejemplo, y una cumbre más alta. Tiempo después, por cierto, logré hacerlo. Casi volvió el orgullo, esa vez. Pero tampoco funcionó, si soy sincero. Lo analicé y decidí entonces intentarlo a la inversa. Descendí hasta una profunda sima y tras cuestionarme qué era lo opuesto a una isla busqué una ciudad bajo el agua. No encontré una ciudad, en todo caso, pero alcancé profundidades en las que encontré restos y cosas que debieron dejarme satisfecho. Otra vez, sin embargo, no ocurrió así. La sensación asociada a ser un héroe seguía siendo esquiva. Había otras, ciertamente, por esa al menos no estaba. En cambio, surgió entonces (o me hice consciente de él, no sé), un orgullo distinto. El orgullo de uno mismo, digamos, aunque nos sepamos débiles. Ese que existe más allá de si hay o no hay cumbre. Ese que se sustenta simplemente en no ceder ni abandonar. El que se manifiesta al decir presente cuando dicen tu nombre. Ese nombre que tú creaste, no el otro. Y al no dejar, en definitiva, que otro conteste por ti.

sábado, 23 de marzo de 2024

Me vino a la mente un nombre.


Me vino a la mente un nombre.

Sin que lo llamase, llegó.

Por lo mismo, su llegada me sorprendió, al menos en un inicio.

Luego, la sorpresa se transformó en intranquilidad, y hasta en una especie de alboroto.

Sí, alboroto.

Igualito que el causado por un alce en esos videos gringos en que ingresan a una casa.

De todas formas, debo reconocer que la casa en la que habría entrado el alce, ya estaba un tanto alborotada.

Así, ocurrió que el nombre que entró como un alce, transformó un caos en otro.

Y un caos nuevo, por supuesto, siempre es más caótico que un caos conocido.

O eso al menos pienso yo.

De hecho, creo que eso es lo que pensaba cuando de pronto me vino a la mente un nombre.

Un nombre que no era el mío y que hace unas líneas recordaba perfectamente, aunque ahora lo he olvidado.

Es extraño, pero cuando intento recordarlo llegan otros nombres en vez del que se ha ido.

Y es que el nombre que intento recordar solo llega sin que lo llames.

Si lo piensas, es lo mismo que salir de la casa e intentar llamar al alce.

¿Ridículo, no?

O eso al menos pienso yo.

viernes, 22 de marzo de 2024

Suena mucho este teclado.


Suena mucho este teclado. Tanto así que me incomoda. Y esa incomodidad, por supuesto, afecta mis escritos. Los mal-afecta, digamos. De hecho, si no fuese por el sonido del teclado estoy seguro que ya sería Vonnegut o Dostoievski. Pero claro, como mis oídos no son los de Beethoven, mi talento me abandona. Se aleja del ruido del teclado de igual forma como Dios se aleja de los hombres. Y así es como todo se pudre. O comienza a hacerlo.

-¿A qué te refieres con que suena mucho?-, me preguntan.

-A que suena mucho, po hueón -contesto-. Simplemente a eso.

-¿Pero cuánto es lo que suena? -me insisten.

-¿Quieres una cantidad? -consulto.

-Claro.

-Pues suena mas que la cresta -detallo.

Y como no me dicen nada, aprovecho de agregar:

-Justo lo suficiente para contaminar mi talento.

Sé, por cierto, que lo anterior puede sonar a excusas. Pero puedo asegurarles que no exagero. Y es que incluso cuando no se usa esta sonando ese teclado. Como si fuese un piano de esos que se programan para que reproduzcan alguna melodía. O un viejo al que le cuesta respirar y se ve obligado a hacer ruiditos mientras se acerca la tarde, tras desaprovechar el día.

Y claro… ya ven que eso pasa.

jueves, 21 de marzo de 2024

Razón.


A veces no soy.

O casi no soy.

Apenas un campo de fuerza, es lo que soy.

Una barrera que protege algo que no es.

Y que lo protege débilmente, por cierto.

Y lo protege de nadie.


Esto no es nuevo, en todo caso.

No es nuevo, pero lo descubrí hace poco.

Lamentablemente lo descubrí hace poco.

Ya saben, deteniéndome un tanto y fijándome en mí.

Y percibiéndome entonces apostado en otro sitio.

Obligado a proteger eso que soy: algo lejano.


¿Por qué un campo de fuerza?, me digo entonces.

Pero mi decir, ahora, es inútil.

Y es que la voz de mi voz no me llega.

O no la digo. O no la oigo.

Después de todo, solo soy un campo de fuerza.

Uno que no sabe en el fondo qué protege, ni de qué.


Donde estoy, detengo al viento, como un cuerpo.

En ese sentido, si lo pienso, no soy tan distinto a un cuerpo.

La ausencia, sin embargo, es evidente cuando se trata de mí.

Cuando comprendo que no estoy.

Cuando comprendo que no sé.

Y cuando concluyo, entonces, que soy apenas un campo de fuerza.


Si es que soy, eso es lo que soy.

No es que me conforme, pero lo acepto.

Me resigno a ser un signo, podría decir, bromeando.

¿Crees que tengo razón?

miércoles, 20 de marzo de 2024

Incorporado al inventario.


Demandó a la empresa porque descubrió que lo habían incorporado al inventario.

Igual que si fuese un mueble o un artefacto propiedad de la empresa.

En concreto, lo que descubrió fue que su nombre estaba junto en medio de los escritorios y las pizarras de corcho.

Y eso, por supuesto, le parecía una afrenta.

Un verdadero despojo, recuerdo que decía.

Yo lo escuché, por supuesto, y hasta vi las fotos del inventario.

Debo reconocer que me pareció en principio algo chistoso, pero desistí de reír o de bromear pues él se lo tomaba demasiado en serio.

Fue entonces que me contó que ya se había puesto en contacto con un abogado y que pensaba iniciar una demanda.

Me han despojado de mi condición humana, repetía.

Me han humillado al tratarme como si fuese un simple objeto.

Me dediqué a escucharlo aquella vez, y a asentir, simplemente.

Mientras lo hacía, pensaba que justamente lo estaba mirando como si fuese un televisor, sin interactuar con él.

Por supuesto, no se lo dije.

En cambio, comencé a mirar el lugar – estábamos en un bar, cerca de su trabajo-, y mientras miraba a las personas y a los objetos de aquel sitio, me di cuenta de pronto que mi afecto se inclinaba, indudablemente, más por los objetos.

En este sentido, concluí que para mí sería un halago si me descubriese en un inventario, y me incorporaran de esa forma al mundo que ocupo.

Él, en cambio, según supe, persiste todavía con la demanda.

Y al parecer la va a ganar.

Sea lo que sea que signifique aquello.

martes, 19 de marzo de 2024

Lo escuchamos gritar, antes de dormirnos.


Lo escuchamos gritar, antes de dormirnos. Casi siempre ocurre así. Se trata de gritos extremadamente fuertes. Destemplados. Gritos con los que, sin duda, ha de dañarse su garganta. Esto nos apena, por supuesto, pero incluso los doctores han optado por decirnos que lo dejemos gritar, que esa es simplemente la forma de dañarse que él ha elegido. Por supuesto, indirectamente, a nosotros también nos daña. Así, ocurre que nos miramos, simplemente, cuando él comienza a gritar. Fingimos que no oímos o que se trata de un ruido que viene de otro lado. Por suerte, nos hay palabras, en los gritos. No hay mensaje ni significados más allá. De todas formas, no podemos ocultarnos que el grito, en el fondo, está dirigido a nosotros. No sé si como reclamo o como llamada de auxilio o como expresión de sí mismo, para recordarnos que está ahí. Para decirnos que permanece ahí donde lo dejamos y donde un día, esperamos, deje también de gritar, y comprenda que esa forma de expresión acelera el desgaste que ya es terrible de por sí. Tal vez por eso, mientras nos dormimos, intercambiamos miradas mientras oímos los gritos. Y descubrimos al mirarnos que hay comunión entre nosotros. Un vínculo firme que no sé si existiría sin los gritos. Es decir, sin el daño que otro elige sufrir, por nosotros. Nos miramos a los ojos, decía, y estoy seguro que ambos sentimos lo mismo antes de dormir. En medio de las sábanas, en medio del grito y en medio de un mundo que, pese a todo, permanece tranquilo e inalterable.

lunes, 18 de marzo de 2024

Cruzar el río.


Para jugar verdaderamente había que cruzar el río. Alejarse un poco de la casa y acceder a esa zona que, si bien no estaba prohibida, les hacía sentir un poco más libres. O más lejos del control.

Esto, sin embargo, no dice relación con alejarse del control de los adultos o liberarse de sus normas o restricciones, sino más bien con alejarse de quienes eran ellos mismos en el lado original del río. De su propio control, digamos. Salir de sus propios bordes. Y hasta cambiar sus nombres por otros, una vez llegasen al otro lado.

Por ejemplo, estaba el caso de Miguel, quien luego de cruzar solo el río (en su zona no había otros muchachos de su edad), pasaba al otro lado transformado en dos o hasta tres personas distintas, todas ellas con ansias de jugar a lo que fuese que allí se les propusiera, pues ya en ese lado, ciertamente, no había opción de negarse.

Sobre la naturaleza de los juegos, por cierto, aclaro que no haré referencia, pues es parte esencial del compromiso que he adquirido con todos aquellos que me han contado su experiencia al otro lado.

Con todo, lo que realmente me intriga de todo aquello es la razón que los llevaba a regresar al otro lado del río. Al sector de inicio, digamos. O al menos, al sector desde donde ahora leen estas pocas palabras.

Yo, por supuesto, situado en el río mismo (lo suficientemente bajo y tranquilo como para no correr peligro alguno), se los pregunto una y otra vez cada vez que pasan, pero ellos solo sonríen o contestan con enigmas y evasivas, que no alcanzo a descifrar.

-Regresamos para volver a ir -me han dicho algunos, por ejemplo.

-Cruzamos el río para no tener que olvidar -han dicho otros.

Así y todo, no quiero interpretar mal esas palabras y llenarlas de mi propio significado.

Van y vienen del río, me limito a decir entonces.

Van y vienen, para poder regresar.

domingo, 17 de marzo de 2024

Tarde, aunque no quieras.


A veces ya es tarde, aunque no quieras.

Tarde para ser bueno, por ejemplo, o para buscar una mejor opción.

Eso hablaba con J. el otro día, cuando nos encontramos a la salida del concierto.

Fue ella la que me reconoció en un inicio y se acercó a conversar.

Cruzamos unas palabras, en medio de la gente, pero no lográbamos escucharnos bien.

Por eso, mayormente, nos fuimos a un bar; para tomar algo y hablar un poco más tranquilos.

Fue entonces que ella dirigía la conversación al tema de la inevitabilidad.

Y no cualquier inevitabilidad, por cierto, sino la inevitabilidad de evitar el daño que provocamos a los otros.

-Piensa en alguien que rece -me dijo-. En alguien que crea en Dios y que esté en medio de una guerra escondido en su casa con su familia… Imagina que reza para que los aviones enemigos no ataquen, pero de pronto se da cuenta que ya están cayendo las bombas sobre ellos…

J. hizo aquí una pausa, como para generar expectación.

-¿Y? -le pregunté.

-Piensa un poco lo que ocurre ahora -me dice-, ¿te das cuenta?

-¿Cuenta de qué?

-Pues que cuando la bomba va cayendo dejas de rezar para que no caiga -me explica-, y comienzas a rogar que la bomba caiga un poco más allá… Sobre las cabezas de otros, me refiero… ¿me entiendes?

-Supongo que sí -le dije, luego de un rato.

Nos quedamos entonces en silencio, unos minutos, pero J. se mostraba nerviosa, como si quisiera regresar a hablar del tema.

-¿Comprendes ahora que es inevitable? -preguntó de pronto.

-Sí -le dije, para que no insistiese-. Por supuesto que comprendo.

Ella entonces pareció calmarse. Un poco, al menos.

Luego, intenté llevar la conversación por otros rumbos, pero nada fluía entre nosotros.

Así, después de unos cuantos minutos decidimos irnos del lugar.

-No estés tan tranquilo -me dijo de pronto, cuando nos despedimos-, las bombas han comenzado a caer, aunque no te des cuenta.

-Ya… -dije, torpemente, pues no sabía qué más agregar-. Cuídate tú también.

Luego de eso, J. se fue en un Uber y yo caminé un poco, para despejarme.

Y no vi luz, pero escuché un trueno, poco después.

sábado, 16 de marzo de 2024

La noche se hizo para dormir.


La noche se hizo para dormir, les dicen a los niños.

Pero como ya es costumbre, les mienten.

La mayoría de las veces ni se dan cuenta, pero a veces sí.

Yo, por ejemplo, conocí a un niño lo suficientemente lógico como para cuestionar aquella frase.

No se hizo para dormir, alegaba.

Pues en los planetas que no hay nadie que pueda dormir, igual hay noche.

Era un argumento válido, por supuesto, bastante avanzado para su edad.

De hecho, más tarde me acusaron de haberle filtrado aquel argumento, pero yo, ciertamente, no le dije nada.

Así y todo, los adultos a los cuáles interpeló no tardaron en contestarle.

¿Y quién dice que tienen noche esos planetas?

El niño se quedó pensativo.

¿No tienen noche?, preguntó.

Por supuesto que no, le contestaron, si no hay nadie a quien indicarle que deba dormir, ¿para qué habría noche?

Por más que fuese absurdo, aquello sonaba lógico, desde cierto punto de vista.

De hecho, aunque con ciertas molestias, el niño pareció aceptar finalmente el argumento.

Pasaron unos segundos.

Igual no puedo obligarme a dormir, dijo el niño, para no perder del todo.

La noche puede indicarme que vaya a la cama, pero yo no elijo si me duermo o no.

Nunca en el fondo elegimos nada, quise decirle, pero extrañamente no lo hice.

Pasados unos minutos el niño regresó donde estábamos, con el pijama puesto.

Se despidió de los padres y después de mí; y yo aproveché de irme en ese instante.

No está hecha del todo, la noche, me dije, ya fuera de la casa.

Levanté la vista.

Las luces, sin embargo, no dejaban ver en el cielo, estrella alguna.

viernes, 15 de marzo de 2024

Hay muertos y muertos, me dijo.


Hay muertos y muertos, me dijo.

No todos son iguales.

Son de distinto tipo, me refiero, igual que los vivos.

Trabajé con ellos mucho tiempo y puedo afirmarlo sin dudar.

En principio solo limpiaba el lugar y movía algunas cosas.

Luego, tuve que moverlos y más tarde me enseñaron a limpiarlos.

Hice cursos, incluso, para ello.

Técnicas de preparación que incluían tratamiento de la piel, cuidado capilar, maquillaje y un sinnúmero de pequeñas cosas.

Fue entonces que me dejaron a cargo y era yo el primero en ver a los muertos.

Verlos realmente, me refiero, a solas en la sala, hasta decidir de qué forma se les iba a preparar.

Los parientes elegían el vestuario, por supuesto, pero casi siempre se guiaban por mis sugerencias.

De la apariencia específica, en cambio, exigía ocuparme yo, tras llevarme una foto que la familia entregaba.

Nunca servía de nada aquella foto.

La fotografía había sido tomada a un vivo y el muerto, por supuesto, ya no lo estaba.

Se trataban, en este sentido, de personas distintas.

Así, aunque algunas no lo reconocieran en principio, terminaban agradeciendo nuestro trabajo.

De entre los muertos, por cierto, me gustaba ocuparme de los más gordos.

Ya no eran blandos, como en vida, pero de cierta forma me parecían más maleables, y hasta de cierta forma menos muertos.

Y es que puede sonar extraño, pero lo cierto es que hay muertos que pueden morir más.

La mayoría de los gordos, justamente, podían clasificarse de esta forma.

Había que hablarles, incluso, mientras los preparabas.

Recordarles una y otra vez que estaban muertos, para que dejasen salir esa expresión.

Podían pasar horas de esta forma hasta que ellos lo aceptaban.

En cambio, al otro extremo estaban los otros.

Muertos que me hacían sentir como un empaquetador de carne.

Muertos que, en definitiva, no pueden morir más.

Con ellos, por supuesto, me quedaba en silencio, mientras trabajaba.

No como con los otros.

Y es que a los otros podía yo hablarles igual como te hablo a ti ahora, me dijo.

Poco después, dejó de hablar.

jueves, 14 de marzo de 2024

Fuimos por el pastel.


“El hombre es el pastel
que se hornea y se come a sí mismo,
y la receta es separación”.
A. G.


Fuimos por el pastel y llegamos con él.

Nuestra misión se había cumplido.

Siempre vamos nosotros, por cierto, y no sé por qué.

Antes pensaba que se aprovechaban de nosotros, pero ahora lo tomo como un gesto de confianza.

De igual forma, sin embargo, desconocemos la razón concreta y específica.

-Probablemente no la haya -dice T. cuando oye mis cuestionamientos-. No siempre hay razones para todo.

T., por si no lo saben, es la chica con quien vamos a buscar el pastel.

Ella es la que lo pide, por cierto, y luego me lo entrega para que yo lo cargue.

No es que sea muy pesado, pero vamos caminando hasta el lugar y el camino es largo.

Además, pienso, podría ser mal visto que ella lo cargase y yo fuese junto a ella, sin cargar nada.

El pastel va envuelto en una cubierta de cartón, sobre una base de vidrio que debemos devolver siempre cuando vamos por otro pastel.

Es una buena forma de hacernos volver, por supuesto.

La vida está llena de esas técnicas.

Cuando llegamos con los otros vamos hasta la mesa grande y sacamos el pastel y acercamos platos pequeños.

Luego uno de nosotros corta las porciones y las entrega a cada uno de nosotros.

Es extraño, pero tengo la impresión que servimos un trozo menos, cada vez.

De todas formas, como así nos toca más pastel a cada uno, prefiero no comentarlo en voz alta.

-¿Ya comiste el tuyo? -me pregunta T., amablemente.

-Sí -le digo-. Ya comí.

miércoles, 13 de marzo de 2024

Algo envolvieron en la tela.


Algo envolvieron en la tela, pero no vi.

O vi, tal vez, pero no entendí de qué se trataba.

Dos cuerpos envolviendo algo en una tela.

Una tela que dio varias vueltas alrededor de aquello que envolvían.

Recuerdo haber pensado que era un desperdicio de material.

Aunque todo, prácticamente, es siempre un desperdicio de material.

Eso pensaba, mientras observaba.

La escena, por cierto, ocurría en un bosque.

No como el que imaginan cuando digo “bosque”, pero la idea general sirve.

Era un lugar tranquilo aunque a veces, por las noches, rondaba por el lugar una jauría de perros.

No acostumbraban atacar, pero intimidaban igualmente.

Solo por ser un puñado de perros, supongo.

Y por el tipo de dientes que asoman desde sus hocicos.

Tal vez fue por eso, pienso ahora, que decidí ir por el paquete envuelto en tela.

El paquete que dejaron sobre el suelo aquellos que lo envolvieron.

Decidí ir por él -decía-, para que no lo encontraran esos perros, al llegar la noche.

No había pensado siquiera qué hacer con él, pero supongo que quería resguardarlo de aquel daño.

Lo tomé entonces, con cuidado, como si tuviese dentro algo frágil.

Levanté el paquete y lo llevé hasta el lugar donde, por aquel tiempo, vivía.

Una vez ahí, sin proponérmelo, dejé de ver aquello como algo envuelto.

Me refiero a que veía ahora un solo cuerpo, con una piel de tela.

Y claro, yo tomé ese cuerpo y lo puse sobre la cama.

Luego lo observé.

Por último, me acosté a su lado.

A veces es simple, me dije.

Y el interior entonces dejó de importar, como en todos nosotros.

martes, 12 de marzo de 2024

Lagos (o algo así)


*
(…) Y entonces lo tapas con agua. Todos ellos, me refiero. Y de una sola vez. Mejor así, te dices, para no complicarte. Y la vida en vez de estar llena de hoyos se te llena ahora de lagos. Y hasta un poco más bonita, parece así. O menos accidentada, al menos. Esa es tu estrategia.

*
No hay estrategia. En lo demás aciertas, pero no hay estrategia. Además, como soy torpe, a veces piso un lago y de golpe me voy al fondo. Puede ser complejo de explicar, pero lo cierto es que me ocurre cada vez más a menudo. Supongo que se debe a que solo sé ver la superficie. Una vez, por ejemplo, casi me ahogué en un charco. Era una superficie de agua tan pequeña que resultaba imposible advertir su peligrosidad. Creo que esa fue la vez en que tú me sacaste. No estoy del todo segura, eso sí. De hecho, a veces pienso que me invento aquel rescate.

*
Puedes decir lo que quieras (esa es la gracia del decir), pero lo cierto es que esa es otra de tus estrategias. Utilizar las dudas como superficies de agua que no dejan ver la profundidad de tus cráteres. Un día me caeré en uno y estoy seguro que lo llenarás de inmediato. Puedes negarlo, pero sé que es así. Y esa es una certeza lo suficientemente sólida como salir de aquí lo más dignamente posible. Tranquilo, me refiero. Y hablando en un tono cada vez más bajo. Sin dar, aunque parezca extraño, ni siquiera un paso.

lunes, 11 de marzo de 2024

Campanas que no suenan.


En una iglesia pequeña, cerca de Curicó, tienen un par de campanas que no suenan.

Están en una especie de altillo, en la parte trasera de la iglesia, y según me explicaron, el problema con ellas se originó cuando fueron forjadas, por lo que no existe forma alguna de “arreglarlas” más allá de fundirlas y hacerlas nuevamente, desde cero.

Lamentablemente hacer eso hoy en día es algo demasiado caro y engorroso, por lo que las campanas permanecen ahí, simplemente, mientras muchas de las personas que habitan en el pueblo han olvidado incluso su existencia.

-De todas formas, cada cierto tiempo, hay alguna persona que se decide a tañerla -me dice el sacerdote-, e intentan retomar aquello durante un o dos semanas, hasta que se aburren del ruido sordo que sale de las campanas…

-¿Y usted los deja? -le pregunto.

-Sí -me dice-, los dejo. Además, una vez me explicaron que hacer sonar las campanas, y exponerse directamente a las primeras vibraciones que emiten, podía provocar diversos beneficios en el organismo… así que los dejo, como le decía, pues aunque no hubiese beneficios, tocarlas no le hace mal a nadie.

-Es cierto -admito.

Luego de esto, hablamos brevemente de otros temas relativos a unos conocidos en común. Nada muy importante, en realidad.

Por último, antes de despedirnos, me pregunto si quiero hacer sonar las campanas.

-Pero usted dijo que no suenan -le dije.

-Es solo una forma de decir -señala.

-Como las campanas que no suenan -comento.

Pasan unos segundos.

Nos estrechamos las manos y nos despedimos.

Yo pienso dónde ir.

domingo, 10 de marzo de 2024

Conseguir un ojo de vidrio.


Conseguí un ojo de vidrio en una tienda de antigüedades.

Lo cambié, de hecho, por la primera edición de un libro que no me interesaba.

El ojo de vidrio estaba en perfecto estado, aunque el estuche en que se guardaba se veía gastado.

Era un estuche de madera.

Según el dueño de la tienda el ojo había pertenecido a una alemana ya fallecida, de quien también tenía la prótesis de un dedo, un uniforme militar y una peluca.

El uniforme militar era de la segunda guerra mundial y su valor me pareció desmesuradamente alto, aunque el dueño de la tienda aseguraba era muy escaso y estaba dentro de los valores del mercado.

Lo que me convenció de adquirir el ojo de vidrio, por cierto, fue el extraño color del iris.

Se me viese forzado a describirlo debería decir que era un tono entre grisáceo y violeta.

Su tamaño no me pareció muy grande, y al mirarlo fijamente se veía como un ojo natural, que te devolvía la mirada.

Ya en casa, pasé mucho tiempo mirando ese ojo, hasta que de un momento a otro comenzó a provocarme miedo.

Tanto así que no solo guardé el ojo en el estuche de madera, sino que quise sellarlo y comencé a dejarlo fuera de casa.

Aún así, mi inquietud se fue acrecentando, por lo que una mañana, antes de ir al trabajo, busqué un martillo y me decidí a destruir aquel ojo.

Si es de vidrio puede quebrarse, me dije.

Acerté.

En principio se trizó de forma extraña, pero tras unos cuantos golpes más logré quebrarlo del todo.

Nada extraño ocurrió durante el proceso, salvo que unas astillas de vidrió se quedaron en mis manos.

Entonces fui al trabajo y después volví.

Barrí los restos que no pude recoger en la mañana y decidí botarlos junto a la caja de madera.

Eso hice, al día después.

Con todo, aprendí que no se puede destruir un ojo de vidrio.

No del todo, al menos.

sábado, 9 de marzo de 2024

El hueón que bebe gratis.


Era mi segunda noche trabajando de garzón en un bar. Nos habíamos repartido los clientes y me tocaron apenas dos mesas de unas chicas que apenas bebían. Fue entonces que me percaté que atrás de todos, en una mesa pequeña, había otro tipo bebiendo solo. Y noté también que nadie se había hecho cargo de esa mesa.

-No te conviene -me dijeron cuando pedí llevarle la cuenta-. Ese es el hueón que no paga.

-¿Cómo que no paga? -pregunté.

-No paga po, hueón -me contestaron-. Bebe gratis. Siempre hay uno en los bares de por acá… Nosotros tenemos a ese. Es bastante tranquilo, en todo caso.

-¿Y lo que bebé? -pregunté-, ¿corre por cuenta del bar…?

-No -me explicaron-. La gente que viene acá conoce la tradición… Los últimos que se van del local suelen pagarle la cuenta, si es que no se la ha pagado alguien antes. Igual sale barato. Nuestro hueón que bebe gratis solo toma cervezas, y siempre pide las que están en oferta.

Observé al tipo y me percaté que era cierto.

-Es como una institución -me siguieron explicando-, nadie la cuestiona y todos sabemos que existe. Además, como te decía, en este bar el hueón apenas molesta y no tiene problemas con nadie. Va por sus cervezas a la barra, bebe solo, aunque responde si le hablas y hasta te agradece con un gesto cuando se entera que alguien ha pagado su cuenta…

Mis compañeros siguieron así durante aquella noche, explicándome la situación, hasta que me convencí que era cierto.

Además, como trabajé ahí durante un par de semanas, pude corroborarlo.

Luego de ese tiempo, decidí renunciar a mi trabajo y traté de convertirme en el hueón que bebe gratis, de algún bar.

Lamentablemente, descubrí que cada uno de estos tipos defendía a muerte su puesto, y que incluso se defendían entre ellos.

-Igual puedes anotarte en una lista -me dijo uno, sintiéndose culpable después de quebrarme una costilla-. Hay como cuarenta en espera eso sí, para cuando se retire alguno…

Acepté. El tipo sacó una libreta y me pidió los datos. Luego hizo una llamada y me dijo que esperara.

-Ya está -me dijo, luego de un rato-. Estás en el puesto cuarenta y cuatro.

-¿Y eso qué significa? -pregunté.

El hombre me observó y se quedó en silencio.

Yo lo observé, mientras tanto, y pensé que no era un mal tipo.

Supongo que no quiso alimentar mi esperanza.

viernes, 8 de marzo de 2024

Quería mejorar.


Como era ordenado, metódico y quería mejorar, solía anotar algunos consejos en un cuaderno que siempre andaba trayendo en su bolso.

Así, cuando uno de sus padres, profesores u otras personas señalaban una observación asociada a conductas o actitudes, él la anotaba en su cuaderno que llevaba en el bolso.

Por supuesto, no lo hacía de inmediato, así que acostumbraba memorizarlas, para no incomodar a las otras personas ni interrumpir sus palabras.

Solo después, cuando los demás no lo veían, la anotaba con cuidado y orden en una de sus hojas, sin indicar autoría ni especificar el contexto en el que fueron dichas.

No le importaba, por cierto, que las correcciones o consejos fuesen dirigidos a él o a otras personas, simplemente estaba atento a su entorno y recogía todo aquello pues pensaba que podría servirle.

Por lo general, prestaba atención especial cuando escuchaba cerca de él frases como: “lo importante es que…” “debes aprender que…”, o cosas de ese estilo, aunque en realidad se había acostumbrado a reconocer la inminencia de ese tipo de expresiones a partir del tono de voz que las personas empleaban, más allá de las palabras específicas.

Así, en poco menos de un año, llenó tres cuadernos.

A mí me mostró uno y me lo prestó por unos días. Lo cierto es que fue una experiencia incómoda, pues resultaba extraño leerlo. Está lleno de expresiones que las personas consideran ciertas, pensaba, mientras leía. Además, muchas de las frases se contradecían entre sí.

De vez en cuando, encontraba algunas frases que tal vez yo mismo había dicho, y me avergonzaba de ellas al verlas así, en medio de tantas otras. Todas apiladas como en esas imágenes donde te muestran deshechos plásticos formando islas en el océano. Contaminando, sin más.

-¿No quieres llevarte otro? -me preguntó días después, cuando le devolví el cuaderno que me había prestado.

Yo le agradecí, pero le dije que no… que no me resultaba necesario.

-Pues yo voy a terminar un cuarto cuaderno y no creo que siga con esto -me dijo-. Ya prácticamente no hay frases nuevas y debo tener suficiente material como para leerlo con calma e intentar mejorar…

Yo lo observé y pensé en preguntarle sobre para qué quería mejorar o qué significaba para él, aquello… pero finalmente no lo hice.

-Ojalá puedas lograrlo -le dije, únicamente.

-Gracias -respondió.

jueves, 7 de marzo de 2024

Para colmo.

“Para colmo, el coche no le arranca…”
M. A.


Despertó molesta.

Con el ceño fruncido, incluso.

No ansiosa ni alterada, pero sí molesta.

No con una sensación inmediata, me refiero.

Despertó molesta como si aquello que sentía fuera ya parte de sí.

Como un músculo, pensemos, que se ha tensado al despertar.

Y despertó, por tanto, consciente de ese músculo.

Y consciente, por lo mismo, que esa molestia estaba ya afincada en ella, sin saber por qué.


No recordaba haber soñado algo en especial.

Tampoco recordaba alguna tarea o situación que justificase, de forma concreta, aquella molestia.

Miró a su alrededor y no encontró nada, al menos, que se vinculase con ella.

Es decir, estaba todo un poco revuelto, es cierto… pero no de una manera que la incomodase.

Vivía sola, eso sí, pero eso era algo que ella misma había elegido y sobre lo que no pensaba en lo absoluto.

Ella, un par de plantas y tal vez hormigas y alguna araña en un rincón, eran lo único vivo en aquel lugar.


Fue hasta la cocina y cocinó un par de huevos.

Tostó unas láminas de pan y preparó café con leche.

También sacó unas pocas galletas que le quedaban de un paquete a medio terminar.

Era domingo, y le gustaba desayunar abundantemente antes de ir a la feria.

Solo lo hacía en domingo.

Era algo así como un rito.

De la misma como otros iban a misa, ella seguía este rito.

Mientras tomaba desayuno pensó en eso.

Lo pensó mientras observaba un marco vacío que estaba sobre un mueble, al lado del sofá.

Había pensado en poner una foto ahí, por supuesto, pero al final nunca lo hacía.



Tras terminar juntó las cosas sucias y las dejó para lavarlas después.

Fue hasta el baño y se lavó los dientes.

Mientras se miraba al espejo recordó el marco vacío.

Luego pensó que debía comprar en la feria.

No en mucha cantidad, esta vez, pues siempre terminaba botando frutas o verduras que se le echaban a perder.

Solo manzanas y plátanos, esta vez, se dijo. No más fruta.

Tal vez un par de naranjas.

Hizo lo mismo pensando en las verduras.

Luego salió de su hogar.

Mientras caminaba hacia la feria, se dijo que debía buscar una foto para poner en ese marco.

O en el peor de los casos guardarlo, simplemente.

Tal vez la molestia, se deba a eso, se dijo.

Nunca se sabe, en realidad.

miércoles, 6 de marzo de 2024

Esa cosa que no sabe cambiar.


La pregunta por la autonomía de lo vivo es tan vieja
como la pregunta por lo vivo”
H. M.

Llovió cuando menos lo esperaba.

Esto es, cuando ya llovía.

Me di cuenta porque entre las gotas de lluvia comenzaron a caer nuevas gotas.

Una lluvia nueva que primero se mezcló con la anterior y luego terminó reemplazándola.

O renovándola, más bien.


Es verdad, por cierto, aunque no crean.

Pequeños detalles permitían percibir estos cambios.

Leves variaciones en la temperatura del agua, en la densidad de las gotas o en la velocidad de la caída.

Una nueva lluvia, entonces, cuando menos se la esperaba.

Una lluvia necesaria, sin duda.

Un nuevo gesto de afecto que surge cuando otro se desgasta.


Lo extraño, sin embargo, es pensar qué ocurre si no nos damos cuenta.

Qué pasa si todo son ladrillos, simplemente, con los que construimos un cuarto que habitar.

¿Vale realmente la pena o es una construcción innecesaria?

Y, por último, ¿qué ocurre si no salimos nunca de ese cuarto que elegimos habitar?


Esas preguntas me hacía, justamente, cuando comenzó una nueva lluvia.

Ya caía otra por supuesto, desde antes, pero esta última la vino a reemplazar.

Imaginen dos pianistas, por ejemplo, que se ceden mutuamente la ejecución de una misma pieza.

Justo cuando menos lo esperabas.

Y caminas lento, entonces, hacia esa cosa del fondo, que no sabe cambiar.

martes, 5 de marzo de 2024

Solo la oreja izquierda


Una chica se acerca hasta mí y me entrega una navaja.

Es alta, por cómo está vestida podría pensar que se trata de una oficinista y le calculo unos 28 o 30 años.

-Solo la oreja izquierda, por favor -me dice, luego de entregarme la navaja.

Yo la observo, algo confundido, intentando recordar si la conozco de algún sitio.

-No entiendo lo que dice -le digo.

-Dije “solo la oreja izquierda, por favor” -señala.

-Entiendo eso -digo-. Lo que no entiendo es qué es lo que quiere que haga.

Ella se levanta el pelo que le cubría parcialmente su oreja izquierda e inclina un poco la cabeza.

-Quiero que la rebane de un solo corte me dice, desde atrás -indica con su dedo el movimiento que quiere que realice-. No es necesaria tanta fuerza pues se trata casi exclusivamente de cartílago.

Mientras la escucho permanezco en silencio, visiblemente asombrado.

-Sangrará mucho, es cierto -continúa-, pero luego dejará de hacerlo. No se preocupe, nadie muere nunca por el corte de una oreja.

No sé bien por qué, pero tras su explicación, observo cómo abro la navaja y doy un paso hacia la mujer, sin pensar realmente en lo que hago, pero moviéndome hacia ella igualmente.

-Una vez que corte le recuerdo que debe guardar la oreja -me dice-, puede buscar qué hacer en internet para que el tejido no se recoja y conservar la forma del cartílago… Y aléjese rápidamente para que no llame demasiado la atención, yo intentaré ocultar el sangrado y no hacer gestos de dolor hasta que usted se haya alejado.

-¿Por qué hace esto? -le pregunté, mientras sostenía su pelo con una de mis manos y con la otra acercaba el filo hasta su piel.

-Usted es quién lo hace -me dijo-, siempre hace las preguntas en la dirección equivocada.

Tras escucharla, consideré que era cierto.

Luego alguien lanzó un grito.

lunes, 4 de marzo de 2024

El gato apareció con una ardilla en el hocico.


El gato apareció con una ardilla en el hocico.

O más bien, con el cuerpo de una ardilla.

Entro por las puertas correderas que están junto al comedor y se acercó hasta K., que estaba todavía sentada, viendo el celular, luego de tomar desayuno.

J., su hija, estaba sobre la alfombra, a pocos metros de distancia, pintando con lápices de cera los dibujos de un libro para colorear.

El gato dejó la ardilla junto a uno de los pies de K., y se frotó con su pierna para llamar la atención.

K., sin embargo, no hizo caso del animal, e incluso empujó con su pie al gato para que fuese a otro lugar.

Entonces el gato volvió a recoger el cuerpo de la ardilla y se acercó a la niña, que seguía pintando, distraída.

Esta vez, para evitar ser ignorado, el gato dejó el cuerpo de la ardilla directamente sobre el dibujo que J. estaba coloreando.

La niña, se demoró unos segundos en reaccionar, pues no entendió inicialmente qué era aquello que el gato había puesto ahí.

Y claro, su reacción fue una serie de gritos que llevaron a su madre a gritarle de vuelta, diciéndole que se callara de inmediato o se fuese a su habitación.

Ante los gritos, J. vio alejarse al gato con la ardilla nuevamente en su hocico.

Así, finalmente, el gato salió por las mismas puertas correderas por las que antes había entrado.

De la ardilla que llevaba en su hocico, por cierto, ninguno de nosotros logró saber nada.

K. y J., como ven, perdieron la ocasión.

domingo, 3 de marzo de 2024

Vivir con nada.


I.

Vivir con nada.

No con poco.

Vivir con nada.

¿Se puede?


II.

Me lo preguntó un día, de improviso, sin venir a cuenta.

Y claro, yo de inmediato pensé en dinero.

Debo haber dado una respuesta tonta, que ni siquiera recuerdo.

Y es que no comprendía entonces, qué era lo que el otro entendía por vivir.


III.

Se dio cuenta, por suerte, de mi ignorancia.

Y hasta intentó corregirla, dentro de sus posibilidades.

Entonces, me dijo que la clave, ante todo, no estaba relacionada con la palabra vivir.

Lamentablemente no tuvo la voluntad de decirme con que concepto, finalmente, sí estaba relacionada.


IV.

¿Con qué cuentas cuando tienes nada?

Qué te pertenece en esa instancia, me refiero.

No me digas que la vida, pues ya dijiste que no iba por ahí.

Y además, siendo preciso, ni siquiera esta te pertenece.


V.

¿Vivir con nada, entonces?, me pregunto.

¿Lo habrás dicho bien?

Y además: ¿qué es lo que se puede cuando se puede vivir con nada?

¿Qué es lo que realmente me intentaste preguntar?


VI.

Todo lo que creemos que somos, es simplemente algo que nos atraviesa.

Algo que pasa por nosotros, sin quedarse.

Nada tenemos y nada cargamos; nos inventamos un peso.

Y lo que nos atraviesa, por cierto, no nos pertenece.


VII.

Vivir con nada.

Prefiero no pensarlo, lo confieso, pero me gusta dicho así.

El tono humilde. La falta de ambición.

Vivir con nada, repito, para darme un gusto.

Vivir con nada.

sábado, 2 de marzo de 2024

¿Hablar de amor?


¿Hablar de amor?

¿Estás segura que eso es lo que quieres?

¿Hablar de amor con el modelo inorgánico de Wittgenstein?

Utilizando ese modelo, me refiero.

Puedo intentar si quieres, pero sabes que no.

Que no se hará, finalmente.

Te enumeraría las razones, pero en el fondo sé que te das cuenta.

Me dejarás hablar, por supuesto, pero luego me dirás que aclare.

Lo dirás no como petición ni como orden, sino como un hecho.

Y yo lo intentaré, por supuesto, pero ese no es el punto.

El punto aquí es la forma en que quieres que esto se haga.

Porque no te basta con hacerme caer, lo que quieres es (re)diseñar esa caída.

Y esperas, además, que sea yo quien aleje sorpresivamente la silla en que yo mismo iba a sentarme.

Todo esto, por si fuera poco, desde tu rol supuestamente fuera de los hechos.

Desde detrás de la línea amarilla que te protege de caer en la vía en donde viajan los hechos.

Disculpa que me ofusque, pero sabes que es así.

O crees que sabes, más bien, pero yo pienso que te confundes.

Que no es Wittgenstein sino Hertz quien propone el modelo que realmente deseas.

Y que ninguna línea protege a nadie de forma alguna.

Ahora bien, ¿es de amor realmente de lo que quieres oír hablar?

¿O esa es la excusa para hacernos parte de una preposición que estaba acostumbrada a dejarnos fuera?

La honestidad no es parte esencial del modelo, es cierto, por eso te la pido como un favor.

Luego, por supuesto, tú verás lo que haces.

viernes, 1 de marzo de 2024

¿Villancicos?


Leo un reportaje sobre una banda delictiva rumana que se dedicaba a cantar villancicos.

No se trata, por supuesto, que el canto del villancico haya sido el acto delictivo (aunque por mí podría serlo), sino que el cantarlo era más bien la estrategia o el acto previo para llegar a cometer el delito.

En concreto, lo que hacían era posicionarse en las afueras de una casa-objetivo, y comenzar a cantar a coro una canción cuya letra había sido alterada para desarrollar amenazas -tanto vedadas como explícitas-, a los moradores de estas casas.

Hubo ocasiones, según se señala en el reportaje, en las que ni siquiera les fue necesario entrar a la casa, pues sus moradores les llevaban sus posesiones más valiosas luego de escuchar con atención el contenido de las letras y sentir que la amenaza de los integrantes del coro no era una simple broma.

-Cantaron un villancico en el que hablaban de mi abuela-dijo una mujer que había sido atacada de esta forma-, mencionando además su dirección y diciendo que era preferible perder nuestras joyas en vez de sorprendernos con la muerte de nuestra pariente.

Así, relatando situaciones similares, el reportaje termina informando que, en las afueras de Barcelona, lograron detener a esta banda luego que comenzaran a trabajar como mariachis, supongo que para poder efectuar sus labores en otras épocas del año.

No es una gran historia, por supuesto, y por si fuera poco esta vez he preferido contarla sin agregar nada.

Disculpen, por lo mismo, si la sienten un poco insípida, pero esa es la verdad, simplemente.

Y la verdad -les adelanto-, suele tener, mayoritariamente, esta característica.

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