martes, 23 de septiembre de 2014

** 100 palabras.



Fue hace al menos 12 años. Vi un día un anuncio donde se promocionaban esos concursos de 100 palabras. No muy en serio –como desafío, más bien, con un amigo- escribí cerca de 200. Mandé a nombre de decenas de personas. Un par sacaron una distinción menor. Mejor así. Eran bastante pesimistas y carecían de muchas cosas. Pensé que estaban perdidos. Los encuentro por ahí, hace algún tiempo. Elijo unos pocos. Los siento extraños.


Un brillo en el agua.

Para estas generaciones resulta inverosímil, explicaba el viejo, pero antes, cuando el juego de la fe era aún practicado por casi todo Santiago, la gente solía arrojar monedas a piletas cuya función exclusiva era cumplirles hasta el más íntimo de sus deseos. Pero los pobres, continuó, se abalanzaron como cuervos sobre la fe de las personas, robando cada una de las monedas que brillaban al fondo de las aguas: los deseos se desvanecieron y la sonrisa abandonó los rostros de los jugadores. Los pobres no tenían fe, concluyó, ellos compraron comida.


Fuegos de artificio.

Para estas fechas mamá me pone el vestido amarillo; cuando vamos a subir ella me presta su broche, pero al pincharme se ríe como si no me doliera. Arriba están todos los vecinos, incluso algunos que jamás he visto, ni siquiera en el ascensor. Como es una fecha especial mamá me regala su copa con helado. Tiene sabor a pipí de astronauta. Cuando era más pequeña papá podía levantarme y me ubicaba justo frente a la torre entel. Antes que empiecen las luces mamá me abraza, luego abraza a Roberto, el papá de Angélica. Antes abrazaba a papá.


Buitres.

Los primeros fueron vistos sobre los grandes edificios. Estaban anidando en las terrazas y algunos en la cima del San Cristóbal. Hubo uno que atacó a un borracho en plena Plaza Italia. Incluso antes que se identificaran sus verdaderos objetivos la policía los repelió como mejor pudo, pero se hacían necesarias nuevas estrategias. No fue hasta diciembre que atacaron a los niños. Al menor descuido bajaban hacia los coches o sumergían la cabeza entre los brazos de las madres. No mataron a ninguno. A todos les daban un gran picotazo en la frente.


Los niños venían de París.

Algunos siempre lo supieron. Distintos factores ocultaron por años el problema: escasos  varones al momento de los partos, una mínima fiscalización por parte de los estatutos correspondientes... importa poco. Lo cierto, es que la situación explotó de golpe: una liga de celosos maridos comenzó a revisar mujeres, grabaciones en las clínicas, investigaciones, inusuales exploraciones en las futuras madres. La verdad cayó por su propio peso: sólo habían trapos viejos en sus vientres, fragmentos de seda, algodones. Se arrojaron severas conclusiones: los niños venían de París -o quién sabe de dónde-, por eso nunca se criaron felices en Santiago, próspera ciudad.


Síntesis.

Cada vez que me emborracho amanezco al pie del San Cristóbal. Me despiertan siempre las voces de los niños y una que otra vez algún guardia que quiere cuidar de su trabajo. Por más que me cuestione al respecto no he llegado nunca a tranquilas conclusiones. Hay días, sin una gota de alcohol en el cuerpo, en que me siento al pie del cerro y analizo la situación. Cuando oscurece, abatido, me encamino al bar más cercano. A veces me pregunto si mis cavilaciones no son sino una excusa para seguir tomando, y el problema se encuentra en otro sitio.


La Siega.

Mientras pudo sostener la mano, pedía dinero en las micros. Cuando la situación empeoró lo internaron, pero no se pudo frenar el crecimiento. Optaron por llevarlo a una vieja casa en Catedral. Lo habían dejado con la mano en alto y gente del sector le traía de comer. A las semanas lo olvidaron. Poco antes de su muerte salió un reportaje en el diario, junto a una foto de un dedo que asomaba por la ventana del segundo piso. “El dedo de Dios”, se titulaba. Pero antes que alcanzaran a entrevistarlo la construcción se vino abajo. Entonces comenzó el Caos.


¿Ha visto un perrito blanco?

Al fondo del pasaje unos niños jugaban con un perro. Pero no podía ser el perro de Fernanda. Su perro le ladraba a todos, incluidos los niños, y ella no escuchaba nada fuera del ir y venir de autos al otro lado de la reja, en la avenida. Su madre trabajaba en el banco, y como la niña estaba en vacaciones, debía esperar su regreso sin salir de casa. Fernanda se durmió en el pasto mientras esperaba. La madre, desesperada, no la vio en el jardín y salió a buscarla por la villa. En su intento, encontró al perrito blanco.


Hay un cerdo en la cornisa.

Al éxodo de los campesinos a la gran ciudad, hubo que agregar, años después, el éxodo masivo de los cerdos: no se trata como la lógica invita a suponer, de una referencia al traslado de los criaderos a la capital, sino, lamentablemente, de algo mucho más literal: los cerdos, de un día para otro, avanzaron a Santiago, y, entre grandes gritos, hicieron huir a los sorprendidos habitantes: ellos, (los cerdos), subieron a los grandes edificios desde los que se desplomaron en gran alboroto. No faltó el insensible que comparó los gritos de los cerdos con los gritos de los niños.



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