martes, 30 de septiembre de 2014

Wingarden y su apología de las selfies.



Muy pocos lo reconocen hoy en día, pero lo cierto es que el origen del término selfie, asociado obviamente al retrato que se hace de uno mismo, se origina en un pequeño artículo de Otto Wingarden titulado “Detrás de nosotros mismos”.

En dicho artículo –publicado en el año 1999-, Wingarden proponía una mirada que, basándose principalmente en ejemplos artísticos que iban desde Velásquez a Kafka, buscaba demostrar que en muchos casos la creación artística funciona como una selfie que busca integrar al creador del texto, como parte de un todo en el que, sin embargo, no encaja.

Así, Wingarden hace un acercamiento a los niveles que presentarían dichas selfies en el ámbito artístico, pero reconociendo que en esos casos existe, dentro de ciertos márgenes, la voluntad consciente del creador por enmarcarse en aquello que crea, no solo para ser visto por sí mismo, sino para ser reconocido entre los otros, incluso a partir de sus referencias.

Con todo, más allá del análisis que Wingarden realiza a algunas obras, me interesa cierta reflexión que propone respecto a lo que estas selfies verdaderamente revelan.

Antes de esto, sin embargo, creo necesario hacer una breve referencia a los tres grupos principales de selfies que distingue este autor:

La primera, ejemplificada por La Metamorfosis, donde Kafka terminaría por revelarse a sí mismo quién realmente es (o al menos quién es para los otros). Es decir, selfies en que el verdadero objetivo apunta a contrastar la figura de quien aparece en primera instancia con otros personajes del contexto, poniendo atención a la mirada y distancia que esos otros tienen sobre aquel que se realiza dicha selfie.

Un segundo tipo de selfie estaría dado por todas aquellas que solo funcionan como espejo. Es decir, como una forma de validar la presencia de quien se enmarca en ella para testimoniar su presencia en un contexto o situación determinado. No obstante lo anterior, es necesario recalcar que el objetivo final no es el contexto sino la figura enmarcada, pues es esta figura, finalmente, el único protagonista de este tipo de obras.

Por último –como tipo de selfies-, Wingarden reconoce todas aquellas que no buscan reflejar quiénes somos (ni para nosotros mismos ni para los otros), sino que buscan hacernos conscientes –tardíamente quizá, pero conscientes-, de todo aquello que existe tras nosotros y a lo que acostumbramos dar la espalda.

En este sentido –y desde aquí nace la reflexión que, en definitiva, me llama la atención de aquel artículo-, Wingarden se explaya acerca de la necesidad de expandir nuestra mirada comprensiva hacia todo aquello que no alcanzamos a ver por nosotros mismos y que existe, sin embargo, muy cerca de nosotros.

Y es que solo así, concluye, puede surgir el real valor de las cosas –de las “cosas vivas” recalca-, y hasta podemos acercarnos, en definitiva, hacia los otros, dándonos vuelta simplemente y yendo a su encuentro.

**

No recuerdo las palabras exactas de Wingarden, pero estaré atento a escanearlas y subirlas en algún sitio, para no contaminarlas ni quitarles calidez.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Escribir en un cuaderno.

“A todo esto, Guni, el tiempo pasaba:
días, meses y aun años”
J. E.


No sé si usted va a poder entenderlo.

Yo mismo, de hecho, no lo entiendo del todo.

Se trata de un cuaderno que me pasó hace años un preso de la penitenciaría X, en la que hice unas cuantas clases.

El cuaderno contenía una especie de diario de vida, aunque más bien era un listado de hechos, anotados por el recluso.

Por otro lado, los hechos que estaban anotados quedaban reducidos prácticamente a la forma verbal de la acción realizada, sin revelar detalles.

Así, por ejemplo, aparecía uno de los días:

Día X, Mes X.

Desperté. Hablé con B. Fuimos al comedor y luego al patio. Almorzamos guiso de arvejas. Le pedí un libro a P. Presté 3 cigarrillos. Caminé 6 vueltas de patio. Estuve 3 horas en el taller. Preferí la pastilla, para dormir. Descubrí que F. anda con un ratón en un bolsillo.

Recuerdo que cuando me pasó el cuaderno, me dijo que lo había intentado escribir para que no se le escapara nada.

-Hacemos pocas cosas, pero no son lo mismo –me dijo esa vez-. Si fuera lo mismo nadie aguantaría… No es tan malo leer lo que uno hace…

-No, no creo que sea malo –debo haber dicho.

Entonces me llevé el cuaderno.

Pensé que los escritos serían siempre parecidos, pero lo cierto es que hacia el final estaban escritas unas cuantas conclusiones:

-Nunca se puede atrapar todo-, decía una.

-Si no estuviese acá, no habría escrito nada –decía otra.

No se trataba de grandes conclusiones, es cierto, pero al menos significaban un cambio, respecto al total de aquel escrito.

Recuerdo que cuando se lo devolví él ya había tomado apuntes en una servilleta y comenzó a pasarlo al cuaderno.

Se notaba desesperado.

-No está todo acá – me dijo esa vez-, pero tampoco está en ningún sitio.

Parecía haber tenido pensada ya, aquella frase.

Pasó el tiempo.

Nos vimos unas veces más hasta que le requisaron el cuaderno.

-Voy a matar a ese gendarme –me dijo esa vez, mientras apuntaba con el dedo. 

Yo miré al gendarme.

-Cuando escriba que lo hice vuelvo a prestarle el cuaderno -concluyó.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Ser (o no) un punto fijo.



Hoy conocí a la nieta de un matemático apellidado Brouwer. Ella intentaba vender un libro que había sido de su abuelo y por distintas coincidencias yo también estaba en esa tienda. El libro era muy antiguo y estaba autografiado. Al librero no le interesó.

Cruzamos unas palabras y pasamos a una especie de bar que estaba junto a la librería.

Ella pidió vino y yo, como no tenían cerveza, pedí agua mineral.

Nunca antes había pedido agua mineral en un bar.

Ella me habló entonces de su abuelo, que además había sido el autor del libro que intentaba vender.

-Trata de un teorema muy extraño que podría traducirse como el teorema del punto fijo –me dijo.

Yo asentí.

-El teorema explica mediante fórmulas un hecho que parece casi imposible –continuó-. Es un teorema que resulta difícil de explicar desde las matemáticas, pero quizá se pueda con un ejemplo… ¿te aburro?

-No –contesté.

-Entonces imagina que tu agua mineral es un café.

-Ya -dije yo, imaginando.

-Pues imagina ahora que le pones azúcar y lo revuelves.

-Es que no le pongo azúcar –señalé.

Ella me miró, viendo si bromeaba.

Yo no bromeaba, pero fingí que sí.

-El punto –continuó- es que el teorema demuestra que si revuelves el café en es taza habrá una pequeña parte del café que permanecerá en su sitio, son moverse…

Yo la observé, viendo si bromeaba.

-Pasa lo mismo con una hoja de papel que esté plana, sobre otra… -siguió-. Así, si arrugas la hoja superior y la dejas luego sobre la otra hoja plana, un punto, al menos, estará en el mismo sitio…

-¿De verdad ocurre eso? –pregunté.

Ella dijo que sí.

Yo me interesé tanto que dejé el agua mineral y me tomé su vino.

Se debe haber molestado, pero fingió que no.

-Igual hoy hay otros teoremas que complementan –admitió.

-Ya –dije yo, por decir algo.

Hablamos unas cuántas cosas más y nos fuimos, cada uno por su lado.

Mientras nos separábamos, pensaba qué tan grande puede ser el punto fijo, cuando nos relacionamos con otros.

Nadie se tomó el agua mineral.

sábado, 27 de septiembre de 2014

Niños que no son buenos.



Te dijeron cuántas veces que eso estaba equivocado.

No puedes decir que lo hicieron a la fuerza o de una forma lejana.

De hecho, te hablaron y llevaron por el camino por donde iban los niños buenos.

Pero algo te incomodó desde un comienzo entre un paso y otro.

Surgieron intuiciones que te hacían dudar de la felicidad al final de aquel camino.

Te sentiste mal por eso, ¿recuerdas?

No mal contigo mismo, digamos, sino con los otros.

Esos otros que te guiaban en aquel entonces.

Así, decidiste aguantar lo más que pudieras.

Sabías que no sería eterno.

Intuías, incluso, que algún día te saldrías de esa ruta.

Y claro, todo sucedió de esa forma.

Sin una planificación precisa, sin haber establecido un nuevo rumbo.

Si fue hasta sin avisar.

Te alejaste simplemente, y no se dieron cuenta.

De hecho, siguieron hablándote durante varios días.

Cuando se percataron, finalmente, ya era tarde.

Era inútil comenzar a buscar.

Nadie supo dónde fuiste.

Con todo, no hubo grandes sufrimientos.

No es un niño bueno, comentaron.

Nunca fue de esos.

Solo yo observé todo, mientras miraba una hoja en blanco.

Yo tampoco soy bueno, escribí en aquella hoja.

No sé qué significa.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Fuego.



Todo parte por un corte eléctrico y unas chispas que saltan hacia una alfombra sintética.

Gonzalo está solo.

Se despierta por el reflejo de una llama cerca de los pies de su cama.

Aún no sabe explicar por qué no se movió de inmediato.

Así, admite que permaneció unos instantes viendo cómo crecía la llama.

Tal vez pensó que era un sueño, no lo sé.

Para cuando se levantó, finalmente, la llama ya se había expandido y era prácticamente incontrolable.

No supo qué hacer.

Dice que tuvo la reacción de ir al baño y llenar recipientes con agua.

De hecho, señala que llenó alguno, pero que al final no lo utilizó.

En cambio se mojó el rostro y salió de su casa.

Ya en la calle, un vecino se acercó y fue donde Gonzalo.

Le dijo que apenas vio el humo llamó a los bomberos.

Gonzalo agradece, nervioso.

Pasan unos segundos.

Hay humo y se ve algo de fuego, pero solo en un sector de la casa.

Entonces, Gonzalo calcula que es posible entrar, todavía, y rescatar al menos algo importante.

Lo más importante, al menos, se dice.

Así, Gonzalo se acerca a la casa y se para en el umbral.

No se decide a entrar.

Desde fuera parece tener miedo, pero en realidad no se decidía respecto a cuál de sus pertenencias podía ser de importancia.

Pasaron unos minutos.

Finalmente no entró.

Llegaron los bomberos y lo alejaron del lugar.

El fuego no se propagó, pero hubo pérdida total, para él.

Aún hoy, que perdió todo, no se decide respecto a qué cosa podría haber sido salvada.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Como si te fueras a morir mañana.



Vi ensayar una obra a Juan Radrigán –construirla, realmente-, hace como doce años. No sé si ya lo he contado acá, pero hoy lo recordaba.

Y es que hoy buscaba entrevistas, algunos fragmentos de sus obras… Y bueno, me pasó lo mismo que aquella vez: sentí vergüenza.

De la vergüenza de hace doce años no duele hablar, porque está lejos. Él había elogiado algo que yo había escrito y debíamos ensayar para llevarlo a escena, brevemente. Pero ocurrió que entonces lo vi ensayar.

Lo vi ensayar y me hicieron sentido todas sus frases sobre la labor del escribir y el esfuerzo que debía orientar aquello… Como si te fueras a morir mañana, decía siempre… y yo entendía a medias.

También por ese tiempo yo me había prometido no escribir más… no en serio, al menos, pero luego de algunas conversaciones y un poco por ego, me decidí a escribir una obra breve, de un tirón, en una tarde… y mostrársela.

Él la leyó y la elogió. Y claro, entonces fue cuando llegué hasta el lugar donde ensayaba, y lo vi trabajar. Y me fui sin dar explicaciones desde aquel lugar, con mis papeles.

Recuerdo que él salió y me habló pues pensó que su obra me había ofendido. No sé si supe explicarle, pero lo que me ofendió fue mi propia actitud. Mi tibieza. Mi falta de convicciones.

Hoy, viendo sus entrevistas; observando cómo sigue trabajando, no puedo sino volver a sentir esa vergüenza. Con matices y pequeñas mejoras, es cierto, en algunos ámbitos… pero con vergüenza al fin y al cabo.

Reflexiono sobre esas vergüenzas, por cierto, y las intento superar, día a día.

A veces me miento diciendo que faltan fuerzas.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Ella y el caracol.


-Me pasó al menos tres veces antes de darme cuenta – dijo ella-. Siempre sucedía al salir de casa.

-Ya –dije yo.

-Parece que te lo había contado, pero…

-No importa, no me acuerdo.

-Es lo de los caracoles…

-Cuenta, no te preocupes.

-De acuerdo… lo que ocurría era que cada mañana, antes de salir hacia la universidad, justo fuera de la puerta de la casa, veía un caracol… Viniendo hacia la casa, me refiero, como si quisiese entrar…

-¿El mismo caracol siempre?

-Yo creo que sí… -continuó-. Lo que pasa es que cada mañana yo lo tomaba y lo dejaba en el jardín, junto a un arbusto… y me tocaba verlo nuevamente frente a la casa, a la otra mañana…

-¿No lo pisaste nunca, por accidente?

-No… lo habría matado, además. Y como te decía, debo haberme dado cuenta como al tercer día y luego siempre me fijaba.

-¿Pasó más veces?

-Sí, cerca de dos semanas antes que decidí entrarlo.

-¿Entrarlo a la casa?

-Sí. Lo recogí un día y lo miré bien –señaló-. Suena estúpido, pero recuerdo haber reconocido algo así como una cara, en el caracol.

-¿Un rostro…?

-No sé si rostro, pero al menos una cara… -explicó-. Y en la cara una expresión, que me pareció familiar…

-¿Se parecía a alguien el caracol?

-No, el caracol no… o sea, era la expresión de la cara, ni siquiera la cara… pero no es el punto…

-¿Y qué ocurrió entonces?

-Primero nada especial… Lo entré a la casa, lo dejé en un macetero y me fui a la Universidad… pero claro, fue de regreso cuando pasó lo otro.

-¿Qué cosa?

-¿Estás seguro que no te lo conté…?

-No… no me suena la historia.

-Bueno, el punto es que cuando llegué esa tarde encontré al caracol sobre mi cama, esperando a que llegara.

-¿Y cómo sabes que te estaba esperando?

-No sé cómo explicarlo… si lo hubieses visto sabrías…

-…

-El punto es que me senté junto a él y lo miré a la cara y le pregunté qué quería…

-¿Me estás hueveando?

-No. Eso hice, de verdad, pero no me respondió.

-Obvio que no…

-No sé si tan obvio… o sea, en el momento le pregunté y no dijo nada, pero tras volver a dejarlo en el jardín pensé que tal vez había esperado muy poco… ya, sabes… los caracoles son lentos… Además al otro día…

-¿Qué pasó al otro día?

-Es que no me vas a creer.

-Cuenta no más…

-Bueno, al otro día cuando salí de casa vi que no estaba…

-¿Y eso que tiene de raro?

-Es que no estaba, pero…

-¿Qué?

-Había una palabra escrita fuera de la puerta... Ya sabes, con la baba plateada que dejan.

-¿No habrá sido una impresión tuya?

-No, si estaba clara…

-¿Y qué decía?

-Decía: “Tú”. Hasta con la tilde.

-…

-De hecho pienso que debe haber saltado para poner la tilde.

-¿Y qué piensas qué quiso decir…? Con esa palabra, me refiero.

-Eso es lo malo: no sé qué quiso decir.

-…

-Además resulta triste eso… No saber qué significa eso: tú… tú misma. Tal vez eso me quiso decir…

-¿De verdad crees eso?

-Totalmente… De hecho, si volviese a encontrarlo, le preguntaría nuevamente qué quiere, pero esta vez esperaría lo que fuese necesario…

-…

-Siempre es bueno esperar un poco, ¿no crees?

martes, 23 de septiembre de 2014

** 100 palabras.



Fue hace al menos 12 años. Vi un día un anuncio donde se promocionaban esos concursos de 100 palabras. No muy en serio –como desafío, más bien, con un amigo- escribí cerca de 200. Mandé a nombre de decenas de personas. Un par sacaron una distinción menor. Mejor así. Eran bastante pesimistas y carecían de muchas cosas. Pensé que estaban perdidos. Los encuentro por ahí, hace algún tiempo. Elijo unos pocos. Los siento extraños.


Un brillo en el agua.

Para estas generaciones resulta inverosímil, explicaba el viejo, pero antes, cuando el juego de la fe era aún practicado por casi todo Santiago, la gente solía arrojar monedas a piletas cuya función exclusiva era cumplirles hasta el más íntimo de sus deseos. Pero los pobres, continuó, se abalanzaron como cuervos sobre la fe de las personas, robando cada una de las monedas que brillaban al fondo de las aguas: los deseos se desvanecieron y la sonrisa abandonó los rostros de los jugadores. Los pobres no tenían fe, concluyó, ellos compraron comida.


Fuegos de artificio.

Para estas fechas mamá me pone el vestido amarillo; cuando vamos a subir ella me presta su broche, pero al pincharme se ríe como si no me doliera. Arriba están todos los vecinos, incluso algunos que jamás he visto, ni siquiera en el ascensor. Como es una fecha especial mamá me regala su copa con helado. Tiene sabor a pipí de astronauta. Cuando era más pequeña papá podía levantarme y me ubicaba justo frente a la torre entel. Antes que empiecen las luces mamá me abraza, luego abraza a Roberto, el papá de Angélica. Antes abrazaba a papá.


Buitres.

Los primeros fueron vistos sobre los grandes edificios. Estaban anidando en las terrazas y algunos en la cima del San Cristóbal. Hubo uno que atacó a un borracho en plena Plaza Italia. Incluso antes que se identificaran sus verdaderos objetivos la policía los repelió como mejor pudo, pero se hacían necesarias nuevas estrategias. No fue hasta diciembre que atacaron a los niños. Al menor descuido bajaban hacia los coches o sumergían la cabeza entre los brazos de las madres. No mataron a ninguno. A todos les daban un gran picotazo en la frente.


Los niños venían de París.

Algunos siempre lo supieron. Distintos factores ocultaron por años el problema: escasos  varones al momento de los partos, una mínima fiscalización por parte de los estatutos correspondientes... importa poco. Lo cierto, es que la situación explotó de golpe: una liga de celosos maridos comenzó a revisar mujeres, grabaciones en las clínicas, investigaciones, inusuales exploraciones en las futuras madres. La verdad cayó por su propio peso: sólo habían trapos viejos en sus vientres, fragmentos de seda, algodones. Se arrojaron severas conclusiones: los niños venían de París -o quién sabe de dónde-, por eso nunca se criaron felices en Santiago, próspera ciudad.


Síntesis.

Cada vez que me emborracho amanezco al pie del San Cristóbal. Me despiertan siempre las voces de los niños y una que otra vez algún guardia que quiere cuidar de su trabajo. Por más que me cuestione al respecto no he llegado nunca a tranquilas conclusiones. Hay días, sin una gota de alcohol en el cuerpo, en que me siento al pie del cerro y analizo la situación. Cuando oscurece, abatido, me encamino al bar más cercano. A veces me pregunto si mis cavilaciones no son sino una excusa para seguir tomando, y el problema se encuentra en otro sitio.


La Siega.

Mientras pudo sostener la mano, pedía dinero en las micros. Cuando la situación empeoró lo internaron, pero no se pudo frenar el crecimiento. Optaron por llevarlo a una vieja casa en Catedral. Lo habían dejado con la mano en alto y gente del sector le traía de comer. A las semanas lo olvidaron. Poco antes de su muerte salió un reportaje en el diario, junto a una foto de un dedo que asomaba por la ventana del segundo piso. “El dedo de Dios”, se titulaba. Pero antes que alcanzaran a entrevistarlo la construcción se vino abajo. Entonces comenzó el Caos.


¿Ha visto un perrito blanco?

Al fondo del pasaje unos niños jugaban con un perro. Pero no podía ser el perro de Fernanda. Su perro le ladraba a todos, incluidos los niños, y ella no escuchaba nada fuera del ir y venir de autos al otro lado de la reja, en la avenida. Su madre trabajaba en el banco, y como la niña estaba en vacaciones, debía esperar su regreso sin salir de casa. Fernanda se durmió en el pasto mientras esperaba. La madre, desesperada, no la vio en el jardín y salió a buscarla por la villa. En su intento, encontró al perrito blanco.


Hay un cerdo en la cornisa.

Al éxodo de los campesinos a la gran ciudad, hubo que agregar, años después, el éxodo masivo de los cerdos: no se trata como la lógica invita a suponer, de una referencia al traslado de los criaderos a la capital, sino, lamentablemente, de algo mucho más literal: los cerdos, de un día para otro, avanzaron a Santiago, y, entre grandes gritos, hicieron huir a los sorprendidos habitantes: ellos, (los cerdos), subieron a los grandes edificios desde los que se desplomaron en gran alboroto. No faltó el insensible que comparó los gritos de los cerdos con los gritos de los niños.



lunes, 22 de septiembre de 2014

Ping, Pong y Pang.


“¿A qué se nos ha reducido?
Somos los ministros del verdugo.
¡Los ministros del verdugo…!”
G. P., Turandot.


Ping, Pong y Pang cantan en el acto II.

Los tres son ministros y viven en el palacio del emperador.

Los observo cantar, un tanto cansado, luego de unas 36 horas despierto.

Es entonces cuando Ping comienza a recordar su casa en Honan.

Su hermosa casa en Honan.

Con un estanque azul rodeado bambúes.

Y claro, comienza a cuestionar el que esté ahí, como ministro, disipando su vida.

Devanándome los sesos sobre los libros sagrados, recuerdo que dice.

Y podría volver allá.

Volver allá.

Pong y Pang cruzan luego sus voces y hablan también de volver a sus propias casas…

Todos con sus propios anhelos.

Todos disipando su vida.

Ellos cantan.

Yo los escucho.

Los escucho y los observo un tanto curvo desde mi asiento con visión parcial.

Pensando, en parte, sobre mi propia forma de disipar la vida, y hacia dónde quiero volver.

Y es que si bien es cierto que no tengo casa en Honán.

(Bueno… dejémoslo en que ni siquiera tengo casa…)

También es cierto que tengo una hermosa biblioteca y hasta una serie de caminos por los que lanzarme a andar…

Así, si bien no me quejo de los libros sagrados, agradezco ese fragmento de laguna que sirve para refrescarme el rostro y la noche fresca que me recibe, un poco más tarde…

Hoy debo dormir un poco, me digo, sin cantar.

Y me dirijo a mi habitación.

(Ping, Pang, Pong y Vian.)

domingo, 21 de septiembre de 2014

Mi amigo el príncipe Ruperto.



No suele gustarme la nobleza, pero haré una excepción con el príncipe Ruperto.

Además no me consta que haya sido muy noble.

Por lo pronto me salto su biografía y hasta las referencias a su perro endemoniado.

Me salto también su etapa de corsario.

Y me salto por último sus aficiones artísticas.

Y es que uno, en el fondo, no se hace amigo a partir de esas aficiones.

En cambio, me gustan ciertos ecos que dejan dos de sus historias.

La primera referida a una especie de paradoja matemática.

En ella, Ruperto formula la pregunta que intenta averiguar de qué tamaño puede llegar a ser el cubo que puede ingresar por un agujero hecho en otro cubo.

Ahora bien, lo llamativo de esto -más allá de la sorpresa al descubrir que el cubo que pasa por el interior del otro puede ser aún mayor que el primero-, viene a ser cierta reflexión que acompaña la formulación de este ejercicio, escrita de puño y letra por mi amigo Ruperto (la traducción está difícil, pero la intento):

“Usted podrá ahora no solo pensarse, sino pasarse usted mismo por el interior de sí mismo y no rozar sus propios bordes”

La otra historia que me acerca a Rupe dice relación con una bromita suya. Dicha broma consistía en presentar a sus invitados una gota hecha de cierto tipo de vidrio templado y someterla a fuertes golpes sin que esta pudiese romperse.

Y claro, hasta ahí la broma es fome, pero la “gracia” está presente ya que a pesar de no romperse ante los fuertes golpes, la gota de vidrio estalla en miles de partículas si entra en contacto con la mano de algún invitado.

Lamentablemente, mi amigo Rupe tuvo hasta un proceso en contra pues un invitado suyo perdió un ojo a partir de dicha broma.

Poco entendido mi amigo, pues esos mismos principios pueden aplicarse para que algún otro no pierda incluso, la vida entera.

Descansa en paz, amigo Rupe.


sábado, 20 de septiembre de 2014

Té con durazno.



Me preparo un té antes de dormir.

Al final de un día en el que el orden fue imposible.

Un té con durazno, me preparo.

Té verde con durazno.

Busco una pequeña tetera de loza.

Despejo un espacio.

Pongo música.

Nada está muy en orden, pero todo puede estarlo.

Suena Dylan, bajito.

Me prometo como tantas veces un día mejor, mañana.

Sin culpas ni remordimientos, simplemente me prometo un día mejor.

Observo mi entorno.

Libros.

Películas.

Unas cuantas cosas revueltas.

Justo entonces llega el aroma del té con durazno.

Un muy buen aroma, por cierto.

Respiro hondo y pienso que tras este aroma, hay cientos de cosas que quiero hacer.

Y claro… es bueno que existan esas cosas.

Cosas simples, después de todo, como el té con durazno.

Así, de a poco empiezo a percibirme a mí mismo como otra cosa simple.

Una cosa simple que debe estar ahí, para el que extienda la mano.

Nada de escrituras complejas, me digo.

Nada de correcciones ni búsquedas en cuadernos de apuntes o en hojas sueltas en el dormitorio.

Quiero simplemente que no se enfríe el té.

Quiero que su aroma llegue cálido, mientras escribo.

Así, por último, lleno un pocillo extra y lo dejo a un costado por si alguien lo quiere.

Mañana será un día mejor, me digo.

Les digo.

viernes, 19 de septiembre de 2014

H. M. / Pequeñas cosas.



Estoy seguro que Heinrich Mann no sabía que era un buen escritor.

No al menos si se comparaba con su hermano.

O con el reconocimiento que tuvo la obra de su hermano.

¡Ojalá me hubiese pedido la opinión, para subirle el ánimo…!


Justo ahora, por ejemplo, leo una anécdota que cuenta cómo guardaba en un frasco una serie de mensajes que traían las galletas de la fortuna.

Malos mensajes, si se quiere, pues revelaban cierta desgracia que había de llegar en un futuro incierto.

Las buenas nuevas, en cambio, las botaba.

Todos los días iba por su galleta y cumplía con el rito.

Lo hizo por casi quince años hasta que su esposa se mató en el 44.

De hecho, la enterró junto con el frasco.


Hoy no sé si existen galletas de la fortuna.

Y si existen, dudo que tengan algún mal augurio como en ese entonces.

De hecho, nunca he sabido de nadie –salvo Heinrich Mann-, que le tocasen mensajes negativos.

Pero claro, no tengo cómo saberlo pues no he visto, como decía, este tipo de galletas.


Otras cosas que hoy no existen –o que prácticamente no se encuentran-, son libros de Heinrich Mann.

Y es que salvo El ángel azul y una que otra novela histórica, no recuerdo que se haya reeditado últimamente.

Por lo mismo, puede que fallen también otras cosas, si nos fijamos.

Cosas que estaban esbozadas en sus libros, tal vez.

Pequeñas cosas.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Me niego a hablar de eso.


“Me dicen que diga no,
pero lo diré nunca.
Esa es mi última palabra”


Hoy observé largo rato como instalaban un semáforo.

Pero me niego a hablar de eso.

Además, todavía no lo encienden y creo que lo habilitan recién en tres semanas.

¡Puede que esté muerto en tres semanas…!

No es que esté enfermo, pero es posible… me refiero.

Para todos es posible, si están vivos.


Otra cosa que observé fue un arbusto con naranjas.

No las saqué, ni nada… pero las miré por largo tiempo.

Pero claro… también me niego a hablar de las naranjas.

Además les faltaba tiempo para estar maduras.

No sé calcular eso, pero al ojo digo dos semanas.

¡Puede que esté muerto en dos semanas…!

No es que quiera estarlo ni que me obsesione la idea.

Pero puede que nunca llegue a probar esas naranjas.


Ya de tarde, observé por largo tiempo una muralla.

Parece fome, pero me entretuve viendo detalles.

Uniones, pequeñas manchas y hasta unas hormigas que andaban por el borde.

¿Saben que no duermen, las hormigas?

Eso pensaba mientras observaba la muralla.

Pero dejé de hacerlo pues no había apuro.

Además, no creo que caiga pronto, esa muralla.

De hecho, puede que nunca llegue a ver como cae esa muralla.

Aunque caiga en una semana.

O en tres o cuatro días.


Otras cosas que vi hoy:

Un abuelito elevando volantines.

Tres cortometrajes de Herzog.

El césped de un jardín.

Un libro de diseños de casas en los árboles.


Por cierto, también me vi al espejo.

Pero me niego a hablar de eso.

Además, no sé si mi rostro dice mucho ni si entiendo su mensaje.

Por eso, aunque no me negara, no podría hablar de eso.


Así, es probable que enciendan el semáforo.

Que maduren las naranjas.

Y hasta que se caiga la muralla.

Eso es lo único probable.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Todo podría ser de otra manera.



-¿Has pensado en eso?

-¿En qué?

-En eso, lo que hablábamos… en que todo podría ser de otra manera.

-¿Qué todo?

-Todo po, hueón… lo que haces, los amigos… todo.

-¿Te refieres a todo ese rollo de que ciertas cadenas de azar llegan hasta nuestros actos y decisiones y se determina así la gente que conocemos y las decisiones que tomamos y esas cosas?

-Sí… o sea, más o menos eso.

-Pues no. No le veo sentido a pensarlo.

-Puede ser… pero sabes, yo siempre lo he pensado.

-¿Y…? ¿Sirve de algo pensarlo?

-No. No sirve. Ese no es el punto.

-¿Y entonces cuál es?

-El contrario. Justo el contrario.

-¿Cómo?

-El contrario de pensarlo po, hueón.

-¿No pensarlo?

-No. Me refería a sentirlo...

-¿Cómo “sentirlo”?

-Me refiero a si has sentido alguna vez que todo podría ser de otra manera.

-Pues no… creo que no.

-Te lo pregunto porque es raro… o sea, yo nunca lo había sentido, solo pensado…

-¿Y…? ¿Cuál es la diferencia?

-No sé bien, pero principalmente el resultado era distinto…

-…

-Era como amar todo un poquito más… o valorarlo más si quieres… ver que de cierta forma has escogido todo…

-¿Dices que eso produce?

-Claro… no querer que sea de otra manera, aunque sea terrible… agradecerlo incluso.

-…

-Demórate un poquito y siéntelo y mira después en torno…

-¿En torno a qué, hueón?

-En torno a nada, hueón… olvídalo. Hazlo de esa manera.

martes, 16 de septiembre de 2014

No le digas que hablamos.



J. tiene una expresión afligida. Se ha juntado con F., su amigo, tras llamarlo en medio de la noche un día cualquiera. J. y F. no se veían hacía varios años.

Esta es una versión un tanto resumida de lo que hablaron en su encuentro.

Primero habla J., luego F.


-¿Querías verme?

-Sí…

-¿Qué pasa…? ¿Algún problema?

-Sí, varios… pensé que podías ayudarme…

-Mira, si es por dinero estoy re complicado, yo…

-No, no se trata de eso… es que he tenido problemas de ánimo… o sea, ya sabes… típicas preguntas sobre el sentido de las cosas y…

-Espera… ¿Me buscas a mí para eso?

-Sí.

-¿Y por qué a mí?

-Bueno, ya sabes… tú atiendes pacientes, cierto… pensé que podrías ayudarme…

-Pero soy dentista, hueón.

-¿Dentista?

-Sí…

-Chucha, me confundí.

-…

-Bueno, pero igual atiendes pacientes, ¿no?

-Sí, pero…

-Y además ves bocas todo el tiempo… y mi problema es con las palabras, después de todo… ¿Y es de la boca de donde salen las palabras, no es así…?

-No creo…

-¿Qué cosa?

-Que tengan que ver… las palabras vienen de más adentro.

-Pero el sabor se siente en la boca.

-¿Qué sabor?

-El de las palabras… o sea, ese es mi problema, en concreto… o se traduce en eso, al menos, si quieres…

-¿Tu problema se traduce en el sabor de las palabras?

-Sí, más o menos… o sea, en cierto sabor desagradable que dejan algunas palabras cuando las digo…

-¿Qué palabras?

-Palabras po, hueón… en general… pero sobre todo algunos nombres, algunas sensaciones incluso, cuando quiero nombrarlas…

-Estás mal, hueón…

-Tú ves bocas todo el tiempo, cierto… O sea, me refiero a que exploras el agujero ese por donde salen las palabras y…

-No exploro… trabajo con los dientes, nada más…

-Sí, pero…

-No sigas, hueón… no puedo ayudarte… nunca pude, de hecho…

-Pero si nunca te pedí ayuda antes.

-Siempre lo hacías. Venías con M. todo el tiempo… ella no lo pasó bien en ese tiempo… ¿acaso no recuerdas?

-Recuerdo, pero eso no te da derecho a haberme quitado a M.

-Así que ese es el punto.

-...

-Escucha: no te quité a M. Simplemente pasó que ella te dejó y meses después comenzamos a salir, nada más…

-¿Está contigo?

-Sí. 

-...

-Vivimos juntos hace un par de años.

-¿Ella está bien?

-Sí… estamos bien.

-…

-…

-No le digas que hablamos, ¿de acuerdo?

-No. No voy a decirle.

-Gracias.

-Sabes… tengo un amigo siquiatra, quizá el…

-No. No hay cuidado. Preocúpate de ella, no más… aunque sea de sus dientes…

-…

-No le digas que hablamos, acuérdate…

-Ok. No le digo.

-Hasta pronto, entonces.

-Ok. Hasta pronto.

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