jueves, 30 de diciembre de 2021

Encuentras un guante.


Encuentras un guante. Un guante con una mano adentro. Lo encuentras en una calle en la que se ha acumulado nieve. Probablemente se trata de la calle de una ciudad europea que apenas conoces. Te agachas a recogerlo y te sorprende el peso. Luego comprendes que tiene algo dentro, Piensas que se trata de una broma. Es la mano de goma que alguien probablemente ha dejado en aquel lugar, te dices. Luego, sin embargo, te percatas que en la nieve quedan rastros de sangre, aunque pocos, junto al guante. Y el corte de la mano semi congelada, dentro del guante, permite ver carne, grasa, piel recogida, como de pollo, y hasta parte del hueso. Extrañamente, no tienes una reacción clara ante este descubrimiento. No hay rechazo, temor ni asco ante aquello. Nada a pesar de no tener dudas sobre la naturaleza de aquello que has encontrado. De hecho, guardas el guante (con la mano dentro) en tu bolso. Solo te preocupas de hacerlo en un compartimiento distinto al que van tus otras cosas, por si la temperatura sube y termina por manchar algo. El frío, sin embargo, evita que esto suceda. Ya en casa, sacas el guante con la mano dentro y lo dejas sobre una mesa. No es una mano, te dices, es solo un guante con una mano dentro. Así es más fácil, probablemente. Luego metes eso en una bolsa. Lo guardas en el refrigerador junto a otros productos congelados. Mañana lo llevaré donde lo encontré, te dices, aunque en el fondo sabes que no lo harás. Sabes más de lo que dices, por supuesto, pero eso ocurre con todos. Nadie se escapa a esa regla.

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