Fue hace al menos 12 años. Vi un día un anuncio donde
se promocionaban esos concursos de 100 palabras. No muy en serio –como desafío,
más bien, con un amigo- escribí cerca de 200. Mandé a nombre de decenas de personas. Un par
sacaron una distinción menor. Mejor así. Eran bastante pesimistas y carecían de
muchas cosas. Pensé que estaban perdidos. Los encuentro por ahí, hace algún
tiempo. Elijo unos pocos. Los siento extraños.
Un brillo en el agua.
Para estas
generaciones resulta inverosímil, explicaba el viejo, pero antes, cuando el
juego de la fe era aún practicado por casi todo Santiago, la gente solía
arrojar monedas a piletas cuya función exclusiva era cumplirles hasta el más
íntimo de sus deseos. Pero los pobres, continuó, se abalanzaron como cuervos
sobre la fe de las personas, robando cada una de las monedas que brillaban al
fondo de las aguas: los deseos se desvanecieron y la sonrisa abandonó los
rostros de los jugadores. Los pobres no tenían fe, concluyó, ellos compraron
comida.
Fuegos de
artificio.
Para estas
fechas mamá me pone el vestido amarillo; cuando vamos a subir ella me presta su
broche, pero al pincharme se ríe como si no me doliera. Arriba están todos los
vecinos, incluso algunos que jamás he visto, ni siquiera en el ascensor. Como
es una fecha especial mamá me regala su copa con helado. Tiene sabor a pipí de
astronauta. Cuando era más pequeña papá podía levantarme y me ubicaba justo
frente a la torre entel. Antes que empiecen las luces mamá me abraza, luego
abraza a Roberto, el papá de Angélica. Antes abrazaba a papá.
Buitres.
Los primeros
fueron vistos sobre los grandes edificios. Estaban anidando en las terrazas y
algunos en la cima del San Cristóbal. Hubo uno que atacó a un borracho en plena
Plaza Italia. Incluso antes que se identificaran sus verdaderos objetivos la
policía los repelió como mejor pudo, pero se hacían necesarias nuevas
estrategias. No fue hasta diciembre que atacaron a los niños. Al menor descuido
bajaban hacia los coches o sumergían la cabeza entre los brazos de las madres.
No mataron a ninguno. A todos les daban un gran picotazo en la frente.
Los niños venían de París.
Algunos
siempre lo supieron. Distintos factores ocultaron por años el problema:
escasos varones al momento de los
partos, una mínima fiscalización por parte de los estatutos correspondientes...
importa poco. Lo cierto, es que la situación explotó de golpe: una liga de
celosos maridos comenzó a revisar mujeres, grabaciones en las clínicas,
investigaciones, inusuales exploraciones en las futuras madres. La verdad cayó
por su propio peso: sólo habían trapos viejos en sus vientres, fragmentos de
seda, algodones. Se arrojaron severas conclusiones: los niños venían de París
-o quién sabe de dónde-, por eso nunca se criaron felices en Santiago, próspera
ciudad.
Síntesis.
Cada vez que
me emborracho amanezco al pie del San Cristóbal. Me despiertan siempre las
voces de los niños y una que otra vez algún guardia que quiere cuidar de su
trabajo. Por más que me cuestione al respecto no he llegado nunca a tranquilas
conclusiones. Hay días, sin una gota de alcohol en el cuerpo, en que me siento
al pie del cerro y analizo la situación. Cuando oscurece, abatido, me encamino
al bar más cercano. A veces me pregunto si mis cavilaciones no son sino una
excusa para seguir tomando, y el problema se encuentra en otro sitio.
La Siega.
Mientras
pudo sostener la mano, pedía dinero en las micros. Cuando la situación empeoró
lo internaron, pero no se pudo frenar el crecimiento. Optaron por llevarlo a
una vieja casa en Catedral. Lo habían dejado con la mano en alto y gente del
sector le traía de comer. A las semanas lo olvidaron. Poco antes de su muerte
salió un reportaje en el diario, junto a una foto de un dedo que asomaba por la
ventana del segundo piso. “El dedo de Dios”, se titulaba. Pero antes que
alcanzaran a entrevistarlo la construcción se vino abajo. Entonces comenzó el
Caos.
¿Ha visto un perrito blanco?
Al fondo del pasaje unos niños jugaban con un
perro. Pero no podía ser el perro de Fernanda. Su perro le ladraba a todos,
incluidos los niños, y ella no escuchaba nada fuera del ir y venir de autos al
otro lado de la reja, en la avenida. Su madre trabajaba en el banco, y como la
niña estaba en vacaciones, debía esperar su regreso sin salir de casa. Fernanda
se durmió en el pasto mientras esperaba. La madre, desesperada, no la vio en el
jardín y salió a buscarla por la villa. En su intento, encontró al perrito
blanco.
Hay un cerdo en la cornisa.
Al éxodo de
los campesinos a la gran ciudad, hubo que agregar, años después, el éxodo masivo
de los cerdos: no se trata como la lógica invita a suponer, de una referencia
al traslado de los criaderos a la capital, sino, lamentablemente, de algo mucho
más literal: los cerdos, de un día para otro, avanzaron a Santiago, y, entre
grandes gritos, hicieron huir a los sorprendidos habitantes: ellos, (los
cerdos), subieron a los grandes edificios desde los que se desplomaron en gran
alboroto. No faltó el insensible que comparó los gritos de los cerdos con los
gritos de los niños.
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