viernes, 31 de diciembre de 2021

Un huevo.


Treinta y uno de diciembre. Fin de año. Una gallina pone un huevo cuadrado. Un cuadrado perfecto, me refiero, no se trata aquí de bordes un poco más lisos ni aproximaciones similares. Un cubo, más bien, para ser exacto. Una forma pura, diría Vico.

Yo, en tanto, retomo diciendo que una gallina común -hasta entonces y después de entonces-, ha puesto un huevo cuadrado. Blanco y de peso y textura común, pero cuadrado. Y agrego: el cubo perfecto que no existe en la naturaleza ha sido creado por una gallina común. Indistinguible de otras gallinas. Es decir, el único huevo distinguible ha sido creado por una gallina indistinguible. Me refiero a que no podrías diferenciarla de las otras a no ser que la vieras poniendo, justamente, aquel huevo.

Treinta y uno de diciembre. Fin de año. Un cubo perfecto ha sido creado. Y por si fuera poco se trata de un huevo. No ahondaré en esto, pero usted me entiende. No es lo mismo un dado que un huevo. De hecho, podríamos agregar que tampoco es lo mismo un huevo que un huevo cuadrado.

Eso lo sabe incluso la gallina que observa con recelo su huevo, antes de alejarse de él y perderse entre las otras gallinas. No sabemos, por supuesto, qué ocurrirá con ella. Y menos aún, qué ocurrirá con aquel huevo.

Treinta y uno de diciembre. Fin de año.

No me esperen, diría Wingarden.

jueves, 30 de diciembre de 2021

Encuentras un guante.


Encuentras un guante. Un guante con una mano adentro. Lo encuentras en una calle en la que se ha acumulado nieve. Probablemente se trata de la calle de una ciudad europea que apenas conoces. Te agachas a recogerlo y te sorprende el peso. Luego comprendes que tiene algo dentro, Piensas que se trata de una broma. Es la mano de goma que alguien probablemente ha dejado en aquel lugar, te dices. Luego, sin embargo, te percatas que en la nieve quedan rastros de sangre, aunque pocos, junto al guante. Y el corte de la mano semi congelada, dentro del guante, permite ver carne, grasa, piel recogida, como de pollo, y hasta parte del hueso. Extrañamente, no tienes una reacción clara ante este descubrimiento. No hay rechazo, temor ni asco ante aquello. Nada a pesar de no tener dudas sobre la naturaleza de aquello que has encontrado. De hecho, guardas el guante (con la mano dentro) en tu bolso. Solo te preocupas de hacerlo en un compartimiento distinto al que van tus otras cosas, por si la temperatura sube y termina por manchar algo. El frío, sin embargo, evita que esto suceda. Ya en casa, sacas el guante con la mano dentro y lo dejas sobre una mesa. No es una mano, te dices, es solo un guante con una mano dentro. Así es más fácil, probablemente. Luego metes eso en una bolsa. Lo guardas en el refrigerador junto a otros productos congelados. Mañana lo llevaré donde lo encontré, te dices, aunque en el fondo sabes que no lo harás. Sabes más de lo que dices, por supuesto, pero eso ocurre con todos. Nadie se escapa a esa regla.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Esas cosas pasan.


¿Qué es lo que decía?

Decía que había que vaciar la cabeza. O desocuparla un poco, al menos. Hacer espacio. Bajarle la temperatura. Proponía mayormente recurrir a la tecnología. Desde usar la calculadora a toda otra serie de aplicaciones o recursos avanzados. No ocuparla con contenidos ni procedimientos de cálculo, en resumen. No contaminarse con esas cosas. No guardar nada en nosotros de aquello que podemos encontrar fácilmente en otro sitio. Tal vez, a lo mucho, dejar que se genere alguna idea. Y esto muy de vez en cuando. Y es que no las necesitamos decía. Mejor dejen espacio para las emociones. Permítanles que se adueñen, vaciándolo, de todo el cuerpo. Que atraviesen por la cabeza los fenómenos del mundo. Percíbanlos, pero no los reconozcan. No los clasifiquen. No los cuenten. No son necesarios esos filtros.


¿Hacía realmente lo que predicaba? ¿Creía en todo aquello?

De creer o no creer no hay modo de saber. Ni siquiera, supongo, para él mismo. En cuanto a hacer lo que predicaba supongo que sí. Tal vez lo hizo. De hecho, tal vez dejó demasiado espacio y fue por eso que se reventó la cabeza. No sé si leíste la noticia, pero lo cierto es que a falta de un disparo lo hizo con dos. Sí. Se reventó la cabeza de dos tiros. No sabía que eso fuera posible hasta que me enteré de aquello. Descubrí, entonces, que esas cosas pasan.

martes, 28 de diciembre de 2021

No he dicho eso.


-¿Dices que eres fotógrafo?

-Sí. Fotógrafo.

-Pero… ¿quieres decir que trabajas de fotógrafo?

-¿A qué te refieres?

-Te pregunto si consideras eso como tu trabajo o más bien como un hobby…

-Es un trabajo, por supuesto.

-Ya…

-¿Qué pasa?

-Nada.

-¿No crees que ser fotógrafo puede considerarse un trabajo?

-No… o sea, no he dicho eso…

-Pues si lo piensas déjame decirte que ahora mismo estoy trabajando en algo grande… un material que me pidieron para una exposición…

-¿Sobre qué?

-Eh… justamente sobre trabajo… Fotografío hombres trabajando en distintos oficios y profesiones…

-¿Y te paseas entre ellos fotografiándolos?

-Claro… ¿por qué no? Lo dices como si hacer mi trabajo debiese darme vergüenza…

-No he dicho eso… Aunque de todas formas…

-De todas formas, ¿qué?

-¿Te puedo preguntar algo?

-¿Respecto al trabajo…?

-Sí.

-Claro. Pregunta.

-Pues mira… pero piénsalo antes de responder y sé sincero… Imaginemos que te dan el trabajo de fotografiar a gente trabajando…

-De acuerdo. Lo imagino.

-¿Crees que fotografiarías a un tipo que estuviera sacando fotografías?

-Pues si fuese un fotógrafo supongo que sí…

-¿Y cómo sabes que se trata de un fotógrafo?

-¿A qué te refieres?

-¿De qué forma sabes que el hombre no es un tipo que saca fotos, sino un fotógrafo?

-No sé… supongo que lo sabría, simplemente… después de todo yo soy fotógrafo.

-¿No eres entonces un tipo que saca fotos?

-No. Prácticamente no... O probablemente cuando fotografíe cosas por mi propia cuenta, fuera del trabajo…

-Ya…

-¿Tú no fotografiarías a un fotógrafo si te mandan a sacar fotos de personas trabajando?

-No he dicho eso… solo digo que privilegiaría otro tipo de trabajos.

-¿Cómo cuáles?

-No sé… Probablemente sacaría fotos de doctores, profesores, panaderos, astronautas…

-¿Astronautas?

-Sí. Astronautas. ¿Es un trabajo o no?

-No lo llamaría así.

-¿No?

-Claro que no.

-¿Por qué?

-No sé… veo a los astronautas casi como una encomienda… Me refiero a que no pilotan la nave… Todo podría ser teledirigido sin ellos a bordo…

-Pero su trabajo es ir a bordo.

-Pues no sé si eso pueda ser un trabajo… Es solo carne que debe mantenerse fresca hasta el regreso del viaje. Ellos no determinan donde se dirigen…

-Los taxistas tampoco.

-¿Tampoco qué?

-Tampoco eligen dónde van. Solo van donde les dice el cliente.

-Pero al menos ellos dirigen… conducen… impulsan digamos el auto en la dirección que les indican… No son una encomienda.

-…

-Además los taxistas llegan al menos a otro sitio… Los clientes siempre les pedirán que los lleven hasta un lugar distinto al que se encuentran.

-¿Y los astronautas?

-Los astronautas van y regresan donde mismo. Como un monto de dinero que se presta sin aplicar siquiera intereses.

-¿Y eso es malo?

-Claro que lo es… sobre todo si el valor de la moneda se devalúa, pues entonces si te devuelven el mismo monto que prestaste te están devolviendo menos de lo que prestaste…

-Pero el astronauta no se devalúa.

-Claro que sí… Todo ser humano se devalúa… Toda cosa viva, digamos, se devalúa.

-Hmm…

-¿No estás de acuerdo? ¿Piensas que hablo estupideces?

-No… o sea, no he dicho eso…

-Pues yo diría que de cierta forma lo dices.

-No es así… No quiero discutir, de hecho.

-¿Seguro?

-Seguro. Quedemos mejor en que eres fotógrafo--- que tu trabajo es ser fotógrafo… y no agreguemos nada más.

-¿Nada más?

-Nada. Absolutamente nada.

-…

-Ya sabes… Mejor dejarlo así.

lunes, 27 de diciembre de 2021

En medio de la selva.


Ocurrió en medio de la selva. O sea, no literalmente en medio, pero me refiero a que estaba dentro de la vegetación, rodeado por todos lados y sin noción alguna de dónde exactamente me encontraba. Habíamos ingresado a esa zona del Amazonas desde un pequeño poblado en el norte en Perú, acompañado en principio por dos guías que dejé de ver luego de los tres primeros días. El clima no era tan sofocante y había arroyos corriendo por diversos sitios, por lo que el mayor problema lo constituían los mosquitos y el ruido incesante que no te dejaba dormir. Así y todo, buscaba no alejarme demasiado de un gran árbol que me servía de referencia, en el cuál había clavado un mapa que me indicaba que, supuestamente, no estaba a más de 15 kilómetros del poblado del que habíamos partido y a unos 25 de otro que se encontraba en un claro, hacia el este.

Fue justamente junto a ese árbol que me decidí esperar a que algún otro grupo de personas pasase -o los guías, digamos, si es que no se había tratado de una estafa-, pues de mis distintos tránsitos no había conseguido realmente llegar a ningún sitio seguro ni a sentirme esperanzado de hacerlo.

Fue en ese lugar, decía, que me desperté una mañana con un tipo que me sostenía la cabeza y otro que parecía medir el cráneo, utilizando una cuerda que tenía unos pequeños nudos.

Eran hombres de la región, probablemente del poblado del que había partido, aunque no logré tener confirmación alguna por parte de ellos, quienes se fueron sin responder mis preguntas, luego de anotar unos números en un cuaderno marrón, que uno de ellos llevaba amarrado a su cintura.

Como no sabía qué hacer me puse a seguirlos, a cierta distancia, pensando que probablemente llegarían hasta algún pueblo, o al menos hasta un lugar desde donde poder comunicarme y pedir ayuda.

Horas más tarde, siguiéndolos, logré salir de la selva y llegar hasta un descampado por donde cruzaba un camino de tierra, por el que caminé hasta llegar al pequeño poblado del que había salido.

Los hombres, por cierto, habían atravesado el camino, pero entonces yo dejé de seguirlos y había preferido avanzar por la ruta, pues ellos habían seguido adentrándose en la selva que continuaba al otro lado y el camino me pareció sin duda más seguro.

En el lugar no encontré a los guías, pero sí a otro par de turistas que habían estado conmigo en el grupo inicial, quienes me comentaron que les había ocurrido algo similar, aunque por el GPS que uno de ellos portaba pudieron salir sin tantas dificultades.

Pasé entonces dos noches en una especie de consultorio del lugar, con suero y bajo observación médica, pues aparentemente tenía un estado febril del que no era consciente.

De los hombres que habían medido mi cabeza preferí no hablar, pues me parecía una situación lo suficientemente anómala como para que alguien la tomara en serio.

Así y todo, con el tiempo, supe de otros que vivieron experiencias similares, de encuentros con hombres que registran las medidas del cráneo de manera similar, siempre en lugares alejados.

Hace días, por cierto, en un sueño, creo que llegué a comprender quiénes eran y qué era realmente aquello que hacían.

Les contaría que es, sin duda, pero lo cierto es que esto no ha sido escrito para ustedes.

Probablemente – si están buscando algo-, deban comenzar a buscarlo en otro sitio.

domingo, 26 de diciembre de 2021

Una novela de piratas.


Leí hace unos días una extensa novela de piratas, del siglo XIX. En ella, un capitán pirata y su tripulación viven un gran número de aventuras persiguiendo mayormente a otro grupo de piratas, para poder encontrar un gran tesoro enterrado hace ya casi un siglo en una pequeña isla del caribe. Se trata de una historia típica, por supuesto, con personajes algo planos y caricaturizados que no dan pie a grandes reflexiones ni tampoco posibilitan interpretación alguna. En definitiva, una obra construida casi exclusivamente en base a acciones. Con diálogos, por supuesto, pero todos en función del desarrollo de dichas acciones, que vuelven una y otra vez a la búsqueda del tesoro como eje central, más allá de algunas pocas acciones secundarias que se desarrollan en algunos capítulos, sin aportar demasiado -según mi opinión-, y probablemente distrayendo al lector, que ha logrado llegar hasta ellas.

Con todo, ya terminada mi lectura, me queda dando vueltas algo que ocurre en el final de esta historia. Algo común por supuesto y previsible desde el comienza de la historia, 600 páginas antes del final. Y es que al final de la historia el pirata protagonista y su tripulación, consiguen dar con el tesoro escondido y desenterrarlo, pero -y he aquí lo que me queda dando vueltas-, simplemente para revisar su contenido y enterrarlo ahora en otro sitio, junto a otros objetos valiosos que habían conseguido a lo largo de sus aventuras.

Desenterrar un tesoro de un sitio, en resumen, para enterrarlo en otro lado.

Eso me dije.

Y fue entonces cuando comprendí que:

sábado, 25 de diciembre de 2021

Probablemente el mismo.


Una vez, borracho, me quedé dormido en un pesebre. Uno de tamaño natural, por supuesto que estaba a un costado del altar, al interior de una gran iglesia. Fue en la iglesia de La Tirana. En la antigua eso sí, no en la que ahora muestran siempre por televisión, cuando se celebran esas fiestas. Ya era de noche y no tenía cómo volver a Pica, donde había arrendado un cuarto, así que decidí quedarme en ese sitio. Navidad había sido hacía un par de días, pero el pesebre no había sido desmontado todavía. Debo reconocer que lo dudé un poco, pero lo cierto es que el pesebre se veía como un lugar cómodo, sobre todo comparándolo con el confesionario, las bancas de madera o derechamente el suelo, que eran las otras posibilidades que me ofrecía aquel lugar.

De todas formas, para sentirme “menos profano”, me acurruqué en la parte trasera del pesebre, entre unos animales de yeso que ni siquiera miraban en dirección a la figura del recién nacido, y que permanecían de cierta forma indiferentes al hecho central que se representaba en aquel sitio.

Mareado aún en el fondo del pesebre, mientras intentaba dormir un rato, trataba de obtener algún significado, o reconocer un pequeño elemento trascendente en aquel lugar. Como si quisiese buscar -sin demasiado entusiasmo, lo acepto-, algo similar a un punto de inflexión, en la situación aparentemente azarosa que me había llevado a estar acostado, en aquel lugar.

Así, sin luces de encontrar el significado trascendente de todo aquello, me dormí.

Desperté con resaca, todavía, pocas horas después. La iglesia seguía vacía, pero ya había amanecido, así que me sacudí la paja, ordené mis ropas y simplemente me fui de aquel lugar.

Me preocupé, eso sí, de dejar el pesebre tal cómo se encontraba, sin rastro alguno de que alguien hubiese dormido ahí.

Todo estaba igual que cuando llegué, determiné.

Yo, por mi parte, probablemente también seguía siendo el mismo.

viernes, 24 de diciembre de 2021

Ella en un columpio.


Cuenta con orgullo que estuvo una vez más de cuatro horas en un columpio. Lo dice como si hubiese batido un récord o como si esa acción no pudiese ser realizada por ningún otro. Solo columpiándome, recalca. En una y otra dirección. Sin detenerme en ningún momento.

Tras oírla le pregunto si tengo que asombrarme. O pedirle un autógrafo, tal vez. Ella sonríe, pero la conozco lo suficiente como para entender que percibe esto como un asunto serio. O como un hecho que yo todavía no comprendo ni valoro en su real magnitud. Probablemente por eso se ve obligada a detallar otra serie de observaciones: que no estaba escuchando música, que no estaba con nadie mas con quien pudiese haber conversado o distraerse, que no estaba concentrada en el paisaje ni en ningún otro pensamiento. Lo que yo hacía exclusivamente era estar columpiándome, recalca. No estar en el columpio, que es distinto. No sé si captas la trascendencia de lo que estoy diciendo. O del hecho, más bien, que te estoy contando.

Probablemente no, acepto. Y me disculpo. Solo veo que te convertiste en una especie de péndulo, arriba del columpio, por poco más de cinco horas.

Un péndulo solo cuelga y es arrastrado, no tiene voluntad propia, me corrige entonces, molesta.

Pues entonces te convertiste en una especie de péndulo con voluntad propia, le digo, intentando no complicar más las cosas.

Ella me mira entonces, con cierta condescendencia. Justamente como desde arriba de un columpio.

No entiendes nada sobre la voluntad, me dice. Ni sobre el movimiento. Ni te abres a otras formas de hacerte cargo de tu propia existencia.

Puede ser, le digo entonces, finalmente.

Puede ser.

jueves, 23 de diciembre de 2021

Agilulfo o Gurdulú.


Agilulfo es un personaje que no existe y que sabe que no existe. Un caballero, digamos, que es solo armadura, corrección y fuerza de voluntad. Y es, justamente a partir de estas condiciones, el protagonista de la novela de Ítalo Calvino: El caballero inexistente.

Leí esta novela por última vez, calculo, hace más de una década, pero más allá de recordar al personaje principal de la misma, quien se me viene a la memoria es el personaje de Gurdulú, que vaga siempre por el lugar de los hechos hasta ser asignado en un momento de la historia, como escudero de Agilulfo. Incluso me aventuraría a decir que recuerdo a este personaje “con cariño”.

Conocido con variados nombres por distintas facciones de los ejércitos de Carlomagno y de sus oponentes, Gurdulú aparece por primera vez en la novela entre un grupo de patos, creyéndose uno más de ellos, hasta caer al interior de una laguna desde la cual dichos patos levantan el vuelo. Posteriormente, en la misma laguna, Gurdulú pasa a creer ser una rana y así sucesivamente dependiendo de con quién o qué se encontraba.

Si bien la función de este personaje parece ser el sustento de varias situaciones cómicas -intentando meterse a la olla donde preparan la sopa que él también creía ser, por ejemplo-, es indudable que el contraste con el caballero al que sirve y que no existe, revela también una alteración en la forma de existir y una manera extraña de vincularse con el concepto de identidad, que durante algunos años me sirvió de paradigma para designar mi propia situación existencial ante diversos fenómenos.

Así, podía resultar que un día fuese yo -sin serlo- el caballero Agilulfo y otros días fuese más bien Gurdulú, dejando que mi existencia difuminara bordes y se contagiara de aquello que la rodea.

Tal vez por esto, pienso ahora, es que recuerdo a Gurdulú “con cariño”, como mencionaba en un inicio. Y prefiera esa forma de existencia que transforma el abandono personal en un abrazarse a aquello que nos rodea. Situación que lo vuelve, digamos, más valioso.

¿Agilulfo o Gurdulú, me digo entonces, antes de llegar al final de este texto?

Pero justo antes de responder, el final de mismo aparece de improviso.

Exactamente, aquí.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

P. estuvo en el secuestro de un avión.


P. estuvo en el secuestro de un avión. Pensó escribir un libro sobre eso, pero tras varios intentos, no le resultó. Al parecer nunca entendió muy bien qué ocurría pues estaba en un asiento muy lejano donde apenas percibieron lo ocurrido. Las azafatas llevaron la información diciendo que se trataba de un desvío, que apenas los retrasaría un momento y que retomarían la ruta cubriendo todos los gastos por el retraso. Más allá de las reacciones de algunos pasajeros que temían desperfectos en la nave, nadie pensó en un secuestro hasta que el piloto explicó que tenían una solicitud urgente que los llevaría a descender en un aeropuerto no oficial, pero que todo estaría controlado. Fue entonces, tras ese mensaje, que algunos pasajeros de la zona vip unieron cabos y comentaron sobre tres pasajeros que habían ido a la cabina del piloto, acompañados de una azafata que no parecía sentirse muy cómoda. La situación entonces provocó un par de ataques de nervios y la masiva visita de los pasajeros a los baños, lugar dónde no se sabía bien qué hacían, aunque P. pensaba que lloraban simplemente, o usaban el pequeño lugar como una especie de confesionario. De hecho, yo que leí uno de sus intentos de novela, diría que el único capítulo interesante era el describía justamente ese fenómeno. Así, junto con alabarle aquel episodio, le pregunté cuál era el objetivo de su novela. Porque si quería mantener la tensión la verdad es que la historia no se prestaba para eso. Esto, ya que el final de la historia no era muy emocionante que digamos: el avión bajaba en una pista informal en la que descendían los tres secuestradores, y horas después llegaba los policías a tomarles declaración, los llevaban hasta un aeropuerto oficial y los embarcaban hacia sus destinos originales. Todo sin golpes, heridos ni muertos y retrasándose en total menos de 24 horas. Ante mis preguntas, P. reconoció que no tenía claro ni el genero de la novela ni el objetivo que perseguía con ella, pero señaló que seguiría insistiendo en escribir sobre ello, pues sentía que algo que debía ser dicho -y descubierto-, estaba contenido en aquella historia. Sí, a veces pasa eso, comenté, cuando me lo dijo. Desde entonces, por cierto, no me he vuelto a encontrar con P., ni a hablar sobre el asunto.

martes, 21 de diciembre de 2021

Sin punto de inflexión.


No había punto de inflexión. Y es que la dirección, digamos, venía dada desde antes. No destino, necesariamente, pero sí dirección. Aun así, buscamos ese punto, pero lo cierto es que no había. Nos culpamos incluso a nosotros mismos por no encontrarlo, o realizarlo. Y es que, como idea, al menos, era valiosa. Nos permitía sentirnos dueños de cada momento. Parecía que dependía de nosotros. Pero claro… el problema residía en lo más esencial: no había punto de inflexión. Es más, ni siquiera había puntos. Todo siempre fue una línea. No única, necesariamente, y por supuesto no formada por una continuidad de puntos como ingenuamente te llaman a creer. Así lo descubrimos y así lo aceptamos: se trata de una línea, simplemente y no hay más. Una ruta trazada. Un continuo de dirección establecida por el que íbamos como por un tobogán, aunque probablemente sin el vértigo que suele relacionarse con aquello. ¿Qué hicimos cuando lo descubrimos? Sinceramente, pusimos primero en duda lo descubierto e insistimos buscando el punto ese. Insistimos bastante, por cierto, pero ya ven… La situación fue aceptada y hasta comunicada para evitar otros malentendidos. No había punto de inflexión. Podría incluso explicarlo de forma más concreta hablando de ciertas particularidades en el comportamiento de la segunda derivada de la función… pero esto tampoco, por cierto, terminaría diciendo nada. No se esfuerce por encontrar ese puente. Esfuércese eso sí… pero no en ese ámbito. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora?

lunes, 20 de diciembre de 2021

Una respuesta tardía.


I.

Me gustaría hacerte una pregunta, me dijo:

¿Algo de lo que haces sirve para algo más que simplemente terminar de hacer aquello que debías hacer?

Yo no contesté.

Puedes molestarte o tomarlo por el lado pesimista, agregó, pero esa actitud más bien revelará la naturaleza de tu respuesta.

Mi pregunta, de hecho, no tiene malas intenciones.

No tengo, de hecho, malas intenciones.

Y hasta hay quien dice -probablemente con cierta razón-, que no tengo intención alguna.

No contesté.

Lo escuché y la verdad es que me molestaron de cierta forma sus palabras.

Perdí la oportunidad de contestar, pienso ahora.

O perdí la oportunidad de contestarme, más bien.

La oportunidad, incluso, de saber.


II.

Que yo recuerde, me reuní con él muchas otras veces.

Muchas veces, pero nunca volvió a hacerme otra pregunta.

Ni siquiera consultas triviales.

Yo, por cierto, debía reunirme por cuestiones de trabajo, muy específicas.

Trámites puntuales, digamos.

Luego dejé de trabajar en aquel lugar y olvidé el asunto.

Más adelante, sin embargo, lo recordé.

Ahora, para no olvidarlo, lo escribo, aunque probablemente nunca relea este escrito.

Por lo mismo, esto puede ser justamente una de aquellas cosas que solo sirven para terminar de hacer aquello que debías hacer.

Aunque claro… lo cierto es que ni eso.

Lo que debía hacer era otra cosa.

Responder, por ejemplo.


III.

Así que sí, digo entonces.

A pesar de todo la respuesta es sí, me refiero.

Y como no me preguntó el qué, supongo que es válido dejarlo hasta ahí.

Orgulloso en cierto sentido de la respuesta y, también, de haber respondido.

Así avanzamos, después de todo, cuando avanzamos.

No les debo, en este sentido, explicación alguna.

domingo, 19 de diciembre de 2021

¿Tan grande era esta habitación?


No te das cuenta del tamaño de la habitación hasta que la vacías. Hasta que la despojas de todo aquello que antes estaba en su interior, ordenado o no, entre sus cuatro paredes.

Hablo de vaciarla por completo, en este caso. Cualquier objeto que quede dentro perturba todavía la percepción y evita que te des cuenta del tamaño real de la habitación, del que hablaba en un inicio.

Por lo general, entonces, la impresión que queda es la de una habitación más grande de aquella que habitabas. Y la sensación que acompaña a esa percepción suele ser, por cierto, agradable. Como si el vacío fuera de cierta forma más pleno. O como si nosotros mismos, en medio de ese vacío, pudiésemos expresarnos (salir de nosotros mismos, digamos) con mayor comodidad que estando en medio de otras cosas. En un espacio reducido.

Lejos de teorizar sobre el porqué de esto -y lejos también de invitarlos a que vivan esta experiencia, por más valiosa y enriquecedora que sea-, me gustaría especificar que la sensación anterior, no se da sencillamente en un cuarto vacío, sino que en uno que ha sido vaciado por completo.

Y es que no comprender la diferencia entre ambos cuartos vacíos -el vaciado y el vacío, más bien-, sería como no comprender que el centro de la percepción y la sensación está siempre en nosotros mismos. Forjado a partir de las acciones que realizamos y anclado al darnos cuenta del tamaño real de nuestras propias acciones que, al igual que la habitación, deben ser vaciadas de toda noción de utilidad o de reacción, para poder sentirnos a gusto cuando las realizamos y comprender cuál es nuestro verdadero sentido en el espacio.

Elemental, ¿no es cierto?

sábado, 18 de diciembre de 2021

¿Qué pensabas hacer si te decíamos que no?

“-Yo hablo de una proposición distinta,
una cuya aceptación no implique una renuncia
ni un acuerdo,
sino justamente algo similar a lo contrario…”
O. W.


-Ya sellamos el acuerdo y te felicito, pero… ¿puedo preguntarte algo?

-Claro. No hay problema.

-¿Qué pensabas hacer si te decíamos que no?

-¿Cómo?

-Ya sabes, ¿qué hubieses hecho si nos negábamos rotundamente a tu solicitud?

-Eh… pues no sé. No me planteé nunca esa posibilidad.

-Pero era una posibilidad que existía.

-No… no existía. No ocurrió, me refiero. No existió. A lo mejor no debiese conjugarse de esa forma ese verbo.

-No, creo que nos entiende mal… No nos referimos a que la negativa haya existido concretamente. Queremos decir que existió como posibilidad…. Potencialmente, digamos.

-Pero entonces no existió… Disculpe que sea exigente con el uso del lenguaje… No es mi intención polemizar, solo digo que si fue una posibilidad no existió… Decir que las posibilidades o supuestos existen sería justamente negar su condición de supuestos, y la palabra existencia, al mismo tiempo, tendría menos fuerza, perdería su sentido…

-¿Habla usted en serio?

-Claro… disculpe mi rigidez en esto, pero aceptar palabras así, a la ligera, como puntos de origen para divagar sobre cosas que no existen me parece absurdo y sobre todo injusto con todo aquello que sí existe, y que, de la forma en que ustedes lo plantean, es despojado del valor subyacente a la existencia, relativizando así la importancia de este concepto a partir de la falacia de las supuestas formas de existir, que vendría a justificar el uso de esta palabra con cualquier ocurrencia o disparate que no tiene cabida en la realidad de los hechos. Del mundo en sí, digamos.

-Eh…

-¿Puedo retirarme ahora?

-Sí, por supuesto que puede, pero nos gustaría…

-Hasta luego, entonces. Gracias por aceptar mi propuesta.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Lucía Hirirart versus los zombies.


Me quieren pegar porque hice un juego. Un juego de mesa, me refiero, como acostumbraba hacer antaño. Lucía Hiriart versus los zombies, había nombrado al juego. En dicho juego Lucía Hiriart era la única sobreviviente a un apocalipsis zombie y debía recorrer un largo recolectando joyas ocultas y ocultándose ella misma en pequeños refugios, que eran ex propiedades de Cema Chile.

Durante el camino, Lucía debía sobrevivir recolectando varias herramientas y asegurándose de acabar, de paso, con zombies famosos como el de Stalin, por ejemplo, que la seguía con mayor fervor que otros que eran más bien inofensivos. O fáciles de derrotar, al menos.

Al mismo tiempo, podía llevar consigo mismo algunos zombies y ocuparlos en su beneficio -si tenía las herramientas adecuadas-, como el de su propio esposo u otros miembros de su círculo más cercano.

Lejos de dar más detalles del juego, sin embargo, lo que quería contar acá era sobre las amenazas que recibí debido a la extraña coincidencia de la muerte real de la protagonista del tablero, lo que llevó a que me interpelaran un grupo de tipos que consiguieron de alguna forma mi número de teléfono.

Así, tras hablarme directamente y llenarme de mensajes de texto, ellos amenazaron con quemar mi auto, mi casa y hasta con dejar viuda a mi pareja.

Todo lo anterior, extrañamente, vino en parte a tranquilizarme, pues me di cuenta que desconocían que no tengo auto, ni tampoco casa propia, ni mucho menos pareja, y que su única información fidedigna era mi número telefónico, que podía desechar o cambiar en cualquier momento.

Aún así -para intentar congraciarme-, intenté negociar ofreciéndoles un Monopoly Chilezuela donde te expropiaban los terrenos, o una serie de juegos militares que a ellos -pensé-, podrían interesarles.

Finalmente, como no aceptaron negociar, decidí simplemente dar de baja el número de teléfono y guardar por un tiempo el prototipo del juego, que por lo demás, con la muerte real de la protagonista, debía repensar un poco.

Tal vez, pensé entonces, deba hacer que Lucía recorra ahora los círculos del infierno buscando a ya saben quién, o hacer que el objetivo sea intentar arrancar de aquella sección donde -espero-, queden los que murieron impunes, burlándose de todos aquellos que creían ingenuamente en una justicia que -en ese tablero mayor-, no llegó nunca.

jueves, 16 de diciembre de 2021

Saber para los otros.


Le dije que no sabía porque era cierto. Porque si bien sentía comprender todo aquello, mi sensación era algo muy distante a eso que objetivamente llamamos saber. De ahí que bajo mis palabras se ocultara una verdad que puede resultar incómoda a pesar de su sencillez y que puede expresarse más o menos de la siguiente forma: Saber es siempre saber para los otros. Es decir, el saber es algo que debe ser demostrable. Y la demostración siempre nos excede y viene a justificar ese saber para nosotros. Esto pues, para nosotros, que ya sabemos, no requerimos necesariamente demostración alguna.

Bajo la poco elevada lógica de lo expresado anteriormente subsiste sin embargo un aspecto que me aventuraría a catalogar como “triste” (elijo esa palabra justamente porque escapa al terreno del saber para los otros y se queda más bien en el ámbito de la sensación. Es decir, de lo estrictamente personal). Dicho aspecto deriva por supuesto de la tesis expresada anteriormente (todo saber es saber para los otros), y puede expresarse de la siguiente forma: Saber para uno mismo no es saber. O no es saber suficiente, al menos. Todo lo anterior, por cierto, vendría un poco a justificar la tristeza de saber que aquello que sabemos para nosotros no es saber, y que el hecho de arrancárnoslo a partir de la demostrabilidad y justificación, nos pone en cuestionamiento también a nosotros mismos, que, por desconfianza, hemos elegido validar el saber para que este exista fuera de nosotros y abandone el espacio íntimo en el que ese mismo saber cobraba un valor distinto, tal vez porque no existía de forma separada que nuestras emociones.

Con esto, sin embargo (con las palabras anteriores), quiero ejemplificar de qué forma, el absurdo interés de justificar la tristeza que a uno le produce una situación de convertir nuestro saber en saber para los otros, revela un aspecto aberrante.

Y es que la tristeza, en definitiva, no se justifica. Las emociones todas, no se justifican. No debiesen exponerse, siquiera, a ese afán de transformarlas en saber.

Baste la comprensión, entonces. El saber para uno mismo. Las raíces, digamos, bajo tierra.

Por eso era cierto que no sabía, como decía en un inicio.

Por eso es hermoso, no saber.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Un piso en el que vive otro. (Un trabalenguas y un milagro)


¿Sabes…? cuando paso por el departamento en que viví en aquel entonces suelo quedarme quieto y lo contemplo.

No sé bien por qué lo hago, supongo que para constatar un hecho.

El hecho que constato es que en el piso en que vivía en ese entonces ahora vive otro.

Puede ser algo obvio, pero suelo demorarme bastante en sentar las bases de esa observación.

Luego de llegar a este punto, sin embargo, dejo de darle vueltas, y vuelvo a concentrarme en aquello que estaba realizando mientras pasaba frente a aquel lugar.

Como el departamento se ve desde el metro lo que generalmente estoy realizando es viajar, pensando en cosas por hacer o en cosas que he hecho.

Esta vez, sin embargo, me puse a pensar que esto que me pasa es algo que nunca le he contado a nadie.

Algo que de cierta forma busco reducir a un hecho sin acercarme en modo alguno a las emociones que probablemente debiese provocarme.

Y claro, como no lo he contado a nadie pienso que de contárselo a alguien ese alguien debieses ser tú.

Tú que miras este texto -tal vez-, de forma parecida a como yo miro ese departamento que ahora habita otro.

Te confieso, por cierto, que pensaba terminar diciendo que a mí también me habita otro.

Extrañamente, cuando te hablo de esta forma me doy cuenta que no es cierto.

Y acepto que sigo estando aquí, habitando este mismo espacio.

Las razones puedes conocerlas si te acercas por un momento a tus propias emociones.

Y a tus recuerdos.

Recordar, según recuerdo, significaba volver a traer algo al corazón.

Casi parece un trabalengua.

O un milagro.

martes, 14 de diciembre de 2021

No me haga decirlo de otra forma.


No me haga decirlo de otra forma. Yo sé que usted me entiende. A lo mejor ni me escucha, pero de todas formas me entiende. Por eso no me explayo sobre el tema en sí y ando así como por los bordes. Me acuerdo de una vez, a todo esto, en que caminaba justamente por los bordes. Físicamente, esa vez. Un montón de años atrás, por cierto, y era por los bordes de una piscina. Había ido con un par de amigos que, según recuerdo, tenían convenio en aquel lugar. La piscina era amplia y había un gran número de personas en ella, tantas que yo, separado de mis amigos en ese momento, comencé a caminar por fuera, por el borde digamos. Y claro, como estaba descalzo y la zona estaba húmeda, hubo un momento en que resbalé y caí de espaldas fuertemente, golpeándome la cabeza en el suelo. El punto es que me puse de pie muy rápido en esa oportunidad, y a pesar del dolor traté de ignorar lo ocurrido, dando otros pasos y observando mi entorno, fingiendo que nada había ocurrido. Sorprendentemente, nadie de los que estaba en la piscina parecía haberse percatado de mi caída. Observaba a todos y nadie parecía verme, ni siquiera mis amigos, que divisé en el otro extremo, en la zona más honda. Poco después llegué hasta donde estaban ellos y decidí no decirles nada del asunto, aunque todavía me sentía algo mareado y el dolor persistía. No recuerdo nada más, por cierto, salvo que al salir de la piscina y pasar por el lugar de la caída uno de mis amigos comentó ver un poco de sangre en el piso, aunque yo, si había sangrado, no me percaté en absoluto. Como ve, no es una gran historia, pero se relacionaba justamente con los bordes. Y con eso que le decía sobre que usted me entiende, aunque yo hable de esta forma. Supongo que es porque los bordes dibujan algo, después de todo. O no sé. Igualmente, usted me entiende. O al menos eso percibo. No me haga decirlo de otra forma.

lunes, 13 de diciembre de 2021

La bomba.


-¿Y después?

-Después explotó, simplemente. Magníficamente. Sobre la ciudad explotó, ya te lo he dicho.

-¿No puedes explicarte mejor?

-Hablo sobre lo que vi. Sobre la explosión. Mejor sería decir que vi la bomba abrirse y vi brotar de ellas millares de ojos. Ojos que caían en todas direcciones por distintas partes de la ciudad. Ojos cuyas pupilas se movían mientras caían y descubrían la ciudad al mismo tiempo que la explosión los lanzaba en todas direcciones…

-¿Inventas?

-No invento. Pero pasa que yo también soy como un ojo. Y cada ojo vio al mismo tiempo la misma ciudad y una ciudad distinta. Yo vi esa bomba, digamos. Esa explosión. Fui testigo de esa ciudad que desaparecía a medida que era vista por esos millares de ojos que eran los últimos testigos de una ciudad que probablemente ellos mismos hacían desaparecer.

-¿Probablemente?

-Claro. Solo probablemente. Recuerda que yo también soy un ojo que veo en una sola dirección. No tengo acceso a la ciudad de todos. No puedo asegurar nada.

-No lo asegures, entonces. Pero dime ahora, ¿qué ocurrió antes?

-¿Antes?

-Sí, antes. Antes de la bomba.

-Antes ocurrió lo que ocurre ahora. Antes es ahora, ya sabes.

-¿Ya lo sé?

-Exacto. Ya lo sabes.

domingo, 12 de diciembre de 2021

Un planeta no es una gran roca.


-Un planeta no es una gran roca -me decía-. No es tan simple. Tú, pareciera que lo ves así y nada más.

-Puede ser -le dije entonces-. Pero no es mi culpa de que forma veo o no veo las cosas.

-¿Y entonces de quién es?

-No sé, pero ese no es el punto -intenté explicar-. Lo que me incomoda es que me lo reclames como si fuese una elección el que yo pudiera verlo de otro modo.

-Entonces admites que para ti un planeta es simplemente una piedra en el espacio.

-Sí… puedo admitir eso, si eso te hace sentir bien.

-Y supongo que el espacio entero lo debes ver como un lugar con un montón de guijarros esparcidos, moviéndose por ahí.

-Puede ser… -admití-, pero lo de guijarros revela que el problema para ti tiene que ver con la magnitud, no con la esencia de aquello… quieres que todo sea tan inmenso y complejo para que se desborde fuera de sí y llegue hasta ti de alguna forma… Para que algo, al menos, llegue a ti…

-Pues claro que llegan a mí -agregó, con ofuscación-. Astros, planetas… ¿no los vemos acaso? ¿No los ves tú? ¿No te llega el calor del sol, la luz…?

-Piedras en llamas y piedras apagadas… -le dije-, no veo gran complejidad es todo aquello… no asocio esa inmensidad con la magnitud… son cosas que hay, simplemente.

-Es absurdo… -agregó, tratando de cerrar el asunto- pretendes elegir lo que son las cosas...

-No es una elección -intenté decir.

-Siempre terminas por elegir lo que son las cosas -sentenció, sin siquiera escucharme.


Y claro… entonces yo también, decidí dejar de hacerlo.

sábado, 11 de diciembre de 2021

Una trampa para osos.


Ella viajó con su madre y su padrastro a Canadá. Tenían familiares en un par de ciudades así que habían programado hacer visitas, recorrer unos cuantos lugares y, principalmente, aprovechar de descansar, pues sus padres ya eran mayores y no les gustaba moverse demasiado.

Por lo mismo, me contó que durante el viaje arrendaron una cabaña, cerca de un bosque. Solo pensaban estar ahí diez días, pero luego tuvieron que quedarse dos meses, para la recuperación completa del padrastro, que se había accidentado en una trampa para osos.

Fue una situación más grave, más compleja y más absurda de lo que parece, según lo que ella me intentaba explicar.

Lo grave hacía referencia a la herida sufrida por el padrastro, quien metió le pie en la trampa para osos luego de alejarse unos cientos de metros de la cabaña, produciéndose múltiples fracturas, cortes y un daño que se tradujo en que nunca más pudiese volver a caminar de forma normal.

Lo complejo, ciertamente se originaba en los gastos que acarreó todo aquello. Tanto los relacionados con la permanencia no planificada en el país, así como por todos los gastos médicos asociados al accidente.

Lo absurdo, por último, se enlaza con lo anterior, ya que debieron ser parte de un juicio para determinar quién debía hacerse cargo de los costos, y los argumentos dados por el centro vacacional, por no advertir de las trampas para osos, parecían carentes de toda lógica. Al menos según el punto de vista de ella, que fue quien me contó la historia.

-El abogado de las cabañas -comentaba ella-, planteaba que había numerosos letreros que advertían sobre osos y otros peligros, pero agregaba a continuación que no era necesario advertir sobre las trampas para osos, justamente porque se trataba de trampas PARA OSOS, es decir, que estaban destinadas a esos animales, y si acaso se debía advertir a alguien era justamente a los osos y no a nuestra familia…

-Pues tienes razón -admitía yo, tras escucharla-. Sin duda suena como un argumento absurdo.

-Exacto -siguió explicando ella-, pero el caso es que ellos lo repetían una y otra vez. Según su abogado, ellos no eran responsables porque el daño no lo había provocado una trampa para humanos. Y comparaban la situación con el tener que indemnizar a alguien que alegara por el mal sabor de la comida para perros, que tampoco estaba destinado a ellos.

-Pues gramaticalmente no suena tan mal -admitía yo, sin intención de alargar más el tema.

Por suerte, según lo que ella me contó después, miembros de una ONG intercedieron en la disputa y lograron cubrir los gastos y hasta compraron la prótesis mecánica de apoyo que debió usar su padrastro durante todo un año, luego de regresar de Canadá, ayudando a su rehabilitación.

-¿Y no has vuelto a Canadá, desde entonces? -le pregunté cuando creí que había llegado ya al final.

-Esta no es una historia para que me preguntes por eso… -me dice ella, un tanto molesta-. Creí que eso al menos, había quedado claro.

-No… si eso está claro -intenté explicar yo, algo nervioso-. Está muy claro, pero…

viernes, 10 de diciembre de 2021

Cada hombre tiene un Dios.


Cada hombre tiene un Dios.

Un Dios distinto, me refiero, para cada hombre distinto.

Un Dios personal e intransferible fabricado a su medida.


¿Quién fabrica a esos Dioses?, nadie sabe.

Yo sospecho que en el fondo son creados por cada uno de nosotros.

Sin intención de hacerlos, son creados y ahí se quedan.

Primero junto al hombre y luego abandonados a su suerte, como samuráis sin amo.


No se heredan, por cierto, aquellos Dioses.

Tampoco se aceptan intercambios ni préstamos por tiempo limitado.

Simplemente tenemos lo que merecemos y ya está.

Cualquier otro tipo de cálculo no tiene en verdad sentido alguno.

Hablar de ellos ya es, después de todo, un riesgo innecesario.


Cada hombre tiene un Dios, decía en un inicio.

Aunque yo, sinceramente, ni siquiera sé para qué sirve.

Hablo en singular, por cierto, porque yo solo tengo acceso al mío.

No sabría describirlo, pero así y todo he aprendido (con los años) a estimarlo.

De hecho, si no lo estimara, ya lo habría dejado solo hacía tiempo.

Solo junto a todos esos dioses esparcidos por el mundo, como piedras.


Y es que no caducan, estos dioses.

A diferencia de nosotros, no caducan.

No me quejo, por cierto, de esta condición.

Simplemente estoy dando cuenta de aquello que les pasa.

Nadie los extraña ni los reconoce como dioses.

Nadie ve en ellos parte suya ni tampoco los proyectan, como hijos.

Apenas un mal texto, un rezo confuso y luego ya no hay más.


Cada hombre tiene un dios, simplemente.

Y todo es tan justo y tan injusto que al final callamos.

Si no me cree compruébelo mirando la línea que viene.

Que se trata justamente, de la última.

jueves, 9 de diciembre de 2021

Nunca entiendo de qué hablas.


Ella y Él están separados de los otros, en una especie de recepción. Él ha llegado hace unos instantes y ella se apresura a hablarle, antes de ingresar al lugar.

-¿Sabes? Esa chaqueta es horrible, deberías dejar de usarla.

-¿Hablas en serio?

-Claro. Es una aberración esa chaqueta. No deberías haber venido con ella.

-¿Me la saco?

-Claro que no. No puedes quedarte solo en camisa. Todos van de chaqueta.

-¿Y qué hago entonces? ¿Quieres que me vaya?

-No exageres. El problema no es contigo, es con la chaqueta. Además ya estás acá. Ya te vieron con ella.

-Pero yo no tengo problemas con mi chaqueta, la que tiene el problema eres tú. Puedo irme ahora y et ahorro que te vean con el hombre de la chaqueta horrible…

-El problema no es el hombre de la chaqueta sino la chaqueta en sí… quedémonos unos minutos y nos vamos… ya estamos acá.

-Espera. Acabo de conducir a toda velocidad durante más de cuarenta minutos para llegar a tiempo y me dices que estemos unos minutos y nos vayamos por culpa de mi chaqueta…

-La culpa es tuya, no de la chaqueta…

-Pero antes decías que…

-Antes decía que la chaqueta era la horrible, pero no he dicho que ella sea la culpable… Solo te digo que volvamos a casa, dejes la chaqueta en el fondo del ropero y no la saques más. No quiero agrandar la discusión.

-¿Solo quieres la chaqueta al fondo del ropero?

-Sí, eso dije.

-¿Y que no la saque más?

-Exacto.

-Claro… ¿cómo Cuasimodo en el campanario?

-No sé qué quieres decir con eso… solo te digo que saludemos a un par de personas y luego nos vamos.

-¿Y si una de esas personas alaba mi chaqueta?

-¿Cómo?

-¿Qué haremos si una de esas personas dice que mi chaqueta es bonita…? ¿Entonces nos quedaremos y cambiará tu apreciación?

-Entonces se estarán burlando, simplemente. Y deberemos irnos con mayor razón. Y hasta mostrarnos ofendidos.

-¿Ofendidos…? ¿Solo por la chaqueta?

-Si alguien se burla no se burla de la chaqueta, sino del que lleva la chaqueta y por continuidad de mi… es una ofensa directa.

-¿Hay protocolos para eso? ¿No crees que exageras un poco con todo este asunto?

-Claro que no… Mira. Fíjate. Ya están mirando hacia acá y murmurando.

-Puede que no sea por la chaqueta…

-Claro que es por eso… pero sonríe. Vamos allá y saludamos como si todo anduviese bien, pero sin quedarnos en ningún grupo… una ronda de saludos y ya está…

-De acuerdo. No voy a discutir más.

-Entonces vamos.

Ambos comienzan a caminar. Van hacia los otros, pero todavía tienen unos segundos para hablar sin que los otros los escuchen, mientras avanzan. Entonces él murmura.

-No nos sentimos presos sino de pensarlo, por eso mejor no pensemos…

-¿Qué es eso?

-Pessoa, para animar el desánimo.

-Sonríe y trata que no te escuchen. 

-De acuerdo.

-Además nunca entiendo de qué hablas.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

Entero pollo, Nobita.


Profe, analicé los capítulos, pero no sé que quiere que le diga.

O sea, estoy haciendo un texto (este),
pero no creo que esté quedando bien.

Que Nobita es pollo, pensé ponerle como título.

“Entero pollo, Nobita”,
podría ser.

Usted pidió que analizáramos roles,
visión de futuro de los personajes,
estereotipos presentes
y un montón de otras cosas que no entiendo.

Las tengo aquí mismo, anotadas,
pero no entiendo.

Al final, lo único que me quedó claro es que Nobita
era entero pollo.

Sé que no se dice así, a todo esto,
pero no sé de qué otra forma decirle.

Y tampoco entiendo a qué se refiere con eso de
“problemáticas sociales”.

O sea, cuando usted lo explica lo entiendo,
pero después veo la serie solo y me quedo también medio pollo,
como Nobita (aunque no entero).

Y es que si le quitamos al gato ese y su bolsillo mágico,
Nobita no daría ni pa medio capítulo.

¿Qué aventura podría vivir Nobita?

Con suerte se arrancaría de la casa y después volvería.

Ni un brillo así.

Shizuka no lo pesca y Gigante le pega cuando quiere.

Entero pollo, como le decía.

El punto es que no sé
como qué quiere usted que diga.

Además, no quiero hacer el trabajo de nuevo.

De pronto póngame el cuatro y dejémoslo así.

Pa qué mas.

Yo creo, en  todo caso, 
que esa es la enseñanza de la serie.

martes, 7 de diciembre de 2021

Hablamos de lo mismo, pero no lo parece.


Hablamos de lo mismo, pero no lo parece.

Suenan distintas las palabras, pero giramos alrededor del mismo tema.

Sin darnos cuenta, nos pasa.

A todos nos pasa.

Incluso a los que poco hablan o ni murmullos sueltan.

Ayer, por ejemplo, pensaba en el aparato ese que anda en Marte.

Recolectando muestras, recorriendo el lugar,
grabando imágenes…
ya sabes de qué artefacto estoy hablando.

El caso es que pensaba que esa máquina
no sabe dónde está, realmente.

Sabe qué hace, me refiero,
pero no sabe en qué lugar se encuentra.

Y no me refiero, ciertamente,
a que el aparato aquel tenga o no consciencia,
sino que toda esa serie de cifras que dan cuenta
de su supuesta localización,
no son a fin de cuentas más que números dispersos,
signos incompletos,
puntos apenas, en un gráfico.

Y claro,
sé que tú ayer, por ejemplo,
(o al menos, lo supongo)
no pensaste ni hablaste del aparato este
que anda en Marte.

Aun así,
estoy seguro que, si lo pensamos,
estuvimos de igual forma
hablando de lo mismo.

Sin darnos cuenta, por supuesto,
como te decía más arriba.

Pero estoy seguro que hablamos de lo mismo,
como todo el mundo.

¿Ya entiendes qué es aquello
de lo que hemos estado hablando?

No me lo digas, pero piénsalo al menos.

Entonces sabrás que es cierto.

Y que a todos nos pasa.

lunes, 6 de diciembre de 2021

Los escuché discutir durante horas.


Los escuché discutir durante horas,
respecto a si los dioses andaban vestidos
o en pelota.

Primero pensé que bromeaban,
pero luego comenzaron a argumentar.

Citaron frases de santos, de artistas, de filósofos,
y hablaron de toda una serie de doctrinas
de las cuáles nunca antes
había escuchado hablar.

Puedo jurar que eso es cierto.

¡Puedo jurar que todo es cierto!

Yo los escuchaba hablar
y todo me parecía tan absurdo
que no podía prestar atención a otra cosa.

Pedía otra cerveza,
intentaba enfrascarme en mis lecturas,
pero no había caso.

Y es que su discusión seguía con igual ímpetu.

Con un tono extraño y hasta formal
lo que parecía otorgarles mayor seriedad a sus palabras,
por absurdas que estas fueran.

Además, ahora, parecían profundizar en el asunto.

Está bien, decía uno,
pero si aceptaban que andaban vestidos,
¿qué ropas llevaban los dioses?

Y surgía entonces otra serie interminable de opciones,
cada una de las cuales se argumentaba
basándose en la comodidad del dios,
en sus características isomórficas
y hasta en la doctrina moral sobre la que su figura
se había edificado.

¡Qué mierda!, pensaba yo, mientras escuchaba.

Y mientras escuchaba, 
intentaba entender, de paso,
qué hacía yo ahí, 
escuchando a esos dos hombres.

Finalmente, nos avisaron que iban a cerrar el local,
por lo que tanto ellos como yo debíamos irnos de inmediato.

Yo lo hice, por supuesto.

Y supongo que ellos también lo hicieron.

Me gustaría que la anécdota tuviese al menos moraleja,
pero lo cierto es que no la encontré.

Y eso que aún, sigo buscando.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Hizo traer flores a su cuarto.


En vez de salir al jardín
hizo traer las flores a su cuarto.

Parecía bello en un inicio,
pero luego lo analizaron bien.

¿Quieren saber qué fue lo que ocurrió?

Pues ocurrió simplemente
que pasó el tiempo.

Y murieron las flores, en el cuarto.

Y quedó sin flores el jardín.

Y hasta ella, podría decirse,
comenzó a marchitarse junto a las flores,
en su cuarto.

Qué mierda de historia, ¿no creen?

Qué oscuridad innecesaria.

Qué intento más burdo, de generar tristeza.

Si hasta me siento un poco avergonzado,
contándolo así, de esta forma.

Tal vez un poco como aquella,
que llenó de flores su cuarto.

De cadáveres de flores, más bien.

Y las palabras que elijo pasan entonces también a ser
algo así como cadáveres.

A marchitarse digamos, ahí sobre la hoja.

Qué mierda de comparación, ¿no creen?

Qué gusto por intentar amarrar imágenes
unas con otras.

Qué estrategia más artificial y débil,
desde sus bases.

Tanta intención y esfuerzo vano
por adornar el lugar en que permanecemos.

Mejor siempre será el jardín.

Mejor siempre será el silencio.

Todo lo demás son flores o versos
metidos a la fuerza
en un ataúd pequeño.

Qué mierda de metáfora, ¿no creen?

Qué ganas de terminar aquí mismo este tex

sábado, 4 de diciembre de 2021

Odio lo que no veo.


I.

Odio lo que no veo.

Me resguardo de aquello.

Me agazapo a la espera que se deje ver.

Pero no siempre lo hace.

Me refiero a que veces esperas en vano.

Y esperar odiando es algo que cansa más de lo que supones.

Por eso odio, tal vez, lo que no veo.

Porque me cansa odiarlo y dudar de su presencia.

Porque no se deja ver.

Y porque, de paso, me hace sentir absurdo.


II.

Odio lo que no veo.

Es ya lo he dicho.

Pero aún no he confesado lo que sigue:

Lo que veo no lo comprendo.

No lo odio, aclaro, pero no lo comprendo.

Y por no comprenderlo me es imposible odiarlo.

Es extraño, sin embargo, pues pensándolo bien,
alguien pudiera decir que lo que no ves
tampoco puedes comprenderlo.

Y por consiguiente, si seguimos ese hilo,
lo que no veo, tampoco podría odiarlo.

Por suerte (para mis argumentos),
lo anterior se trata solo de una contradicción foránea.

Enteramente ajena.

De un hueón que, probablemente,
pueda escribir eso en otro blog.

Lejos de mi vista.

Un hueón odiable, en definitiva,
pues no lo veo.

Y ya saben entonces,
qué es lo que pasa.


III.

Odio lo que no veo, decía.

Lo repetía incluso,
reafirmándolo.

Pero me faltó decir que cuando lo veo,
el odio que sentía
se me pasa.

No más tantito, pero se me pasa.

Lo malo eso sí es que acabado el odio
a veces también se acaban las palabras.

Se termina el texto, me refiero.

Y ya ven.

viernes, 3 de diciembre de 2021

En un baño, porque quería vomitar.


Había entrado al baño porque quería vomitar. Era mi segundo año en la universidad y estábamos en casa del abuelo de una compañera que había sido un prestigioso político. Bueno… no sé si prestigioso, pero al menos tenía cierta relevancia. Y mucho dinero, por cierto. La casa era imponente y habíamos logrado encontrar y vaciar dos pequeños bares que estaban en distintas salas de la casa. Era la primera vez que íbamos -y sería la última, por cierto-, y ya habíamos causado unos pequeños desastres y robado unas cuantas cosas, así que la aventura estaba por terminar.

Mientras estaba en el lugar, inclinado sobre un aparato que supongo era un bidet, calculé que el baño era más grande que el departamento que arrendaba en ese entonces. Luego de cumplir mi cometido y lograr dar con la palanca que permitía limpiar aquello, revisé un poco el lugar y descorrí una cortina que tapaba una bañera antigua, de esas con patas en sus bases y un terminado lujoso, que había visto en series antiguas de tv.

La bañera, por cierto, estaba hasta la mitad de agua, y en ella descubrí una tortuga. De aproximadamente un metro de largo, que permanecía ahí, tranquila, sin mucho espacio para nadar.

Me mojé la cara y volví a mirarla para comprobar que era cierto. Incluso me acerqué para ver si estaba viva y la tortuga levantó su cabeza y me miró directamente.

No nos dijimos nada, por supuesto, ya que este es un recuerdo real y no un texto fantástico como pudiese creer alguno. Pero de alguna forma sentí que me estaba pidiendo que la sacara del lugar.

Fui entonces por mi mochila, en la que había metido a escondidas algunos libros de la biblioteca, pero comprendí casi de inmediato que no tenía ahí espacio suficiente.

Me encerré entonces a hacer planes sobre cómo llevarme a la tortuga, pero no se me ocurría nada. Por un momento pensé colgármela a la espalda, como un discípulo del maestro Roshi, pero lo cierto es que no se me ocurrió forma alguna de sacarla de ahí.

Tampoco cabía por la ventana del baño por lo que, poco a poco, fui haciéndome la idea de dejarla ahí. Y hasta me convencí que sería lo mejor para ella.

Volví a guardar los libros en la mochila y hasta hice espacio para unos pastilleros japoneses que encontré en un mueble en el que guardaban las toallas.

-Lo siento -comenté cuando salía del baño, en dirección a la tortuga-, pero hay cosas que simplemente resultan imposibles.

Poco después, me fui del lugar, sintiendo que había dejado ahí algo que me pertenecía.

Extrañamente, a más de veinte años de aquel hecho, todavía siento que aquella sensación, era cierta.

jueves, 2 de diciembre de 2021

Al centro del dulce había un chicle.


Al centro del dulce había un chicle. Por eso mascaba el dulce, para apurar llegar al centro. Para encontrar el chicle. Para llegar más rápido hasta donde se encontraba. Con todo, no le gustaba mucho el chicle. Lo masticaba apenas uno o dos minutos y luego lo arrojaba. Pero al menos había llegado al centro. Y eso importaba, de alguna forma. Si no qué sentido tenía el chicle ahí, en medio de todo. En el origen de todo, si se quiere. Luego además no había nada. Luego del centro, me refiero. Dentro del centro. Alguna vez pensó en la posibilidad de encontrar algo en el centro del chicle. Otro dulce, tal vez. Otra cadena que se repetía hasta resultar imperceptible. Pero era algo absurdo, por supuesto. No innecesario, pensaba, pero sí absurdo. Debía contentarse, además, con aquello que se le ofrecía. Así le habían enseñado. De eso hablaban siempre los consejos. De frenar las expectativas. De no ir más allá del centro. De amar lo que resultaba ser amable. Eso pensaba mientras masticaba el chicle. Mientras se gastaba el sabor. Mientras pasaba el tiempo. ¿Y qué es lo que había al centro del tiempo?, se preguntó una vez. Algo que es mejor no encontrarlo, le respondí entonces, apareciendo de improviso. Algo que no era ni un principio, le dije, ni tampoco un fin.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Aquí, donde estás.


Estás en la cama. Intranquilo. Te vuelves de un lado y de otro. Cada ciertos minutos, te vuelves. Poco a poco bajas el ritmo. Regulas las imágenes. Deshilvanas las ideas. Te bajas del día, digamos. A pesar del calor, has llegado cerca del umbral aquel en que comienzas a dormir. O en el que dejas de estar despierto, al menos. Pero claro… algo va a pasar. Sabes que nunca resulta tan fácil. En esta ocasión, por ejemplo, escuchas algo. Un ruido pequeño, pero incómodo que te hace retroceder algunos pasos. Primero piensas que se trata de un zancudo. Pasan los minutos, sin embargo y comprendes que se trata de una mosca. Reconoces el sonido. Su intensidad. Su insistencia. Es entonces que te inquietas. Te aceleras un poco. Ya antes de apagar la luz te había alterado una polilla. Había chocado contra la pantalla de la luz mientras hojeabas un libro que ni recuerdas. Cuando te enojas no recuerdas los libros. No es que los olvides, pero prefieres no recordarlos. Así haces con todo. En el fondo sabes, pero lo prefieres de esa forma. No te altera la mosca. No te altera la polilla ni la luz. Te altera el movimiento. Eso es lo que sabes. Lo que sientes. Lo que te hiere, incluso. El movimiento que te deja siempre en el mismo sitio. Eso es lo que la mosca significa. Lo que crees destruir al aplastarla. Lo que ingenuamente crees destruir al aplastarla. Ahora sigues en la cama. Tranquilo o intranquilo, poco importa. La mosca, al menos, se atreve a gritar.

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