jueves, 31 de enero de 2019

¿Desde dentro o desde fuera?


Cuando se levantó del suelo notó que le habían quitado los zapatos, la chaqueta y el celular. De paso se percató que le sangraba una oreja. Como estaba cerca de casa caminó hasta ella y una vez dentro fue hasta el baño y se miró en el espejo. La sangre le manchaba la camisa y al parecer seguía brotando, pues sentía algo tibio y húmedo bajando por el cuello. Debían ser las dos o tres de la madrugada cuando encontró el cargador de un teléfono viejo y se decidió a llamar a urgencias. Lo atendió una voz femenina. La voz le dijo que se llamaba Tania y le preguntó qué le ocurría.

-Me sangra una oreja -dijo él-. Me golpearon hace unas horas y me sangra una oreja.

-¿Desde dentro o desde afuera?  -preguntó la voz que decía llamarse Tania.

-¿A qué se refiere? -preguntó él.

-Le pregunto si es una herida superficial o si es algo más serio...

Él seguía sin comprender así que guardó silencio.

-¿Sabe si la sangre sale desde un corte o la sangre viene desde dentro...? -intentó explicar ella.

-Pues no sé... -dijo él-, pensé que la sangre siempre venía desde dentro.

Ella sonrió al otro lado del teléfono, pero él no podía saberlo.

-¿Está mareado? -preguntó entonces-. ¿Ha perdido el conocimiento en algún momento? ¿Cuál es su nombre y dirección?

Él fue contestando cada una de esas preguntas y ella al parecer tomaba nota.

Minutos después ella le informó que habían enviado una ambulancia y que llegaría en un cuarto de hora, aproximadamente.

-¿Sigue saliendo sangre? -preguntó ella.

-Sí -dijo él, aunque ya no la sentía bajar por su cuello, como antes.

-¿Seguimos hablando hasta que llegue la ambulancia? -preguntó entonces ella.

-De acuerdo -dijo él.

Y eso hicieron, por supuesto.                            

Poco después llegó la ambulancia.

Y luego no volvieron a hablar.

miércoles, 30 de enero de 2019

Una dictadura profundamente humana.


Dentro de los muchos apuntes que han surgido del estudio de los cuadernos y bitácoras de Wingarden, cedidos a su fundación y liberados –algunos de ellos, al menos-, recientemente, extraigo y reproduzco ciertas ideas contenidas en la hoja treinta y ocho del cuaderno número nueve, que entregan cierta luz sobre lo que el autor hubiese considerado pertinente para la implementación de una “dictadura profundamente humana”, tal como lo señala la frase que aparentemente titula aquellas notas, en la parte superior de la misma hoja.

“Abolir la propiedad privada. Nada puede poseerse. Dictar leyes rígidas. Pero leyes que no le pertenezcan a nadie. Abolir el concepto de propiedad, entonces. Obligarlos a ser únicamente ellos mismos. Poseerse únicamente ellos mismos. Luego implementar nuevas leyes. Que el cuerpo tampoco les pertenezca. Que las acciones generadas al menos, no les pertenezcan. La energía, en cierta medida. El fruto de esas acciones. Acorralarlos hasta que se pregunten qué más poseen además de sí mismos. Que profundicen en ese sí mismo más allá de la superficie. Surgirán nuevas religiones, claro, pero debemos prohibirlas también. Drásticamente prohibirlas. Acabar con los nombres, incluso. Que cada individuo señale quién es únicamente señalando su peso. Entonces, ante la variabilidad de sus nuevos nombres, que duden de esta forma y se acerquen a lo permanente. Que duden con dolor, por supuesto, para que la búsqueda sea verdadera. Solo entonces, seguramente, vendrán los frutos. No antes. Ya les pasó a los esclavos. Crearon el blues.”

martes, 29 de enero de 2019

Puedo entender.


Puedo entender que existan infinitos números.

Pero no puedo aceptar que haya infinitos números entre el uno y el dos. 

Y es que de aceptar lo primero como verdad, difícilmente pueda aceptar otras cosas.

Supongo que es cuestión de profundidad, en el fondo.

O de creer en la profundidad, más bien.

Y es que me lo han explicado varias veces.

No es ese el punto.

Las diagonales de Cantor, por ejemplo, y otras cuántas teorías.

Y supuestamente me han demostrado que el infinito en que no creo es mayor que el infinito que me atrevo a aceptar.

¡Cuánta palabrería…!

¡Cuánta pérdida de tiempo…!

Horas y horas hablando y haciendo esquemas.

Entonces, para zanjar el asunto, a veces les demuestro que puedo entender sus cálculos.

Puedo repetirlos incluso.

Memorizar sus cifras, sus dibujos…

Todo eso puedo hacerlo…

Pero no me pidan creer en aquello.

La verdad a la que aspiro es otra cosa.

Algo más firme que la demostrabilidad.

Más permanente.

Algo con sentido propio, digamos.

Algo en lo que tiene sentido creer y que no es solo nomenclatura barata.

No quiero números, de hecho.

No los necesito.

Hoy, de hecho, ni palabras quiero.

Ni que me mire usted.

Ni que me escuche.

Supongo que eso podemos aceptarlo.

El problema es que quiero algo que no encuentro.

lunes, 28 de enero de 2019

Seis años de esa forma.


El viejo me contó que vivió seis años de esa forma. En su tono se percibía cierto desprecio, aunque no alcancé a comprender hacia qué. Tal vez era hacia mí, o hacia lo que yo representaba para él.  De todas formas, no tengo claro qué podía ser aquello exactamente.  

Me explicó que durante esos seis años vivió en cines. O durmió en cines, más bien. De día tenía un empleo regular –en un banco, según recuerdo-, y de noche se iba hasta esos cines que daban películas rotativas toda la noche. Por lo general eran películas porno, me cuenta. El olor de los cines no era el mejor y a veces te despertabas cuando alguien te intentaba hacer una paja. No era el mejor lugar ni tampoco era el peor, me dice. Luego iba hasta el baño de una gasolinera y se bañaba. Uno de los trabajadores le permitía guardar un par de bolsos con sus ropas y le conseguía quién le planchase sus camisas, a bajo precio.

Hubiese seguido así, me cuenta, pero cerraron esos cines. Permanecían abiertos hasta las dos o tres de la madrugada, pero luego los hacían salir a todos. Quedó un cine que proyectaba cine arte, pero ese era el peor de todos, según el viejo. Todo era menos honesto, comenta, en esas películas. Aguantó un año en ese cine. Luego dejó de ir y poco después lo cerraron también, por las noches.

Tuvo entonces que arrendar su propio departamento. Consiguió uno pequeño y poco después, por razones que no vienen al caso, dejó el trabajo que tenía. Se casó con una vecina de infancia que tenía dos hijos y que trabajaba para una AFP. Él puso un local en el persa para vender películas. Al principio vendía películas porno, pero su esposa se enteró y ahora vende cine arte. Cuando fui a buscar unas películas de Mizoguchi y otras de Ophuls, me contó esta historia. Creo que ya dije, que en su tono, se percibe cierto desprecio.

domingo, 27 de enero de 2019

Parece mentira.

*

Parece mentira.

Pero yo digo que es cierto.

El núcleo de la acción que parece mentira es que me llega a casa una nota manuscrita.

Aunque claro, dicho así parece todo sencillo.

Sin embargo, se agregan otras consideraciones.

Nombraré 2.


1. La nota me la entrega un supuesto hombre al que pagaron para entregármela.

¿Cómo ocurrió?

El hombre me encuentra mientras jugaba al fútbol con unos amigos.

Como soy lo suficientemente malo y viejo como para que se trate de un veedor internacional, sospecho lo peor y huyo del lugar, para refugiarme en casa.

Es entonces que el hombre llega hasta mi puerta y me cuenta que le pagaron para entregarme esa nota.

No agrega nada más y me la entrega.

Yo la recibo.

El hombre se va.


2. El contenido de la nota es extraño.

Está en inglés y escrito a mano, con la letra que podría ser de un niño.

Dice así:

Mr. Vian, you ought to be president of the United States!

Y bien, pienso yo, alguien cree que merezco ser el presidente de los Estados Unidos.

No sé si tomarlo como un halago o como una ofensa.

Nada más dice en aquella nota.

(Hasta aquí la segunda consideración).


 *

¿Parece mentira…?

Pues da lo mismo si lo parece, pues yo digo que es cierto.

Y eso, por supuesto, debiera bastar.

Aun así, para comprobar su certeza, había pensado fotografiar la nota.

De hecho lo hice, pero ahora no deseo adjuntarla.

Además, sé que poco les importa –en el fondo-, si aquello es cierto.

Y es que si me conocen saben –espero-, que siempre estoy hablando de otra cosa.

(Y esa otra cosa es hermosa, y brilla, y es profundamente importante).

sábado, 26 de enero de 2019

Esta historia.


I.

Intentó ganarse la vida como vendedor, pero no tenía encanto.

Y claro… tampoco tenía nada qué vender.

Probó entonces con otras formas y estrategias cuyo detalle no viene al caso.

Y digamos que logró –a duras penas-, sobrevivir.

Fue así que se hizo viejo –o eso sintió al menos-, y recién en ese instante comenzó a dudar de aquello que pretendía en un primer inicio.

¿Ganarme la vida…?

¿Qué mierda significa eso?, se dijo.

E intentó cambiar el rumbo.


II.

Tras esa decisión, sin embargo, se presentaron otras dificultades.

Por ejemplo, se dio cuenta que cambiar el rumbo era mucho más difícil que decirlo.

Y es que cambiar de rumbo significaba en primer término reconocer el rumbo en el que iba, para poder cambiarlo.

¿La casa, la familia, el plan de jubilación…?

¿De eso se trataba su primer rumbo?

¿Y hacia qué dirección lo conducían?

Entonces pensó que esos apenas eran puntos.

Hitos en una recta que se mantenía en un solo eje, por así decirlo.

Avanzando por inercia.

Eso pensó.


III.

Volvió de esta forma –pensando-, a la primera idea de hacerse vendedor.

Ya no para ganarse la vida, pues el significado de aquello se le escapaba.

Lamentablemente, comprobó que seguía sin tener encanto ni nada qué vender.

Para salirse de la recta entonces optó por el fuego.

Yo lo vi, de hecho, justo en ese instante.

Y entre las llamas, su mirada encontrada –ya no perdida-, me contó esta historia.

viernes, 25 de enero de 2019

Un dato, por si a alguien le interesa.


Cada año hay un día en que Dios le habla a la humanidad.

No es una fecha invariable ni mucho menos.

No ocurre en navidad ni en viernes santo ni se ajusta a algún evento especial.

Es un día cualquiera, digamos, y prácticamente no puede predecirse.

Aun así, he sabido de dos personas que los anuncian.

Uno es un abuelo de Honduras de apellido Jaramillo.

La otra es una niña hindú, que ha logrado cierta difusión en algunos medios, aunque al parecer no la toman muy en serio.

Lo extraño es que es que tanto el hombre en Honduras como la chica hindú han coincidió en las fechas que han predicho en los últimos años, y hasta han señalado la misma dificultad para que el mensaje llegue certeramente a la humanidad.

Hay que guardar silencio, han dicho.

Y es que Dios –a diferencia de lo que podríamos creer-, tendría una voz bajita, según nos cuentan.

Y claro, por más esfuerzos que han hecho, retirándose a lugares aparentemente silenciosos, el silencio que requiere la voz de Dios, para ser oída, es uno a gran escala.

Apagar motores, cerrar las fábricas, dejar solo los suministros de energía imprescindibles, han dicho algunos expertos a quienes se les ha preguntado por los requerimientos.

Para este año, por cierto, han fijado la fecha para el 17 de Febrero.

Lo dejo como dato, por si a alguien le interesa.

jueves, 24 de enero de 2019

Una alegría contagiosa.

“La vida no es forma de tratar a un animal”
K. V.

Era un perro chistoso.

Cuando estaba alegre movía una pata, rápidamente, en vez de mover la cola.

La familia lo mostraba a todos y siempre alegraba el momento.

Esa sí que era una alegría contagiosa.

Entonces lo grabaron en video y lo subieron a youtube.

Le pusieron músicas variadas y con cada una el perro parecía ir a ritmo.

Eso hasta que en uno de los comentarios un veterinario habló de una patología grave.

Luego se sumó otro.

Y entonces no faltaron quienes dijeron fijarse en la cara del perro y decir que en realidad estaba triste.

Y claro, surgieron videos de acercamiento a la cara del perro y realmente se veía triste.

Entonces pusieron música triste a esos videos y los subieron también a youtube.

Y las canciones hablaban de seguir bailando, aunque nos doliera el mundo.

Y hasta hicieron un montaje con el perro sobre el Titanic, mientras se hundía.

Y de vez en cuando en los comentarios algún veterinario volvía a discutir sobre la patología, hasta que el asunto llegó a la tv.

A un matinal, durante unos minutos, en el que contactaron con la familia dueña del perro.

Contaron que ya hacía un mes que el perro había muerto, de un ataque.

Y dijeron que mientras moría, seguía moviendo una pata.

Luego de esto en el matinal repitieron la actuación de un humorista en un festival de verano.

Todos reían y al parecer el espacio tenía gran audiencia.

Esa sí que era una alegría contagiosa.

miércoles, 23 de enero de 2019

Volver a Truffaut, a Demy, a Rohmer.


I.

Me preparo para volver a Truffaut.

Para volver a Demy.

Para volver a Rohmer.

Sobre todo me preparo para volver a Rohmer.

Con miedo me preparo para volver a El rayo verde, por ejemplo.

Y para volver a mí mismo, de paso.

Y es que siempre duele un poco, volver a uno mismo.

Aunque sabemos, por supuesto, que es algo necesario.


II.

Truffaut, Demy y Rohmer, como tres reyes magos.

No puedes volver a ellos sino es desde un pesebre.

Desde la inocencia recibir sus presentes.

Sus errores, incluso.

El incienso de Truffaut.

El oro de Demy.

La mirra de Rohmer.

Ahí hay una vida que no es la vida, pero es como si lo fuera.


III.

La vida no está en la superficie.

O no está, al menos, solo en la superficie.

Me gusta pensar por ejemplo que la vida existe en distintas profundidades.

Y esas tres profundidades en que existe la vida, suelo relacionarlas con Truffaut, con Demy y con Rohmer.

No es algo exclusivo, por supuesto.

Bien puedes relacionarlas con tus hijos o con quien gustes.

Diario íntimo de Adéle H.

Los paraguas de Cherburgo.

El rayo verde.

Para eso me preparo.

Puede parecer ridículo, pero para eso me preparo.

Lo que soy.

Lo que amo.

Lo que busco.

Y es que sabemos, por supuesto, que es algo necesario.

martes, 22 de enero de 2019

De qué se trata.


Su abuela materna le tejió una bufanda.

También le tejió una bufanda su abuela paterna.

Siempre hacían lo mismo.

Las dos se enteraban de alguna forma qué haría la otra y comenzaba la competencia.

Siempre eran regalos tejidos.

Un suéter, guantes, gorros y hasta calcetines, en alguna oportunidad.

Entonces ella, para mostrarse agradecida y no incomodar, anotaba cuál era regalo de cuál y se ponía lo regalado por cada una, cuando ocurrían las visitas.

Hasta el momento siempre había funcionado bien.

Pero claro, esta vez se olvidó de anotar qué bufanda le había regalado cada una y estaba confundida.

No era, por supuesto, algo grave, pero sabía lo complicadas que eran sus abuelas y no quería propiciar un conflicto.

Fue en ese entonces que me lo contó a mí, pidiéndome consejo, mientras tomábamos unas cervezas.

-¿Puedo ser sincero? –le pregunté.

-Sí –dijo ella.

-Pues lo que me cuentas es una mierda –le dije-. No da ni para hablarlo. No da para complicarse. No da siquiera para una historia.

-Pero es que ellas… -intentó hablar.

-No se trata de afecto… -seguí-.  No se trata de que sean viejas. No se trata de…

-¿Y de qué se trata…? –me interrumpió.

Entonces, yo me tomé un minuto para pensarlo, di un sorbo a mi cerveza y se lo dije.

lunes, 21 de enero de 2019

Tres sillas del comedor están cojas.


Tres sillas del comedor están cojas.

Y una sola se equilibra perfectamente.

Es, por cierto, un pequeño comedor.

Yo mismo armé las sillas e intenté equilibrarlas todas.

Eso fue hace mucho, sin duda.

Luego –de esto hace menos tiempo-, intenté desequilibrar la silla equilibrada, pero no lo conseguí.

Así que la mesa y las cuatro sillas quedaron así, desde entonces.

Nunca me he sentado en la silla equilibrada.

La dejé, de hecho, en el lado de la mesa que nadie ocupa.

Como vivo solo con mi hijo, solemos solo ocupar dos.

Dos desequilibradas, se entiende.

La mía se inclina hacia un costado y la de él hacia otro.

De todas formas, no muchas veces usamos el comedor.

Generalmente cocinamos algo y lo comemos mientras vemos alguna serie, sentados frente a la tv.

Si hubiese tenido otro hijo -o hija-, tal vez se hubiese sentado en la silla equilibrada.

No sé por qué, pero lo pienso así.

Por el momento, sin embargo, la silla equilibrada tiene sobre sí un cuadro con ideograma japonés que nunca colgué.

Y un lote de libros que aún no incorporo a la biblioteca.

Cuando los miro, hoy en día, no sé bien por qué, pero me angustio un poco.

No sé si es por el kanji, o por los libros, o por la silla equilibrada…

Aunque también puede ser por el hijo –o hija- que no tuve.

Tres sillas de mi comedor están cojas, digo entonces.

Y de una forma extraña –y un poco triste, lo reconozco-, todo vuelve a estar en orden.

domingo, 20 de enero de 2019

Cómo llegar a ninguna parte.


Falta eso.

He buscado y no existe.

Un instructivo, me refiero, que nos permita llegar a ninguna parte.

Estoy seguro que muchos lo han buscado.

No un mapa, por supuesto, pues ninguna parte no puede formar parte de uno.

Pero debiesen haber pistas, al menos, o una bitácora o hasta el diario de alguno que llegó a ninguna parte, sin saber bien lo que hacía.

Y no es que nadie haya ido.

Yo mismo he conocido a un par que han estado en ninguna parte, y han regresado maravillados.

Paz absoluta, me dijeron.

Silencio absoluto.

Primero te angustias, es cierto, y crees que caes.

Luego te das cuenta que no hay dónde caer y te relajas.

Luego eres tan feliz que lloras sin poder evitarlo.

Y luego te regresas.

Sin quererlo, incluso, te regresas.

Los dos que conocí y que estuvieron en ninguna parte refirieron lo mismo.

La paz absoluta y el regreso casi como un castigo.

No tenía derecho a todo aquello, me dijo uno de ellos.

Sentí que contaminaba aquel lugar, me dijo el otro.

Yo les propuse entonces escribir un libro.

“Yo estuve en ninguna parte”, “Instrucciones para llegar a ninguna parte”… o algo por el estilo.

Ninguno de ellos accedió, por supuesto.

Yo al menos cuando vaya –y si regreso-, me comprometo sin duda a compartir esa experiencia.

sábado, 19 de enero de 2019

Aquí yace Betty Brown.


I.

Caminando por una montaña me encontré con una lápida sencilla.

En ella se leía: “Aquí yace Betty Brown”.

Salía una fecha de nacimiento y una fecha de muerte.

No había una flor cerca ni rastro alguno que hiciera suponer que alguna vez la hubo.

Tampoco había segundo nombre ni segundo apellido.

Simplemente las palabras: “Aquí yace Betty Brown”.


II.

Dormí cerca del lugar dos noches.

No se apareció Betty Brown.

De hecho, no me encontré con nadie, salvo con un arriero al que le pregunté si sabía algo de la lápida.

Me dijo que no, aunque sí sabía que habían cambiado la lápida una vez, y que al parecer cambiaron la fecha de muerte.

La fecha de muerte actual era el 11-4-2007.

No se acordaba por supuesto, cuál era la fecha anterior.


III.

Ya de regreso en el  pueblo, bajo la montaña, intenté indagar un poco más.

Casi nadie sabía de la lápida, por lo que debía mostrarles la foto que tomé en el lugar.

Finalmente, una mujer que vendía choclos me indicó una casa, casi en las afueras.

Me dijo que ahí vivía desde hacía mucho una gringa, y que tal vez ella pudiese saber algo.


IV.

La gringa que vivía en a casa a las afueras del pueblo, debe haber tenido fácil noventa años.

Apenas se asomó por la puerta, apoyada en un bastón, muy encorvada.

Tenía algo extraño en su postura, pero no podría explicar qué.

Intenté mostrarle la imagen y preguntarle, pero no daba luces de entender nada.

Finalmente, cuando ya me iba, ella dijo en voz alta, con un acento extraño:

-Aquí yace Betty Brown.

Yo pensé que iba a decir algo más, pero simplemente regresó dentro y cerró la puerta.

Pensé en insistir, pero no lo hice.

Mejor que descanse, Betty Brown.

viernes, 18 de enero de 2019

La metáfora no es una figura de reemplazo.


Me enseñaron que la metáfora era una figura de reemplazo.

Así lo aprendí.

Así lo enseñé incluso, por un tiempo.

Pero me enseñaron mal.

Y es que con el tiempo aprendí que la verdadera metáfora es otra cosa.

Nada tiene que ver con el reemplazo, ni con la forma en que se presenta una expresión.

Eso sería como reducir nuestra vida a la forma en que la vivimos.

Y aunque muchos piensen lo contrario, ciertamente no reemplazamos nuestra vida por la forma en que la vivimos.

Nunca comparten plenamente un mismo significado, me refiero, ambas cosas.

Con todo, comprendo que a veces sea más fácil reemplazar significados para seguir adelante.

Y decir simplemente que la metáfora es una figura de reemplazo.

Y que además no importa, en el fondo, ya que es algo de lo que te puedes olvidar.

A Job, por ejemplo, le enseñaron que la metáfora era una figura de reemplazo.

Y la aceptó sin más, porque su única opción a esa aceptación, era escupir a Dios.

Y prefirió, por tanto, escupir la verdadera metáfora.

No quiero decirlo complejo, pero no veo otra forma decirlo.

Discúlpenme aquellos a quienes les enseñé mal.

Aun cuando la otra comprensión nos lleve a escupir a Dios, incluso.

Pero será algo que hay que hacer, sin vacilar.

Pues de lo contrario será como reducir la vida a la forma en que la vivimos.

No tengo otra forma de decirlo.

Este texto, por cierto, no es una metáfora.

jueves, 17 de enero de 2019

Un loro andando en bicicleta.


La gente aplaude y ríe porque ve un loro andar en bicicleta.

La situación ocurre en un show que se daba en la sala de un gran casino.

Solo estamos ahí unas cuarenta personas, los otros miles están viendo un concierto, en el gran salón de espectáculo.

Yo estoy ahí porque supe que Regina Spektor se hospedaba en secreto en el hotel del casino.

Y me dieron el dato que ayer bajó dos veces a este salón y pidió una infusión extraña, con cierto tipo de té, leche, jengibre y ralladura de naranja.

Dos horas después de llegar estaba ahí, en el salón pequeño, entre la gente que aplaude porque ve un loro andar en bicicleta.

También ríen porque al loro lo visten como cowboy y le ponen unas pistolas a los lados, mientras camina tambaleándose.

Quien dirige al loro casi no habla.

Al parecer es ruso, por el acento, que se escucha cada vez que pide aplausos para Trotsky.

Y claro, Trotsky es el nombre del loro que anda en bicicleta.

También hay otros loros, claro, y un canario y hasta un guacamayo que aún no sé qué hace.

Por cierto, no veo a Regina Spektor.

Tampoco quiero hablarle ni nada, solo verla.

Tranquila, bebiendo una infusión con ralladura de naranja.

Para saber cómo es, entonces, pido una.

Cuando la traen, veo que llevan otra exactamente igual hasta la mesa que está atrás.

El loro que anda bicicleta está ahora bailando como Michael Jackson.

Casi todos, vuelven a aplaudir.

miércoles, 16 de enero de 2019

Una pequeña historia.


Eliza se siente culpable porque les miente a todos. Les dice que todo está bien, me explica, pero en realidad no es así. Lo que no está bien, según Eliza, es que no logra dormir. No lo ha logrado nunca según ella, pero finge hacerlo desde que tiene memoria. Cierra los ojos, adopta la postura que observó cuando era pequeña y entonces finge. Trata incluso de cambiar la respiración y entonces comienza el engaño. Durante el tiempo que finge, Eliza dice que piensa en otras cosas. Historias, a veces, pero que no controla bien. Como si no pudiese escoger muy bien aquello en que desea pensar, mientras espera que sea la hora de levantarse, me explica. A veces incluso se centra tanto en estas historias que no escucha muy bien cuando los otros despiertan y entonces finge hasta un poco más tarde. Eso ayuda a que no la descubran, comenta. Pero no siente que eso sea bueno. Es mentir, después de todo, me dice. Y mentir cansa. Y además ella quiere ser sincera. Entonces  es cuando ella pide mi opinión y en vez de decirle que no finge y que dormir es justamente aquello que hace, prefiero recomendarle que tenga cuidado con la necesidad de sincerarse. Y es que a veces, le digo, cuando sentimos esa necesidad, es señal inequívoca de que nos estamos viniendo abajo, generalmente por un problema totalmente lejano a aquello de lo cual queremos sincerarnos. Ella escucha y asiente, como si hubiese comprendido aquello que le dije. ¿Tú también les mientes a todos?, me pregunta entonces, para terminar la conversación. Y claro, yo le digo que no, pero luego me siento intranquilo con la respuesta, e intento responderle mejor, a través de una pequeña historia.

martes, 15 de enero de 2019

Fuera de casa hay un limonero.


Fuera de casa hay un limonero.

Da limones grandes y bastante jugosos.

Aun así, estuvo dos años sin dar fruto.

Lo cuidaban igual, lo regaban del mismo modo…

Su apariencia incluso, era exactamente la misma.

Salvo por los limones.

O por la ausencia de estos, más bien.

Durante ese tiempo, pensé en sacar el limonero.

De hecho, dudé incluso si debía llamarle limonero, pues ya no daba limones.

Finalmente lo dejé ahí, principalmente porque estaba fuera de la casa.

Y es que al estar fuera, tú podías mirarlo desde dentro y la casa pasaba entonces a ser de cierta forma más tu casa, gracias al limonero.

Es difícil de explicar sin que suene absurdo, pero es cierto.

De la misma forma que ahora es cierto que ha vuelto a dar limones.

Por lo mismo, cuando hablo del limonero ya no dudo de nombrarlo de esa forma.

Y cuando lo miro desde casa, sin duda, me siento más seguro.

Hoy mismo, por ejemplo, mi hijo me sorprendió absorto, mirándolo.

-¿Qué miras? –me preguntó.

-El limonero –le dije-. Creo que es importante saber que está ahí fuera…

-¿Cómo “fuera”? –dijo él.

-Fuera de casa… -intenté explicar-, fuera de casa hay un limonero.

-Fuera de casa –replicó-, están en realidad todos los limoneros del mundo.

-Ya… -dije yo, mientras lo pensaba-. Todos los limoneros del mundo…

Luego me quedé callado, simplemente, cuando comprendí que tenía razón.

lunes, 14 de enero de 2019

Una pequeña isla.


Un amigo recibe de herencia una pequeña isla, cerca de Chiloé.

Firma un documento, le entregan unos mapas y unas fotos donde se ve la isla, desde fuera.

Entonces nos reunimos con otro par de amigos y vamos a su isla, a conocer.

Compramos provisiones y pagamos una lancha, para que nos lleve.

-¿Sabe cómo se llama la isla? –pregunta mi amigo al hombre de la lancha.

El hombre mira el mapa y luego intenta distinguir cuál de las pequeñas islas o islotes es la que ha heredado mi amigo.

-No tiene nombre –dijo al fin-. Pero ya sé cuál es…

-¿Ninguna de esas tiene nombre…? –siguió mi amigo.

-No tienen…

-Y cuando van hacia allá… ¿cómo dicen a qué isla van?

-No necesitan nombre –insistió el hombre-, además nadie va.

Cuarenta minutos después, después de varias vueltas nos acercamos a la isla.

Recién entonces nos percatamos que no podremos bajarnos, pues la isla no tiene un lugar para fondear…

-Yo pensé que querían verla, nada más –nos dice el hombre de la lancha.

Dicho esto, rodeamos la isla, y vimos que era igual a michas otras islas del sector.

Llena de vegetación.

Con roqueríos en la orilla.

Luego nos detuvimos un momento e intentamos sacar una foto.

Tras varios intentos, le pedimos al hombre que la sacara, para poder salir todos.

-¿Quieren que se vea la isla? –nos dijo.

-No es necesario –dijo mi amigo-. No todas las cosas están hechas para ser vistas.

domingo, 13 de enero de 2019

Días y zonas de gravedad leve.


Hay teorías ciertas que suenan absurdas.

Por esto, suelo tomarme con seriedad aquellas que incluso se cuentan como anécdotas o como parte de una broma destinada a hacer reír.

Es así como he leído con atención –y esfuerzo considerable pues el texto estaba escrito en inglés-, la tesis propuesta por un grupo de investigadores canadienses, que buscaba explicar ciertos fenómenos a partir de una expresión que puede traducirse como “gravedad leve”.

Lo que planteaban estos científicos, es que dentro de la historia de nuestro planeta ha habido días –periodos de tiempo variables y algo indeterminados, en realidad-, en que la fuerza de gravedad es menor a la mal llamada constante, lo que ocasionaría ciertos fenómenos que han dejado huella en distintos eventos geológicos aparentemente demostrables.

Lamentablemente el asunto se torna menos verosímil pues los investigadores señalan que esos días de gravedad leve, producidos en el periodo en que el ser humano ya habitaba el planeta, podrían explicar los desplazamientos de grandes objetos o rocas, por parte de algunas civilizaciones (egipcios y mayas, por ejemplo), que habrían incluso dado cuenta de esos días en algunos “escritos” o calendarios, citados en la investigación.

Por si fuera poco, el estudio plantea que esos días no son iguales en todas las partes del planeta, ya que existirían zonas de gravedad leve, en las que el fenómeno estudiado suele ser más recurrente, y hasta estudian una serie de factores comunes en esos lugares, buscando algún patrón.

Dicho esto, informo que no entraré en detalles sobre la investigación y que esta entrada concluirá en breve.

Y es que de ser cierto lo que plantea aquel estudio, estoy seguro que hoy sería uno de esos días.

Una prueba de esto: la entrada ya concluyó.

sábado, 12 de enero de 2019

Vian, yuxtapuesto.


I.

Junto a la nada, yo.

No sé.

Tal vez alguien me yuxtapuso.

Como una maldición fui arrojado al mundo, siempre al lado de otra cosa.

Unas manos, una almohada, un objeto cualquiera...

O hasta un hermano muerto.

Así se dieron las cosas.

Una tras otras se dieron las cosas…

Pero no entraré en detalles.


II,

Yo no pedí ser yuxtapuesto.

Aunque tal vez todo, menos yo, lo pidió.

Y pudo ocurrir entonces que yo me vi arrastrado.

Siempre junto a algo.

O junto a alguien.

Así y todo hay quienes no comprenden las dificultades de esto.

Y yo tengo que explicarlo:

Nadie puede comprender la vida de ese modo.

No la vida de uno mismo, al menos.


III.

Ser yuxtapuesto es también no saber tu ubicación.

Pues siempre estás en referencia de aquello a lo que te yuxtaponen.

A la derecha del padre.

A la izquierda del árbol.

Al lado de ese hueón.

Y entonces pensamos que nuestro lugar se asigna de esa forma.

Y hablar de lugar -creemos-, es también hablar de existencia…

Así y todo, aclaro que lugar y existencia no se yuxtaponen.

Eso sí que es no entender nada del asunto.

Eso pienso yo, junto a la nada.

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