sábado, 29 de febrero de 2020

¿Quiere ser mi Theo van Gogh?


Tal vez deba hacer aquello que pensaba.

Diseñar tarjetas, como de presentación, y salir a entregarlas por las calles.

¿Quiere ser mi Theo van Gogh?, dirían las tarjetas.

Luego agregaría una cuenta bancaria por el reverso y una forma de establecer contacto.

Sí… incluso sacrificaría sin problemas un pedazo de oreja.

Después de todo, es lo mínimo que puede darse por un Theo van Gogh.

Y es que está la falta del dinero, por supuesto, pero también hay otras carencias.

Me refiero a que no querría un Médicis, ni un Farkas ni la beca Rockefeller.

Eso es mierda, a fin de cuentas.

Venderse por mierda, me refiero.

Yo quiero en cambio un Theo van Gogh.

Uno que te trate como hermano y hasta te escriba cartas de vez en cuando.

Que crea en lo que haces y confíe en quién eres.

Alguien que corra hacia ti -aunque no llegue a tiempo-, cuando se entere del disparo.

Un Theo que intente comprender, en definitiva, aunque su naturaleza sea otra.

Quiero la humanidad de un Theo van Gogh.

O la certeza que esa humanidad existe y vale la pena seguir escribiendo, a partir de su existencia.

Humanidad, nada más, si soy sincero… y olvídense de la cuenta.

Necesito un Theo van Gogh.

Y esto que está acá, es el trozo de mi oreja.

viernes, 28 de febrero de 2020

Pan para el sin dientes.


Hay dichos que me gustan.

Y otros que no.

Un ejemplo que sirve en ambos casos es el siguiente:

Dios le da pan al que no tiene dientes.

Lo extraño es que me gusta y no me gusta por las mismas razones.

Pensaba enumerarlas, pero lo cierto es que no sé decir, ordenadamente, esas razones.

En cambio, le doy vueltas a la frase una y otra vez, analizándola gramaticalmente y haciéndome de vez en cuando algunas preguntas.

También pensaba escribir esas preguntas, pero mientras lo hacía elegí borrarlas pues creo que usted, como lector, puede fácilmente inferir cuáles son algunas de ellas.

Por otro lado, si se equivoca, puede al menos preguntarse usted mismo, de paso, algunas cosas.

En lo personal, me quedo con la frase un momento y siento que la voy moviendo, entre mis manos.

Como un cubo Rubik, voy moviendo, aquella frase.

Sin embargo, aunque la arme de distinta forma, la frase termina hablándome siempre de lo mismo.

Y es sobre carencias, aquello sobre lo que termina siempre hablando.

De un hombre sin dientes, me refiero.

También de un hombre sin pan, inferimos.

Y hasta de un hombre sin dios, agrego yo.

Carencias que no resuelven en lo absoluto el sentido final de aquel dicho.

Y claro… tal vez por eso es que me gusta y no me gusta aquella frase.

Después de todo, ¿qué es lo que necesita el que no tiene dientes…?

¿Necesita pan, necesita dientes o necesita un dios…?

Preguntas para quien no tiene respuestas igual que el pan para el sin dientes.

Eso es, más o menos, lo que siento yo.

jueves, 27 de febrero de 2020

Ahora un poquito más.


Todo estaba confuso, pero ahora un poquito más. Y es que a un día de comenzar en el trabajo me avisan que ya no van las horas que habían comprometido y que me habían confirmado incluso, el mes anterior. Me lo informan en un audio, por WhatsApp y yo contesto amable, por supuesto, un poco porque soy amable y otro porque he aprendido a no esperar nada de los otros, por lo que hace un tiempo ya que no me decepciono ni ante lo más abyecto. Para peor, como el año pasado prácticamente no trabajé -remuneradamente, digamos-, y no recibí sueldo en verano, resulta que el aviso me sorprende con la guardia baja y con las alcancías ya vacías desde el periodo anterior, en el que surgieron además algunos imprevistos. Lo peor de todo, sin embargo, -más que la falta de dinero, por supuesto-, es que ahora debo hacer un click en la actitud y supongo que ponerme a buscar trabajo. Además, debo hacerlo de forma urgente, pues como profe los tiempos juegan en contra por una serie de razones que había escrito y que acabo de borrar porque son rastreras y aburridas y ya ni vale la pena hablar de ellas. Lo hacen todos, supongo (lo de buscar trabajo), pero en mi caso he tenido suerte y hasta el día de hoy no he debido hacerlo. Venderse un poco, mentir un poco, ir a entrevistas... A eso me refiero. (…) Soy Vian, tendría que decir, si voy a una. Hasta ahí no habría problemas. Tampoco en el currículum, que no es tan malo. Es después cuando viene el lío. No creo en el sistema educativo, tendría que partir diciendo, si debiese ser honesto. No creo, pero sinceramente amo lo que hago, podría agregar. Y así seguiría un poco, tratando de sonreír de vez en cuando para que me contraten y volver a estar otra vez frente a los chicos. Y es que ahí -a veces-, llego a ser yo, si se dan las cosas. Y si bien todo sigue siendo confuso cuando eso pasa, al menos es confuso un poquito menos. Y ese hilito de sentido, de afecto o de lo que sea, que se vislumbra entonces, es algo que se agradece, a fin de cuentas. Poco más habría que agregar, sobre todo aquello.

miércoles, 26 de febrero de 2020

El lago y la profundidad constante.


Había sospechado que el lago no era hondo, pero no pensé qué tanto. Entré con miedo, caminé un poco y luego noté que el agua apenas me llegaba a la cintura. La profundidad, de hecho, parecía ser constante. Debo haber avanzado cien metros y la profundidad no varió. Tal vez por eso no se veían botes en aquel lago.

Volví a la orilla, encendí fuego y me preparé algo. Los ingredientes dieron para una especie de pantrucas y me tomé además los últimos tres vinos. Ya había oscurecido cuando decidí meterme nuevamente al lago. No me convencía de lo que ocurría con la profundidad del lugar.

El agua no estaba tan fría y todo estaba en calma. Avancé unos veinte metros y la situación seguía igual, salvo que ahora me sentía un poco desorientado. El fuego de la orilla se había apagado y yo estaba algo mareado, por el vino. Mientras avanzaba, pensé que lo que ocurría realmente no era que la profundidad fuese constante, sino que mis piernas se alargaban a medida que avanzaba. Y claro, sin saber cómo, me convencí de aquello. Entonces volví a la orilla, maravillado, sintiendo cambios a cada paso. Alegremente absurdo, en medio de la noche.

Es extraño, reflexioné, mientras me secaba, en la orilla. Es extraña esta adaptación a la profundidad. Mostrar siempre lo mismo, pero ocultar en el fondo, algo distinto.

Finalmente, como tenía frío, volví a encender fuego, antes de acostarme. Poco después, me puse a escribir estas palabras, junto a la fogata.

martes, 25 de febrero de 2020

Sé que existe el yeti.


"No podría asegurar si existe Dios, pero sé que existe el yeti. Puedo asegurarlo porque lo vi, más de una vez, y no tengo dudas al respecto. Usted verá si me cree, por supuesto, pero tenga en cuenta que yo no gano nada con convencerlo. Casi nadie tiene en cuenta eso, por eso se lo digo. Me llevó mi padre a verlo, la primera vez, a fines de los años sesenta. Yo era un niño en ese entonces y él me contó que lo había visto un par de veces, cerca de Rengo. Se habría aparecido mucho por esos años, aunque nadie sabía por qué, aunque parecía siempre estar buscando algo. Mi padre me contó que lo siguieron y lograron descubrir, más o menos, la zona en que habitaba. Estaba viejo ese yeti, según descubrió mi padre. A veces hacía un sonido extraño, del que heredó el nombre con el que lo llamaron en la región: Kunk. Lo vieron en la zona, en la montaña, entrando a una especie de cueva. Siempre estaba solo y parecía triste. Caminando dificultosamente por la región. Según mi padre, él y dos amigos lo vieron tendido entre las rocas, aparentemente muerto, en el verano del año sesenta y uno. Decidieron no contarlo a nadie, pues ya habían tenido problemas al contar que lo veían. Cuando fueron a ver qué había ocurrido con el cuerpo, días después, notaron que el cuerpo había sido cubierto por un gran número de rocas, que estaban en el lugar, a modo de tumba. Y no quisieron, por supuesto, remover nada. Luego pasaron un par de años y mi padre conoció a mi madre, se casaron y nací yo -no fue en ese orden, realmente, pero no viene al caso. Fue entonces que, para el día en que cumplí seis años, mi padre me llevó a ver al yeti. Le dijo a mi mamá que íbamos a la montaña, porque yo ya estaba grande y fuimos sin más. Llegamos esa tarde hasta el montón de rocas donde estaba enterrado el yeti. Mi padre incluso puso unas flores cerca. Cuando nos íbamos me volví a mirar el lugar y vi que había un ser grande, tras un árbol, observándonos. Hay al menos dos más, dijo mi padre, dándose cuenta que lo había visto, pero no debemos contarlo a nadie más. Yo tomé en serio sus palabras y así lo hicimos. Ni siquiera se lo contamos a mamá. Pasaron los años. Mi padre vivió con nosotros hasta que yo tuve doce años, más o menos. Mi madre conoció a otro hombre, se casó nuevamente y nos fuimos a Santiago. Ya estando en la universidad, durante unas vacaciones, volví al lugar y traté de encontrar la tumba. Me costó varios días, pero finalmente lo hice. Vi un yeti, durante esos días, y hasta lo escuché hacer su extraño sonido, al llegar la noche. También me encontré con papá, al final de ese viaje, en la estación, pero no me acerqué a saludarlo. Lo vi de lejos, simplemente, y luego me escondí tras un kiosco, igual que el yeti tras de un árbol. Con los años me he arrepentido de eso, pero supongo que ya es tarde. Si supiera que Dios existe tal vez le pediría que me dejase volver a verlo. Pero claro… ya te dije que no sé si Dios existe realmente, y es probable que mi padre ni siquiera esté vivo. Para recordarlo (a mi padre, al yeti y quién sabe qué más…), puse en el patio hace unos años un pequeño montón de piedras. Ahí están."

lunes, 24 de febrero de 2020

Un poco absurdo, pero no molesta.


Vinieron de la municipalidad a cortar el árbol. Había reclamos porque sus raíces rompieron la vereda y al parecer se habían extendido peligrosamente por debajo de un par de casas. Una persona pasó por las casas de la calle explicando brevemente el asunto y pidieron firmas. Todos firmaron, por supuesto. Algunas incluso comentaron que se habían tropezado en el lugar, que era peligroso para los niños y que debieran analizar lo que sucederá pronto con los otros árboles. La persona tomó nota de todo aquello y poco después comenzaron a quitar el árbol. Bloquearon la calle para impedir el tránsito y comenzaron a cortarlo, por partes. Estuvieron en total poco más de siete horas. Luego llegaron dos pequeños camiones para retirar los escombros. Cuando se fueron, algunos vecinos se percataron que cortaron el árbol, pero no hicieron nada con las raíces. La vereda siguió rota y levantada y las raíces bajo las casas seguirían creciendo. En resumen, el árbol fue cortado desde los cuarenta centímetros de altura, sobre el suelo. Por lo mismo, algunos vecinos llamaron para preguntar qué ocurriría con el resto del árbol. Tras varias llamadas y un par de entrevistas les dijeron que el trabajo estaba hecho. Incluso vino un supervisor a ver lo ocurrido y anotó que todo había sido realizado correctamente, según los estándares. Tal vez puedan tapar lo que queda para que no le llegue sol… y no se les ocurra regarlo, improvisó el supervisor. Resignados, los vecinos hicieron eso. Cubrieron lo que quedaba del árbol con bolsas negras de basura y taparon la tierra que lo rodeaba con arena y piedras. Por las noches, sin embargo, hay un niño que lo riega con una botella, secretamente. También, le ha hecho pequeños hoyos a las bolsas negras, para que se filtre un poquito de sol, al menos. Todo es un poco absurdo, por cierto, pero no molesta. Cada cuál sigue con lo suyo, a fin de cuentas, y eso se supone que está bien.

domingo, 23 de febrero de 2020

Una rana, en Vietnam.


I.

Tenía veinte años cuando lo enviaron a Vietnam.

Pero antes de irse decidió dos cosas.

Casarse con una vecina con quien tenía, desde pequeño, un irregular romance.

Y llevarse escondida una rana, a Vietnam, entre sus ropas.

Tanto la primera como la segunda acción las decidió luego de tener una breve conversación con la oficina en que lo reclutaron.

Por un lado, le recomendaron casarse antes de irse, pues existían otro tipo de privilegios para los soldados casados y podía optarse incluso, a bonos en la remuneración, seguro familiar y otro tipo de pensiones.

Por otro lado, le advirtieron que estaba prohibido llevarse cualquier tipo de cosa a escondidas de sus superiores, en su próximo viaje a Vietnam, mucho menos una cosa viva.

-¿Una cosa viva? -preguntó él.

-Por ejemplo un ratón, una serpiente o una rana… -le dijeron-. La indicación se refiere a eso. Una especie de mascota. Una pertenencia viva.

Poco después de esa conversación se casó y -sin saber bien por qué lo hacía-, consiguió dos días antes del viaje atrapar una rana, que decidió llevar a escondidas.


II.

La rana era pequeña y no muy ruidosa. En principio cosió un bolsillo secreto en su pantalón donde ocultó la rana y ya en Vietnam construyó un compartimiento especial para llevarla en su cinturón y hasta usaba una pequeña cantimplora, para guardarla.

Con el paso de los días sus compañeros de pelotón descubrieron que ocultaba la rana, pero no parecía algo de importancia. Después de todo había otros que escondían dientes de oro, trozos de cabello y hasta orejas, que por lo general habían recolectado en batalla.

Pasaron así seis meses. La rana -que nunca tuvo nombre, por cierto-, no creció demasiado, obedecía a su dueño y se alimentaba de cualquier insecto que le ofrecían. Durante esos meses, hubo varias bajas en el pelotón, aunque él -el dueño de la rana-, solo recibió una herida en una pierna, que lo mantuvo una semana lejos de la batalla.

Escribió una carta a su esposa durante esos meses. Y recibió dos. Ni la que envió ni las que recibió decían algo importante. Lo cierto, es que él pensaba más en la rana que en su esposa. De hecho, en sus sueños, era su rana la que estaba presente, mientras que el rostro de su esposa, se le había olvidado casi por completo.


III.

Poco antes de abandonar Vietnam, recibió una medalla por regresar a buscar provisiones a un refugio que había sido tomado por los vietnamitas. Lo autorizó su superior, quien lo envió principalmente para que hiciese explotar una caja con municiones que había quedado en el lugar. El mismo superior le enseñó cómo poner un detonador y hacerlo funcionar a cierta distancia, para que la posibilidad de resultar herido fuese mínima.

Lamentablemente, por no poner mucha atención -pues el dueño de la rana solo pensaba en la posibilidad de recuperar a su rana que había quedado en el antiguo refugio-, instaló de mala forma el detonador, y, si bien logró producir la explosión, recibió una gran cantidad de esquirlas en todo el cuerpo, pudiendo regresar apenas donde sus compañeros, quienes lo trataron como un héroe.

Él, en tanto, más allá de sus heridas, se lamentaba por no haber podido recuperar la rana, pero decidió utilizar el método de olvido, que le habían recomendado poner en práctica ante la perdida de compañeros u otras personas cercanas.


IV.

Regresó a Estados Unidos con secuelas en la movilidad de una de sus piernas y uno de sus brazos. Colgó la medalla en casa y durante algunas semanas estuvo constantemente acompañado de familiares y amigos que iban a visitarlo y le preguntaban por lo sucedido.

Tuvo problemas para volver a tener sexo con su esposa aunque finalmente lo consiguió, tras un par de visitas médicas. Tras unos meses ella quedó embarazada, pero perdió el bebé, luego de unas semanas.

Cuando le contaron a él sobre la pérdida, no podía evitar asimilar la imagen del bebé con la de la rana perdida, por lo que trató de no pensar, simplemente, en aquel asunto.

Su esposa no dejó nunca de preguntarle qué le ocurría, desde que había vuelto de la guerra, pues lo notaba muy cambiado desde su regreso.

Él, sin embargo, nunca respondió nada concreto. Y tampoco le contó, sobre la rana.


V.

Hubo otro embarazo y otra pérdida. Luego se separaron.

El trabajaba esporádicamente en el taller mecánico de un amigo y asistía a una terapia, cada dos meses, con médicos del ejército.

Le dieron pastillas e incluso le ofrecieron internarse, durante algún tiempo, en un hospital militar, aunque él rechazó ese último ofrecimiento.

Un día, poco después que amaneciera, unos vecinos declaran haberlo visto irse de su casa, cargando un bolso, aunque ninguno sabía, realmente, a donde fue.

Pasaron los años, pero él nunca regresó a su casa, y ni siquiera su familia volvió a saber de él.

Yo, en tanto, imagino un final para su historia, y elijo pensar que hizo lo correcto.

sábado, 22 de febrero de 2020

Lo perdonó sin pensarlo, realmente.


Lo perdonó sin pensarlo, realmente. Sin darse cuenta que lo hacía. Porque tenía la suerte de no pensar demasiado las cosas y tal vez, también, porque era buena.

Fue ella misma quien descubrió lo del engaño. Ya lo había notado un poco extraño y un día, por pura casualidad, lo vio entrar junto a la otra mujer a un edificio de departamentos. Se sorprendió, por supuesto, pero no le dolió en lo más mínimo, como pensó que le pasaría si un día ocurría aquello.

Tras enterarse, dejó pasar unos días y se centró mayormente en los niños. Luego, una mañana, justo antes que él se fuera al trabajo se lo dijo directamente. Sé que me engañas, le dijo. Él la miro y se dio cuenta que no valía la pena negarlo. Ella seguía haciendo lo de siempre mientras le dijo esas palabras. Preparó el desayuno y luego ayudó a los niños a prepararse para ir al colegio. No hablaron más sobre aquello esa mañana. Luego, él le envío mensajes por whatsapp en los que hablaba de un error estúpido, de no querer hacerlo daño, y le preguntaba a ella qué quería que hiciese.

Hubiese querido que no me engañaras, escribió ella. Pero ya lo hiciste.

Esa tarde él llegó con una actitud distinta y con regalos para los niños. El fin de semana salieron todos juntos a la playa y él se comportaba de forma atenta y preocupada. Solo una noche hablaron del asunto, pero en realidad fue él quien sacó el tema y ella le dijo que no quería saber nada. Que ya sabía lo que tenía que saber. A él, en tanto, le preocupaba saber cómo ella se había enterado así que se lo preguntó y ella se lo dijo. Solo lo hablaron una noche y fue breve. Él intentó acercarse esa noche, pero ella lo rechazo, sutilmente, y él no insistió.

Una semana después tuvieron sexo nuevamente. Él actuaba distinto, menos impulsivo, tratando de ser amable, con ella. Luego la abrazó y se quedó junto a ella, y le preguntó si lo había perdonado.

Fue entonces que, mientras ella pensaba en otra cosa, le dijo que sí. Que ya lo había perdonado. Que sin darse cuenta lo había hecho. Porque nunca pensaba mucho tiempo en lo mismo y además no sabía para qué.

-Yo creo que me perdonaste porque eres buena -le dijo él, finalmente.

-No soy buena -dijo ella. Y se dirigió al cuarto de los niños.

viernes, 21 de febrero de 2020

Al este del Edén.


I.

Su padre le hizo prometer que leería Al este del Edén, una vez cada año. Ya muchas veces le había hablado de aquel libro, pero no fue hasta que la enfermedad se hizo irreversible que se lo había planteado de esa forma, casi como una obligación. Finalmente, el padre murió en Octubre, y a mediados de diciembre, aproximadamente, él comenzó a leer el libro. Lo terminó en la mañana del día 31, justo al final del plazo. Cumplió de esa forma la promesa -al menos ese primer año-, pero lo cierto es que mientras lo leía pensaba en su padre y recordaba algunas situaciones, por lo que no logró retener nada de la historia, ni mucho menos, algo más.


II.

Se dijo que el otro año lo leería de verdad, poniéndole más atención, tratando de no hacerlo por cumplir simplemente. Se llevó a su casa incluso un sillón que había sido de su padre con la intención de leer sentado en él. Lo intentó varias veces, pero lo cierto es que no lograba hacerlo muchos días seguidos, por lo que debía una y otra vez reiniciar la lectura. Ya en diciembre, optó por leerlo a la rápida, nuevamente, nuevamente por cumplir.


III.

No leyó por completo el libro durante el tercer y cuarto año. El quinto se casó por segunda vez -nunca pensó que volvería a hacerlo- y ni siquiera lo inició. El sexto año compró una edición nueva, que había visto por casualidad en una librería. Lo anduvo cargando de un lado a otro, pero lo cierto es que nunca avanzó lo suficiente. Su esposa le preguntó por el libro varias veces, pero él no le dijo nada de la petición de su padre y solo comento que alguien se lo había recomendado. Tampoco terminó de leerlo ese año ni tampoco el séptimo y el octavo. El noveno se separó de su segunda esposa luego que él se negara a tener hijos, diciendo que era demasiado mayor para ser padre.


IV.

Cuando cumplió los cincuenta y cuatro ya habían pasado veinte años desde la muerte de su padre. Dejó su trabajo ese año y decidió quedarse unos meses en una cabaña que arrendó por muy poco dinero, en una montaña. Tenía unos pequeños ahorros y pensó que podía darse un año sabático, o al menos unos meses. Finalmente, el periodo se alargó por casi dos años. Casi no tuvo contacto con nadie en ese tiempo. Descubrió, en cambio, que le gustaba caminar largas distancias por la montaña. Un día, durante una de esas caminatas, descubrió un lugar que le pareció muy agradable, cerca de un arroyo. Fue en ese lugar que leyó verdaderamente Al este del Edén, el año veintiuno luego de la muerte de su padre. Lloró un poquito cuando lo hizo. Él tenía cincuenta y cinco años, estaba solo, y debía volver a trabajar. El mundo, pensó entonces, podía ser perfecto. Y respiró hondo, antes e bajar de la montaña.

jueves, 20 de febrero de 2020

Hermético.

Ella quería comprar un ataúd hermético. Totalmente hermético, recalcaba. Consultó en unos cuantos lugares explicando que no quería ser comida por gusanos. No quiero que entren al ataúd, indicaba. Quiero que me aseguren al menos eso. Le mostraron entonces varios modelos y sistemas de sellado para el féretro. Todo parecía ir bien hasta que un vendedor, aparentemente más honesto, le comentó que eso no serviría de nada. Entran igual, le dijo el vendedor. De alguna forma los gusanos se las arreglan y entran de igual forma. Luego le dijo que servían más para aislar filtraciones de agua, o para proteger el material para evitar su descomposición, mayormente. Y le recomendó otros modelos. Ella no reaccionó en el momento, pero se quedó pensando en el asunto. Tal vez tendría años para aclararlo -como le decían todos-, pero casi no pudo dormir esa noche pensando en ello. Y es que había algo que no lograba asimilar. Si son totalmente herméticos y entran igual, se decía, algo hay que no funciona. Así, tras varios intentos de ordenar sus ideas, buscar alternativas y llenar su mente de imágenes con aquello que podía ocurrir, ella llegó de pronto a la más terrible de las conclusiones: los gusanos ya estaban dentro. Desde siempre estaban dentro. No es que entraran después por alguna filtración en el ataúd o porque de alguna forma se habrían adherido pequeñas larvas. Si el ataúd es hermético y los cuerpos han sido desinfectados quiere decir que los gusanos están en uno, se decía. No veía otra opción. Tal vez cuando dejas de moverte algo les avisa y les hace crecer, luego comen y se reproducen y ya todo está hecho. Pensó entonces en sí misma. En el presente de sí misma, pensó. Con los gusanos contenidos dentro, esperando. Ya pronto amanecería y ella sentía que no podía dormir luego de descubrir aquello. No podía quedarse quieta, incluso, para que no crecieran los gusanos. Finalmente, apretó los puños un momento y luego hizo los ejercicios de respiración que le habían enseñado. Inhaló y exhaló, profundamente, varias veces. Después de unos minutos haciendo esto, comenzó, poco a poco, a serenarse.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Un rayo.


Un tío cuenta que, de niño, cuando vivía en el sur, vio como un rayo cayó sobre una vaca del vecino.

Fue durante la noche, y él vio aquello desde la ventana del cuarto que compartía con una de sus hermanas.

Lo que más lo sorprendió, según cuenta, es que la vaca no murió tras recibir el rayo y que solo se quedó quieta mucho tiempo, luego de lanzar un gran mugido.

Pensando que había visto una especie de milagro, mi tío habría ido a ver a la vaca a primera hora de la mañana, luego que hubo terminado la tormenta.

Observó entonces como los vecinos intentaban ordeñarla, ya que la vaca estaba muy inquieta y no se dejaba ordeñar.

Después de un rato, según me dijo, los vecinos se cansaron y la dejaron amarrada, junto a un balde en el que estaba la poca leche que habían podido sacar.

Fue entonces que, sin decirle nada a nadie, mi tío se acercó a escondidas y se tomó rápidamente la leche de la vaca, que había quedado en el balde.

-Es difícil de explicar -comenta en esta parte mi tío-, pero pensé que en esa leche estaba el rayo.

Luego de hacerlo, mi tío pensó durante años que tenía algún tipo de poder especial, aunque ni él mismo podría haber especificado cual era ese poder.

-Yo sentía que tenía un rayo que los otros no tenían… -explica-. Ese era el poder.

Respecto a la vaca, mi tío cuenta que dejó de dar leche y los vecinos la sacrificaron, sin siquiera aprovechar su carne pues notaron una mancha extraña en el lomo del animal y no quisieron arriesgarse.

-¿Y qué pasó con el rayo que pensó que usted pensaba que tenía? -le pregunto entonces a mi tío-. ¿Cómo fue que abandoné esa idea?

-No abandoné la idea -dice él, terminando su historia-. Fue el rayo más bien el que me abandonó a mí. Un día sentí que se apagaba y luego ya era otro más de los sin rayo…

-¿Pero el rayo…? -insisto-. ¿A dónde se fue el rayo?

-Se apagó -repite mi tío, con un tono extraño-. Se desvaneció y luego ya no estaba… 

-¿Nada más...?

-Nada más -concluye, sonriendo-. A veces hay que aceptar el final, nada más, de aquello que nos pasa...

martes, 18 de febrero de 2020

Mostaza.

Había restos de mostaza en ese plato. No voy a lavar eso. Fue la única condición que puse al trabajar aquí. Pude haber mentido alegando que soy alérgico, pero preferí decir la verdad: que me da asco. No sé bien por qué, pero el olor de la mostaza me da asco. Si lo huelo se queda presente mucho tiempo, me provoca náuseas, no es para mí algo agradable. Fue lo único que pedí y ustedes lo aceptaron. En principio, lo aceptaron. El trabajo es básico y sencillo, pero trato de hacerlo bien. Lavo los platos, principalmente, entre otras cosas. Es sencillo, y no me ofende. Por las mañanas hago clases sobre el concepto de estética, en Hegel, pero lavar los platos no me ofende. Necesito el trabajo y les expliqué a todos mi condición. Creo que no es tan compleja y me he disculpado muchas veces por los posibles inconvenientes. Los platos que tienen mostaza les he pedido que queden aparte, pero me los acercan igual. Por lo mismo, yo mismo los separo y los llevo hasta el otro lavaplatos. Puedo entender eso. Lo soluciono. Contengo la respiración y los llevo. Mientras murmuran cosas y se burlan un poco, los llevo. Pero puedo observar que se molestan. E incluso sospecho que en los últimos días han puesto mostaza a propósito en algunos platos sucios. Y no poca mostaza. No han escondido una semilla, digamos, en medio de los platos. Por eso se los menciono de nuevo. Si no aceptan mi situación, díganmelo y me voy, no hay problema. Lo he dicho desde un inicio. No me creo más que nadie y solo me molesta la presencia de mostaza de la misma forma como me molestan algunas cosas de Hegel, cuando trabajo con sus textos. Se me revuelve el estómago con ambas. Me contaminan. Siento que se impregnan y quedan pegadas dentro. Ya no sé cómo decirlo. Díganme ustedes qué hacemos. Mírenme a los ojos y díganme. Eso es ahora lo que exijo. Aquí espero.

lunes, 17 de febrero de 2020

En ese instante (fragmento).


Jugaba con alguien, en las escaleras. Nunca quiso decir con quién. Decía que la seguía, siempre un par de escalones atrás. Principalmente cuando subía al tercer piso. Si ella cambiaba la velocidad aquello que la seguía también lo hacía. Trataba de mantener la misma distancia, digamos. Como una sombra. Todo era como un juego, en todo caso. Ella no sentía temor y los demás no creían del todo en sus palabras. Le decían que aquello podía ser una especie de eco, o el crujir de la madera, pues la casa ya era vieja. Ella los dejaba hablar, pero sabía que se trataba de otra cosa. A veces se volteaba rápidamente y alcanzaba a ver algo. Ropas viejas. Una bufanda. Pelo largo. Apenas un momento, claro, porque aquello se escondía. Una vez, sin embargo, ella volteó tan rápido que alcanzó incluso a agarrar la bufanda. Entonces hubo un forcejeo hasta que ella cayó por las escaleras, aferrando todavía aquella tela. Se rompió un tobillo y quedó en observaciones por el golpe en la cabeza. Tres días estuvo hospitalizada hasta que la dieron de alta. Cuando volvió a casa estaba feliz. Después de todo, había servido para que los demás viesen la bufanda. Nadie hablaba de eso, sin embargo. Ella pidió guardarla y pensaba devolverla cuando sanase el tobillo y la dejaran subir la escalera nuevamente. Por eso se sorprendió cuando aquello entró a la pieza donde ella dormía y se acercó al cajón donde guardaba la tela. La observó largo rato, pero finalmente ni siquiera la tomó. Se acercó entonces e intentó mirarla, mientras ella fingía dormir. El tiempo, creen algunos, se detuvo en ese instante.

domingo, 16 de febrero de 2020

Un pasaje falso.


-Oye… tú… espera…

-¿Qué te pasa…?

-No te escapes… ya te reconocí… tú me vendiste un pasaje falso…

-¿De qué hablas?

-En la mañana… no finjas… yo vine a comprar un pasaje y tú me ofreciste uno, más barato, que supuestamente no ibas a ocupar…

-No puede ser… yo vengo llegando…

-No es así… si quieres vamos donde un guardia y lo aclaramos… deben haber cámaras…

-Estás loco…

-Entonces vamos con un guardia… o con un policía…

-No voy a ir… pero aclaremos esto si quieres… ¿para dónde se supone que era el pasaje que supuestamente te vendí?

-Para T., de hecho me pareció extraño que tuvieses un pasaje justo para allá… pero me lo mostraste y estaba impreso, decía que era para ir a T., pero al final no servía…

-¿No llevaba donde querías ir?

-No llevaba a ningún sitio… Ya te dije que era falso… ¿Por qué habría de llevarte a algún sitio si es falso?

-¿Tienes el pasaje?

-No… fui a subirme al bus y me lo requisaron… me tuvieron detenido incluso, como una hora…

-¿Y ahora vienes y me culpas a mí de todo…?

-No te culpo de todo… solo quiero el dinero del pasaje… el que te di… si no tendré que llamar un guardia…

-¿Y cómo sé yo que no me estás estafando…? No tienes pruebas y yo solo vine a hacer un viaje… me voy en quince minutos…

-¿Tienes pasajes entonces?

-Claro… viajo en quince minutos, si no te acompañaría y aclararíamos todo…

-¿Me muestras el pasaje?

-¿El pasaje?

-Claro… para saber que no me mientes…

-De acuerdo… espera… mira… aquí está…

-¿Vas a T.?

-No. Voy a C. Mira, aquí está.

-Pues no es para quince minutos más… es para veinticinco…

-De todas formas no alcanzamos a ir a aclarar esto… perderé el viaje…

-Entonces devuélveme el dinero que te pagué.

-No tengo… Y no me has pagado nada…

-¿No mientes…?

-No… vengo llegando… Viajo en un rato, ya te dije…

-¿Vas a C.?

-Sí… ya viste el pasaje…

-¿C. está cerca de T.?

-Eh… pues más o menos… a hora y media, parece…

-Entonces dame ese pasaje.

-¿Qué te dé el pasaje?

-Sí, ya te pagué el otro… el que era falso… ahora dame ese… al menos me acerca donde quiero ir…

-No quieres ir a ningún sitio… el que está engañando eres tú… No creo que en realidad hayas querido ir con un guardia…

-Quería, pero ahora no alcanzo… si el bus sale en veinte minutos no alcanzo… ¡Entrégame ese pasaje…!

-¿Y si no lo hago…? ¿Qué harás si no lo haga? Ni siquiera va donde quieres ir…

-Pero va cerca… y necesito ir… tú ni siquiera tienes cara de querer ir a algún sitio…

-¿De qué hablas…? ¿Qué cara hay que tener para querer ir algún sitio?

-Cualquier cara menos esa… La tuya no sirve… entrégame el pasaje… Tu cara no sirve…

-¡Estás loco…! No te voy a entregar nada…

-Vas a hacerlo… Aunque no quieras vas a hacerlo… Yo ya sé cómo termina todo esto…

-¿Qué mierda quieres decir con eso…?

-Que ya conozco el final de esto…

-¿Y cuál supuestamente es el final de esto?

-Este… Justo este es el final.

sábado, 15 de febrero de 2020

Supongamos.


I.

Supongamos que ocurrió en otoño.

Y que ella barría las hojas caídas, fuera de su casa.

Y que mientras barre sopla un viento fuerte y caen de pronto más hojas.

Y que ella se detiene, entonces, a observar lo que sucede.


II.

Supongamos que ocurrió en invierno.

Y que la lluvia caída a dejado pozas, sobre la cerámica del patio.

Y que mientras ella limpia todo aquello, comienza a llover nuevamente.

Y que ella se detiene, entonces, a observar lo que sucede.


III.

Supongamos que ocurrió en primavera.

Y que el florecimiento de algunos árboles le provoca una fuerte alergia.

Y que decide seguir un tratamiento y usar mascarillas, pero todo sigue igual.

Y que ella se detiene, entonces, a observar lo que sucede.


IV.

Supongamos que ocurrió en verano.

Y que el sol quema las flores que ella ha plantado en el jardín.

Y que ella hace lo posible por evitarlo, pero las flores se dañan igualmente.

Y que ella se detiene, entonces, a observar lo que sucede.


V.

O supongamos mejor que nunca ocurrió.

Y que ella no barrió, no limpió, no tuvo alergias y no se quemaron sus flores.

Y que observó caer las hojas y la lluvia y no se preocupó más que de observar lo que ocurría.

Y que ella se detuvo, entonces, a observar lo que pudo suceder.

Y que lloró un poquito, tal vez, porque la vida es rara.

viernes, 14 de febrero de 2020

Planchar sus camisas.


Se demoraba poco más de dos horas, todas las semanas, en planchar sus camisas.

Elegía hacerlo los domingos, por la mañana, antes de cocinar.

Generalmente planchaba siete. Una para cada día.

Por lo general, planchaba también dos pares de pantalones.

De todas formas, él sentía que solo planchaba las camisas.

Mientras lo hacía no pensaba en nada más.

Se fijaba en los pliegues, en mantener la temperatura adecuada, en el cuidado de cuellos y puños.

Eso para él era como no pensar.

Tal vez por eso le gustaba planchar sus camisas.

Tenía la misma rutina desde hacía diez años.

Antes ni siquiera hubiese imaginado que sería capaz de planchar.

Una vez su hijo -se ven dos o tres veces al mes-, bromeó diciéndole que planchaba para no tener que ir a una iglesia.

Después de todo, a su edad había muchos que comenzaban a hacerlo, o que volvían a ir.

Él pensó en aquello y se dijo a sí mismo que prefería planchar camisas.

Era más honesto incluso, hacerlo así, después de tantos años.

De esta forma, cuando muriese -él pensaba que le quedaban cerca de diez o doce años-, se presentaría incrédulo ante Dios, pero sin una sola arruga.

Casi siempre es cuestión de presencia, se dijo, mientras planchaba la última camisa.

Casi siempre es cuestión de presencia, se dijo, mientras planchaba la última camisa.

jueves, 13 de febrero de 2020

Reparaciones.


Debido al brusco incremento en el valor de las cuentas ella descubrió que se filtraba el agua.

No lo hizo de inmediato, pero tras hablar con alguien de la compañía, le prestó atención a lo que ocurría con el medidor.

Cerró todas las llaves y observó entonces que el marcador seguía funcionando.

Luego, incluso hizo cálculos para saber exactamente cuánta agua se estaba perdiendo, cada hora.

Llamó a una empresa especializada en el tema para que descubrieran la fuga e hicieran un presupuesto.

Fue un procedimiento largo, muy costoso y complejo.

Se ocuparon sistemas de ultrasonido, otros para captar temperaturas y humedades bajo el suelo y finalmente un procedimiento por gas, que terminó arrojando resultados específicos.

Encontraron así dos filtraciones, debidas principalmente a la antigüedad de las cañerías.

Le entregaron, días después, un presupuesto para su reparación.

Para costearlo debió gastar un dinero guardado para las vacaciones y hasta pedir un préstamo.

Durante las reparaciones, gran parte del piso de la casa fue abierto, para cambiar lo dañado.

Por las tardes, esos días, ella miraba lo que había bajo la casa, sorprendida.

Incluso sacó fotos, de las tuberías bajo su casa, sin saber bien para qué.

Las tomó con cariño, así como una madre fotografía a sus hijos, cuando están dormidos.

Después de todo, llevaba casi cuarenta años viviendo en esa casa.

Todos sus años, pensó, salvo los tres que estuvo casada con M. y uno en que vivió con una amiga.

Y claro, así como iban las cosas, era probable que ella terminase muriendo incluso, en aquella casa.

Sola, probablemente, en aquella casa.

Cuando las reparaciones terminaron, uno de los trabajadores le dejó su tarjeta, por si quería a futuro hacer otras reparaciones en el hogar, sin necesidad de llamar a la empresa.

Ella le agradeció y guardó sus datos, aunque sentía que la casa estaba ahora en muy buenas condiciones y nada más, en ella, necesitaba ser reparado.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Mudanzas.


Estuvimos todo el día subiendo y bajando las cosas del camión.

Todo lo que cargamos, por cierto, iba en cajas.

Cajas de cartón, por supuesto, muchas de ellas adaptadas especialmente al contenido.

Incluso para trasladar un sillón habían construido una especie de caja.

Bromeamos un poco mientras cargábamos y llenábamos el camión.

Puede que incluso no hayamos sido muy prolijos.

Fue entonces que los dueños de las cosas nos llamaron la atención.

-Nos hemos dado el trabajo de escribir frágil en las cajas -nos dijeron-. Ojalá se fijaran en eso.

Miramos las cajas en silencio y nos dimos cuenta que era cierto.

Algunas cajas ya incluían el mensaje impreso, y en las otras, ellos habían escrito la palabra “frágil”, con grandes letras rojas.

De hecho, no había ninguna que no tuviese escrita aquella palabra.

Pensé en decirles algo, pero finalmente seguimos llevando cajas al camión, en silencio.

Poco después nos volvieron a interrumpir.

-Esa podrían llevarla entre los dos -me dijeron, tras ver como cargaba con esfuerzo una de las cajas más pesadas-. Si te das cuenta, también dice “frágil”.

-Me doy cuenta que todas dicen frágil -les contesté algo molesto-. No puede ser que todo sea frágil.

Ellos se miraron y esperaron a que dejara la caja en el camión para volver a hablar.

-Pues eso es justamente lo que sucede -me dijeron-. Resulta que todo es frágil.

-¿Todo es frágil? -dije yo.

-Sí -me contestaron-. Parece que no quieres entender, pero todo es frágil.

Pensé en discutir, pero lo cierto era que necesitaba aquel trabajo, así que traté de darle la razón y volver a lo que estaba haciendo.

-Ok. -les dije-. Todo lo de ustedes es frágil… Tendré cuidado.

-No es solo lo de nosotros -me dijeron-. Absolutamente todo es frágil… el mundo es frágil… la vida es frágil…

Los miré para ver si se burlaban, pero estaban serios. Me miraban directamente, como si me estuviesen diciendo algún tipo de secreto, o una información importante.

-Pues si todo es frágil habría que evitar el movimiento -les dije, mientras volvía a buscar otra caja.

Ellos se miraron por un momento, pero no comentaron nada y siguieron de pie, simplemente, observando nuestro trabajo.

Nosotros, por supuesto, seguimos subiendo las cosas al camión.

Luego fuimos hasta el otro lado de la ciudad, y las bajamos.

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