martes, 21 de diciembre de 2021

Sin punto de inflexión.


No había punto de inflexión. Y es que la dirección, digamos, venía dada desde antes. No destino, necesariamente, pero sí dirección. Aun así, buscamos ese punto, pero lo cierto es que no había. Nos culpamos incluso a nosotros mismos por no encontrarlo, o realizarlo. Y es que, como idea, al menos, era valiosa. Nos permitía sentirnos dueños de cada momento. Parecía que dependía de nosotros. Pero claro… el problema residía en lo más esencial: no había punto de inflexión. Es más, ni siquiera había puntos. Todo siempre fue una línea. No única, necesariamente, y por supuesto no formada por una continuidad de puntos como ingenuamente te llaman a creer. Así lo descubrimos y así lo aceptamos: se trata de una línea, simplemente y no hay más. Una ruta trazada. Un continuo de dirección establecida por el que íbamos como por un tobogán, aunque probablemente sin el vértigo que suele relacionarse con aquello. ¿Qué hicimos cuando lo descubrimos? Sinceramente, pusimos primero en duda lo descubierto e insistimos buscando el punto ese. Insistimos bastante, por cierto, pero ya ven… La situación fue aceptada y hasta comunicada para evitar otros malentendidos. No había punto de inflexión. Podría incluso explicarlo de forma más concreta hablando de ciertas particularidades en el comportamiento de la segunda derivada de la función… pero esto tampoco, por cierto, terminaría diciendo nada. No se esfuerce por encontrar ese puente. Esfuércese eso sí… pero no en ese ámbito. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora?

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