viernes, 31 de julio de 2020

Piedras que matan.


Hay dos, según entiendo. Una está cerca de Kurobane, en Japón, y es la más conocida. Aparece mencionada en unos cuantos libros, incluidos unos breves escritos de Matsuo Basho. La leyenda la asocia a una amante del emperador Konoe, llamada Tamamo-no-mae, quien habría sido acusada de provocar una grave enfermedad, al emperador. De hecho, se citan en los escritos oficiales varias declaraciones de testigos que aseguran haber visto aparecer un relámpago desde el cuerpo de la amante, justo después de haber terminado un temblor y antes de que el emperador se enfermase.

Más allá de los detalles, el resultado es que el espíritu de esa mujer, sería el que supuestamente permanece en esta piedra que mata, en Japón. De ella, hay grabaciones que, hasta el día de hoy, muestran como afecta extrañamente a los insectos que se acercan o posan en ella, provocando su muerte casi instantánea. Según sé, fue investigada por científicos estadounidenses, durante la ocupación, pero desconozco que habrán concluido (si es que llegaron a alguna conclusión) y la piedra sigue en el mismo lugar, con sus mismas características y extrañas propiedades.

La segunda piedra que mata está en Montserrat, España. Apenas se habla de ella, pero supuestamente fue la razón por la que algunos ermitaños decidieron, tiempo atrás, quedarse cerca del lugar, resguardándola. Además de provocar la muerte de insectos esta piedra habría provocado la muerte de pájaros pequeños, que se posan sobre ella. Pude verla hace varios años, en una visita que hice al lugar, que se encontraba con prohibición de acceso el día que fui, justamente por la escarcha y el hielo que se había producido la noche anterior, el día más frío en España en varias décadas.

Como no había mayor resguardo, salvo advertencias, me acerqué igual hasta el lugar y pude ver la piedra, que estaba cubierta de una fina capa de hielo. Me acerqué y por un momento pensé en sacar un poco y guardarlo en una botella, hasta que se volviese líquido… pero luego pensé que era algo innecesario.

Regresé de ahí con cuidado, finalmente, mientras un helicóptero sobrevolaba el lugar, comprobando que no hubiese nadie en esa zona.

Eso ocurrió en mi única visita al lugar, hace más de diez años.

Hace unas horas, sin embargo, leyendo a Basho, recordaba lo de las piedras y mi memoria volvió hacia otros recuerdos (que no mencionaré acá).

Ambas piedras son exactamente iguales, por cierto, y supongo que debe haber otras, escondidas en diferentes sitios.

jueves, 30 de julio de 2020

Reventar los globos.


Apenas llegó, esta mañana, lo primero que hizo fue reventar los globos. Estaban colgados desde el cumpleaños, hacía poco más de una semana. Lo hizo mientras saludaba, utilizando algo punzante que tenía en su llavero. Supongo que una pequeña navaja, aunque en realidad no lo sé. Es más triste que se desinflen de a pocopoco a poco van perdiendo el aire y se arrugan y quedan ahí hasta que ha pasado mucho tiempo y luego da pena botarlos. Era cierto, no hay duda, pero mientras él seguía reventándolos comencé a indignarme. Me demoré un poco identificando si era por los globos o por algo más, pero cuando quedaban los últimos tres le dije que se detuviera. Se lo dije de forma brusca, lo reconozco, pero pensé que era la forma adecuada, en ese instante. Con un conchetumadre incluido y una actitud que sin duda debe haberle sorprendido. Ya entiendo, me dijo. Siempre has sido de los que crees que es mejor vivir de esa forma... perdiendo el aire, digamos. Nos quedamos mirando y él sonrió. Supongo que quería provocarme. Entonces levantó la mano para reventar otro y yo tomé un cenicero de piedra que estaba sobre una mesa y se lo lancé al rostro. Lo golpeó, aunque no tan fuerte. Él se buscaba por si tenía un corte, tocándose y llevando la mano frente a él, para ver si tenía sangre. No tenía, en todo caso. De todas formas, el golpe lo frenó y guardó el llavero en un bolsillo. Creo que es mejor que me vaya, dijo entonces. Yo asentí. Mientras se iba le pregunté si había sabido algo de F., y él me dijo que estaba bien. Luego se fue. Yo me quedé mirando los globos. No sé qué significa.

miércoles, 29 de julio de 2020

Cosas de su vida.


“Yo creo que exageras…
Después de todo, si lo calculas bien
tu vida, alcanza…”
O. W.

Cuando volvimos a verlo nos contó cosas de su vida. Principalmente de sus viajes. Varios lo molestaban por agrandado, pero yo recordaba que no era así. Por ejemplo, cuando ya estaba algo borracho, nos contó que fue a ver la muralla china… y que la encontró chica. Todos nos reímos pensando que bromeaba, pero él lo decía en serio… que la había sobrevolado incluso, pero que no se había impresionado en lo más mínimo. Seguimos bebiendo y otros siguieron contando de sus cosas. Hijos, familias, trabajo… anécdotas. Él, en tanto, se había quedado callado luego de contar de la muralla, y parecía afectado. Un poco por integrarlo le pregunté si no había realizado más viajes. Dijo que sí. Algo desganado mencionó pirámides, templos budistas y hasta un antiguo palacio de piedra en el Congo. Ahora, eso sí, hacía un par de años que no viajaba. Los incrédulos le pidieron unas fotos y él las mostró desde su celular. Seguimos entonces bebiendo y hablando hasta que varios comenzaron a irse. Trabajos desde temprano al otro día, compromisos familiares, menos resistencia al alcohol, con la edad… Cuando quedamos tres, él volvió sobre el asunto de los viajes y confesó que se sentía triste. Dijo que no maravillarse era algo así como un castigo, que siempre había tenido expectativas, pero que ahora último incluso había renunciado a ellas. Son cosas supuestamente grandes, nada más. Las alturas, el peso, las distancias… Todos está sobredimensionado, comentó. ¿Sabías que si tomas el auto y avanzas mil kilómetros diarios te demoras dos semanas en llegar a Alaska?, nos dijo. ¡De Santiago a Alaska…! Es mentira que el mundo sea tan inmenso… No quisimos discutir con él y lo dejamos hablar durante esos últimos minutos. Luego pagamos la cuenta y cada uno se fue a su casa. Ya en ella, horas después, hice algunos cálculos antes de acostarme. Por último, me di una ducha y tomé un vaso de leche, para dormir mejor. Espero que funcione.

martes, 28 de julio de 2020

Tanto.


I.

Hablaba tanto que al final le prendieron fuego.

Costó que encendiera, sin embargo, tal como ocurría con los silenciosos.

Por otro lado, el olor que desprendía, al quemarse, era sin duda similar.

Y los restos, finalmente, no podían distinguirse en lo absoluto.


II.

Cuando me contaron del hecho pregunté por sus palabras.

Qué tanto había dicho, me refiero, antes de acabar con él.

Entonces ellos se miraron confundidos, pues nada recordaban.

O tal vez no lo hacían porque nada, en principio, habían escuchado.


III.

No juzgué ni indagué sobre lo que ahí había ocurrido.

Tampoco pedí detalles ni intenté de forma alguna, reconstruir el ritual.

Caminé, incluso, sobre los restos, fingiendo indiferencia.

Luego olvidé que fingía y seguí caminando, sin fijarme en nada más.


IV.

Quienes me vieron ahí no preguntaron quién era.

Yo tampoco, por cierto, tenía muy clara mi identidad.

Si hubiesen dicho cualquier nombre, ciertamente, me habría volteado.

Y habría llorado por cualquier muerto, si me hubiese detenido a sentir.


V.

Hablaba tanto que al final le prendieron fuego.

Eso me explicó uno de ellos, mientras me alejaba del lugar.

Podía sentirse la ceniza en el aire causándonos picazón.

Y los restos, finalmente, no han podido distinguirse en lo absoluto.

lunes, 27 de julio de 2020

En un cumpleaños.


Era su cumpleaños.

Fui, es cierto, pero ojalá no hubiese ido.

Y es que el hueón no solo es mañoso.

Tiene algo más que no sé realmente cómo llamar.

En esta oportunidad cumplía once años.

Prácticamente dejando ya de ser niño.

Lo habíamos saludado, entregado los regalos y pasamos entonces a la mesa.

Debemos haber sido unos doce, más o menos.

Ocho adultos y cuatro niños de su edad.

Doce y él por supuesto, que estaba ahí, sin expresión alguna.

Ni siquiera contestaba, cuando uno intentaba hacerlo participar.

Pasó un rato así hasta que decidieron traer la torta.

Una torta grande, de chocolate, con once velas que ya estaban encendidas.

De inmediato, apagamos las luces y cantamos.

Supongo que no es necesario escribir qué comenzamos a cantar.

Todo ocurría normal.

Alguien grababa con un celular y todos estaban animados.

Todos menos él, por supuesto, tras las velas.

Ocurrió entonces que terminamos la canción y él debía soplar.

Debía soplar, decía… pero no sopló.

Esperamos unos segundos, pero no ocurrió nada.

Primero algunos se rieron, nerviosos.

Luego la situación se volvió más tensa e incómoda.

Yo, en tanto, veía cómo la esperma de las velas caía sobre la superficie de la torta.

Entonces, no sé por qué, pero decidimos volver a cantar.

Un poco más rápido, es cierto, pero lo hicimos de buena forma.

Así y todo, él siguió ahí, al otro lado de la torta, sin hacer nada.

Por último, la madre no aguantó más y le gritó nerviosa.

Si no las apagas tú, nadie más las va a apagar.

Él, sin embargo, no reaccionó.

Ninguno de nosotros, ciertamente, reaccionamos.

Simplemente observamos cómo se apagaban las velas.

Una a una hasta que se apagara la undécima.

Sin saber qué hacer, esperamos que esto ocurriera.

Primero se apagaron tres, luego dos más al mismo tiempo…

Así hasta llegar a la última, que se consumió por completo.

Como si aquello hubiese sido un texto, que pudiese dejarse así, a medio terminar.

Sin más, decía, y a medio terminar.

domingo, 26 de julio de 2020

Sin estar ahí.


Acordamos que me haría cargo de una publicación quincenal, muy sencilla. En ella relataría algunas de las peleas que se realizaban en el club, haría unas cuántas entrevistas e inventaría algunas historias para promover la siguiente jornada.

Era el club de boxeo más importante de Santiago -puede que el único, en realidad-, me habían ofrecido una buena cantidad de dinero y me había parecido algo entretenido, en ese entonces.

¿Qué hacía? Cosas básicas: exagerar lo que ocurría en los combates, inventar líos de faldas entre los futuros peleadores, inducir de vez en cuando sobre algún favorito (al parecer había apuestas no oficiales en cada pelea), y hasta diagramar la publicación, que apenas llegaba a la docena de hojas.

Las peleas que no veía me las contaban para poder igualmente hablar de ellas. Me pasaban algunas fotos, para complementar y de vez en cuando me daban un teléfono para realizar un par de entrevistas.

Además de aquello y de la publicidad que debíamos introducir, desde el segundo número incluimos una sección en la que aparecían fotos de “la chica del ring”, un par de imágenes de una de las modelos que contrataban para pasar con los números de cada round, durante las peleas. Pedí entrevistarlas, por cierto, pero al final solo me entregaron algunos datos y seguí trabajando así, desconectado de ese mundo.

Cuando ya se cumplía el tercer mes sin recibir paga, decidí retirar yo mismo las impresiones de la quincena y guardar las revistas hasta que me pagaran lo adeudado.

Por unos días dudé si había hecho lo correcto, pues comencé a temer que enviaran algunos matones y quisieran conseguirlas a la fuerza, como en alguna novela Pulp. Finalmente no fue así, por suerte. Solo aparecieron dos viejos en un furgón y llamaron a mi puerta para entregarme un cheque y entregarme dos sacos de boxeo, como garantía.

Los sacos eran viejos y parecían haber sido dados de baja, pero los acepté de igual forma. Dejaron colgado uno, en un marco metálico que tenía en el patio, y el otro quedó en el suelo, simplemente, como un cadáver. Por último, se llevaron las revistas y no volví a saber de ellos.

Cuando fui a cobrar el cheque, al día siguiente, no solo rebotó, sino que había sido declarado como robado, lo que me ocasionó varios problemas.

Luego de unas horas en la comisaría regresé a mi casa y me puse a golpear el saco. Sin rabia en todo caso. Fuerte, pero sin rabia. Sistemáticamente y sin pensar en nada, hasta que me dañé los puños.

Casi sin estar ahí.

sábado, 25 de julio de 2020

Un niño y un árbol.


Atrás, cerca de la sala que usaban como biblioteca había un árbol. Estaba al fondo del colegio, en un lugar alejado al que prácticamente no iba nadie, pues los recreos eran breves y el sector, si soy sincero, tampoco era la gran cosa. Por más que tuviese un árbol.

Quien sí iba era un niño de los cursos más pequeños. Un chico que daba bastantes problemas y que solía golpear a otros compañeros, arrojar cosas al suelo y escupir profesores, entre otras reacciones similares.

Yo tenía que estar unas horas en la biblioteca, en la semana, y desde ahí podía ver al niño llegar y subirse al árbol, generalmente antes que tuviesen que regresar a la sala. Por lo general se acercaba caminando por el borde de una pared, fijándose en que nadie lo estuviera vigilando. Luego, con grandes esfuerzos (era un niño pequeño, después de todo), se subía al árbol, quedándose muy quieto, hasta que los otros comenzaban su búsqueda y desesperaban un poco.

Es extraño, pero nunca descubrieron que se trepaba al árbol, pues el niño conseguía bajar y correr hacia algún sitio donde lo encontraban luego, como si siempre hubiese estado allí.

En lo personal, si bien hablé con el niño en otros lugares y hasta logré que no me golpeara ni escupiera, lo cierto es que nunca me acerqué cuando él estaba en el árbol.

No sé si hice bien o hice mal con eso, pero de cierta forma sentí que debía hacerlo así, y respetar su espacio.

De todas formas, como dejé de trabajar en ese colegio al año siguiente, no sé qué habrá pasado finalmente con ese niño.

El árbol, por lo demás, ya habían comenzado a arrancarlo, un par de días antes que yo renunciara.

viernes, 24 de julio de 2020

Noticias, al cierre.


Una de las más importantes empresas de tecnología japonesa presenta un perro robot.

En una conferencia de prensa realizada sobre un amplio escenario lo presentan, junto a un perro real, que no deja de oler al mecánico y que lo sigue de un lado a otro.

Aparentemente, el perro robot imita los movimientos del perro real y los incorpora rápidamente a su programación.

Efectos del desarrollo de la inteligencia artificial, señalan.

Es solo una noticia más dentro del programa informativo del mediodía, de esas notas breves que aparecen hacia el final, supongo que para aligerar el cierre.

Todo bien, simpático y común solo que, entre sus movimientos, ladridos y gracias, el perro robot muerde la mano del ingeniero que lo presenta.

Sin hacerle mayor daño y en realidad solo provoca risas, pero el hecho sin duda sorprendió a todos.

Los lectores de noticias también se ríen y luego dan paso a la persona que nos hablará sobre el tiempo.

Mientras mira directamente a cámara, nos dice que hoy será un día frío y luego aparecen números que señalan las temperaturas mínimas y máximas.

Muchos espectadores comentan, por cierto, que la lectora del tiempo debiese tener más espacio en pantalla.

Yo en cambio lo considero peligroso, aunque no sé decir por qué.

jueves, 23 de julio de 2020

Leer a Hawthorne.


Le gustaba leer a Hawthorne. Coleccionaba ediciones antiguas, sobre todo aquellas ilustradas. A mí, por ejemplo, intentó convencerme varias veces que le vendiera una edición con grabados, de 1920, de La casa de los siete tejados.

Cuando se cansó de intentarlo dejé de verlo por completo, aunque con los años supe que se casó con una mujer que conoció durante un viaje, que tuvieron dos hijos y que de un día para otro desapareció, tras decir que iba a una casa de descanso que tenían en la playa y que volvía al día siguiente.

Eso último lo supe solo hace unos meses, cuando comenzaron a decretarse cuarentenas a causa de la pandemia y me llamó un amigo que teníamos en común informándome del hecho. Según me contó, en ese entonces, ya llevaba tres semanas sin dar señales de vida.

No sé bien por qué, pero no me sorprendió el hecho. Tal vez porque yo también había leído a Hawthorne. Por lo mismo, me mostré tan convencido que el desaparecido iba a volver en algún momento, que mi convicción llegó a oídos de la esposa del ausente, quien me llamó esa misma noche.

Me habló de su familia, de la excelente posición económica que tenían, de los pocos problemas que daban sus hijos y hasta de la colección de los libros de Hawthorne, que había quedado en una biblioteca exclusivamente destinada a ellos, en la que no faltaba ningún ejemplar.

Mientras hablábamos, la mujer no lloró ni se mostró afligida, aunque sin duda buscaba entender lo que ocurría y adecuarse a la situación. Luego de eso, sin razón aparente, hemos vuelto a hablar otras veces, en las que he estado a punto de decirle que lea Wakefield, pero no sé si eso, finalmente, la haría sentirse mejor.

En vez de eso, me ha mandado unas fotos algo sugerentes y hasta me ha invitado para que vea los libros que dejó su esposo, dando a entender que si no tiene noticias pronto (y cesan las cuarentenas, por supuesto), podríamos salir juntos a algún lado, e incluso regalarme algún volumen de la colección.

miércoles, 22 de julio de 2020

Una vez vi un platillo volador.


Una vez vi un platillo volador.

Lo vi de cerca, con todos sus detalles.

Se lo conté a unos amigos que en ese entonces eran cercanos.

Ellos me escucharon y al parecer me creyeron.

Mientras hablábamos, les di descripciones precisas de aquello que vi.

Aunque al hacerlo, me di cuenta que no había nada más, además de las descripciones.

Me refiero a que contar sobre aquello era casi como relatar un sueño.

Una experiencia separada de nuestra realidad y que, tras vivirla, no terminaba aportando nada claro.

En lo personal, por lo mismo, no me sirvió de mucho.

Y es que el día siguiente, por ejemplo, había que vivirlo igual que si no hubiese visto nada.

El día siguiente y los que le siguieron, por supuesto.

Así, la situación fue quedando como una anécdota, más bien.

Una que incluso dejé de contar pues comenzó a parecerme ridícula.

Luces, signos, ruidos asociados… sumando y restando no parecían trascendentes.

Yo mismo, de hecho, con el tiempo, comencé a poner en duda la experiencia.

Tal vez me engañé un poco, llegué a decirme.

Supongo que así pasa con muchas cosas, en todo caso.

Con el primer amor, las creencias religiosas y los ideales que tuvimos en algún momento, por ejemplo.

El platillo volador, después de todo, solo vino una vez, y no supe extraer significados claros.

Luego te haces viejo y no vuelves a verlo.

Ni él ni yo, en definitiva, formamos parte del mundo.

martes, 21 de julio de 2020

Cucharas que no ocupo.


Lavo cucharas que no ocupo.

Hace unos días comencé a contarlas y a fijarme en ese hecho.

Me refiero a que, al lavar, coincide el número de platos, de tazas y de otros utensilios.

Todo coincide menos las cucharas.

Cucharas grandes y pequeñas, sin distingo.

Entonces lo hablo con mi hijo y quedamos de fijarnos.

No vive nadie más, por cierto, en esta casa.

Tomamos nota de las cucharas que ocupamos y comprobamos que difieren en número.

Cuatro días seguidos, ocurrió lo mismo.

Nuevamente, digamos, aparecen otras sucias, que no hemos ensuciado.

Como insisto en el tema mi hijo me dice que no me preocupe, que él las lava.

Sabe, por supuesto, que no es el punto, pero es su forma de decirme que no le dé más vueltas.

Se ríe y cambia el tema, como cuando ocurren cosas de este tipo.

Ruidos sin explicación, animales extraños en la casa y hasta voces que ambos escuchamos.

Nos miramos y bromea, cuando ocurren estos hechos, luego cambia el tema.

Es una postura sana, en todo caso, eso no lo discuto.

Por lo mismo, intento también despreocuparme, aunque las pruebas sean claras, como en el caso de las cucharas.

Algo no calza, es cierto, pero sigo mejor el día así, como usando zapatos que no son de mi talla.

Después de todo hay otras cosas en qué pensar, me digo.

Cosas importantes, me refiero, sin duda más valiosas.

Y claro… pensaba hablar de esas cosas ahora, pero todavía pienso en las cucharas.

¡No puede ser que ese sea el último misterio…!

lunes, 20 de julio de 2020

No estoy muy seguro que me agrade la gente.


Hice un cuadro, ya sabes.

Sobre aquello que siento.

Lo titulé: No estoy muy seguro que me agrade la gente.

Era un cuadro sencillo…

Grande eso sí…

Con muchos colores…

Y lleno de gente.

El punto es que alguien vio el cuadro.

De casualidad, sin que yo tuviese intención de enseñarlo.

Y ese alguien le contó a otro y ese otro conocía a alguien más.

En resumen: dos semanas después lo expusieron en la ciudad.

En la municipalidad, por fuera, en esa parte que da a la plaza.

Yo no me opuse.

Tampoco acepté, pero pareció que sí porque no me opuse.

No comprendí, en el fondo.

Y cuando quise hacerlo, ya estaba expuesto.

Solo entonces recordé que era un cuadro grande.

Era fácil de verse, digamos.

Si alguien pasaba por ahí, me refiero, era normal que se acercara y mirara un rato.

Cuando entendí eso fui hasta el lugar donde lo habían puesto.

Fui y observé la situación desde la plaza, junto a un árbol.

Cada cierto rato pasaba alguna persona y lo miraba.

Algunos, incluso, se detenían frente a él, un largo rato.

La situación comenzó a inquietarme, pero era extraño ir y pedir que sacaran el cuadro.

Me incomoda, podría haber dicho, como único argumento.

Entonces pensé en rasgarlo, quemarlo o en botarlo simplemente, para que quedase boca abajo.

En vez de eso, finalmente, decidí volver a casa y encerrarme algunos días.

Una semana después, más o menos, me devolvieron el cuadro.

Venía envuelto en cartón, para que no se dañara.

Lo dejé en el patio, por cierto, dentro del cartón.

Alguien que lo vio ahí, tirado, me recomendó que lo dejara en otro sitio.

Yo no le hice caso, por supuesto.

Y es que el daño, si lo hubo, ya estaba hecho.

domingo, 19 de julio de 2020

Por el borde de las vías.



Para no perdernos caminamos por el borde las vías.

Hace años que ningún tren pasa ya por ellas.

Las seguimos confiados, pensando que llevan a algún sitio.

Sin apuro, observando lo que hay alrededor.


No están muertas, descubrimos, en la tierra.

Raíces de algo que no alcanzamos a observar.

Vivas y serenas, como parte del paisaje.

No conocemos, u olvidamos, sus extremos.


Sobre la muerte la vida, crece igual que el musgo.

Aparecen flores, incluso, entre los rieles.

Dormimos unas horas, sobre ellas.

Flores y maleza, sin que distingamos cuál es cuál.


A veces vemos gente a los costados.

En silencio, inclinando la cabeza al saludar.

Todo es lento y sin embargo desespero pensando.

Que todo puede ser, finalmente, innecesario.


Por ejemplo, cuando observo mis pasos, me tropiezo.

Cuando busco las palabras, casi siempre escojo mal.

Vamos por los bordes de las vías para no perdernos.

Y a veces ruego por el ruido de la lluvia, que me evita pensar.


Si nos ven en el camino les pido que se acerquen.

Y es que uno nunca observa, hasta que irrumpe, el final.

Y el corazón se vuelve piedra, indistinguible de otra piedra.

Y queda al borde de las vías, nada más.

sábado, 18 de julio de 2020

Dos.


I.

No sé si te acuerdas, pero Max, el niño disfrazado de lobo que aparece en Donde viven los monstruos, decide en un momento regresar a su casa, alejándose del lugar al que había llegado, en el que lo habían proclamado rey.

Es en ese momento que los monstruos, a pesar de haber sido castigados por su nuevo rey, le ruegan que no se vaya:

“Por favor no te vayas -te comeremos- te queremos tanto”, le dicen.

Si bien no hay explicaciones en el relato, la idea de comer al otro aparece en la narración de una forma extraña. En más de una ocasión, de hecho. Y no realmente como una verdadera amenaza.

Primero Max se lo dice a su madre, como respuesta a algo que ella misma había provocado:

Su madre le llamó “Monstruo” y Max le contestó: “Te voy a comer”

Luego, la ocasión en que los monstruos se lo dicen a Max, no amenazándolo, sino como una promesa, casi como un premio si decide quedarse ahí. Lo comerán, lo harán parte de ellos. Podrá ser un monstruo realmente y no solamente un niño con un disfraz.


II.

No sé si te acuerdas, pero eras pequeño cuando leímos el libro. Y claro… yo también era pequeño, de cierta forma.

Lo leímos sin comentar nada, de la misma forma como hicimos casi todo y lo seguimos haciendo.

Los dos con nuestro disfraz de lobo yendo juntos de un lado a otro y comprendiendo, en el fondo, aunque sin anunciar que lo hacemos.

Y es que, si te fijas, entre nosotros no explicamos, no comentamos… a veces ni siquiera decimos.

¿Has pensado que tal vez uno se comió al otro, como eso que anuncian en el libro?

¿Te has dado cuenta que es una forma de afecto el no tener enunciado, ni conclusión?

viernes, 17 de julio de 2020

Aséptico.


Tenía que inscribirme en algo así que elegí un taller en el que enseñaban a fabricar jabón.

Lo hice porque me acordé en ese instante de El club de la pelea, y pensé que podía ser algo emocionante.

Fue un razonamiento absurdo, por supuesto, pero en mi mente tenía la imagen de unos tipos robando grasa humana y huyendo hasta una especie de fábrica secreta, en la que hacían jabones.

En el taller, en cambio, resultó que solo había productos químicos, muy bien ordenados y envasados en frascos de vidrio, en una repisa detrás de la señora que dirigía la clase.

Debido a mi elección, debí pasarme el día entero ahí, sin poder evadirme pue además resulté ser el único inscrito.

Me gustaría decir que la historia dio un vuelco o que comprendí algo trascendental o que disfruté la simpleza de lo que hicimos o dedicar unas líneas a profundizar sobre la limpieza y la suciedad o cualquier cosa que sirva para justificar no solo el haber elegido este taller, sino la escritura de este texto.

¿Qué debo hacer entonces para justificar la existencia de ese día y de estas palabras?

¿Dejar una conclusión tal vez hacia el final del texto, para sonar más interesante, como en una fábula contemporánea?

Puede ser.

Lo acepto.

Imaginen si quieren esa conclusión como la única frase en la lápida de alguien, al que nunca conocieron:

La emoción siempre estaba en otro sitio.

jueves, 16 de julio de 2020

Casi nada.


-¿Te acuerdas de tú papá?

-No… Casi nada.

-Pues yo me acuerdo que me molestaba… no recuerdo ni su cara, pero sí lo que me decía…

-¿Y qué te decía?

-Que me habían encontrado en un supermercado… en la máquina de congelados… cerca de las alitas de pollo…

-Pero lo decía bromeando, supongo… no por hacerte sentir mal, me refiero…

-Claro… Pero lo debe haber dicho muchas veces, porque lo recuerdo todavía…

-¿Y de qué edad más o menos…?

-¿Qué edad tenía yo, en ese tiempo?

-Sí.

-No sé bien… Pero debo haber sido chica porque recuerdo que me levantaban para que viera de donde había salido…

-¿Te levantaban en el supermercado?

-Sí, me mostraba en interior de un frigorífico blanco, done estaban los pollos congelados… y luego indicaba un lugar medio vacío, donde supuestamente me encontró…

-¡Qué tonto…!

-Sí… Era tonto, pero igual yo era chica… y me preocupaba un poco…

-¿Te lo creías?

-No, en realidad no… o no era eso lo importante… De todas formas, uno no piensa que hay antes de esas máquinas…

-No entiendo…

-Me refiero a que… no sé… sacas las alitas de pollo, por ejemplo, pero no piensas en los pollos, ni en las gallinas ni en nada previo… Conmigo era lo mismo, si me sacaron de ahí o si me sacaron de mi madre me daba lo mismo, en el fondo…

-¿Y qué te preocupaba, entonces?

-No sé bien si era tan terrible en ese entonces, pero recuerdo más grande haberme preguntado si esas bromas eran por algo en mi apariencia… si tenía cara de pollo o patas de gallina… ya sabes, una es medio tonta a veces…

-Sí, puede ser… a uno se le quedan cosas grabadas…

-Sí, pero lo raro es que se me grabó eso en vez de la cara de mi padre…

-¿Y hubieses preferido la cara?

-¿Cómo…?

-¿Cambiarías olvidar lo del supermercado por recordar su cara?

-No, no creo… Si hasta el día de hoy cuando paso frente a esos frigoríficos, recuerdo ese origen inventado, y miro dentro…

-¿Y ves algo?

-Claro… veo algo y siento algo, por supuesto…

-…

-Pero no voy a decirte qué veo…

miércoles, 15 de julio de 2020

Esto.


Llevaban un rato en silencio. Ambos. Sentados en torno a la misma mesa, tal vez.

Puede que hayan estado haciendo algo, cada uno por su cuenta, concentrados. Eso hasta que la figura de la izquierda se detiene un momento y parece pensar o recordar alguna situación, mientras observa su entorno. Entonces pregunta.

-¿Estamos despiertos, cierto?

-¿Qué…? ¿A qué te refieres?

-A esto… a lo que está pasando ahora…

-No te entiendo.

-Sí, disculpa… no sé decirlo bien… me enredo un poco…

-No hay apuro… dilo con tranquilidad…

-Es que por un momento sentí como si estuviera soñando…

-¿Como si estuvieras soñando…?

-Sí… eso sentía hace un rato… no sé…

-Pero, espera… ¿sentiste como si estuvieras soñando esto?

-Sí, exacto… ¿te asombra?

-No… O sea… un poco, tal vez.

-Igual es un poco tonto… tal vez no debiera decirlo… son sensaciones, además…

-Está bien. Prefiero que lo digas. Además, así sé un poco qué pensar.

-¿Qué pensar…? ¿A qué te refieres?

-A ti. Saber qué piensas de todo esto…

-No he dicho lo que pienso… solo comenté en voz alta una situación… si quieres saber qué pienso puedes preguntarme…

-Puede ser, pero al decirlo no me tomas en cuenta… No me interesa discutir, pero es justamente lo que pasa… el sueño es tuyo, después de todo, si es que entiendes a lo que me refiero…

-No me interesa entenderlo, en realidad. Fue una sensación, el error fue intentar decirla…

-Una sensación que demuestra que sigues siendo el centro, que los demás somos representaciones y que eres tú en el fondo el único que posee un significado real… Supongo que así es como ves las cosas.

-No dije que las viera así…

-No. Es cierto. Dijiste que lo sentías así, que es peor.

-De acuerdo. Es peor.

-Claro que es peor. No logras nada diciéndolo con ese tono.

-De acuerdo. Enredé las cosas. Lo lamento.

-Siempre estás de acuerdo, pero eso no mejora nada. El problema es que siempre enredas las cosas y luego siempre lo lamentas.

-…

-…

-¿Estamos despiertos entonces?

-Claro que estamos despiertos, no sigas... La vida real esto.

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