martes, 31 de octubre de 2017

Pintar la casa.


M. va a comprar pintura para renovar la casa.

Y es que el siquiatra le ha recomendado que lo haga como parte de su terapia.

Me refiero a pintar su casa, por supuesto, no solo comprar pintura.

La idea es mantenerse a flote, le dijeron. Y eso ayuda.

Entonces, M. junta un poco de dinero y va a comprar pintura.

La idea es comenzar con el interior, igual que en la terapia.

Tras pensarlo unos días se decide por un tono que encontró en un catálogo.

Es un color impreciso, ni siquiera tiene nombre.

Por esto, debe solicitarlo a través de una cifra que designa el tono.

Lamentablemente, anota mal el código y llegan a su casa, días después, tarros de pintura de un color que tampoco tiene nombre, y que además le desagrada.

A pesar de esto, M. quiere asumir su error y, durante el último fin de semana, pinta su cuarto con la pintura comprada.

Tras terminar y ventilar la habitación, M. se dedica a contemplar lo realizado.

Al día siguiente adelanta la sesión con el siquiatra.

Entonces M., un poco descontrolado, le dice al doctor que todo está peor, mientras le muestra el cuarto a partir de unas fotos sacadas con su celular.

-Es color mierda –dice M.

-¿Usted defeca de ese color? –pregunta el siquiatra.

M. vuelve a mirar las fotos.

-No –dice entonces-. Lo que pasa es que ni siquiera es mierda mía… Está pintado con la mierda de algún otro…

-¿Sabe de quién? –pregunta el doctor.

M. no responde.

Minutos después se acaba la sesión y M. vuelve a casa.

Eso es más o menos lo que ocurre.

lunes, 30 de octubre de 2017

Helado.


Sirves helado.

En copas, sirves el helado.

Te gusta ordenar los sabores y adornas las copas lo mejor que puedes.

Sueles llenar cuatro copas.

A veces, según la temporada, picas fruta.

Incluso, te esfuerzas para que cada copa quede de forma similar.

La misma cantidad, me refiero.

Las mismas variedades.

A medida que lo haces, vas lavando y guardando los utensilios que ocupas.

Luego, llevas al refrigerador el helado restante.

Te gustaría sentir delicadeza en lo que haces, pero no es así.

Lamentablemente no es así.

Y es que tus movimientos son fríos, como el mismo helado.

Correctos y perfectos, pero fríos.

Eso piensas mientras miras las cuatro copas, sobre la mesa.

Cada una a una misma distancia.

Las observas hasta que la primera de ellas muestra efectos de derretirse.

No te gusta eso.

Se desarman de a poco los sabores y es imposible entonces que cada copa se muestre igual.

A veces retrasas guardando las copas al interior del refrigerador.

Aunque eso, en definitiva, solo retrasa lo que es inevitable.

Tal vez por eso, en general, sueles desarmar y lavar las copas esa misma noche.

Salvo la fruta, todo se disuelve y se va, junto al agua.

Las copas son lavadas con cuidado y regresan a sus lugares.

Incluso tú te duchas, luego de eso, antes de ir a la cama.

Y claro, te gustaría sentir delicadeza en lo que haces, pero no es así.

Finalmente, repasas tus acciones mientras llega el sueño.

Ni siquiera te gusta helado.

domingo, 29 de octubre de 2017

Los ceros de Maite, en matemáticas.


A Maite no le gustan las matemáticas.

Siempre mira a la profesora mientras anota ejercicios en la pizarra, pero en realidad no comprende nada.

De todas formas, cuando luego de anotarlos la profesora se pasea por la sala, Maite escribe números en su cuaderno.

Los escribe y los borra a medida que la maestra se acerca y por suerte nunca la han descubierto.

Un día, Maite se fija que los números que escribe, asustada, casi siempre son restas.

Grandes cifras a las que suele restar, sin darse cuenta, exactamente el mismo número.

Es decir, sus restas siempre dan cero.

Los cero de Maite, por otro lado, prácticamente no parecen ceros.

Esto, ya que suelen ser más bajos que sus otros números, como una pelota que los otros números chuteasen.

Un día Maite se percata de esto y comienza a mirar sus propios ceros.

Y claro, los ceros en el cuaderno también parecen ojos que la mirasen desde la hoja.

Así, sin saber cómo, comienza a pensar en sus ceros hasta que descubre algo grandioso.

Los ceros no son números, descubre.

No dicen nada y no importan.

Es decir, uno podría llenar una página de ceros y no diría nada.

Ni siquiera necesitan ser borrados.

Eso piensa hasta que tocan el timbre y termina la clase.

Finalmente, antes de salir a recreo, Maite se escribe un cero en la palma de su mano, para no olvidar el descubrimiento.

Luego anda todo el recreo con aquella mano empuñada, como si llevase algo valioso, dentro de ella.

Y casi es cierto.

sábado, 28 de octubre de 2017

Una cerca sobre un río subterráneo.


Como las cercas se pudrieron ellos debieron cambiarlas.

No entendían por qué había sucedido tan pronto, pero no había más remedio que reemplazarlas por otras nuevas.

Después de todo por querer ahorrar, tiempo atrás, ya habían perdido varios animales.

Fue así que, mientras construían la nueva cerca, descubrieron que bajo el terreno corría un pequeño río subterráneo.

Y claro, como no sabían de esos fenómenos, pensaron que se trataba, en primera instancia, de un milagro.

De esta primera impresión, sin embargo, fueron cambiando con el paso de los días a una visión menos alentadora.

Y de esa visión poco alentadora llegaron rápidamente a otra que era profundamente trágica.

Y es que tal como el río había podrido la cerca, pensaron que todo podía estar pudriéndose en secreto y que hasta el mundo entero, sin saberlo, podía venirse abajo.

Así, ayudados por el aguardiente y varios días de intensa lluvia, la desesperación terminó por cegarlos, convenciéndose de esa forma que el tiempo que quedaba era escaso, y que sus días estaban contados.

Fue así como ambos decidieron entonces reunirse con sus esposas y darles la noticia.

No para huir, por supuesto, pues pensaban que no había escapatoria; sino para esperar el derrumbe del mundo de una forma correcta.

No obstante, mientras intentaban explicar su descubrimiento, ambos llegaron a la conclusión de que no sabían cuál era la forma correcta de esperar el fin del mundo.

Y claro, fue por esta conclusión que, finalmente, decidieron que de todas formas pondrían la nueva cerca.

La lluvia que caía, además, cesó de golpe apenas ellos decidieron retomar el trabajo.

viernes, 27 de octubre de 2017

Héroe de mi propia canción.


I.

De vez en cuando juego a las cartas.

Da lo mismo el juego, pues no soy experto en ninguno.

Me percato, sin embargo, con el tiempo, de una verdad estadística.

Siempre que yo reparto, me tocan las peores cartas.


II.

Podría hacerse una canción a partir de esta estadística.

Una tipo folk, digamos, donde se hablara del juego, del amor y de la suerte.

En el coro habría una frase referente a algo ganado y algo perdido.

Y podría convertirme, hacia el final, en el héroe triste de mi propia canción.


III.

De todas formas, no hay gran drama en todo esto.

Me refiero a que hay pocas diferencias entre ganadores y perdedores.

Las apuestas que hacemos suelen dejarnos en un mismo sitio.

Y todos los que jugamos, volvemos invariablemente solos, hasta nuestras casas.


IV.

De llegar a convertirse en canción folk, el asunto de la soledad podría convertirse en un motivo.

Y entonces la guitarra cambiaría de acorde y la voz sonaría dolida y más gastada.

Los oyentes, por el contrario, quedarían de cierta forma protegidos.

Pues se estaría hablando de los otros, y no mirarían ellos, sus propias cartas.


V.

Tal vez por esto, a fin de cuentas, es que juego a las cartas.

Por crear experiencias verdaderas, de las que luego pueda hablar, sin mentir.

Y entonces tendrá usted las cartas más cómodas y yo veré en la vida cómo hago.

Y el tiempo pasará por todos y casi nadie estará triste, cuando llegue el fin.

jueves, 26 de octubre de 2017

Comprensión.


I.

Hay una breve historia en los manga de Black Jack, en la cual el doctor, para mantener vivo a un joven, por petición de su padre, termina trasplantando el cerebro de un caballo en el cuerpo del hijo, ya fallecido.

El caballo, por otro lado, había sido un amigo inseparable del joven muerto, por lo que había existido un vínculo muy sólido entre ellos, lo que habría facilitado –según una breve explicación que aparece en la historia-, el éxito que tuvo de la operación.

Creo que comprendo profundamente esa historia.


II.

Cuando digo que comprendo profundamente esa historia quiero decir, en parte, lo siguiente:

Siento que comprendo al hijo muerto.

Siento que comprendo al caballo cuyo cerebro fue trasplantado al hijo.

Siento que comprendo al padre que paga por la operación.

Y siento que comprendo a Black Jack, cuando la realiza.

Siento que comprendo desde mí, me refiero, mientras dura la historia.

Desde el fondo de mí.

Y es –más allá de la brevedad y sencillez de la historia- una hermosa sensación.


III.

A veces me cuesta volver completamente a mí, luego de ciertas comprensiones.

Porque comprender es en parte salir desde uno y expandirse hacia los otros.

Aunque claro, no se trata de salir, como se sale de una casa.

Se trata más bien de diluirse un poco y salir de uno siendo uno mismo y abrazar aquello que comprendemos, y hasta crecer de esa forma.

 Cursi como suena, pero de eso se trata.

Mientras reviso unos discursos de mis alumnos, pienso en eso.

Quizá por eso es que me vuelvo un poco adolescente y recuerdo Black Jack.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Vuelvo a leer a Kawabata.


Vuelvo a leer a Kawabata después de varios años.

Trato de encontrar algo que quizá no supe ver en alguno de sus textos.

Leo, por ejemplo, La bailarina de Izu.

También volví, estos días, a Lo bello y lo triste.

Y es que le tengo cariño a Kawabata.

No lo analizo, mientras leo.

Incluso olvido, rápidamente, las historias.

Sin embargo, creo sentir que algo me dice.

Que comprenda algo, por ejemplo.

O que respire hondo, cada día, hasta donde comienza uno.

Cosas así, creo que me dice.

Y claro, hasta me siento importante porque siento que me tiene buena.

Hace unos días, por ejemplo, cuando volvía a leer La bailarina de Izu, creo que me demostró eso.

Y es que más allá de historias previas con ese libro –estoy seguro que sonarían falsas si las cuento ahora-, ocurrió esta vez algo también extraño.

Todo sucedió mientras leía, de vuelta del trabajo, recordando esas historias previas y mirando el entorno.

Esta sensación se debía a que ese libro lo relaciono con una persona que fue muy importante, y también porque el cuento que da nombre al libro habla un poco de la confusión al creer que se comprende lo que es el amor, mientras se deja ir, quizá, al amor verdadero.

Pensaba en eso mientras venía, además de lo extraño de las historias anteriores y trataba de ver, al mismo tiempo, alguna señal, en el entorno.

No vi nada, en todo caso, salvo lo habitual.

Entonces simplemente me dediqué a leer, hasta que a pasos de llegar a mi casa observo a una chica que venía en dirección contraria y que parece sorprendida al verme.

No recuerdo mucho la situación salvo que ella, algo nerviosa, me dijo que estaba leyendo el mismo libro que yo, y sacó la Bailarina de Izu de su bolso, y me lo mostró.

Al verlo, yo no dije nada y ella se sonrojó y hasta pareció avergonzarse.

Luego de un par de segundos, extraños, ambos seguimos en la dirección que íbamos.

En esos segundos, por cierto, debo reconocer que sentí ligeramente el peso de no estar bien conmigo mismo.

No con tristeza sin embargo, sino como un recordatorio, de que el amor verdadero no se comprende si no nace desde el fondo de nosotros mismos.

Y claro, para que esto ocurra, debemos estar en paz con quienes somos.

Pasaron mas segundos.

Seguimos caminando.

No volví a mirar a la chica y fue entonces que respiré hondo, hasta donde comienza uno.

Recién entonces, sentí que estaba en condiciones de volver a leer a Kawabata, ahora sí, después de varios años.

martes, 24 de octubre de 2017

Arena.


-Ese sector con arena que está a ese lado de la carretera –dijo T.-, estaba antes al otro lado… No el sector, claro, sino la arena que está en él…

-¿Me dice entonces que la arena se cambió de lado? –preguntó F.

-Exacto –señaló T.-. Ocurre cada ciertos años. No es algo brusco, pero supongo que solo nos damos cuenta cuando ya ha sucedido… De pronto estamos caminando o simplemente observamos mejor el lugar y descubrimos que ya cambió de sitio… En las fotos también se aprecia, mire…

-¿Ese es usted?

-Sí… soy yo, pero fíjese en el fondo... en la arena… Las dos fotos fueron tomadas desde el mismo lugar, pero la arena está al otro lado…

-¿La de la foto de la izquierda era su esposa? –preguntó F.

-Sí –dijo T., algo cortante-. Pero no se fija usted en la arena. A nadie parece importarle porque dicen que es por el viento… Los autos van y vienen por la carretera y supongo que da lo mismo a qué lado esté la arena… Un día va a tapar la casa y a nadie le va a importar…

-¿Piensa seguir viviendo acá, después de lo sucedido? –dijo ahora F., un poco más punzante.

-Acá lo único que sucede es que la arena cambia de lado –señaló T.-, lo demás es pasajero… autos que pasan… personas que aparecen en las fotos que luego ya no están… cosas de ese estilo. Pero claro… usted parece fijarse siempre en el elemento equivocado…

-…

-Yo en cambio intento basarme en lo que observo: le digo que la arena se mueve… que algo está pasando, pero usted no me hace caso… Es simplemente otro más de los que cree que es el único que tiene verdadero movimiento…

-Yo no he dicho eso –se defendió F.

-No. No lo ha dicho –admitió T.-. Pero quiere hablar de cosas que no son.

-No entiendo lo que quiere decir –dijo entonces F.

-No puede hacerlo –concluyó T.

lunes, 23 de octubre de 2017

Buena vecindad.


Las dos vecinas tenían  perros iguales.

Eran hermanos de una misma camada que un tercero en común les vendió.

No supieron de ese hecho hasta que, casualmente, quisieron contarse la novedad y terminaron sorprendidas.

De hecho, más que sorpresa, lo que surgió en cada una de ellas fue principalmente una molestia.

No lo asimilaron hasta que, en medio de una conversación, creyeron necesario que una de ella debía cambiar el perro.

Trataron de fundamentar la solicitud en alguna razón práctica, pero ambas sabían que no había buenos sentimientos involucrados.

Así, decidieron un día echarlo a suertes.

Pondrían un aviso cada una para la venta de su cachorro, y aquel que se vendiera primero, debía comprometerse a hacerlo y comprar otro perro.

Los anuncios, por cierto, debían ser exactamente iguales.

Ambos con una foto y un precio en común, me refiero.

Pasados unos días un hombre contactó a una de ellas para comprar el cachorro.

Y claro, como la forma de hacerlo era a través de un mensaje público, no podían pensar que había existido algo raro en el asunto.

Entonces, un poco arrepentida, la vecina cuyo perro había sido solicitado, no tuvo más remedio que venderlo y recuperar su inversión.

Aún no compraba otro perro cuando supo que el cachorro de su vecina estaba gravemente enfermo.

Extrañamente –aunque no lo reconocería nunca-, se alegró con la noticia.

Así, ocurrió que el cachorro de su vecina murió a los pocos días, pues al parecer le habían aplicado mal la dosis de una vacuna.

Entonces, la vecina que había vendido su cachorro habló con ella y hasta le dio el pésame, aunque ambas sabían que tras ello, existían sensaciones menos limpias.

Y claro, si bien esto sucedió hace unos meses, lo cierto es que ninguna todavía ha comprado una nueva mascota.

Y es que como ambas descubrieron que están embarazadas, quizá han decidido postergar esa decisión, pues no quieren tener mayores responsabilidades.

Muy pronto, supongo, se contarán mutuamente, esta nueva noticia.

domingo, 22 de octubre de 2017

Don José.


Don José vivió durante cuarenta años en la casa esquina de la calle donde viven mis padres.

Tenía una hija que se fue a vivir a España y un hijo que trabaja como contador.

Ese hijo, según cuentan, estuvo preso en varias oportunidades.

Don José, de hecho, se habría distanciado de él a partir de aquello.

De todas formas, debo reconocer que yo nunca supe de nadie más, que viviera en esa casa.

Y eso que cuando chico, solía escuchar con atención a don José.

Recuerdo por ejemplo, que él hablaba siempre de fabricar su propia vida.

Esto lo decía en relación, principalmente, a ser autosuficiente.

Me refiero a que estaba orgulloso de tener, por ejemplo, unos cuantos árboles frutales.

Y claro, también en ese entonces, según recuerdo, tenía varias gallinas.

También lo escuché hablar, orgulloso, diciendo que él mismo había construido  su propia casa.

Cosas así le escuchabas decir, si es que estabas atento.

Así fue pasando el tiempo y don José se fue volviendo cada vez más solitario.

Tanto fue así que, según cuentan, don José comenzó incluso a hacer su propio pan y a salir de casa lo menos posible.

Tal vez por eso fue que, incluso su muerte hace unos días, prefirió hacerla por su propia mano.

Ese era, don José.

sábado, 21 de octubre de 2017

Dioses tímidos.


Compré tantas cosas
que me dieron puntos
para comprar más cosas.

Yo no entendía
en un principio
pero me explicaron tan bien
que agradecí el detalle.

Tómelo como un regalo,
me dijeron,
y no le dé más vueltas…
después de todo
nada de esto va a cambiar su vida.

Nada cambia nunca la vida,
debieron mejor
haber dicho.

Entonces me mostraron
una revista
donde estaban aquellas cosas
que podía tomar
como un regalo.

Usted puede elegir,
me aclararon,
cualquiera de las que aparecen
en las primeras
cinco páginas.

Y yo miré entonces
en esas cinco páginas,
los colores
de aquellas cosas
que no necesitaba.

No es que fueran
sin embargo,
malas cosas,
eran más bien como hijos
que nacieron silenciosos
antes de tiempo
y sin olor.

Entonces
elegí uno de ellos
que era azul,
pues pensé que era absurdo
decir que no
a aquel regalo.

Y es que tal vez,
pensé,
son ellos más bien
como pequeños dioses tímidos
y una negativa
puede ser tomada
más bien
como un desprecio.

Y claro,
no es bueno despreciar
a dios alguno
aunque sean
dioses tímidos.

Fue así que tomé
mi regalo azul
y dije gracias,
y regresé a mi casa
cuya puerta por descuido
había dejado abierta.

Pero nadie entró.

viernes, 20 de octubre de 2017

Pastillas de menta sin sabor.


Un amigo me cuenta que para un trabajo en su universidad realizaron un experimento. Dicho experimento –bastante sencillo por lo demás-, consistía en ofrecer, a pequeños grupos de personas, pastillas de menta. Por lo general se elegían grupos que no se conocieran entre sí y las pastillas eran ofrecidas por alguien con una jerarquía mayor, que se comportaba con gran desplante y seguridad por lo que nadie solía reusarse a recibir dichas pastillas. El punto central es que dentro de estas siempre se incluía al menos una que no tenía sabor alguno. Luego de esto, se intentaba observar las reacciones de las personas y determinar quién fue el individuo que recibió la pastilla sin sabor.

Más allá de lo fome del experimento, mi amigo me comentaba las distintas conclusiones que fueron obteniendo a partir de sus observaciones, aunque lo que verdaderamente me llamó la atención fue la reacción de las personas al final de esta experimentación. Y es que por lo general, luego del experimento, se solía informar a la gente sobre lo que había sucedido (principalmente para que accedieran a facilitar sus referencias para un estudio final) y se les comentaba que a uno de ellos se le había dado una pastilla de menta sin sabor. Ante esto, además, se les preguntaba de forma escrita a la gente si creían ellos haber recibido la pastilla sin sabor, cosa que –y esto es lo que me extrañó-, más del 80% de los encuestados declaró que estaban seguros de ellos haber recibido la pastilla sin sabor (cada uno de ellos, me refiero), cuando solo el 15% aproximado de ellos la había recibido efectivamente.

Si sucediese eso con mis textos, pensaba yo entonces, siempre autorreferente, ¿serían capaces de reconocer, los supuestos lectores, la(s) pastillas sin sabor? Y claro, debo reconocer que en algún momento le saqué la menta a algunas de mis pastillas, para observar qué ocurría.

Lamentablemente, como casi no tengo lectores, tampoco tengo –prácticamente-, conclusiones que entregar a este respecto.

Antes de terminar aprovecho de comentar que este no es, aunque lo parezca, una de esas pastillas de menta sin sabor, a las que hacía referencia.

jueves, 19 de octubre de 2017

Hipnosis, casi.


I.

Me intentan hipnotizar con una moneda.

La miro fijamente mientras la mueven ante mis ojos.

Intento ceder, por cierto, pero algo en mí no se deja.

Finalmente el hipnotizador se cansa.

Para compensar su fracaso me regala la moneda.


II.

Mirando la moneda descubro que algo, a fin de cuentas, ha ocurrido.

Y es que parece que sin quererlo, he hipnotizado a la moneda.

He aquí un par de pruebas:

La arrojo al aire y le digo mentalmente que salga cara (y sale cara).

La arrojo al aire y le digo mentalmente que salga sello (y sale sello).


III.

Miro la moneda y no se me ocurre qué más hacer con ella.

Y es que no puedo pedirle que hable o que flote en el aire, por ejemplo.

En cambio, me decido a decirle que pierda su valor y ver si me hace caso.

Así, la llevo hasta una tienda e intento pagar con ella.

Y claro, me la devuelven en catorce ocasiones, comprobando su obediencia.


IV.

Pasados unos días reafirmo una premisa:

No quiero gobernar siquiera un moneda.

Le doy la libertad, entonces, pero la moneda no se aleja.

Permanece ahí donde la dejo, como un sol frío.

Tampoco comprendo, digamos, su forma de ser libre.

miércoles, 18 de octubre de 2017

Aclarar en parte el misterio.


Llego temprano al centro de Santiago cada mañana.

Por lo general todavía está oscuro y hay pocas personas en las calles.

Me llama la atención, sin embargo, un edificio de oficinas donde destacan siempre unas ventanas, en lo alto, con las luces encendidas.

Las primeras veces pensé que se trataba de un descuido.

Alguien que dejaba encendidas las luces por las tardes y no se percataba, me refiero.

Con los días sin embargo comencé a fijarme que en la oficina había movimiento.

Sombras que pasaban por la ventana, principalmente.

Nada muy claro en todo caso, pero al menos aclaraba en parte el misterio.

La otra parte decía relación con los horarios.

Es decir, con lo raro que era esa única oficina, entre cientos de oficinas en decenas de edificios, que tuviese movimiento en ese horario.

Fue así que, tras unas semanas, me acerqué durante el día a observar la oficina.

Y claro, siempre vi más o menos lo mismo dentro de ella.

Luces encendidas y cierto movimiento, me refiero, a la distancia.

Incluso, alguna vez, más de noche, pasé por el lugar y noté que seguía ocurriendo lo mismo.

Era una oficina que no paraba, me dije.

Pro claro, eso no aclaraba del todo el asunto así que decidí ir al edificio a buscar información.

Fui varios días y en distintos horarios, logrando consultar a tres conserjes que no supieron darme la información.

Tras esto, decidí ir yo mismo al último piso, donde se veían esas luces.

Para esto, entré con un grupo de personas al ascensor, y apreté el botón del piso más alto.

Mientras subíamos escuché a un par de oficinistas hablar sobre un personaje que al parecer había dejado de trabajar con ellas.

-Ojalá ahora se dedique a buscar su propia vida -decía una- Y no se invente historias donde no las hay.

-Yo creo que nunca lo va a hacer –dijo la otra-, se nota que es de esos que prefiere mirar fuera que dentro de sí mismo.

Segundos después ellas se bajaron y llegué al último piso.

Estaba solo en el ascensor, en ese instante.

Entonces, la puerta se abrió y luego se cerró, sin que yo diese ningún paso.

Finalmente, decidí apretar el botón del primer piso, e irme del lugar.

martes, 17 de octubre de 2017

M. y F. se van a vivir al sur.


I.
M. y su esposa F. se van a vivir al sur. Él tiene unos ahorros y ella es buena administrándolos. Ninguno de los dos trabajará por al menos un par de años. Plantarán algunas verduras. Comprarán unas gallinas y él pescará de vez en cuando. M. piensa escribir un libro aunque sin apuro. F. quiere volver a pintar con acuarela, como cuando era joven. No tuvieron hijos y ya no pueden tenerlos. Aunque tampoco los querrían en todo caso. Su casa está alejada del pueblo y tiene un par de árboles frutales. No sé qué otro dato significativo mencionar sobre ellos, salvo que parecen simpáticos.

II.
F. deja a M. pasado un año. Él no logró escribir un libro y ella se aburrió del clima, de las gallinas y hasta del descanso. Una amiga le ofrece un trabajo en una biblioteca y entonces se vuelve a Santiago. No se separan legalmente, pero al menos quieren tomarse un tiempo largo. Una vez que F. se va, M. descuida las verduras y a las gallinas que tenía las matan unos gatos. M. calcula que le queda dinero para otro año si sabe cuidarlo. Finalmente, tras seis meses vuelve con F., a su casa en Santiago. Ella dice que aún lo quiere y todo vuelve a ser un poco como antes. Solo son un par de años más viejos y el sueño que tenían no ha funcionado.

III.
Antes comenté que a sus gallinas las mataron unos gatos. Las gallinas no tenían nombres, pero los gatos se llaman Bob y Juan José y eran de un vecino con el que apenas M. cruzó algunas palabras. Antes de volverse a Santiago, por cierto, M. pensó en matar a aquellos gatos. Ideó un par de planes y hasta compró un poco de veneno que pensó en mezclar con algo de comida. Y claro… no lo mató finalmente y de cierta forma eso le hizo bien. Se sintió como si les hubiera salvado la vida, me refiero. Tal vez por eso todo está mejor, desde entonces.

lunes, 16 de octubre de 2017

Ella lloraba y yo no.


Nos juntamos para hablar, pero yo no quería decir nada.

No por molestia ni desgano, sino más bien por no dañar.

Intenté explicarlo, pero no pude y me encontré entonces frente a ella, sin más.

Estaba alterada y me acusaba de cosas que yo ni siquiera comprendía.

Tal vez ella tenía razón, pero sinceramente no la comprendía.

Luego pasó de estar molesta a llorar y recuerdo que también, en un momento, quiso tomarme las manos.

Yo no reaccionaba y recuerdo que miraba, mientras me hablaba, un vaso que estaba sobre la mesa.

Sé que suena mal, pero lo cierto es que no sentía nada por ella diferente a lo que podía sentir por aquel vaso.

Y es que podría haber tocado con cuidado aquel vaso y lavarlo y hasta secarlo con cariño, pero no hubiese dejado por eso de ser un vaso.

Entonces ella comenzó con las preguntas.

Las decía como acusaciones, aunque yo no tenía nada que ocultar.

Una de esas preguntas apuntaba a lo que yo sentía.

Y claro, yo no supe qué decir salvo confesar que no sentía nada.

No sé qué pasó, le dije, pero ya no siento nada.

Recuerdo claramente que entonces ella me miró, y estoy seguro que comprendió que era cierto.

Me gritó unas cosas y finalmente se fue, corriendo y llorando de aquel lugar.

Confieso, por cierto, que nunca he podido sentirme culpable de aquello, aunque lo he intentado.

Por otro lado, siempre que veo un vaso como el de aquel día la recuerdo, y me pregunto dónde se fueron esos sentimientos.

domingo, 15 de octubre de 2017

La locura es sin molinos.


I.

La locura no es locura si ha de requerir molinos.

Eso es más bien problemas de visión o una fiebre cualquiera.

En cambio, los gigantes de la locura están ahí desde siempre.

No necesitan disfraz, ni soporte ni material alguno.

No requieren del trueno para lanzar sus gritos.

No hacen uso de la muerte para causarnos dolor o derrotarnos.

Y es que el corazón palpita y ruge bajo los pies del loco.

Y el mundo mismo en que habita, es el mayor gigante.


II.

¿Qué habría visto Sancho de no ver molinos?

¿Qué habría visto Sancho de no inventarlos?

Digamos entonces que los molinos existen para el cuerdo.

Para que no se derrumbe el mundo del que observa de cerca la locura.


III.

Por la noche salen cuadrillas de hombres a plantar molinos.

Donde hay un espacio libre ellos van y colocan uno.

Su tarea es importante, pues lo que hacen, en el fondo, es rellenar las grietas.

Llenar de pilares el mundo para que este no se venga abajo.

Y es que es preferible la locura tibia a la manifestación verdadera.

Así no vemos al gigante, ni vemos tampoco la locura.

Nada ha de cambiar, por tanto, si no quemamos los molinos.

O si no atacamos, sin contemplación, al hombre que los planta.

sábado, 14 de octubre de 2017

Insensible.


-El problema de ella –me dijo-, es que hacía exactamente el mismo ruido cuando lloraba que cuando reía… con los mismos gestos incluso… y claro… yo nunca entendía nada y luego ella me acusaba de insensible y comenzaban los problemas…

-¿Pero no podías adivinar a partir de lo que hubiese pasado antes, al menos? –pregunté.

-¿Cómo?

-Ya sabes… -me expliqué-, si están viendo una película triste, por ejemplo, y de pronto la ves con esos gestos, podrías deducir que está llorando…

-No resultaba –señaló-. Una vez veíamos a un cómico y la vi de esa forma y pensé que reía, obviamente… por lo que reí con ella…

-¿Y no reía?

-Para nada… -comentó, algo molesto-. Resultó que lloraba porque los chistes eran demasiado crueles… y uno resultaba entonces nuevamente insensible… doblemente insensible, incluso…

-Pues lo lamento…

-Sí… -dijo mientras se servía otro trago-. Puede no servir de nada, pero al final lamentarse era lo único que podía hacerse…

-¿Nunca lo hablaron con algún especialista?

-No… quedamos de ir alguna vez, pero ella insistía en que era cuestión de sensibilidad, de compartir experiencias… de comprender cómo se sentía…

-…

-Y yo lo intentaba, sabes… De verdad lo intentaba, pero no se podía adivinar con ella…

-¿Terminaron, entonces? –pregunté.

-Sí –me contestó-. De un día para otro… Lo peor es que tampoco me di cuenta. Se fue sin decir nada, nada más…

-Una pena –dije entonces, por decir algo.

-No sé bien si es una pena –señaló-, digamos que tampoco sé si reír o llorar cuando lo pienso…

-…

-¡Salud por eso! –dijo entonces, dando fin a la conversación.

-Salud – dije yo.

viernes, 13 de octubre de 2017

Un vaso con agua.


Hace muchos años trabajé unos cuantos días de conserje, en un edificio.

Una de las cosas que me ocurrió esa vez, fue que encontramos un muerto.

Una mujer mayor que vivía en el segundo piso a quién debimos abrir la puerta, con carabineros y una sobrina.

Yo había visto a la mujer la noche anterior, volver de unas compras, caminando lento.

Nos saludamos apenas y ella subió a su cuarto, como de costumbre.

Por eso la sobrina se asustó en la mañana cuando su tía no habría ni contestaba las llamadas.

Y claro, la sobrina llamó entonces a carabineros y me pidieron ser testigo de lo que pudiese ocurrir.

Lo primero que recuerdo es que cuando abrimos la puerta, la bolsa de copras estaba sobre una mesa en la cocina.

Como detalle, no he olvidado que se alcanzaba a ver una lechuga saliendo de esa bolsa.

Ya en la habitación encontramos muerta a la mujer, acostada, como si durmiera.

Un carabinero se percató que no tenía pulso, la sobrina lloró y poco después llamaron a un médico, para que certificara lo ocurrido.

En lo personal, si soy sincero no recuerdo muy bien la situación, ni a la muerta en sí.

Solo tengo en la memoria la imagen de la bolsa con la lechuga y un vaso con agua que estaba sobre el velador, a un costado de la cama.

De seguro la mujer lo había dejado ahí, esa misma noche.

Y es que no sé bien qué pasó, pero recuerdo haber querido beber esa agua.

No lo hice, por supuesto, pero recuerdo que eso es lo que pensaba.

En el libro de novedades anoté que había muerto la mujer del 210 y que esperábamos al médico.

Entonces firmé el libro y entregué el turno, mientras la sobrina y el carabinero esperaban la llegada del doctor.

Cuando tengo sed, hasta el dia de hoy, siempre recuerdo ese vaso, sobre el velador.

Tal vez debí haberlo bebido, en ese entonces.

jueves, 12 de octubre de 2017

Prórroga.


I.

Prórrogas.

Solicitas prórrogas.

Siempre piensas que es la última, pero descubres luego que hay más.

Y claro… también descubres que en el fondo siempre existió una.

Solo una, me refiero.

Reiteradamente una.

La gran prórroga, podríamos llamarla.

La prórroga eterna, incluso…

Pero claro… ocurre que ni tú ni yo somos dados a los adjetivos.

La prórroga, decimos entonces, nada más.

Eso es lo que decimos.


II.

No solo es tiempo, sin embargo.

El contenido de la prórroga, digamos.

No solo es tiempo.

Y es que algo hay que perseguir, con la prórroga.

Un objetivo, entonces, que también está dentro.

Un plazo extra, contenido.

Y hasta incluso un para qué.

Dicho esto, no da miedo perseguir, si lo pensamos.

Si honestamente lo pensamos.

Lo que asusta es más bien no perseguir.

Dejar ir y que entonces la prórroga no sirva de nada.

Tiempo extra, digamos, sin un objetivo definido.

Dejar ir una y otra vez, entonces
algo que ni siquiera supimos,
que estuvo con nosotros.

Eso es lo que da miedo.


III.

La prórroga, decíamos.

Buscamos la prórroga cómo si dentro estuviese el día.

El día después, pensamos, del que no vivimos hoy.

El día del mañana, entonces.

De hecho,
en una galleta china nos salió ese mensaje,
si recuerdas.

Mañana será otro día, decía ese mensaje.

Pero claro… aprendimos que todo era una mentira.

Todo aquello que no se refería al hoy.

Y es que mañana será siempre el mismo día, mientras lo veamos de esa forma.

Con la prórroga al menos fuimos aprendiendo eso.

Bendito y maldito aprendizaje.

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