martes, 28 de febrero de 2023

El enfermo va al doctor, no el doctor al enfermo.


I.

Usted no entiende, me dijo, el enfermo va al doctor, no el doctor al enfermo.

¿Por qué?, le pregunté.

Porque así lo eligió el doctor. Esa es nuestra forma de trabajo.

¿Y adónde va el doctor, entonces?, pregunté .

No lo entiendo, me dijo.

Si no va donde el enfermo, ¿a dónde va el doctor cuando va a algún sitio?, aclaré.

No sé dónde va, me contestó, molesto. Solo sé que viene acá a las 9 y trabaja hasta las 2. ¿Le reservo alguna hora?

No, le dije. Muchas gracias. Ya me siento un poco mejor.



II.

No fui al doctor, finalmente.

No es que rechace que me examinen, pero sí me opongo al procedimiento.

En cambio, esperé que se pasasen las molestias simplemente.

Después de todo, siempre disminuyen, con el tiempo.

Incluso el dolor más álgido, decae un poco, sin que te des cuenta.

No desaparece, es cierto, pero supongo que al menos te acostumbras.

No es necesario ser doctor, para saber eso.


Como tratamiento, me bastó con repetir unas frases, cada vez que el dolor volvía:

Bienaventurados los enfermos que se apegan a la lógica.

Sus creencias son más firmes que la enfermedad que los afecta.


Si funcionó o no, sin embargo, es algo que guardo para mí.

Todo lo demás lo comparto.

Que nadie, sin comprender, se le ocurra seguir mi ejemplo.

lunes, 27 de febrero de 2023

Cables de luz.


I.

Cables de luz.

Eso dicen.

Molestan a la vista los cables de luz.

Recién despierto y dos personas en la puerta me hablan sobre los cables de luz.

Explican cuestiones de seguridad, de plusvalía y de estética.

Luego piden mi firma extendiéndome un papel.

Hablan de reuniones, de generar compromisos, de gastos compartidos y de considerar todo como una inversión.

Cables de luz, dijeron ellos, nuevamente.

Volvieron a extender el papel.

Ese es el problema.



II.

Firmé.

Para regresar al interior de la casa, firmé.

Preparé café.

Le agregué leche.

Me senté un rato.

Observé por la ventana los cables de luz.

Y junto a ellos otros cables, por supuesto, pero iban todos en el paquete.

Quieren sacar los cables de luz, me dije.

Luego hacer que ellos vayan bajo tierra.

E intenté discernir si aquello era algo bueno o algo malo.



III.

Me dormí en el sillón.

Todavía no eran las diez.

Había puesto un disco de los Beach Boys.

Uno no oficial, lleno de fragmentos y canciones desechadas para otros álbumes.

Escuchándolo me dormí.

Soñé, por supuesto, con cables de luz.

Con verdaderos cables de luz.

Hilos, digamos, casi invisibles.

Estaban en todas partes.

No me atrevía a moverme para no cortarlos.

Ni para tocarlos, en realidad.

Algunos de ellos estaban conectados a mí y al resto de las cosas.

Todo estaba conectado a través de cables de luz.

Incluso tú, querido lector, estabas conectado.

Era un buen sueño, aunque en mi descripción no lo parezca.

Cuando desperté, el disco de los Beach Boys todavía no había terminado.



IV.

En la última canción del disco Brian Wilson da indicaciones a los otros mientras interpretan y transforman una canción de los Rolling Stones.

Uno de eso temas suaves, que no llegaron a ser tan conocidos.

Por la ventana, observo a algunos pájaros parándose sobre los cables.

Ellos también observan en mi dirección.

Soy bueno para reconocer señales, pero nunca he logrado descifrar su significado.

Tal vez no lo tengan, por supuesto.

Vuelvo entonces a pensar si eso que me ocurre es algo bueno o algo malo.

Por supuesto, no llego a conclusión a alguna.

Y tú, por supuesto, tampoco sabes de qué hablo.

domingo, 26 de febrero de 2023

Doce detectives grises.


Doce detectives grises.

Doce detectives grises hay en la ciudad.

No fueron blancos, antes, como dicen.

Mienten, simplemente, para conseguir pistas.

Para resolver un crimen, intentan engañarnos.

Mienten, en definitiva, para ganarse la vida.

Apenas para eso.

Y para resolverla también, como si se tratase de otro caso.

Doce detectives grises.

Doce detectives en una ciudad que también es gris.

Todos tienen nombres que ellos mismos se han inventado.

Nombres grises que les sirven, suponen, para generar confianza.

Puede que lo logren, incluso, en ocasiones.

Y es que a primera vista parecen nobles, esos detectives.

Ellos mismos piensan, probablemente, que tienen ideales.

Cobran, sin embargo, por aquello que hacen.

Cada uno de los doce cobra, de hecho, una cifra distinta.

No importa aquí si es elevada.

Encuentren o no lo buscado, ellos cobran.

Incluso si no resuelven el caso que les fue asignado.

Doce detectives grises.

Doce detectives rondan por la ciudad.

Y cada uno de ellos se encuentra armado.

Portan permiso para ello y parecen orgullosos, al mostrarlo.

Solo tres de ellos, sin embargo, llegarán a disparar su arma.

Y uno de estos últimos, apenas contra sí mismo.

Si no falla, por cierto, necesitaremos un nuevo detective.

Así es como ocurre siempre.

Puedo demostrarlo, si lo desean.

Llevo cuenta de todo.

Las cifras nunca existen al azar.

sábado, 25 de febrero de 2023

Nadie quiso acompañarme a Optina.


-Mi caso es distinto -dijo-. Nadie quiso acompañarme a Optina.

Esa fue la última frase de una larga conversación que había escrito en un relato que perdí, y del cuál he encontrado estos días la última hoja.

En dicha hoja, hay un par de párrafos y la parte final de un diálogo que al parecer venía desarrollándose desde antes.

Los personajes que hablan son de género masculino, al parecer de edad avanzada, pero no recuerdo quienes son ni identifico otras características.

Ninguno de ellos es el narrador, que de todas formas parece ser un personaje que está presente al momento de desarrollarse esa conversación (de la cuál no participa).

He intentado recordar de qué iba ese relato, pero no lo consigo.

Cuando se menciona a Optina, por cierto, en el relato, se hace referencia a un antiguo monasterio, al cuál habrían ido en momentos cruciales algunos importantes escritores rusos, entre ellos Tolstoi y Dostoievski.

De todas formas, no creo que en el relato se haya hablado de ello, mayormente.

Recuerdo que leí, probablemente en esa época, unas cartas de Soloviov, el teólogo que acompañó a Dostoievski al monasterio de Optina, luego que el hijo pequeño de este último muriese antes de cumplir los tres años.

En esas cartas, Soloviov menciona tangencialmente aspectos de ese viaje, describiendo por momentos a Dostoievski y comentando brevemente algunas conversaciones que sostuvieron.

Eso es, al menos, lo que recuerdo.

Ahora, sin embargo, me encuentro ante esa hoja final de un relato que he perdido y olvidado y que, extrañamente, no deja de inquietarme.

Y es que la voz de ese personaje a quien nadie quiso acompañar, parece lanzar una acusación que me hace sentir, de cierta forma, culpable.

Nadie quiso acompañarme a Optina, me digo entonces, antes de botar aquella hoja.

Pero mi caso es distinto.

viernes, 24 de febrero de 2023

Gente que habla de sus hijos.


Gente que habla de sus hijos.

Siempre encuentras gente que habla de sus hijos.

Aunque no quieras, los encuentras.

De hecho, puedes reconocerlos incluso antes de que hablen.

Basta con estar atentos y observar con disimulo.

Sus movimientos, sus gestos… la forma en que se posicionan, ante los otros.

Yo a veces hago apuestas, con amigos, antes de que hablen.

No solo acierto a que hablarán de sus hijos, sino que identifico, por ejemplo, el número de ellos.

Sus edades, sus logros, su género.

Las injusticias a las que han sido sometidos y, claro está, sus supuestas virtudes.

Este, de hecho, suele ser el centro de las apuestas.

Generalmente no lo cuento, pero una de las claves es su tono de voz.

El tono y el punto en que fijan la vista cuando comienzan a hablar de ellos.

Entonces yo los observo.

Descubro, en primera instancia, lo que no son sus hijos.

A veces, de paso, me detengo en su desencanto.

Y los descubro, ante todo, hablando de sí mismos.

Y es que suelen ser egoístas los que hablan de sus hijos.

Egoístas y cobardes, como la mayoría de nosotros.

Generalmente me apena escucharlos.

Algunos incluso, ni siquiera tienen hijos.

Todos mienten, sin embargo.

Incluso los que tienen, me refiero.

Así y todo, no los culpo.

Es entendible, después de todo, si lo pensamos un poco.

Yo, al menos, intento comprenderlos.

Actúan así porque entienden mal lo que es el amor.

Eso es lo que me digo.

Y porque no hay nadie que haya hablado, en nuestra vida, verdaderamente de nosotros.

jueves, 23 de febrero de 2023

Una cabeza dentro de otra cabeza.


Una cabeza dentro de otra cabeza.

Lo descubrimos por casualidad.

Se la había partido luego que le cayera una estructura metálica y sangraba profusamente.

Mientras llegaban de emergencias intentamos limpiar la herida.

No solo vimos un corte en la superficie de la piel, sino que apreciamos cierta separación en el hueso.

Yo no lo aprecié en primera instancia, pero otro de nosotros sí.

Dijo que le parecía haber visto un ojo dentro de la cabeza que intentaba mirar fuera.

Obviamente no se trataba de un chiste, pero tampoco podíamos tomar aquello seriamente.

Asumimos, por tanto, que era una imagen producto de la tensión.

Sin embargo, sorprendidos por la extraña observación, algunos intentamos mirar dentro.

El herido, mientras tanto, apenas estaba consciente y no comprendía qué es lo que investigábamos.

Como seguía sangrando resultaba difícil mirar dentro.

De todas formas, el que había visto el ojo dentro consiguió sacar una foto, con su celular.

La amplió hasta el punto que a todos nos pareció incuestionable.

No era solo un ojo, sino otro rostro el que había dentro.

Otro rostro en otra cabeza.

Y parecía querer salir desde donde estaba.

Mientras intentábamos separar el hueso para ver mejor llegaron los de emergencias.

No le dijimos nada del asunto, pero ellos nos miraron como si sospechasen algo.

Tal vez todos teníamos otra cabeza dentro, pensé, pero era algo que debía mantenerse en secreto.

Llenamos los formularios y declaramos brevemente ante un par de carabineros que llegaron junto con la ambulancia.

Ninguno de nosotros mencionó lo que había visto.

El de la cabeza abierta estuvo unos días internado, pero al final quedó como antes.

Además, nunca llegó a saber lo que vimos dentro suyo.

De hecho, nosotros mismos -los que habíamos visto-, no volvimos a hablar sobre aquello.

Y es que se vive mejor, supongo, de esa forma.

miércoles, 22 de febrero de 2023

Llegó a la cumbre, pero perdió dos dedos.


Llegó a la cumbre, pero perdió dos dedos. Él estaba conforme. Le pareció un buen canje. Además, no era difícil encontrar prótesis de calidad hoy en día. El precio había bajado bastante en las últimas décadas. Si le hubiese ocurrido veinte años atrás habría sido una tragedia. No solo por el dinero y calidad de las prótesis sino porque en ese tiempo tenía todavía muchos planes. Muchas cumbres que pretendía escalar. Entonces, la pérdida de dos dedos podría haber supuesto un fin anticipado a sus nuevos proyectos. Ahora, en cambio, lo más probable es que aquella hubiese sido de igual forma su última cumbre alta. Con pérdida de dedos o no, me refiero. Así lo había decidido incluso antes de subir. Luego de esa cumbre solo existían proyectos que iban en descenso. Cumbres menos peligrosas que se irían haciendo cada vez más bajas. Así lo había planeado, desde antes. No escalar a medias una montaña alta, como le habían recomendado, sino ir logrando cumbres igualmente, pero de montes más bajos y menos escarpados. Había estudiado varias y ya tenía una lista de las siguientes cuatro. Había incluso conseguido mapas y estableció posibles rutas. Si no ocurría nada raro y se cumplían sus fechas y pronósticos podría incluso hacer otras tres más -luego de esas cuatro-, antes de retirarse. Luego ya era difícil proyectar. Resultaba ingenuo, incluso, de su parte. De todas formas, él aseguraba que estaba conforme. Que todo había ido bien hasta el momento y que sus proyectos nunca fueron formas de huida, como algunos acusaban. Yo también perdí, les diría, cuando volviesen a plantearle aquello. Perdí incluso dos dedos, les diría. Y nadie podría poner en duda, ahora, aquel argumento.

martes, 21 de febrero de 2023

Variaciones.


I.

Aquel que está herido perderá la lucha, es cierto.

Pero aquel que triunfe, sin duda, resultará herido.

Lo hieran o no, resultará herido.

Todo es algo así como un ciclo, cuando hablamos de lucha.

Y también es así, ciertamente, cuando hablamos de otros temas.



II.

¿Habla usted de otros temas?

Yo, por mi parte, debo reconocer que siempre hablo de lo mismo.

No digo lo mismo, es cierto, y a veces me contradigo.

Pero el tema, al menos, resulta invariable.

Piénselo un instante y dígame qué piensa: ¿habla usted de otros temas?



III.

Según mi teoría, todos hablan siempre sobre un mismo tema.

Sin saberlo incluso: solo hacemos variaciones.

Por ejemplo, hace décadas,
me emocionaba escuchar las variaciones que hizo Rachmaninov
sobre un tema de Paganini.

Aunque resultaba empalagosa, era algo que me emocionaba.

Hoy, probablemente, ya no podría detenerme a escucharlas.



IV.

Ocurre como con la lucha, a fin de cuentas.

Salvo que los dos estén heridos, sabemos el resultado de antemano.

Y es que aquel que está herido, perderá la lucha, es cierto.

Pero alguien debe también debe ser declarado ganador de la contienda.

Tal vez si escuchase solo el piano, por ejemplo, y retirase la orquesta, pienso ahora…

Pero no.

¿Habla usted acaso, de otros temas?

lunes, 20 de febrero de 2023

Billetes falsos.


Durante años junté billetes falsos.

Llegué a reunir, de esta forma, una buena cantidad.

De distintas cifras, calidades, materiales y países.

Aun así, no me atrevo a llamarlos “colección”.

Con los primeros me engañaron, es cierto.

Me enojé incluso, cuando ocurrió.

Así llegué a tenerlos.

Con el tiempo, sin embargo, fui yo el que me dejé engañar.

Voluntariamente, me refiero.

Es chistoso cuando lo piensas: aprendí a engañar para ser engañado.

No lo es, por supuesto, pero parece un juego de palabras.

Ahora, en todo caso, ya ni siquiera distingo diferencias.

Entre los billetes sí… no hablo de eso.

Lo que no distingo es aquello que está más allá de los billetes.

Algo que podríamos llamar “la fuente original del engaño”.

En eso pensaba, supongo, cuando me dedicaba a observarlos.

Siempre distanciados unos de otros, pues no me gustaba verlos en conjunto.

Después de todo, cada uno de ellos era falso de una forma diferente.

Y debiese haber tenido, por lo mismo, un valor diferenciado.

De esa forma, al observarlos, me veía a mí mismo como un tasador de billetes falsos.

Pero no a partir del billete en sí, como decía antes.

Mis referencias, aunque abstractas, siempre fueron otras.

Más puras, según mi parecer.

Escasas.

Incuestionablemente verdaderas.

domingo, 19 de febrero de 2023

Debiesen obligarnos a elegir.


Debiesen obligarnos a elegir. Para saber quiénes somos debiesen obligarnos a elegir. No porque la elección revele o permita descubrir nuestra naturaleza -que no es tal-, sino muy por el contrario: para ir tanteando quiénes somos y desechando -idealmente-, lo que no. He reflexionado sobre esto. Lo he analizado tantas veces que incluso puedo aventurarme a dar cifras. Esta es mi cifra: una vez al día debiésemos hacer una elección. Sé que tomamos más, pero tal vez confundimos entre nosotros el término y no estamos hablando de lo mismo. En otro tiempo yo mismo podía discutir esa cifra diciendo que a cada instante elegimos, por ejemplo, no estar muertos. Es decir, elegimos todo el tiempo -si somos conscientes, al menos-, no poner fin a nuestra existencia. Sin embargo, con el tiempo he comprendido que esa no es necesariamente, una elección. Pueden creerme, si así quieren, aunque no comprendan. Yo mismo, muchas veces, no me comprendo del todo. E igual avanzo, aunque no comprenda. Llegado a este punto, podría decirles que un ejemplo certero de la elección a la que apunto podría ser el ser honesto o no durante el día que elegimos. Sin matices. Serlo o no serlo, simplemente, para distinguir la diferencia. Para aprenderla, digamos, y luego hacernos cargo. Eso, al menos, debiesen obligarnos a elegir. Con eso bastaría, según mis cálculos.

sábado, 18 de febrero de 2023

Larry.


Encuentro chistoso el nombre Larry. Y por añadidura -aunque injustamente, lo sé-, a las personas que llevan ese nombre. Solo por llevarlo, me refiero. No por sus características.

Antes me pasaba lo mismo con los Jerry, pero como la mayoría de los Jerry que conocía eran similares (por lo general coreanos o chinos que habían adoptado ese nombre), poco a poco eso fue perdiendo su gracia.

Con los Larry no ocurre lo mismo. De hecho, los Larry suelen ser muy distintos unos de otros -al menos desde mi experiencia-, aunque debo reconocer que coinciden en general por su gran tamaño y altura. De hecho, no creo haber conocido a un Larry adulto que pesara menos de noventa kilos.

El último Larry que conocí estaba de paso en una ciudad pequeña del sur de Chile. Una ciudad costera, por cierto. Hablé con él hace unos días, durante mis vacaciones. Me encontré con él dos o tres veces -la tercera no estoy seguro que fuera él- mientras caminaba por la parte más alejada de la playa, cerca de un grupo grande de rocas.

Fue él quien habló primero, preguntándome si venían otros tras de mí, pues no le gustaba encontrarse con gente. Estaba sentado en una roca, con los pies metidos en el agua, un sombrero extraño que no me dejaba ver bien su rostro y una especie de impermeable delgado que le cubría el resto de su cuerpo. Por supuesto, era muy grande y tenía un acento extranjero, como los otros Larry que acostumbro conocer.

No hablamos mucho esa primera vez. Apenas contestó a mis preguntas con referencias vagas y decidí mejor no molestar, regresando rápidamente. Esa primera vez, por cierto, aún no sabía que se llamaba Larry, y todo, de hecho, me había parecido un poco más serio, tal vez por ese mismo desconocimiento.

Fue la segunda vez cuando me dijo su nombre y todo me pareció desde entonces un poco más alegre y liviano. Yo también le dije el mío y supongo que hablamos con confianza. Yo no esperaba encontrarlo, pero estaba en el mismo lugar que la primera vez, incluso con la misma indumentaria, a pesar de haber pasado tres días desde el primer encuentro.

Esa vez, me contó sobre sí mismo una gran cantidad de historias. Si no se hubiera llamado Larry y no hubiese estado vestido de esa forma, puede incluso que algunas hubieran podido considerarse tristes, pero al llamarse Larry todo me pareció entonces parte de una rutina cómica y yo sonreía igualmente cuando él contaba cada una de sus aventuras o tragedias. Puede que hasta me riera en voz alta de alguna de ellas.

Fue debido a esto, supongo, que Larry pareció ofenderse en algún momento. No molesto en todo caso, más bien por no comprender mis reacciones ante lo que me contaba.

-Disculpa -le dije en un momento-. Es difícil de explicar, pero tu historia me llega a través de una especie de filtro que hace que todo me parezca más alegre, como hechos ya pasados de los que ahora nos reímos…

-¿Una especie de filtro? -preguntó Larry.

-Sí, una especie de filtro -le expliqué-. No te enojes, pero es tu nombre… Sé que es estúpido, pero desde que sé que te llamas Larry no puedo dejar de escucharte u observarte sin que todo pese un poco menos y sea chistoso de alguna forma…

Él se quedó en silencio.

-No chistoso de mala forma -le dije-, es solo que al llamarte Larry todo parece un poco distinto, como si se iluminase una zona oscura donde la oscuridad era lo que te daba miedo… No sé explicarlo, pero supongo que me alegra que las desgracias que cuentan sean en pasado y la luz ahora sea distinta…

-También hay desgracias actuales -me interrumpió.

-Sí -acepté-, pero es mejor pensar que en el futuro serán pasadas y todo andará bien si te llamas Larry… Créeme, toda desgracia habrá sido parte de una broma y te reirás de ella.

No me dijo nada tras esto, pero me pareció que había comprendido mi punto. Y hasta lo aceptaba, de cierta forma.

Cuando nos despedimos, esa vez, me confesó que él mismo se había nombrado Larry hacía varios años, pero que no era su nombre original.

-Igual tú eliges cuál es el verdadero -le dije, a modo de conclusión, mientras me alejaba de aquel sitio.

Días después, cuando ya regresaba a Santiago, me pareció verlo a la distancia por tercera vez. Pero eso es parte de otra historia.

viernes, 17 de febrero de 2023

Vamos a ver, le dije.


Vamos a ver, le dije.

No a vernos, si no a ver.

Fuera de nosotros, le aclaré.

Tampoco a observarnos uno al otro.

Vamos a ver qué ocurre, fue lo que le dije.

Exactamente fue eso, ahora que recuerdo.

Entonces, ella me miró extraño.

Había comprendido, pensé.

Había comprendido y tal vez por eso me miró extraño.

Yo le respondí la mirada y luego la desviamos más o menos al mismo tiempo.

La redirigimos, digamos.

Y claro, fue recién entonces que vimos.

O sea, miramos en direcciones opuestas, en principio.

Luego pasó un rato.

Y recién entonces vimos.

Todo esto, por supuesto, sin planearlo.

Sin planearlo juntos, me refiero.

O al menos, sin planear lo mismo.

Así fue como ocurrió, puedo jurarlo.

No sé bien por qué, pero podría jurarlo.

No se bien por qué cosa juraría, me refiero.

Disculpen si confundo, al decirlo así.

Pero así hablo yo cuando algo digo.

Seguro estoy en todo caso que el que desea entender, entiende.

¿Quieren saber más?

Pues bien:

Ocurre que después de esto, no hablamos de lo que vimos.

O no necesitamos hablarlo, más bien.

Era innecesario hacerlo, pensé yo, al menos.

Ella no sé por qué calló.

Recuerdo que no se veía triste, pero yo comprendí igualmente que sí lo estaba.

Soy bueno para esas cosas.

Mi tristeza, sin embargo, no sé si ella la comprendió.

jueves, 16 de febrero de 2023

Una mujer se queja.


Una mujer se queja por el olor que hay al interior del metro. Lo hace apenas entra al vagón. Va junto a su hijo que es pequeño. Siete u ocho años, calculo. El metro va repleto, por supuesto. Es la hora de regreso a casa de la mayoría de los trabajadores. Yo también, por cierto, soy uno de ellos.

-¿Qué olor, mamá? -pregunta el niño.

-El olor de las personas -dice la madre, sin preocuparse porque los demás la oigan.

Un par de jóvenes, de hecho, la mira con desagrado. Creo que comentan algo sobre ella, pero en un volumen no muy alto, por lo que no alcanzo a comprender. Los demás se desentienden o probablemente ni siquiera escucharon.

Pasan un par de estaciones. La puerta se abre la gente del exterior no logra ingresar pues todo, como siempre, va repleto. Y no baja nadie por lo general hasta la última estación, que es de combinación.

Es entonces cuando -ya cerca de la estación final-, observo al niño que permanece en silencio, pensando probablemente en lo que le ha dicho su madre. En el olor de las personas, me refiero. No solo en lo que son, digamos, sino en lo que sale de ellas. En algo que nunca, por más que crezca, llegará a comprender.

Las puertas vuelven a abrirse y luego se cierran.

Esta vez bajé yo.

Y aquí estoy, esperando.

miércoles, 15 de febrero de 2023

Lo que le contó una amiga.


Ella tenía una amiga que le contó que, cuando apenas era una recién nacida, la había secuestrado un mono. Era hija de una fotógrafa que estaba trabajando para una revista, en África y había dado a luz en un hospital que colindaba con unos grandes árboles desde los cuales descendió un mono, se metió por la ventana y se la llevó sin que nadie pudiese evitarlo. Según la historia, la madre de la amiga y varias enfermeras comenzaron a suplicarle al mono para que la devolviese, pero el animal se limitaba a observarlas, con el bebé en brazos, parado en la rama más alta que pudo encontrar.

Finalmente, tras varios minutos, el mono había descendido del árbol y tras oler a la recién nacida la depositó con cuidado en el césped y volvió a alejarse entre los árboles.

-¿Entonces solo la secuestró el mono unos minutos? -pregunté.

-Sí, solo unos minutos -dijo ella.

-¿Y supongo que ella solo repite la historia pues no creo que recuerde nada si era una recién nacida?

Ella asintió, observándome con recelo.

-No entiendo por qué preguntas de esa forma -dijo entonces ella.

-No sé -le dije-. Disculpa si te molesta, tal vez es solo mi manera de ver las cosas…

-Pues no es esa la forma correcta de verlas -me interrumpió, molesta-. Las cosas ocurren así, simplemente. Una acción junto a otra pues si no las cosas se descarrilan. El mundo no es arte, sabes. La vida no es arte… Y el espacio entre las acciones y las cosas hacen que todo se desarme, que se pierda el sentido…

-No has entendido el punto -dije yo, excusándome.

-Lo he entendido perfectamente -dijo ella.

Nos quedamos en silencio.

La situación era incómoda.

Entonces decidí pensármelo un poco. Por si acaso tenía razón.

martes, 14 de febrero de 2023

No anida en el pasado, la derrota.


No anida en el pasado, la derrota.

De hecho, no anida en ningún sitio.

Les contaría sobre ella, pero no lo siento válido.

En cambio, les hablaré sobre algo que pensarán que me invento.

De esto les hablaré, en reemplazo:

Una vez vi un pájaro caer a tierra.

Sin disparo de por medio.

Como si hubiese olvidado volar o se hubiese dormido de pronto.

Cayó lejos de mí, pero fui hasta él.

Estaba muerto, sin duda, pero no destrozado.

Había caído desde una altura que no era suficiente, para ello.


Es extraño, pero ahora que lo cuento no recuerdo que pájaro era.

Iba a describirlo, de hecho, y me quedé en blanco.

Incluso, forzando la memoria, me parece confundir su aspecto con el rostro de un humano.

Yes confuso entonces hablar sobre aquello.

Y posiblemente peligroso.

Vuelvo mejor a la derrota que mencionaba en un inicio.

No para hablarles sobre ella, pero al menos, para alejarme de aquel pájaro.

Luego cambio la derrota por otra cosa cualquiera.

No hago diferencias pues de igual forma, como con el pájaro, creerán que me lo invento.

Guardo para mí, entonces, la verdad. Y la protejo.

Y comienza así otra historia.

Otras palabras que hoy ni siquiera agrego.

Sobre el fuego está la olla y parece vacía.

¿Tienen miedo de acercarse para ver lo que hay dentro?

lunes, 13 de febrero de 2023

Alguien se fugó de mi prisión.


Alguien se fugó de mi prisión y no fui yo.

Fue hace unas cuantas noches.

Lo observé nervioso, fingiendo estar dormido.

Tuve miedo toda la mañana, pero nadie se percató.

Ya en la noche, intenté delatarlo, pero se burlaron de mí.

Muchos libros, me dijeron.

Llevas a tu celda muchos libros.

Yo expliqué que no era así.

O sea, sí llevaba libros, es cierto… pero la fuga era otra cosa.

Nada tiene que ver una cosa con la otra, les dije.

Ellos seguían burlándose.

Desde el otro lado de los barrotes ellos se burlaban.

Tal vez salió de uno de tus libros, me decían.

De seguro caben dos o tres en ese, dijo uno de los guardias, apuntando a uno de Foster Wallace.

No es así, les dije, dormía en la litera de abajo.

¡Tú duermes en la litera de abajo!, me gritaron.

No es así, intenté explicar, siempre he dormido en la de arriba.

Es verdad, comentó uno de ellos, recordando. Duerme en la de arriba.

Por un momento me pareció que dudaban.

Puedo decirles el nombre, sus datos, la forma en que escapó... les dije.

Puedo decirlo todo fácilmente.

Pues preferimos no saber, me dijeron, finalmente.

Y cuidado con seguir contando esa historia que luego nos trae problemas, agregaron, amenazantes.

Guardé silencio.

Los observé irse.

Luego observé mis libros.

Tenía tres o cuatro a medio terminar.

Dos que no se dejaban leer y unos quince, aproximadamente, que ya había terminado.

Solo me dejaban tener veinte, por cierto, ahí en la celda.

Al menos no les confesé el procedimiento, me dije, mientras recordaba lo ocurrido.

Volví a leer.

Me sentía un poco torpe.

Ya ves lo que pasa por ser honesto, me decía un personaje desde El rey pálido.

Con otras palabras, tal vez, y no necesariamente a mí, pero eso es lo que decía.

domingo, 12 de febrero de 2023

Algo así como dos condesas era ella.


Algo así como dos condesas era ella.

Yo la reconocí desde un principio.

A veces basta simplemente con mirar.

O tal vez miento, como todos, en el juego.

¡Qué miedo mentir -o mentirse-, cuando la verdad está tan cerca!


Algo así como dos condesas era ella.

Lo sabías desde antes.

Ella misma te lo dijo, sin decirlo.

Fue siempre dos condesas jugando a que era otra.

Olvidando o fingiendo que olvidaba, nadie hay que pueda ya decírnoslo.


Algo así como dos condesas era ella.

Y quien lo diría: ¡a mí con una me bastaba!

Resulta tan claro a fin de cuentas que nadie lo advierte.

Así ocurren siempre las cosas.

Suena el corazón, al latir, pero nadie lo escucha.


Algo así como dos condesas era ella.

Dos condesas que portaba, como cartas, en sus manos.

¡Pero aún si no lo hiciera sería siempre dos condesas!

Ella ve el mar cuando mira hacia mí, pero no lo escucha.

Probablemente no lo reconozca en lo absoluto.


Algo así como dos condesas era ella.

Dos condesas en una, por supuesto.

De esas que al menos evitan la muerte, cuando la porta el asesino.

Pudo no revelarlo, pero finalmente lo hizo.

Algo así como dos condesas era ella.

sábado, 11 de febrero de 2023

Resulta amable.


Resulta amable, cuando el agua cae suave.

Aún incluso si cae bruscamente.

Al menos para mí -aclaro-, resulta amable.

Y es que es amable, en el fondo, que el agua caiga.

No digo sobre mí ni sobre usted, ni siquiera sobre el mundo.

Resulta amable simplemente que el agua caiga.

Que se venga abajo, digamos.

Que su peso la arrastre.

Que su cuerpo de gota la lleve consigo.

Sí: resulta amable cuando el agua cae.

Amable porque se hace presente.

Porque no se deja atrás.

Porque a diferencia de uno se trae siempre puesta.

Porque no sabe sostenerse de algo que no es ella misma.

Porque no se fuerza a colgar del cielo como un ahorcado.

Sin duda es amable el agua cuando cae.

Cuando se dispersa y florece sin importar que se estrelle contra qué.

Cuando no teme disgregarse pues sabe que siempre será ella misma.

Y que tarde temprano volverá a reunirse y caer.

Y ser libre entonces, de la forma más pura.

Aprendamos mejor, del agua.

No a ser agua, pues eso, claro está, nos es ajeno.

Aprendamos más bien a resultar amables.

A caer sin miedo y a llevarnos siempre con nosotros.

Ser amables, entonces, como el agua al caer.

Alguien siempre recogerá el guante.

viernes, 10 de febrero de 2023

En el medio del bosque no hay un árbol.


A pesar de lo esperable, en el medio del bosque no hay un árbol.

Ni en la superficie crecido ni raíz bajo la tierra.

Pueden creerme.

En el medio del bosque hay una rana.

Pequeña, verde y aparentemente inofensiva, la rana.

Una rana que croa, de vez en cuando, justo al centro del bosque.


Nunca se mueve aquella rana.

Es decir, sí se mueve, pero al mismo tiempo está siempre en el mismo sitio.

Salta y cae, por ejemplo, pero no se desplaza.

Así, vive ocupando siempre el lugar que le es propio.

El centro del bosque, digamos.

La verdad que ha sido dicha tampoco se desplaza.


Bendita rana.

Algunos la buscan, solo para comprobar la historia.

No la encuentran, sin embargo, pues el centro del bosque les esquiva.

Culpan al bosque de crecer o achicarse, pero eso no es cierto.

Y saben que no es cierto.

Son ellos los responsables de su propio extravío.


Pobres buscadores de tesoros que no necesitan.

Se encandilan por un brillo cuya naturaleza no comprenden.

No se confundan: el mapa es el correcto.

Las dimensiones no han cambiado en lo absoluto.

Y es justamente por la rana porque no crece el bosque.

Pues si lo hiciera, la rana dejaría sin duda de ser el centro.


No hay un árbol, como les decía, en el medio del bosque.

Justo ahí, en el centro, hay una rana.

Sus ojos -donde miren-, ven siempre el bosque que no ves.

Y te reconoce al instante pues tú -para ella-, has estado siempre fijo.

A veces, al atardecer, por su piel translúcida ella deja ver su corazón.

Si logras verlo no lo dudes y alégrate al instante: tú corazón también ha sido visto.

jueves, 9 de febrero de 2023

Un hombre y el perro William Blake.


De madrugada, veo a un hombre en una pequeña playa del sur de Chile. Viene acompañada de un perro pequeño, bastante viejo y algo lento, al que llama William Blake.

Me cuesta entender, en principio, así que me acerco hasta él y le pregunto por el nombre.

-William Blake -ratifica-. Se llama William Blake.

Tras conversar un poco más me entero que tiene una lancha de pesca y que acaba de regresar tras haber ido a pescar junto a otros trabajadores. Ellos se quedaron descargando, por cierto, pero él volverá más tarde. Es uno de los privilegios de ser el dueño de la lancha.

-Antes llevábamos al perro con nosotros, pero ya no -me dice-. Solía ladrar cuando había pesca cerca, pero no anunciaba, en el fondo, nada conveniente.

-¿A qué se refiere? -pregunto.

Él hombre hace una pausa. Luego enciende un cigarrillo y prosigue usando el mismo tono.

-Imagine usted que en su primer viaje, el perro no dejó de ladrar señalando una zona, hasta que arrojamos hacia allá las redes y luego recogimos el cuerpo de un viejo que vivía cerca de Pargua. Un poeta de la zona, ya mayor, bastante conocido por acá…

El perro ladra brevemente como para confirmar la historia.

-Luego hizo lo mismo varias veces -siguió el hombre-. Al final, en ocho viajes que lo llevamos encontró seis cuerpos. Todos de poetas o escritores o esos que se las dan de artistas y que luego ya no saben ni qué son… Cuatro hombres y dos mujeres. Acá se hizo bien famoso este perro en aquel tiempo. Salió hasta en el diario.

-¿Y qué encontró el perro en los otros dos viajes? -le pregunto-. Usted dijo que en ocho viajes encontró seis cuerpos… ¿siempre fue uno por vez?

-Sí, siempre -confirmó el hombre-. Una vez no encontró nada y volvió muy inquieto. Lo otro ya fue la última vez, la vez trágica digamos. De ahí no lo llevamos más.

-¿Qué pasó esa vez? -le pregunto.

El hombre guarda silencio, como dudando en responder, pero finalmente lo hace.

-Fue hace varios años así que ya no importa -me dice-. Esa vez encontramos otro, pero no era un cuerpo. Me refiero a que no estaba muerto del todo, cuando lo subimos a la lancha…

-Entonces el perro ayudó a que salvaran a uno, al menos… -le digo.

-No -interrumpe él, cortante. El perro se volvió otro apenas subimos el cuerpo a la cubierta y se lanzó a morderlo, justo aquí, en el cuello… no podíamos sacárselo de encima… parece que le alcanzó esa arteria de acá…

-¿El perro lo mató? -pregunté.

-William Blake lo mató, sí -dijo el pescador-, pero preferimos no contar nada del asunto… De todas formas el hombre estaba ya casi muerto y no sabemos si habría sobrevivido… y el perro nunca antes ni después volvió a atacar a alguien…

-¿Nunca se complicó aquello? -pregunté ahora-. Ya sabe… con la autopsia y esas cosas…

-No -señala el hombre-. Era un tipo solitario. Un escritor también, aunque nadie nunca le leyó nada…

-¿No recuerda su nombre?

-Yo no recuerdo nombres, apenas el de William Blake -dice el hombre, retomando la marcha y despidiéndose con un gesto.

Tras esto, y me quedé ahí, observando cómo el perro lo seguía y desaparecían tras una curva que había al final de la playa.

Junto a mis pies, descubrí a un pequeño cangrejo que caminaba hacia unas rocas. Hacia el otro lado de donde estaba el mar.

miércoles, 8 de febrero de 2023

Segundos después.


Segundos después de sentarse a mi lado ya se había presentado y me estaba hablando de su esposa, una italiana, al parecer, de quien incluso me mostró una foto en la que no alcanzaba a apreciarse y de la que, en el fondo, no dijo nada importante o trascendente. Mientras lo escuchaba, por cierto, comprendí que era de aquellos que pasaba de un tema otro sin detenerse y sin razones lógicas que guiaran esas transiciones, salvo esquivar con extrema rapidez (supuse) aspectos importantes o realmente privados como si fuesen banderas en una pista de slalom. Para disimular, sin embargo, comenzó a contarme un sueño, uno que había tenido la noche anterior y del que probablemente ni él mismo había sido consciente hasta el momento en que lo narró, describiendo elementos presentes (sin importancia) y pasando sin concluir a otro tema, tal como era su costumbre. Ese otro tema, según entendí, fue lo que cenó la noche anterior, matizado con una serie de observaciones triviales como el señalar que la generación anterior era superior a la actual, criticar la excesiva alza del pan (asociándola con la producción de trigo), comentar la gran presencia de extranjeros en el país y referirse a la navegabilidad del mar, que mejoraría desde cierta época, entre otras cosas. Yo lo escuchaba, por cierto, sorprendido de la actitud de aquel desconocido que sin más vino a sentarse a mi lado y lanzar todas sus palabras, que apenas lograba organizar. Siguió así hablando sin hacer pausas, comentando ahora que si aumentase la cantidad de lluvia mejoraría sin duda la condición del campo y dando otra serie de observaciones que decantaron en una frase luego de la cual, hizo una pequeña pausa. La vida está difícil, fue aquella frase.

-Así es -dije entonces, sin pensarlo-, la vida está difícil.

Él dejó pasar tres segundos. Tal vez cuatro.

-¿Le conté que ayer vomité? -preguntó.

-No, pero lo supuse -contesté, interrumpiéndolo de inmediato-. Tengo que irme, sabe… hoy tengo un compromiso y…

-¿Qué días es hoy? -interrumpió él.

Se lo dije. Aunque le mentí en realidad, pues hice alusión al día anterior.

Él se quedó entonces ahí, levemente confundido. Extrañamente silencioso.

Por mi parte, aproveché el momento y di media vuelta sin despedirme siquiera.

Ya a unos metros me pareció oírlo vomitar, mientras sin saber por qué yo comenzaba a pensar en Teofrasto y a crear rimas absurdas, en griego, con su nombre.

martes, 7 de febrero de 2023

Casi al final de la jornada.


Los enanos subieron al escenario casi al final de la jornada. Eran seis. Todos vestían el mismo atuendo, pero sus rostros eran en extremo disímiles. Cinco llevaban instrumentos musicales y los otros dos únicamente cantaban. Apenas subieron al escenario el público del lugar los saludó efusivamente. El público del lugar, por cierto, era exacta y únicamente eso: público del lugar. Es decir, habitantes del pueblo en que se desarrollaba aquel evento y, al parecer, conocidos y vecinos de esos enanos que daban forma al grupo musical que ahora los representaba.

Iniciaron su presentación con un par de tonadas folclóricas que no identifiqué específicamente, pero cuyo ritmo se reconocía con facilidad. El público se mostraba extasiado. Coreaba las canciones, bailaba… algunos hasta lloraban. Los enanos, en tanto, tocaban su música con una expresión fija, sin alterarse en lo más mínimo, como con cierta indiferencia. Sin un ímpetu especial, me refiero.

Luego de sus temas de apertura, algunos enanos fueron por otros instrumentos y comenzaron a tocar temas cada vez más extraños y aparentemente ajenos al folclor de ese lugar. A pesar de eso, los asistentes parecían conocer estos temas y reaccionaban ante ellos de forma aún más efusiva que ante las primeras canciones. A modo de ejemplo, diré que cuando tocaron el tema acompañado de gaitas, llegaron a desmayarse dos personas.

-¡Son impresionantes…! -me dijo un asistente, cuando hubo un intermedio.

-Eh… sí, son buenos -comenté.

El hombre se detuvo a observarme, molesto por mi falta de entusiasmo. Luego comentó algo con su pareja y otros vecinos que me observaron de igual forma.

Como los enanos no regresaban al escenario todavía, otros volvieron a hablarme.

-¿Tiene algún problema físico? -preguntó uno-. No lo vimos bailar.

Yo sonreí, pero no contesté.

-¿Acaso no disfrutó del talento de nuestros vecinos?

-Sí lo hice -señalé, apaciguador-. Eran muy talentosos.

-¿Cuál fue el músico que más lo impresionó? -preguntó otro.

Yo lo escuché nervioso. No sabía qué contestar. Intenté recordarlos.

-El del guitarrón -dije finalmente, esperando su aprobación

-¿Se está burlando? -dijo otro de forma amenazante-. No había nadie con guitarrón, solo guitarras, supongo que se burla usted por su tamaño.

Como la acusación fue dicha en voz alta otro grupo del público se acercó y se acercaron a mí directamente. Unos cuantos me sujetaron cuando quise huir y los otros me llevaron a rastras hasta la parte trasera del escenario, donde me arrojaron a una charca de barro y me patearon un rato, hasta que comenzó a sonar la música nuevamente.

Magullado, intentando reponerme, debo reconocer que la música que llegaba desde el otro lado me pareció, ahora sí, magnífica. Una música distinta, digamos, que entraba y quedaba resonando en uno, aliviando en parte el dolor provocado por los golpes que había recibido.

De hecho, debo reconocer que en un momento pude irme, pero decidí quedare un rato más en el lugar solamente para terminar de escucharlos, a pesar de las condiciones en que me encontraba.

Fue así que me dormí, supongo, apoyado contra uno de los pilares de la parte trasera del escenario.

Me despertó la luz del sol, al otro día, y me quedé un rato observando a unas gallinas que caminaban por el lugar, como si les perteneciera.

Poco después, me puse de pie y decidí regresar al hostal donde alojaba.

Extrañamente, lo encontré con facilidad, sin detenerme a pensar dónde se encontraba o la ruta que debía seguir para regresar.

Como si siempre hubiese sido consciente de su existencia, en definitiva.

O como si ya fuese parte de aquel lugar.

lunes, 6 de febrero de 2023

El hervidor.


Alegué por el hervidor de agua porque hacía mucho ruido. Estaba recién comprado. Uno de los más caros del mercado y lo cierto es que en los otros ámbitos de funcionamiento estaba bien. Tampoco es que sea un instrumento muy complejo en todo caso. Solo me interesaba que hirviera bien el agua, ojalá rápido y -me daba cuenta ahora-, sin producir un ruido excesivo durante su funcionamiento. Fue de esa forma, al menos, como se lo dije al encargado.

-No es poca cosa -comentó el encargado, un tanto desafiante.

-¿Qué cosa? -le dije.

-Lo que quiere del hervidor -aclaró.

Como yo me quedé en silencio se vio obligado a continuar.

-Me refiero a que usted quiere que el hervidor vaya más allá de lo esencial, más allá de sí mismo…

-No lo entiendo -interrumpí.

-El hervidor es un hervidor, por lo tanto hierve -sentenció-. Yo no veo el problema. Lo que ocurre es que usted no tiene en cuenta lo evidente.

-¿Lo evidente o lo esencial? -pregunté, un poco por joderlo-. Ya ve que usted se contradice.

-Pues justamente en este caso es lo mismo -continuó-. Y eso es algo que debiese agradecerse. Pocos objetos tienen un modo de existencia tan noble que su esencia se hace evidente en la más básica de sus acciones.

-¿Debiese agradecer entonces que el hervidor haga un ruido terrible, que se escuche incluso fuera de casa cuando hace hervir el agua?

-Debiese agradecer que el hervidor hierva -señaló, como concluyendo la discusión-. Debiese agradecer que cumpla con ser lo que es, nada más. Considere el ruido como la expresión por la satisfacción de ese logro de la existencia plena, tanto en el proceso de ser como en el logro del objetivo esencial.

Lo observé. Pensé en cesar la discusión y simplemente ejercer mi derecho a devolución, pero debo reconocer que había comenzado a ver al hervidor de otra forma.

No quería hacerlo y sabía que era algo estúpido, pero ocurrió de igual forma.

Incluso me sentí un poco avergonzado de haber querido exigirle tanto. No es un acelerador de partículas, me dije. No está hecho en la NASA. Es un objeto que manifiesta exageradamente la manifestación de la naturaleza de su existencia.

Volví a observar al encargado y acepté el hervidor que me devolvía nuevamente, como un hijo.

Lo llevé a casa.

O lo regresé a casa, más bien.

Lo acepté de forma definitiva.

Incluso ahora disfruto el ruido y hasta me entristezco un poco cuando recuerdo que su vida útil es muy limitada.

Es bonito, además, mi hervidor.

Tiene derecho al grito y hierve de maravilla.

Su existencia es plena.

domingo, 5 de febrero de 2023

Dos cabañas iguales.


Son dos cabañas iguales. Deben tener en cuenta eso. O sea, no iguales, sino opuestas. Exactamente iguales me refiero, pero como si se reflejase una en un espejo. La verdad es que no recuerdo cuál es exactamente la palabra para designar aquello. Cómo sea, lo importante es que consideren eso. Antes de juzgar, me refiero. Antes de acusar y decir que mis acciones fueron premeditadas y que nada de lo que digo es cierto. Traten de construir una imagen. Si van a juzgar, al menos, sean justos y traten de construirla. La mesa del comedor a un costado en una de las cabañas y al costado opuesto en otra. No hay más diferencias. Recuerden que las proporciones y la mesa del comedor en cada caso es la misma. El mismo modelo, me refiero. Y claro, ocurre lo mismo con las habitaciones, el baño y la pequeña cocina. Todo igual, pero en el costado opuesto. Tengan eso en cuenta y agreguen luego otros atenuantes. Incluso si quieren consideren solo la noche. La noche como atenuante, por supuesto. La oscuridad de la noche. El descenso brusco de la temperatura. La angustia incluso inherente a todo aquello. No me digan que no lo han sentido. No finjan ser distintos ni mucho menos, mejores. Luego todo se reduce simplemente a un impulso. Un impulso y una mancha, claro. Una mancha viscosa que cubre el piso y mientras se extiende notas recién que todo está contenido en un espejo. O en algo así como un espejo. Recuerden que se trata de dos cabañas iguales. O sea, no iguales, pero ya saben… Todo en el fondo es un poco así. Principio y fin. Vida y muerte. Sé que pueden entender si se lo proponen. Antes de juzgar, ojalá, puedan entenderlo.

sábado, 4 de febrero de 2023

El fuego es injusto con las cosas.


El fuego era injusto con las cosas. Así lo pensaba P. No injusto porque las quemara o las volviese cenizas, explicaba, sino porque no hacia distinciones en la ejecución. Yo nunca pude entender totalmente su postura, pero para explicarla hacía referencia al diario de un verdugo escrito en el siglo XVIII, donde este reflexionaba sobre la necesidad de buscar la forma correcta de llevar a cabo la reducción de otro. Por reducción ciertamente, se refería al acto de dar muerte a otro ser.

-Dentro de ese diario -decía P.-, hay un sinnúmero de acercamientos al tema del fuego, como medio a través del cual lograr la reducción… sin embargo, el verdugo termina desestimándolos...

Luego de esto, P. nos explicaba que existía la necesidad de perseverar en este ámbito, pues si bien el fuego era sin duda injusto con las cosas, era al mismo tiempo el medio llamado por naturaleza a ejercer la justicia más severa.

-Lamentablemente -explicaba P.-, es cosa de perseverar en esta búsqueda de justicia y entonces el mundo cuestionará tus acciones y se detendrá en el daño más que en la nobleza de aquello que persigues.

El árbol encendido con un fuego verde, nos decía. Ese es el ideal al que debemos aspirar. El mar con un fuego azul, el aire atravesado por un fuego que deja también pasar a luz… Esta es la única manera de purificar al propio fuego, señalaba.

No obstante, a pesar de su insistencia, no lograba comprender plenamente a qué se refería, como confesaba en un inicio.

-Si no me explico bien quédate con la idea central -me dijo P., la última vez que hablamos sobre esto-. El fuego es injusto con las cosas. Quédate con eso y repítelo. Luego de un tiempo, ya verás que la comprensión llega por sí sola.

-¿Y si no llega? -pregunté.

-Pues si no llega no importa -me dijo-. Piensa simplemente que tal vez, por otras razones, no tenía que llegar.

viernes, 3 de febrero de 2023

Cada mañana salgo de mí mismo.


Cada mañana salgo de mí mismo.

Me alejo de mí con cuidado, para no estropear nada.

No digo que esta sea lo correcto, pero eso es lo que hago.

Sin orgullo, lo digo.

Tampoco pretendo exponer aquí excusas ni razones.

Simplemente lo admito: me alejo de mí conscientemente.

Cada mañana, al menos.

Y es que no me gusta cargar con mi peso, supongo.

Si hasta mi olor me desagrada.

Mi verdadero olor, me refiero.

No es que hieda ni sea objetivamente desagradable.

De hecho, creo que muy en el fondo huelo a trigo.

Lo que ocurre es que evito llevarme puesto.

No es que me avergüence de mí, ni mucho menos.

Pero el mundo puede doler, cuando lo miras con tus verdaderos ojos.

Podría decir, entonces, que me voy sin mí para protegerme.

Para no gastar el último poco de espíritu que me queda en medio del tráfico.

Para no desperdiciar el trigo, que ya escasea.

¿Qué ocurre después?

¿Qué lo lleva a uno a regresar a uno mismo?

Lo cierto es que no lo comprendo completamente.

Pero ya de noche, sin darme cuenta, supongo que regreso a mí como un sonámbulo.

Siguiendo un hilo que amarro a mí sin siquiera darme cuenta.

Y es que uno quiere, de todas formas, volver a encontrarse.

Volver a uno mismo, me refiero.

Es algo así como un ciclo, visto de esta forma.

Aunque un poco menos natural.

Así es como ocurre.

Cada mañana salgo de mí mismo.

jueves, 2 de febrero de 2023

Agua bendita.


I.

Como en ese entonces me dijeron que el cura podía convertir el agua en “agua bendita”, pensé que el tipo era casi como un superhéroe que podía transformar, -si así lo quería-, una cosa en otra.

-¿Y cómo la transforma? -pregunté en ese entonces.

-Bendiciéndola -me contestaron-. Por eso se transforma en agua bendita.


II.

Por simple que parezca aquel asunto, lo cierto es que a mí seguía pareciéndome algo mágico. Milagroso, incluso.

Y es que pensaba que, más allá de la transformación del agua, esa nueva agua bendita tenía además propiedades distintas.

Me refiero a que no asociaba la palabra bendita simplemente al resultado de la acción de un otro (la bendición del cura, en este caso), sino que creía que el agua (ahora bendita) era una sustancia capaz de producir una acción, por sí misma, y ser por tanto causa de otros efectos (también milagrosos) en seres menos especiales que el cura (por ejemplo, yo).


III.

A partir de las creencias anteriores, ocurrió entonces que, a escondidas en una iglesia, vacié el recipiente de agua bendita que estaba en el lugar en una botella plástica que llevaba entre mis ropas.

Luego llegué hasta mi casa y debo haber estado todo el día observando la botella.

Dudaba si tomarla, recuerdo, o regar una planta con ella o dársela a otro que la necesitase más. Cómo sea, lo cierto es que me acosté esa noche sin haber decidido nada, dejando la botella intacta sobre un velador, a un costado de mi cama.

Poco antes de dormirme, sin embargo, me senté bruscamente en mi cama, pues en un momento dado tuve una especie de revelación.


IV.

La revelación fue sencilla y vergonzosa: yo era un estúpido.

Me lo habían dicho, pero lo comprendí recién entonces.

El agua bendita era agua simplemente, que había sido bendecida. Sería maldita si la hubiesen maldecido, o sería agua derramada si la hubiesen derramado.

Solo se trataba de un adjetivo, comprendí avergonzado.

Tomé entonces la botella llena de agua bendita y le quité la tapa. Olí el agua, La bebí.

Sin sed, probablemente, la bebí.

Luego dejé la botella a un lado y traté de dormirme.

Seguía sintiendo vergüenza.

Pena y rabia también, pero sobre todo vergüenza.

No recuerdo si soñé algo especial aquella noche.

De todas formas, pienso ahora, no habría tenido ninguna importancia.

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