miércoles, 1 de diciembre de 2021

Aquí, donde estás.


Estás en la cama. Intranquilo. Te vuelves de un lado y de otro. Cada ciertos minutos, te vuelves. Poco a poco bajas el ritmo. Regulas las imágenes. Deshilvanas las ideas. Te bajas del día, digamos. A pesar del calor, has llegado cerca del umbral aquel en que comienzas a dormir. O en el que dejas de estar despierto, al menos. Pero claro… algo va a pasar. Sabes que nunca resulta tan fácil. En esta ocasión, por ejemplo, escuchas algo. Un ruido pequeño, pero incómodo que te hace retroceder algunos pasos. Primero piensas que se trata de un zancudo. Pasan los minutos, sin embargo y comprendes que se trata de una mosca. Reconoces el sonido. Su intensidad. Su insistencia. Es entonces que te inquietas. Te aceleras un poco. Ya antes de apagar la luz te había alterado una polilla. Había chocado contra la pantalla de la luz mientras hojeabas un libro que ni recuerdas. Cuando te enojas no recuerdas los libros. No es que los olvides, pero prefieres no recordarlos. Así haces con todo. En el fondo sabes, pero lo prefieres de esa forma. No te altera la mosca. No te altera la polilla ni la luz. Te altera el movimiento. Eso es lo que sabes. Lo que sientes. Lo que te hiere, incluso. El movimiento que te deja siempre en el mismo sitio. Eso es lo que la mosca significa. Lo que crees destruir al aplastarla. Lo que ingenuamente crees destruir al aplastarla. Ahora sigues en la cama. Tranquilo o intranquilo, poco importa. La mosca, al menos, se atreve a gritar.

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