viernes, 3 de diciembre de 2021

En un baño, porque quería vomitar.


Había entrado al baño porque quería vomitar. Era mi segundo año en la universidad y estábamos en casa del abuelo de una compañera que había sido un prestigioso político. Bueno… no sé si prestigioso, pero al menos tenía cierta relevancia. Y mucho dinero, por cierto. La casa era imponente y habíamos logrado encontrar y vaciar dos pequeños bares que estaban en distintas salas de la casa. Era la primera vez que íbamos -y sería la última, por cierto-, y ya habíamos causado unos pequeños desastres y robado unas cuantas cosas, así que la aventura estaba por terminar.

Mientras estaba en el lugar, inclinado sobre un aparato que supongo era un bidet, calculé que el baño era más grande que el departamento que arrendaba en ese entonces. Luego de cumplir mi cometido y lograr dar con la palanca que permitía limpiar aquello, revisé un poco el lugar y descorrí una cortina que tapaba una bañera antigua, de esas con patas en sus bases y un terminado lujoso, que había visto en series antiguas de tv.

La bañera, por cierto, estaba hasta la mitad de agua, y en ella descubrí una tortuga. De aproximadamente un metro de largo, que permanecía ahí, tranquila, sin mucho espacio para nadar.

Me mojé la cara y volví a mirarla para comprobar que era cierto. Incluso me acerqué para ver si estaba viva y la tortuga levantó su cabeza y me miró directamente.

No nos dijimos nada, por supuesto, ya que este es un recuerdo real y no un texto fantástico como pudiese creer alguno. Pero de alguna forma sentí que me estaba pidiendo que la sacara del lugar.

Fui entonces por mi mochila, en la que había metido a escondidas algunos libros de la biblioteca, pero comprendí casi de inmediato que no tenía ahí espacio suficiente.

Me encerré entonces a hacer planes sobre cómo llevarme a la tortuga, pero no se me ocurría nada. Por un momento pensé colgármela a la espalda, como un discípulo del maestro Roshi, pero lo cierto es que no se me ocurrió forma alguna de sacarla de ahí.

Tampoco cabía por la ventana del baño por lo que, poco a poco, fui haciéndome la idea de dejarla ahí. Y hasta me convencí que sería lo mejor para ella.

Volví a guardar los libros en la mochila y hasta hice espacio para unos pastilleros japoneses que encontré en un mueble en el que guardaban las toallas.

-Lo siento -comenté cuando salía del baño, en dirección a la tortuga-, pero hay cosas que simplemente resultan imposibles.

Poco después, me fui del lugar, sintiendo que había dejado ahí algo que me pertenecía.

Extrañamente, a más de veinte años de aquel hecho, todavía siento que aquella sensación, era cierta.

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