viernes, 3 de febrero de 2023

Cada mañana salgo de mí mismo.


Cada mañana salgo de mí mismo.

Me alejo de mí con cuidado, para no estropear nada.

No digo que esta sea lo correcto, pero eso es lo que hago.

Sin orgullo, lo digo.

Tampoco pretendo exponer aquí excusas ni razones.

Simplemente lo admito: me alejo de mí conscientemente.

Cada mañana, al menos.

Y es que no me gusta cargar con mi peso, supongo.

Si hasta mi olor me desagrada.

Mi verdadero olor, me refiero.

No es que hieda ni sea objetivamente desagradable.

De hecho, creo que muy en el fondo huelo a trigo.

Lo que ocurre es que evito llevarme puesto.

No es que me avergüence de mí, ni mucho menos.

Pero el mundo puede doler, cuando lo miras con tus verdaderos ojos.

Podría decir, entonces, que me voy sin mí para protegerme.

Para no gastar el último poco de espíritu que me queda en medio del tráfico.

Para no desperdiciar el trigo, que ya escasea.

¿Qué ocurre después?

¿Qué lo lleva a uno a regresar a uno mismo?

Lo cierto es que no lo comprendo completamente.

Pero ya de noche, sin darme cuenta, supongo que regreso a mí como un sonámbulo.

Siguiendo un hilo que amarro a mí sin siquiera darme cuenta.

Y es que uno quiere, de todas formas, volver a encontrarse.

Volver a uno mismo, me refiero.

Es algo así como un ciclo, visto de esta forma.

Aunque un poco menos natural.

Así es como ocurre.

Cada mañana salgo de mí mismo.

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