lunes, 28 de febrero de 2022

Nunca entré a una iglesia, me dijo.


Nunca entré a una iglesia, me dijo. Para mí eran solo exterior. Arquitectura. Escenografía. Supongo que primero no entré de casualidad y ya con los años me hice consciente de no haberlo hecho y decidí seguir con la costumbre. No se trataba de Dios o lo que fuese que esas iglesias representaran o contuvieran. Se trataba simplemente de no entrar. De negarles ese espacio interno. De sacar ese espacio interno de mi mente. De negarle un significado. Lo hacemos todos, si lo piensas, no me mires de esa forma... No con las iglesias, tal vez, pero sí con otras cosas, sin duda. Con los hombres mismos, por ejemplo. Me refiero a que estamos viéndonos constantemente… incluso estando “en contacto”, supuestamente, unos con otros. Pero ¿cuántos hemos visto en realidad a un hombre por dentro? Soy concreto, por si acaso… pienso en autopsias, tripas, piel volteada... Debe ser extraño vivir con los hombres y haber visto ese interior, ¿no crees? Pues bien, a mí con las iglesias me ocurre lo mismo. Prefiero verlas así. Sus fachadas, como te decía... Entrar en ellas sería dañino. Incluso encontrar algo dentro, a estas alturas, seria dañino. O no encontrar nada... Te hablo así porque sé que me entiendes. Sé que me entiendes, aunque tu caso es distinto, por supuesto… Me atrevería a decir tú entraste, hace muchos años, y todavía no has salido. Incluso diría que te dejaste olvidado dentro… Una vez te escuché hablar con atención y me di cuenta de aquello. Que parte esencial de ti está en un lugar al que yo nunca he accedido… y después de darle unas vueltas he entendido cuál era ese lugar. No te digo que hagas nada ni que respondas nada, ni siquiera que escuches. Hoy te hablo para que tengas tu texto diario, y poco más.

domingo, 27 de febrero de 2022

El verdadero caballo de Troya.


I.

El verdadero caballo de Troya tenía en su interior -estoy seguro-, otro caballo.

No como una matrioska.

No otro y luego otro más.

Me refiero a que tenía dentro un solo caballo.

Y para especificar agrego:

Un solo caballo vivo.


II.

Mis argumentos son claros.

Ingenuos para algunos, pero ante todo sencillos.

Solo se puede mostrar lo que se contiene.

El engaño es débil -o doble- según cómo se mire.

Contenido y continente más vinculados de lo que pudiese esperarse.

Una naturaleza, digamos, que no se divide en dos.


III.

Discuto esto con algunos.

Vacuas discusiones, si se quiere, pero es lo que hago.

Les muestro una nuez.

Disecciono, frente a ellos, algunas palabras.

Finalmente, quiebro sin querer un vaso que sostenía en una mano.

Un vidrio se entierra en mí, pero no llega hasta donde me encuentro.

No hasta donde me encuentro realmente.

Sangro un poco, pero no importa.

Sangro igual como alguien suda.

O como alguien llora.

Esa herida se cerrará con el tiempo, como por arte de magia.


IV.

No les cuento a ellos, pero ayer tuve un sueño.

Estaba alegre, y era yo, en mi sueño.

Y había otro yo en mi interior -en el yo del sueño-, que también era yo, por supuesto.

Y fue bueno el sueño.

Porque veía el futuro con un poquito más de luz, de la que creía ver, hasta entonces.

Luego ya ven:

Descubrí el verdadero caballo de Troya.

sábado, 26 de febrero de 2022

Tres notas.


Nota 1:

No sé bien. No tanto, al menos. Además, saber tanto más, no sé si sirve. De hecho, a veces me gustaría saber menos. O no menos, necesariamente, pero sí saber mal. Saber mal para que el saber bien no ilumine lo que no debía darse a nuestra vista. Disculpa si todo suena extraño, al decirlo de esta forma. Conozco otras, pero lo prefiero así. Además, yo creo que me entiendes. Y lo que no entiendes no hay, necesariamente, que entenderlo. Así es siempre. Casi siempre. Si te interesa, podemos hablarlo en otro momento. Tú me dices.


Nota 2:

Ayer te dejé una nota. Supongo que no la viste porque estaba en el mismo lugar que la dejé ayer. La leí y me pareció escrita por alguien más, en primera instancia. De hecho, creí que tú me habías dejado esa nota. Era un tanto confusa, pero al mismo tiempo me parecía directa. Decía, en resumen, que no quería saber bien. Que era mejor no saber bien. Sorprendentemente, al leerla, sentí que algo que sabía ayer, de buena forma, hoy lo había olvidado. O que ahora, al menos, lo sabía mal. Eso me pareció una buena noticia. Si era cierta, digamos, me pareció una buena noticia.


Nota 3:

Confieso que esta es la tercera nota que te escribo, aunque probablemente poco importe. Además, escribí y rompí las otras dos. Digo esto porque no hay pruebas de que es la tercera nota. Si quieres saberlo, rompí las anteriores porque, aunque no lo parezca, me cansan mis palabras. No solo dentro de mi cabeza, sino que me agobia encontrarlas escritas y dispersas por nuestra habitación. Juro que, si no logro volver a sentirlas valiosas, las dejaré de lado, prontamente. No saber. No decir. Me apena pensarlo, pero es cierto. Lloro un poquito, incluso, pero es de cansancio. Me despido, por si acaso. No sé bien.

viernes, 25 de febrero de 2022

Cosas fuera de mis bolsillos.


Cosas fuera de mis bolsillos.

El mundo está lleno de cosas que están fuera de mis bolsillos.

Bien por eso.

Que así sea.

Esto no es una queja.

Lo que me aflige
es que las pocas cosas que debiesen estar dentro
suelen caerse, desde ellos.

Eso es lo que pasa.

Se caen, mientras camino.

O derechamente las echo fuera.

Inconscientemente, tal vez,
pero lo cierto es que así ocurre.

Llaves, dinero, notas… todo cae de mis bolsillos.

Me he acostumbrado a que sea de esa forma.

Así y todo,
de vez en cuando esto me complica.

Llaves de las que no hay copias.

Documentos de importancia.

Y dinero, por supuesto, y no necesariamente montos pequeños.

Hoy volvió a pasar, por supuesto.

Y en vacaciones, en general, suele ocurrir más que de costumbre.

Mi débil teoría es que no quiero, en el fondo, nada en ellos.

Sobre todo si ando lejos, fuera de casa.

Pero supongo que no es esa
una explicación suficiente.

Recuerdo algo:

Una vez me vi en un video, dejando caer cosas de mis bolsillos.

Parecía que lo hacía de gusto, intentando ocultar mis movimientos.

Pero lo cierto es que nada ocultaba de los otros.

De mí mismo, tal vez, pero no con voluntad.

Por eso, si me preguntan, solo estoy seguro de algo:

El mundo está lleno de cosas que están fuera de mis bolsillos.

Y está bien que así sea.

Además, voy más ligero, de esa forma.

jueves, 24 de febrero de 2022

No observes el cielo de esa forma.


No pienses en eso.

No observes el cielo de esa forma.

Ese vacío daña más de lo que crees.

Por un tiempo te alegras encontrando cuerpos.

Nombrándolos.

Midiéndolos.

Clasificándolos.

Sin embargo, con el tiempo caes en cuenta que prácticamente todo está vacío.

Todo es frío y ajeno allá afuera.

Nada está hecho a tu medida y, por supuesto nada te pertenece.

Ni siquiera el supuesto conocimiento de ese algo.

Puede que tengas un hijo.

Puede que pierdas a tu madre.

Y entonces, claro, busques en el vacío, no una respuesta.

Pero sí un ruido sordo que acalle, de cierta forma, tus preguntas.

No te mientas.

Las estrellas solo se iluminan a sí mismas.

Las órbitas son líneas en el agua.

Todo siempre será un pozo.

No un pozo terrible, pero será un pozo.

Y mirar ese abismo puede desbalancear, sin duda, y generar caídas.

No digo que no caigas, en todo caso.

Pero te recomiendo caer luego de estrellarte con las cosas.

De tropezarte con el cuerpo inerte de tu madre.

De ser rodeada, sorpresivamente, por los brazos de tu hijo.

Deja lo demás a un lado.

Sonríe si puedes.

No pienses en eso.

Es más, ni siquiera pienses.

Son solo cosas que pasan.

Yo también lloré un poquito y nadie supo.

miércoles, 23 de febrero de 2022

Ya casi llego.


Ya casi llego, le digo. Pensé que no llegaba, pero ya casi llego. No me haga explicarlo, porque prefiero quedarme en la sensación, por el momento. No le estoy pidiendo nada, solo acepte mis palabras. Acepte incluso que hable solo. Toléreme como a esos borrachos parados en las esquinas que intentan hablar con alguien. Esta es mi esquina, además, después de todo.

No sé a dónde llego, le digo, pero sé que casi. Tampoco sé si llegaré a la superficie o si estoy a punto de tocar el fondo. Me alegraré de igual forma en ambos casos. La superficie no es distinta a la profundidad, después de todo. Crea en mí, no crea en lo que le han dicho. O escúcheme al menos. A mí también me mintieron e intentaron moldear mis emociones. A mi también me deformaron de esa forma. Pero yo disolví mis formas.

Ya no estoy, pero igualmente llego. O sea, no todavía, pero ya casi llego. No sé siquiera para qué, pero comprendo que era algo necesario. Parecerá que voy sin rumbo, pero en el fondo siempre hay, aunque no haya. Disculpe mis palabras. Disculpe si confundo. Ocurre igual que con esas piedras de las que ya nadie habla y que ruedan por la luna. Ya casi llego, le digo.

martes, 22 de febrero de 2022

Bomba invisible.


I.

Cayó una bomba nuclear invisible sobre Santiago.

Y todo se llenó entonces de una destrucción invisible.

De una muerte que los ojos no sabían ver.

Y de una radiación que se escondió donde algunos decían que estaba el alma.


II.

Luego de eso siguieron cayendo bombas.

Todas invisibles, por supuesto, pero lo importante aquí es que siguió el daño.

Bomba sobre bomba y muerte sobre muerte, siguieron cayendo.

Y es que siempre se puede destruir un poco más.

Si no me creen, pregunten en Dresde.

No hubo testigos, por cierto, aquí en Santiago.

Ningún testigo válido, al menos.

A quien intentó decir algo lo llamaron charlatán.

Después de todo, siempre se pueden forzar los ojos.


III.

Hoy -aunque no crean-, siguen cayendo bombas de vez en cuando.

Grandes y pequeñas, nucleares y no nucleares, pero ante todo invisibles.

Yo las percibo desde el búnker que he construido, en estos últimos años.

No es perfecto y se debe filtrar la radiación, pero al menos aquí comprendemos lo que pasa.

Vivimos sabiendo la verdad, aunque a algunos esto no les parezca que vivimos.

Así permanecemos.

Así esperamos.

Pero ante todo así sabemos.

Y hablamos en plural, por cierto, aunque estemos solos.

Y aunque probablemente no lo estemos.

lunes, 21 de febrero de 2022

Un pequeño hueco en la pared.


I.

Había un pequeño hueco en la pared.

Un hueco pequeño, aproximadamente del tamaño de un puño.

Su teoría era que había un ratón -o ratones-, en la casa, aunque lo cierto es que no había notado ruidos.

Y es que probablemente luego de esa pared hubiese otra, y entre ambas existiese un pequeño espacio.

Tras pensarlo así, él se acercó en silencio al lugar, para tratar de oír algo.


II.

En vez de oír ruidos de un ratón, le pareció escuchar ladrar a un perro.

Era algo absurdo, por supuesto, pues el espacio no daba para eso.

Sin embargo, mientras más se concentraba, más confirmaba su primera impresión.

Tal vez era un ratón, en un principio.

Luego del ratón, un gato, que lo perseguía.

Y finalmente un perro, persiguiendo al gato.

Todos pequeños, por supuesto, al menos en un inicio.

Eso eligió pensar, para justificar su oído.


III.

Como no se le ocurrió qué animal podía perseguir a un perro, se decidió a hacerlo él mismo.

No perseguirlo, exactamente, pero tal vez entrar a buscarlo.

Además, ser pequeño no podía estar tan mal, después de todo.

Se agachó junto al pequeño agujero y cerró los ojos, buscando concentrarse.

Primero intentó hacerse pequeño y luego se le ocurrió que tal vez tendría más efecto tratar de agrandar el mundo.

El resultado sería el mismo, después de todo.

Llegó la noche así, con el hombre agachado junto al agujero en la pared.

Sin abrir los ojos, en ningún momento.

No me vio observarlo, por lo mismo, ni sospechó siquiera que entendí sus razones.

Otro habría visto que rezaba, o que buscaba algo, o hasta que lloraba un poquito.

Tampoco supo que fui yo, por cierto, quien asestó el primer golpe.

domingo, 20 de febrero de 2022

Duchamp.


Ella decía que entendía a Duchamp.

Decía más cosas, por supuesto, pero yo me acuerdo de eso.

No era que interpretase las obras, sino que lo entendía a él, de cierta forma.

Entiendo sus acciones, sus palabras y hasta lo que decidió no hacer, decía.

Y por supuesto decía entender las razones de todo aquello.


Más allá de eso no nos deteníamos nunca a hablar de Duchamp.

De hecho, nunca reflexioné mayormente sobre esas aseveraciones.

Supongo que las acepté sin más, simplemente.

En cambio, solíamos hablar largamente sobre variados temas.

Da lo mismo cuáles, pero el punto es que no hablábamos de Duchamp.

Y otro punto es que éramos honestos al no hacerlo.

O al menos yo lo era.


A veces, luego de hablar sobre algo aparentemente completo ella asentía y decía una palabra.

La decía en voz baja, reemplazando decir “comprendo”, o al menos ese sentido yo le daba.

La palabra, por supuesto, era “Duchamp”.

Generalmente era una palabra que marcaba un tránsito hacia un momento más silencioso y tranquilo.

Un momento más cercano en que no necesitábamos seguir hablando sobre aquello que nos había llevado hasta ese punto.


Es extraño… pero hasta el día de hoy esa palabra me apacigua, de cierta forma.

Como si anunciase tranquilamente la comprensión de algo que, en el fondo, no comprendo.

O la aceptación honesta de ese algo.


Esa es la palabra que repito en mi interior, generalmente, cuando inclino la cabeza.

Sinceramente, creo que no podría ser otra.

sábado, 19 de febrero de 2022

Algo así como un fin.


T. quería vivir en un Hotel, pero aquí no era como en las películas que ella vivía. No era tan económico, me refiero. Tan alejado de todo. Tan romántico, a su manera.

Supongo que lo que quería era estar siempre de paso. Ojalá en un lugar algo miserable, para no encariñarse. Con las ropas mínimas y dos o tres libros y un cuaderno. Nada más.

Eso y un trabajo esporádico. Mínimo también. Ojalá una semana sí y otra no, para tener tiempo, decía. Aunque no decía para qué quería ese tiempo. Supongo que para cambiar de Hotel.

Al final, alcanzó a arrendar un par de departamentos interiores y vivió también en una casa abandonada. Pero eso no le entregaba lo que ella buscaba. O decía buscar, al menos.

Con todo, no alcanzó a llevar ese tipo de vida ni siquiera dos años.

Luego de un mal periodo en el que se enfermó varias veces y no lograr afirmarse en sus últimos trabajos, terminó volviendo a la casa de sus padres.

Una casa amplia, por supuesto, con una de las bibliotecas más grande que he llegado a conocer.

Fue entonces que me pidió ayuda para vender algunos libros, aunque nada alcanzó a concretarse.

Y es que una noche, en un extraño arrebato (aunque no tan extraño para quienes la conocimos en aquel entonces), T. intentó quemar esa misma biblioteca.

Lo logró en gran parte, por cierto, pero el fuego fue controlado antes de que destruyese el resto de la casa.

La internaron por esto -en una especie de hospital siquiátrico-, durante casi seis meses.

No pude visitarla en ese tiempo ni contactarme con ella.

Tiempo después, supe que se iba a Estados Unidos, y que estaba matriculada en una Universidad de relativo prestigio.

Desde allá -supongo, me envió los restos de un libo que estaba quemado.

Era un libro ruso, de Bulgakov.

Intenté traducir los restos que quedaban para ver si había en él alguna especie de mensaje oculto, pero no encontré nada.

Nunca encontré nada.

Con el tiempo, supe que T. dejó la Universidad y nadie de su familia volvió a saber de ella.

Aunque tampoco antes, me atrevería a agregar, habían sabido algo.

Hoy, por cierto, terminé de quemar el libro que me envió, en una fogata.

Fue algo así como un fin.

Prácticamente no quedaron restos.

viernes, 18 de febrero de 2022

Lo vi con este ojo (o lo que dice tu otro ojo).


Lo vi con este ojo. Con el otro no lo vi. Pero eso no lo hace menos cierto. Menos visto, claro, pero no menos cierto. Mi otro ojo no es además garantía de nada. Mira siempre donde quiere, por su propia cuenta. Luego llega a ti como un niño insistente que te muestra lo que ha visto. Y lo hace justamente porque no lo has visto. Es extraño entonces que lo desestimes por lo que ve este ojo. Que lo desestimes por lo que ve el ojo que diriges, me refiero. Que lo desestimes ante el ojo que mueves una y otra vez hacia zonas ya vistas. Hacia la orilla a la que siempre has llegado. Hacia el puerto de siempre, en otras palabras. Nada es entonces menos cierto, entonces, si te fijas. Para eso sirve saber esto, si te lo preguntas. Pero eso no es todo. Hay algo más importante aún que te advierte el otro ojo: nada es doblemente cierto. Ninguna verdad es doblemente firme porque la mires dos o tres o innumerables veces. Nada se vuelve más seguro de esa forma. Incluso sin ojos de por medio. Sin miradas. Observa tu entorno, entonces, pero no busques refugio en lo que ves. No te aferres a lo que ya sabes. Eso es lo que dice tu otro ojo.

jueves, 17 de febrero de 2022

Tú y el pantano (o lo que dice el pantano)


Y no lo sabes hasta que él… o sea no él, sino tú… eh… cómo decirlo… No lo reconoces hasta que es tarde, me refiero… Solo después que te has adentrado varios pasos y el andar se torna pesado… entonces sí, claro… es él… y tú… No tú en el pantano sino tú y el pantano. Sí. Tú y el pantano. Y es que ambos están ahí, presentes. Ejerciendo fuerza, digamos, uno en el otro… No uno contra el otro. No tú alejándote y él reteniéndote. La historia no es así. Nunca es así, aunque de vez en cundo la acomodemos un poco. Tú no sabes lo que él quiere. Debieses hundirte en él para saberlo y eso es peligroso. Sucio y peligroso. Por eso es que no sabes. No es tu culpa no saber, pero sí es al menos una falta no preguntarse por ese otro. Por la voluntad que genera su fuerza, me refiero. Por el pantano en sí, finalmente. No contra ti y fuera de ti. A lo mejor él también quiere salir de aquel sitio. Por eso se aferra a ti. Por eso es otro. No tú en el pantano sino tú y el pantano. Tú y el mundo. Tú y los otros. Tú y la vida, al fin y al cabo. Lo malo es que no lo sabes hasta que ellos… o sea no bueno, sino tú… bueno… No lo comprendes hasta que es tarde, me refiero. Eso es lo que dice el pantano.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Se le ocurrió a él solito.


Se le ocurrió a él solito.

Eso nos sorprendió un poco.

No porque no fuese capaz, sino porque entender aquello era como intentar entender una cuerda sin extremos.

Lo contó como una gracia, como si estuviese orgulloso de lo que había hecho.

Nosotros lo escuchamos.

Si hubiese sido un poco mayor, probablemente hubiese podido explicar los pasos de la siguiente forma:

Primero hay que descongelar un pollo.

No presas de pollo, si no un pollo entero.

(De no haber uno entero, podría armarse uno, pero siempre y cuando hubiese las suficientes presas)

Luego buscar pegamento, tijeras y una almohada de la abuela.

El pegamento puede ser el tarro de cola que está junto al cajón de herramientas de su padre.

La almohada de la abuela, por otro lado, es buena solo cuando la abres y extraes las plumas.

Luego una superficie amplia y paciencia para hacer lo que ya es obvio.

Ya terminado, lo dejas en un lugar visible y esperas escondido, para observar la sorpresa que le darás a tus padres.

De más está decir que escuchamos atentamente sus palabras y observamos la situación.

De cierta forma es como una máquina del tiempo, pensé yo, mientras observaba todo aquello.

Es como si yo desmontase esta misma escena o, sin familia, armase con retazos una historia extraña en la que le diese forma a una.

-Y funciona para los dos lados -dice entonces la mujer que está a mi lado, como si me leyese la mente.

-Como si la leyese desde dentro-, dice por último aquello que fue un pollo congelado, mientras corre a tientas, por la habitación.

martes, 15 de febrero de 2022

Él y ella y el monstruo del lago Ness.


Estaban dormidos, aparentemente, pero entonces él se movió bruscamente y la mujer despertó, con el movimiento.

-¿Tuviste una pesadilla? -preguntó ella.

-Sí -dijo él.

-¿Otra vez la misma?

-No. Esta vez no, al menos.

Se quedaron en silencio, un rato, en medio de la oscuridad.

-¿Qué soñaste ahora?

Había un leve tono de hastío en las palabras de ella.

-Soñé que el monstruo del lago Ness venía por mí -dijo él.

-¿Lo dices por molestarme? -preguntó ella.

-¿Cómo podría molestarte que sueñe con eso? -replicó él.

-Me refiero a que es absurdo… -intentó explicar ella-. ¿Cómo mierda te va a seguir el monstruo del lago Ness…? Tendrías que estar dentro del lago Ness, para que pudiese seguirte.

Él no contestó.

-Estás inventando eso para no decirme que volviste a tener la misma pesadilla, ¿no es cierto? -insistió ella.

-De verdad que no -dijo él-. Ya sabes cómo pasan las cosas en los sueños… simplemente sentía que me seguían… Y de alguna manera sabía que el monstruo del lago Ness venía por mí…

-¿Y cómo era…? -preguntó ella.

-¿El monstruo del lago Ness?

-Sí, ¿cómo era?

-Pues no lo vi, en realidad -dijo él-. O sea, sabía que me seguía y que era el monstruo del lago Ness, pero era como una intuición… como si el monstruo viajase escondido para atraparme de alguna forma…

-¿Y tú huías por dónde…? -preguntó ella ahora-. ¿Por la ciudad?

-Me parece que sí -dijo él-. No lo tengo muy claro, pero no en el lago, en eso tenías razón… pero de cierta forma sentía como si hubiese un lago bajo todo aquello. Como si siempre hubiese habido un lago secreto debajo de todo…

-Y un monstruo también secreto dentro de ese lago -completó la mujer.

-Sí -dijo él-. Puede ser.

Ambos entonces se quedaron nuevamente en silencio.

Mientras ella se dormía, minutos después, él aparentemente seguía despierto.

Como si estuviese escuchando a lo lejos -o intentando escuchar, probablemente-, un ligero sonido de agua.

lunes, 14 de febrero de 2022

Las manos en su corazón.


Soñó que metía sus manos en su corazón.

En su propio corazón, aclaro.

Soñó que metía sus manos de la misma forma
como alguien mete una de las suyas en un bolso,
para buscar unas llaves.

Luego no supo que pasó y entonces hubo un ruido.

Un ligero chasquido que parecía anunciar el acceso a otro sitio.

O a otro momento distinto.

Algo así como el acceso a un sueño que encuentra dentro de su primer sueño.

Y entonces apareció en un lugar que percibió como irreal, aunque con elementos reales.

Un corazón real, por ejemplo.

Una llave real, esta vez.

Un dolor real, que no sabía situar en ningún sitio específico.

Yo la conocí en ese entonces, pero ella no lo recuerda.

Y es que no me cuenta, supongi, entre las cosas reales de aquel entonces.

Anduvimos, sin embargo, entre esas cosas reales.

Torpemente anduvimos entre ellas.

Tengo fotos y otros documentos que respaldan mis palabras.

Y más palabras, por supuesto, que no respaldan nada,
pero que intentan de alguna forma
dar cuenta de ese momento.

Un ejemplo de lo primero, que ya he dicho:

“Ella metió sus manos en su propio corazón”

Ahora un ejemplo complementario:

“No puedo culparla de haberlas metido en el mío”

Me ahorro, eso sí, la explicación final
y el detalle.

Diré simplemente que ella escuchó otro chasquido.

Nada más.

Yo, por mi parte,
me acosté en un ataúd, como un vampiro.

domingo, 13 de febrero de 2022

Los perros.


I.

Me dijeron que no corriera.

Que si lo hacía, los perros probablemente me iban a seguir y atacar.

Hice caso, por supuesto.

Creí, de hecho, en aquella recomendación.

Me quedé así, frente a los perros y me mostré seguro.

Pero entonces, me atacaron igualmente.


II.

Los dejé hacer, a los perros.

Y es que me habían dicho que, si me atacaban, no opusiera resistencia.

Que protegiese el cuello, principalmente, y les ofreciese un brazo.

Pero no se conformaron con mi brazo, los perros.

Uno incluso se quedó atascado, con un colmillo enterrado justo detrás de una de mis orejas.

Se asusto, de hecho, ese perro, al no poder separarse de mí.

Aulló en mi oreja y se desesperó hasta que rasgó la carne.

Sangré profusamente, pero no perdí la conciencia en ningún momento.

No sé si eso es bueno o es malo.


III.

Pasaron los días.

Nadie te ha mentido, me dijeron.

Tranquilo.

A veces me llevaban cosas e intentaban conversar conmigo.

Yo estaba en el hospital y no contestaba preguntas.

No recuerdo bien si era por voluntad propia o porque realmente no podía.

Todos hablaban como si yo tuviese ira.

Como si en realidad tuviesen que protegerme de mí mismo.

No te atacaron los perros, me dijeron el día que abandoné el lugar.

Y yo fingí dormir, mientras un tío me llevaba en auto, de regreso a casa.

sábado, 12 de febrero de 2022

Hacer los deberes.


Le gustaba decir esa frase: hacer los deberes.

La repetía a cada rato, pero yo no le encontraba ninguna gracia.

Sobre todo porque no sabía quién realmente me había designado esos deberes.

Aunque, de todas formas, los hacía sin rechistar.

Debo reconocer, sin embargo, que eso era hasta cierto punto extraño.

Me refiero al hecho de que realizaba aquellas acciones, sin duda.

Y puede que hasta cierto punto me sintiese “a gusto” haciéndolas.

Pero el hecho de que fuesen “deberes”, hacía surgir en mí una sensación incómoda.

Probablemente de rechazo hacia aquello que hacía por mi propia voluntad.

Pensando, tal vez, que yo mismo me imponía hacerlas y no seguía órdenes de otros.

Que eran deberes para conmigo, digamos, no asignados por alguien más.

Una rebeldía estúpida, si se quiere, y hasta sencilla…

Pero que luego de un tiempo no supe manejar.

Como no supe hacerlo, entonces, dejé de hacer eso que consignaban como “mis deberes”.

Da lo mismo en el ámbito que lo piense, siempre el rechazo surgió cuando pasaron a designarse de esa forma.

Y a ser exigidos, por supuesto, desde esa designación.

El absurdo mayor, no obstante, venía después.

Cuando terminaba haciendo acciones que superaban con creces esos primeros “deberes”.

En esfuerzo, me refiero.

En tiempo dedicado.

Así y todo, mi orgullo seguía en pie pues mis acciones no incluían de forma directa los deberes impuestos.

Superaban los deberes, pero no los incluían.

Con el “deber de vivir”, incluso, supongo que me pasó lo mismo.

Pero no voy a explicarlo.

No es mi deber, digamos, para concluir.

Lo trasciendo.

viernes, 11 de febrero de 2022

No usted.


No. No usted. Usted no me diga nada. O diga si quiere, pero lo cierto es que no escucho. Se lo digo por su bien, para que no se desgaste. Y es que en realidad yo sé bien qué va a decir. No me molesta oírlo en todo caso (no tanto), pero no perdamos tiempo. Sé bien cuáles serán las palabras. Conozco el tono, incluso. Es por esto que digo “las palabras” en vez de “sus palabras”: porque aunque usted crea lo contrario, no son suyas. Créame, a veces yo mismo me las digo. Incluso cuando no quiero decirlas, me las digo. Tal vez por esto, pienso ahora, es que he llegado al punto en que dejé de oírlas. Sin quererlo, me refiero. Como un acto de defensa. Un acto inconsciente de defensa, aclaro. Podría explicar un poco más el proceso, pero no sé si lo comprendo del todo. Y tampoco, quiero averiguarlo. Por lo demás le recalco que mi intención es buena. Con usted, me refiero, al decirle que no me diga nada. A mí ya ni me lo digo pues no me hago caso. Me molesto incluso (conmigo) en estos casos. No sé bien si con el yo que habla o con el que no escucha. Después de todo ambos pasan sobre mí. No me ven, me refiero. No me tienen en cuenta. Así lo siento, al menos. Desconocen quién soy.

jueves, 10 de febrero de 2022

Los guantes de box.


Como perdió la apuesta, ella debía pasar todo un fin de semana con guantes de box. Se trataba de un par de guantes antiguos, grandes y pesados que dificultan realizar cualquier tipo de maniobras.

Habían pertenecido a un pariente de ella (un tío abuelo), y los habían encontrado la semana anterior, en medio de unas cajas con libros viejos que les dijeron podían llevarse, luego de la muerte de aquel tío.

Siempre apostaban cosas similares. Decían que los mantenía firmes, como pareja. Cosas absurdas de cierta forma, pero ante todo incómodas. Y respetaban el cumplimiento de sus apuestas como si se tratase de un código de normas esenciales de vida.

Por ello, debió pedir ayuda para poder realizar varias de las acciones, aunque ya al término del primer día se dio cuenta que no podría estar otro día más pagando la apuesta.

-¿Puedo cambiar el pago de la apuesta? -preguntó esa noche-. Quiero ducharme, ir al baño y no voy a pedirte ayuda para esas cosas.

-Tú sabes que no puedes -dijo él-. Siempre hemos pagado nuestras deudas.

-Pero no te hablo de no pagar… -insistió-. Se trata de un cambio. Cambiar el pago de esta apuesta por otra.

-Un cambio es de cierta forma no pagar -dijo el otro, seriamente-, y no pagar, aunque sea por una vez, supone el término de la confianza, la abolición del sistema que hemos establecido. No quiero poner en riesgo todo aquello. Lo lamento.

Ella se quedó entonces así: en silencio y derrotada, mirando los guantes que ahora estaban ahí, en lugar de sus manos, que parecían haber dejado de existir.

-Yo también lo lamento, pero voy a sacármelos -dijo ella, con un tono triste.

-Pues ya sabes qué va a pasar si te los sacas -dijo él, con un tono solemne, mientras salía de la habitación.

Ella puso entonces una de sus gantes entre las piernas y luego de apretar comenzó a forzar, para liberar una de sus manos.

Cuando logró sacarla la observó, con ternura, como si fuese un hijo.

Lloró un poquito, incluso, en medio del silencio de la habitación.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Ella se tatuó una frase de Kierkegaard.


Ella se tatuó una frase de Kierkegaard en la espalda, cerca del hombre derecho. Lo hizo a los quince años, según me dijo, en una época en que prácticamente ningún adolescente se tatuaba cosas, por lo demás.

La frase la tomo desde un libro que hablaba sobre la obra de Kierkegaard, principalmente sobre Temor y temblor.

La frase en cuestión está escrita en danés, por cierto, con una letra no demasiado estilizada.

-Con el tiempo supe que no era una frase de Kierkegaard -me dice, mientras hablamos de eso.

-¿A qué te refieres? -le pregunto.

-A que no es una frase literal de Kierkegaard, sino una adecuación que suele hacerse de una de sus frases, en las reediciones del libro.

-No comprendo -admití.

-Es algo normal -dice ella-. Pasa mucho, sobre todo en obras filosóficas de autores ya fallecidos. Un editor que lee atentamente el texto cree comprender que hay una frase contradictoria o poco clara y lo atribuye a un problema de redacción a una falla editorial o hasta a un lapsus del autor… y entonces la cambia.

-Y luego alguien como tú la elige y se la tatúa, sin saber realmente quién es el autor -le digo.

-Exacto -admite, sonriendo-. Lo extraño es que yo elegí esa frase justamente porque me pareció contradictoria a otras cosas que planteaba el libro, que por lo demás no me gustó demasiado… A mi realmente me gustaba el Kierkegaard de La enfermedad mortal

-¿Y entonces…? -intento decir.

-Entonces nada -me interrumpe-. Las cosas cambian, la gente cambia… ya ni pienso en esas cosas ni he vuelto a leer a Kierkegaard.

-Pero un tatuaje no cambia -le digo-. No por sí solo al menos.

-Al menos en mi caso está en mi espalda. Es invisible y además me habla en un idioma que ya no comprendo -comenta.

Yo me quedo en silencio.

-Como Dios, diría el último Kierkegaard -agrega, dando por cerrado el tema.

Luego no recuerdo nada más.

martes, 8 de febrero de 2022

Un hombre con una antorcha.


Por la calle, frente a mi casa, pasa un hombre con una antorcha. Camina tranquilo, con la antorcha encendida, dirigiéndose sin apuro a algún lugar. Igual que si llevara una bolsa o un maletín o cualquier elemento tradicional, el hombre lleva la antorcha encendida, no demasiado ostentosa, mientras pasa fuera de casa.

-Hay un tipo caminando afuera con una antorcha -le digo a mi hijo.

-¿Encendida? -pregunta él.

-Claro -le digo-, si no, no sabría que es una antorcha.

-Es verdad -dice él.

Luego se asoma a la ventana y mira hacia afuera, pero obviamente el hombre ya no está. Pues ha pasado caminando y ha avanzado en su trayecto.

-¿No se ve? -le pregunto.

-No, no se ve -dice él.

Mientras hablamos preparo nuevamente la cafetera.

-Estas calles son iluminadas -comenta mi hijo-. No se necesita una antorcha.

-Supongo que no -le digo.

Mi hijo es así, por cierto. Tranquilo. Lógico, en cierta medida. Estudia matemáticas y física. A pesar que no me transmite grandes comentarios a mí me parece siempre que comprende algo un poquito más allá de lo que comprendo yo.

Aunque claro, supongo que lo que realmente comprende extra es a mí, en medio de las cosas que no comprendo del todo. Eso es lo que ilumina su antorcha, me digo.

-¿Te sirvo café? -le pregunto.

-No, gracias -contesta tras pensarlo un rato- ¿Queda leche?

-Sí, hay una caja todavía -le digo.

Él la abre. Se sirve. Yo también le echo un poco a mi café.

Por último, me fijo que ambos tomamos de nuestras tazas mirando por la ventana, como si esperásemos que el hombre vuelva a pasar.

-No creo que vaya a pasar de nuevo -le digo, luego de un rato.

-¿Quién? -me pregunta, sinceramente despistado.

-El hombre de la antorcha -contesto.

-Ah… verdad… pues no, no creo -dice él.

Poco después, mientras subo a mi cuarto, me fijo que se acerca a la cafetera y se sirve un poco de café, sobre la leche que le quedaba.

Nos decimos buenas noches.

Un ligero temblor comienza a sentirse en la casa.

lunes, 7 de febrero de 2022

Costras, sobre la piel.


De vez en cuando se le hacían costras en la piel. Pequeñas costras, en todo caso. No muy significativas. Similares a aquellas que se producen por raspones o pequeñas caídas. Bajo las costras, sin embargo, no había herida alguna. De hecho, si las arrancaba, solo quedaba la piel debajo, un tanto irritada, pero sin renovación o transformación aparente.

-Es algo estúpido, ¿no crees? -me dijo, mientras se arrancaba una-. Ni siquiera hay dolor de por medio, solo cierta incomodidad… Una molestia mínima.

Yo tomé una de sus costras, mientras me hablaba. No me dio asco. Me parecía igual a cualquier otra. No tenía alguna seña especial ni nada parecido. Tal vez un poco más reseca, simplemente, al no estar en contacto más que con la piel sana.

-Ni siquiera son metáforas -me dijo-. Al no haber heridas, me refiero… no pueden ser metáforas. No funcionan así… Ya sabes: no significan nada más que lo que son ellas mismas.

-Costras -dije yo.

-Exacto -señaló, con desgano-. Nada más que costras. Siguen siendo eso, a fin de cuentas, aunque no haya heridas. Busqué en internet, consulté con varios dermatólogos… alguno intentó explicar la causa, pero no dejó de llamarlas de la misma forma… Al menos me hubiese gustado encontrar un nombre distinto, para diferenciarlas… pero no se pudo.

-Ten en cuenta que al menos no hay heridas -intenté decir-. No tiene por qué ser algo malo….

-Dije que era estúpido -me corrigió, molesta-, no que era algo malo.

Justo entonces, una gota de sangre, se asomó desde abajo de su piel.

Y luego otra.

domingo, 6 de febrero de 2022

Habitado por piedras.


Créanme. Intenté explicárselos de forma directa y sencilla: El planeta no estaba deshabitado. Estaba más bien habitado por piedras. Así, cada cierto tiempo, a partir de fenómenos geotérmicos y otros que provocaban movimientos vibratorios en la corteza, estas piedras se desplazaban poco a poco por la superficie. Por lo mismo, pienso que, si hubiese contado con el tiempo necesario para observarlas y documentar todo aquello, aquel hecho hubiese sido similar a contemplar formas de vida moviéndose también por la superficie de planetas que se consideran -esos sí-, genuinamente habitados. Y claro, todo eso habría quedado, de esa forma, debidamente registrado. Traslados sencillos, extrañas migraciones y desplazamientos sin trayectos previamente determinados. Nada muy distinto a los apuntes que podría haber tomado ante otro tipo de “habitantes”, me atrevería a decir. Y es que, para quien observa desde lejos, no es cuestión diferenciadora ni esencial la supuesta voluntad que rige y dirige el movimiento, sino que lo importante pasa a ser, sin duda, el movimiento en sí. Es decir, es este último el factor predominante que viene a reflejar aquello que comúnmente es denominado “vida”. Todo otro concepto -incluido aquel tan manoseado de “vida inteligente” o alguno similar-, son añadidos sin importancia. Notas al pie de la verdadera existencia, pero carentes de trascendencia alguna. Créanme. Es cuestión de perspectiva, al fin y al cabo. O de perspectiva y distancia, tal vez. Nada más.

sábado, 5 de febrero de 2022

Cuando eso pasa.


I.

A veces pienso que el pez se pone contento cuando le cambian el agua del acuario.

Pero otras veces pienso que no.

Tal vez depende del pez, me digo, pero en realidad digo eso para evitar decir otras palabras.

Y es que el pez aquí no es el centro del asunto.

De hecho, ni el pez ni el acuario, siquiera existen.

Y el cambio de agua, por ende, se realiza siempre en otro sitio.


II.

Igual lo investigué… no crean que hablo por hablar.

Lo del estado anímico del pez, me refiero, al momento de cambiar el agua.

No encontré, por supuesto, datos asociados al concepto de “estado anímico” de un pez.

Pero sí al menos análisis de movimiento, gasto energético y otras acciones que podrían de cierta forma reflejar aquello que entendemos por estado de ánimo, luego del cambio de agua.

Con todo, los datos que encontré no fueron concluyentes.

Y el pez del que aparentemente les hablo, por supuesto, siguió sin existir.


III.

Ahora bien… ¿qué ocurriría si uno mismo fuera el pez?

Me refiero al pez que está en el acuario al que le cambian el agua.

¿Nos generaría esperanza de estar en otro sitio o la frustración de seguir en el mismo?

¿Estaríamos acaso contentos por el cambio?

En lo personal, debo confesar que a veces pienso que sí, tal como decía en un inicio.

Pero otras veces, por supuesto, pienso que no.

Extrañamente, no me pone contento pensar en ninguna de estas dos opciones.

Y es entonces cuando eso pasa.

viernes, 4 de febrero de 2022

Órbitas humanas.


Me dijo que trabajaba en una investigación. Un complejo y delicado estudio en el que trazaba algo que denominaba como “órbitas humanas”. Como no entendí de qué iba eso -y tampoco estaba acostumbrado al empleo de conceptos técnicos precisos que ella había comenzado a utilizar-, me lo intentó explicar de la forma más sencilla posible.

-Ocurre igual que con los planetas u otros cuerpos en el cosmos -me dijo-. Ya sabe… cada cuerpo está sujeto a una órbita. Fijada en primer término por la atracción que se genera ente ellos a partir de su masa, aunque también inciden otra serie de factores…

-¿Y entonces las “órbitas humanas”…? -intenté preguntar.

-Entonces las órbitas humanas vienen a recordarnos que también somos cuerpos -señaló-, y que, por lo mismo, estamos sujetos a la realización de trayectos que son determinados por nuestra órbita, y esta a su vez, por la relación que se establece entre nosotros, como masa, esencialmente, y los otros cuerpos con los que compartimos espacio…

-¿Habla usted literalmente? -pregunté.

-¿A qué se refiere con “literalmente”? -replicó ella.

-Me refiero a si esas supuestas “órbitas humanas” determinan trayectorias físicas exactas… -expliqué-, ¿o son solo aproximaciones estimativas?

-Todo es exacto -me dijo-, pero por supuesto, no todo es físico. Y una órbita humana, como podrá comprender, va más allá de desplazamientos en el plano espacial…

-¿Hay acaso otros desplazamientos? -pregunté entonces.

-Todo es siempre desplazamiento -me dijo, con un tono de molestia-. Y todo desplazamiento es siempre otro desplazamiento…

-Ya… -me limité a decir, fingiendo que entendía.

Ella me observó.

-Sé que no comprende -me dijo, luego de un rato-. Es parte de su órbita esa no comprensión. No se aflija.

-No me aflijo -mentí.

Ella no agregó nada a mis palabras.

jueves, 3 de febrero de 2022

Vomité melón durante tres semanas.


Vomité melón durante tres semanas. Pequeños trozos de melón. Cortados en pequeños cubos, simétricos, en horas irregulares, sin saber muy bien por qué. Observaba los trocitos de melón y sentía que, al verlos, de alguna forma se aliviaba algo. Es decir: algo -que por lo demás desconocía-, se volvía más ligero. De esa, forma, indirectamente, me di cuenta que había algo pesado. Algo que llevaba como un peso y que esos trocitos de melón aligeraban, como decía, de cierta forma. Así, descubrí que era triste, pero también hermoso, vomitar trocitos de melón. Era como volver a estar en comunión, conmigo mismo. Pagando un costo pequeño. Uno que se valoraba en una moneda extraña, que no tenía conversión a ninguna otra conocida. Pagar con trocitos de melón, de la misma forma como algunos pueblos pagaban con semillas o granos u otras cosas similares. Trocitos dulces, digamos, pero que salían de una expresión momentáneamente agria. Y que brotaban, supongo, de una serie de sensaciones más adheridas a lo que es uno. Y fundidas en aquello en lo que uno se ha ido transformando, con el paso del tiempo. Con el andar, simplemente, aunque pocas veces sepamos hacia dónde. Trocitos de melón durante tres semanas, entonces, como el anuncio de algo. Sin comer melón, por cierto, previamente. Aquí están. Duelen y alegran, un poquito. Aquí estoy.

miércoles, 2 de febrero de 2022

La profundidad del lago.


Estuve en un pueblo por unos días. Un pueblo en lo que todo era sencillo. No perfecto, por cierto, pero sencillo. Me agradan quienes viven ahí. Algunos erran, por momentos, por supuesto, pero comprendo sus razones. Todos viven cerca de un lago. Y eso, imagino que los limpia.

Antaño -pues ya he venido otros veranos a este pueblo-, los escuché reír ingenuamente ante alguien que les preguntaba por la profundidad de aquel lago.

Reían, por cierto, aquella vez, porque encontraban absurda la pregunta. Porque esa era una cifra que no importaba. Porque la gente de fuera preguntaba tonteras.

Hoy, sin embargo, algunos de aquellos que reían entregan justamente aquella cifra. Aproximada, ciertamente, pero la manejan. Los escucho decirla mientras hablan con otros visitantes que les solicitan datos de los que antes se hubiesen reído, aunque ahora responden seriamente, como si fuesen otros.

Entonces -no se me ocurre mejor opción-, intento imaginar que están jugando, que mienten para no reír, que apenas los visitantes se alejen soltarán la carcajada y comentarán nuevamente sobre lo poco importante de sus preguntas y todo será de cierta forma como antes. Igual de sencillo. Igual de puro. En torno al mismo lago.

Cierro los ojos, por cierto, y pienso aquello. Elijo, incluso, irme con los visitantes. Pero no soy, ciertamente, uno de ellos.

Inclino mi cabeza, al despedirme del lago.

martes, 1 de febrero de 2022

Medir un terreno.


Fuimos a medir un terreno. Mientras lo hacía descubrí algo: no hay nada más sucio que medir un terreno. Salvo poseer -o creer poseer, más bien-, aquel terreno. Anotar y comparar cifras. Ver que algunas no coinciden. Y esforzarte por meter un lugar en medio de unas cifras, como un pie en un calzado demasiado estrecho.

¿No consideran que se ve triste un pie en un zapato?

Amarga medir un terreno. Más aún si lo mides con tu hijo, y actúas entonces dándole, sin querer, un modelo equivocado. Te centras en los números, ciertamente, y tropiezas. No caes, pero tropiezas. Todos los animales, en cambio, no tropiezan. Eso recuerdas. Salvo los que han sido domesticados, o forzados a comportarse de una forma que no son. Salvo el hombre que, por supuesto, tropieza.

¿Se comportan los hombres, acaso, de una forma que no son?

De esta misma forma entonces, entre el error amargo de medir un terreno, crees necesario recoger pequeñas preguntas. Cursis y absurdas, pero no sucias, al menos, como la acción principal que te esfuerzas en realizar.

Dejémoslo mejor, dices entonces, aunque ambos lo han dejado, desde antes.

Se olvidan las cifras, incluso, cuando vuelves al camino.

Los perros, por cierto, que se mostraron agresivos al entrar, han dejado de ladrar.

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales