jueves, 23 de julio de 2020

Leer a Hawthorne.


Le gustaba leer a Hawthorne. Coleccionaba ediciones antiguas, sobre todo aquellas ilustradas. A mí, por ejemplo, intentó convencerme varias veces que le vendiera una edición con grabados, de 1920, de La casa de los siete tejados.

Cuando se cansó de intentarlo dejé de verlo por completo, aunque con los años supe que se casó con una mujer que conoció durante un viaje, que tuvieron dos hijos y que de un día para otro desapareció, tras decir que iba a una casa de descanso que tenían en la playa y que volvía al día siguiente.

Eso último lo supe solo hace unos meses, cuando comenzaron a decretarse cuarentenas a causa de la pandemia y me llamó un amigo que teníamos en común informándome del hecho. Según me contó, en ese entonces, ya llevaba tres semanas sin dar señales de vida.

No sé bien por qué, pero no me sorprendió el hecho. Tal vez porque yo también había leído a Hawthorne. Por lo mismo, me mostré tan convencido que el desaparecido iba a volver en algún momento, que mi convicción llegó a oídos de la esposa del ausente, quien me llamó esa misma noche.

Me habló de su familia, de la excelente posición económica que tenían, de los pocos problemas que daban sus hijos y hasta de la colección de los libros de Hawthorne, que había quedado en una biblioteca exclusivamente destinada a ellos, en la que no faltaba ningún ejemplar.

Mientras hablábamos, la mujer no lloró ni se mostró afligida, aunque sin duda buscaba entender lo que ocurría y adecuarse a la situación. Luego de eso, sin razón aparente, hemos vuelto a hablar otras veces, en las que he estado a punto de decirle que lea Wakefield, pero no sé si eso, finalmente, la haría sentirse mejor.

En vez de eso, me ha mandado unas fotos algo sugerentes y hasta me ha invitado para que vea los libros que dejó su esposo, dando a entender que si no tiene noticias pronto (y cesan las cuarentenas, por supuesto), podríamos salir juntos a algún lado, e incluso regalarme algún volumen de la colección.

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