jueves, 31 de octubre de 2019

Lo que hizo.


Después de observarlo durante diez o quince vueltas decidió desmontar el tren eléctrico. Antes, había pasado varios días armándolo y pintando algunas piezas de la maqueta que acompañaba la ruta. Una estación, un pequeño bosque, la entrada y salida de un túnel, entre otras cosas. Ahora estaba desarmándolo. Todo tenía cajas que permanecían casi intactas, en las que fue guardando cada una de las piezas. Luego, sacó fotos a cada una de ellas y utilizó las imágenes para crear un anuncio. Propuso un precio que a primera vista podía parecer alto, pero que se ajustaba fácilmente a los valores que había en el mercado. Fueron pasando los días, sin embargo, sin recibir siquiera una pregunta. Por lo mismo, bajó levemente el precio y señaló que aceptaba ofertas. También subió un breve video que había grabado del tren en funcionamiento. Poco después comenzó a recibir algunas preguntas. Sobre el estado de los productos, condiciones de entrega, consultas sobre ventas por separado y hasta las razones de la venta. Se enfocó en responder todo de la forma más cortés posible. Detalló las condiciones de los productos. Reiteró que no se vendía por separado. Señaló un par de opciones de pago y se abrió a distintas posibilidades de entrega  y envíos. Dudó, sin embargo, sobre qué poner en las razones de venta. Era fácil decir que era por motivos de espacio, apuro económico o inventarse alguna otra situación, pero lo cierto es que le complicaba mentir. Por lo mismo, tras reflexionar sobre el asunto, se limitó a escribir que vendía el tren porque daba vueltas. Luego escribió un pequeño texto en tercera persona aunque seguía sin dar detalles. Finamente, subió el texto a un blog en el que escribía a diario y puso el link del texto en el anuncio. Y esperó. Eso fue lo que hizo.

miércoles, 30 de octubre de 2019

De esa forma.


Soltamos las serpientes para fomentar el caos, pero pasaron los días y las serpientes nunca aparecieron. Las creímos peligrosas, pero nada sabíamos de ellas, finalmente. Bastaron unas horas para perderlas de vista y no volver a saber de ellas. Suponemos que se escondieron, por supuesto. Pero nada hemos sabido de ataques o avistamientos. Deben preferir las cloacas, nos dijo un conocido, que algo sabía del tema; ahí pueden vivir comiendo ratas y no tienen, prácticamente, depredadores de importancia.

Así, investigando tardíamente, descubrimos que nuestra idea era una réplica de otros intentos que habían fracasado también, estrepitosamente. Grandes revueltas con serpientes en Egipto, en Tailandia y en la India, terminaron siempre con las serpientes escondiéndose y formando grandes nidos que no fueron descubiertos sino hasta décadas después de las revueltas originales. Escasos o nulos ataques era el factor común en todos aquellos sitios. Y el hecho quedó registrado, simplemente, como una anécdota más de esas revueltas que, por cierto, se desvanecían también antes de lograr cualquier cambio trascendente.

La única experiencia similar, semi exitosa, provenía de una tribu en el Congo, que como medio de defensa ante otras tribus invasoras, había extraído el veneno de ciertas serpientes y creado cápsulas que escondieron en su propia boca y que luego, a partir de conductos que habían trazado al vaciar algunos de sus dientes, lograron traspasar a sus enemigos, a través de mordidas que ellos mismos les propinaban, generalmente, luego de ser capturados.

Así y todo, si bien lograron expulsar a estas tribus invasoras, el pueblo defensor también resultaba fuertemente diezmado, pues el veneno solía afectar tanto a los mordedores como a los mordidos. Por lo mismo, esta estrategia no siguió utilizándose, con el tiempo.

Como puede apreciarse, un mínimo de investigación podría habernos llevado a optimizar de mejor forma nuestros recursos… Por otro lado, hay que considerar que las serpientes siguen vivas, en algún sitio, y reconocer también que el caos, para muchos, es más lindo de esa forma.

martes, 29 de octubre de 2019

No voy a discutir contigo.

Puedes creer lo que quieras. No voy a discutir contigo. Voy a dejar que tus acciones sigan el rumbo que te venga en gana. Después de todo, estoy convencido que el final será el mismo. Que llegarás a un punto donde volveré a encontrarte. Tú, por supuesto, puedes creer lo que quieras. Incluso no aceptar como verdadera ninguna de mis palabras. Sin embargo, las repito porque son ciertas. Ciertas y simples, en el fondo, y por eso caben en una frase: Conozco el sitio al que llegarás. No he estado en él, todavía, pero sin duda lo conozco. Y no hablo de la muerte, no llego tan lejos. Y tampoco es mi intención presagiar males. Solo sé que aquellos que creen –en lo que sea-, llegan finalmente al mismo punto. Lo comprobarás cuando volvamos a vernos en aquel sitio. Yo habré llegado por otro camino, por supuesto. Pero no te sorprendas: todo converge en aquel lugar. Todo lo que cree y todo lo que no cree, va a parar ahí, poco antes del fin. Como las semillas escondidas en la tierra que existe bajo el pavimento. Poco antes del fin, pero sin saberlo. Tú, sin embargo, puedes creer lo que quieras. Puedes saberlo o no saberlo, me refiero. No voy a discutir contigo. Tampoco agregaré más palabras, a todo esto.

lunes, 28 de octubre de 2019

De lo que brilla en la tierra.


I.
De lo que brilla en la tierra, decía un personaje de Eurípides, nos mostramos ciegamente enamorados. Sea lo que sea, con tal que brille. Eso nos enamora y nos ciega, al mismo tiempo. Creo que en griego existe una única palabra para nombrar ambas sensaciones. No sé cuál es, sin embargo, esa palabra.

II.
Voy a suponer que es cierto. Que nos enamora y nos ciega lo que brilla acá en la tierra. Entonces buscaré razones. Escogeré dos, que por cierto no son mías:
1) Por desconocimiento de otra clase de vida, y
2) Por carecer de la prueba evidente de lo que sucede en el mundo de abajo y dejarnos llevar por los mitos.

III.
El fuego brilla, acá en la tierra. O la muerte de algo, más bien, bajo el fuego. No es transformación como dicen algunos. Y si lo es, es también muerte. Eso no lo hace menos valioso, por cierto. Tampoco debiese ahuyentar a nadie. Después de todo, vida y muerte hacen la misma combustión, aquí en la tierra. Ambas brillan, enamoran y ciegan, prácticamente de la misma forma.

IV.
Pocas cosas hay que brillen, en la tierra. Que brillen con luz propia, me refiero. Por lo mismo, doblemente ciego es aquel que se enamora de aquello que brilla simplemente por reflejo. Y añade desdicha a su ceguera aquel que no quiere conocer otra clase de vida. Por eso hoy, si soy sincero, leo a Eurípides. Porque su chispa me permite encender un fuego más puro. Y enamorarme, sin ceguera, de esa llama.

domingo, 27 de octubre de 2019

Recuerdo.


I.

No recuerdo en detalle, pero supongo que fue un juego.

Una broma cruel tal vez, pero broma al fin y al cabo.

Yo fui el más perjudicado, según dicen, pero recuerdo el dolor como algo vago.

Una herida que me abrió los labios, tras poner sobre mi boca un carbón encendido.

Un carbón que alguien, ayudado con tenazas, dejó caer sobre mí, mientras estaba dormido.


II.

Me explicaron que debió ser un accidente.

Que quisieron acercar el carbón para que respirase el humo, y que cayó de pronto, sobre mí.

Bromas parecidas eran comunes así que el asunto quedó en nada.

Yo pasé un par de días en el hospital donde me alimentaron por un tubo.

Luego lo seguí haciendo igual, por diez días, pero ya en mi propia cama.


III.

El padre del chico que me hirió me visitó varias veces.

Se llamaba Isaías, era vidriero y tenía seis hijos.

Quien dejó caer el carbón era su quinto hijo, cuyo nombre no recuerdo.

Cuando pude volver a comer me visitaron todos ellos y trajeron torta.

Tras comer, el padre me ofreció que golpeara a uno de sus hijos; yo podía elegir.


IV.

Como no golpee a nadie fue el propio padre que golpeó a uno de sus hijos, frente a mí.

No recuerdo bien la escena, pero supongo que golpeó al que me arrojó el carbón.

Fue un golpe fuerte, que rompió la boca del niño, quien cayó a un costado.

Luego se disculpó nuevamente, se despidieron al unísono y se fueron del lugar.

Nunca volví, según recuerdo, a saber de ellos.


V.

No sé bien por qué me siento culpable al recordar aquello.

La situación se desvanece, pero la sensación es fuerte y no decae en lo absoluto.

Repaso mi actuar para encontrar la falta y no me decido bien por una acción específica.

Aunque tal vez es justamente por la falta de esa acción.

O por desaprovechar la oportunidad, que me dio aquella vez, el supuesto accidente.

sábado, 26 de octubre de 2019

No un ladrido, pero más o menos similar.


Quiso cambiar sus palabras por un sonido. Ninguno en especial, explicó, solo un sonido simple, que pueda adaptarse mínimamente a variaciones de volumen y pueda dar cabida a unos cuantos tonos. No un ladrido, exactamente, pero más o menos similar, les dijo. Luego, ante la poca comprensión que notó en los otros se vio obligado a detallar. En principio una articulación fónica distinta, indicó. Una operación sencilla a las cuerdas vocales con el fin de inhabilitar la articulación de los fonemas actuales, dejando espacio únicamente al sonido que les pedía diseñar. Tras esto, para evitar que su nuevo sonido funcionase simplemente como un traductor de aquellas palabras que le sería imposible pronunciar, les solicitaba hacer lo necesario para evitar que su mente siguiese trabajando con estructuras lingüísticas previas, codificando y decodificando los signos que reconociese en el ambiente. Esta última petición, por cierto, representaba un gran riesgo, pues suponía un tratamiento a realizar directamente con sectores de su corteza cerebral; por lo mismo, les comentó que ya había trabajado con su abogado en la creación de una serie de documentos donde él se hacía responsable de su estado y asumía el riesgo y las posibles consecuencias que derivaran de aquellas intervenciones. Asimismo, explicó que los compensaría desde ya con una suma lo suficientemente alta con el fin de evitar un proceso de negociación donde el factor económico fuese un ítem de excesiva importancia. Para aclarar este ultimo punto, por cierto, les entregó en ese mismo instante un cheque que pareció sorprender positivamente a quienes lo observaron, no pudiendo ocultar una expresión de satisfacción al contemplar la cifra que en él estaba escrita. Ahora solo espero una respuesta, les dijo, mientras ellos se miraban, aparentemente dispuestos a aceptar. Solo espero una respuesta, repitió.

viernes, 25 de octubre de 2019

En la habitación vacía.


Saqué todo lo que había en la habitación. Muebles, ropas, libros, principalmente. Quería estar en un cuarto vacío. Las paredes estaban más limpias de lo que hubiese esperado. Blancas, todavía. Hay dos lámparas en el techo, es cierto. Dos pantallas colgantes, más bien, pero no me molestan. Son azules, lisas. Me gusta ese tono de azul. Dentro de cada una hay una pequeña ampolleta, pero apenas se alcanzan a ver. Hay dos ventanas, también, en la habitación. Están abiertas. Y sobre cada una de ellas una cortina que se enrolla -tienen otro nombre, por supuesto, pero ahora no recuerdo-, hecha con pequeñas varas de madera que dejan pasar la luz, sin problemas. Tampoco me molestan, por cierto. Aparte de eso, nada hay en la habitación. Nada salvo yo, por supuesto. Mientras observo, voy buscando el lugar perfecto para sentarme y estar tranquilo. Pruebo en varios sitios. En el centro de la habitación. Cerca de la puerta. Frente a una de las ventanas. Finalmente me siento apoyando mi espalda en una muralla, aunque voy moviéndome también, a medida que cambia la luz. Moverme así me agrada, como si fuese parte de un ciclo. Como parte de un reloj natural cuya hora exacta no interesa. Estoy tranquilo. Afuera de la habitación todo es un caos, pero no quiero pensar en eso. Hay muchas cosas en las que no quiero pensar. Supongo que también las saco de mí y me quedo un poco como mi habitación vacía. Respiro hondo mientras vuelvo a moverme. Esta vez buscando la luz. En poco rato más comenzará a oscurecer y tal vez tenga frío. Ahora, sin embargo, llega un poquito de sol. Lo recibo. En una de las ventanas se para un pájaro y observa la habitación, sin decidirse a entrar. Por un breve momento su mirada se fija en mí, y nos miramos directamente. No tenemos nada que decirnos.

jueves, 24 de octubre de 2019

Cuerpos que flotan en el río.


Son muchos los cuerpos que flotan en el río.

Los fotografiamos desde la orilla, mientras nos acercamos a ver.

Algunos suben a los árboles, para lograr una imagen más amplia.

Otros se mueven de un lado a otro, buscando una mejor luz.

Pero lo cierto es que no se nota bien de qué se trata.

Fotografiamos cuerpos, es cierto, pero apenas se aprecia el lugar en que se encuentran.

No se distingue, por ejemplo, si son arrastrados por la corriente.

O si ellos mismos arrastran el agua, estancada bajo la piel.

Resultan extrañas, de esta forma, las imágenes.

No faltará quien, al verlas, diga que se trata de un montaje.

Y señale que solo son unos cuantos cuerpos, amontonados en un sector.

Reunirán las imágenes y contrastarán unas con otras.

Será como buscar anomalías, en unas revistas de juegos.

Nada de emoción, me refiero.

Nada cercano a entender qué hacen allí o hacia dónde se dirigen.

Y es que apenas se ve el río, fluyendo bajo aquellos cuerpos.

Y menos aún vislumbramos si nosotros mismos, somos arrastrados, también.

Tal vez incluso alguien nos fotografíe, mientras fotografiamos el río.

Y sean muchos más los cuerpos que, sin saberlo, flotan en él.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Tres fotos.


I.
Es un conjunto de tres fotos. En la primera aparece un mago con su sombrero. Lo afirma con una de sus manos y con la otra parece querer sacar algo desde dentro. El mago usa un smoking y mira directamente hacia la cámara. Tiene una ligera sonrisa en el rostro, aunque demuestra al mismo tiempo cierta tensión. Sus manos están cubiertas por guantes blancos y todo parece ocurrir sobre un pequeño escenario. Por eso es que supongo, ciertamente, que se trata de un mago. Las fotos son en blanco y negro.

II.
Es un conjunto de tres fotos. En la segunda aparece un mago con su sombrero. Lo afirma con una mano y la otra está dentro, hasta la altura del codo. El mago presenta una expresión de dolor y sorpresa, en su rostro. Como si algo dentro del sombrero hubiese atacado una de sus manos o estuviese produciéndole algún daño. Su cuerpo está ligeramente curvo y parece pronto a soltar el sombrero. A pesar de estar sobre un pequeño escenario, la situación no parece ser parte de una rutina de actuación. La foto está en blanco y negro, al igual que las otras dos.

III.
Es un conjunto de tres fotos. En la tercera podemos ver a un mago que está siendo devorado por un sombrero de copa. La expresión de dolor en su rostro es evidente y el cuerpo está doblado, sobre el sombrero, que ha caído sobre lo que parece ser un escenario. A pesar que solo ha sido consumido uno de los brazos y parte de un hombro, es fácil sospechar que el riesgo es mayor y que el mago será consumido totalmente, tarde o temprano. Es inevitable, digamos, aunque alguno, más escéptico, podrá decir que solo se trata de una foto en blanco y negro y que no hay, todavía, de qué preocuparse. Yo, como se ha hecho costumbre, reservo mi opinión.

martes, 22 de octubre de 2019

Piedras, otra vez.


Recogía piedras.

Luego las pintaba.

Les dibujaba un rostro y rasgos individuales.

Les ponía un nombre.

Creaba para cada una de ellas una breve biografía.

Identificaba lazos, entre ellas.

Supuestas relaciones afectivas y otras de orden genealógico.

Las disponía sobre una mesa.

Luego sobre una gran mesa.

Finalmente, creó muebles y repisas para poder organizarlas.

Llegó a hacer miles.

Por un tiempo abrió una tienda.

Salió una nota en un periódico.

No sabía si exponerlas o pedir algún monto específico por ellas.

Le costó mucho decidirse, pero finalmente vendió unas pocas.

Observó que las piedras que llevaban eran siempre del mismo tipo.

Colores brillantes, rostros amables, formas definidas.

Para él, sin embargo, no había diferencias entre ellas.

No de rango, me refiero.

Tampoco estéticas.

Solo diferencias que decían relación con sus datos y referencias.

Pareció molestarse, entonces, ante el comportamiento de los compradores.

Debido a esto, cerró la tienda.

Concentró su tiempo en seguir pintando.

Se distanció de su familia y gastó sus ahorros.

Principalmente el dinero que había recibido por una herencia.

Contrató ayudantes.

Dos chicos y una chica.

Les enseñó el trabajo, pero no los dejaba pintar.

Solo organizaban.

Transcribían biografías.

Hacían pequeñas observaciones.

Una tarde los escuchó reírse mientras almorzaban.

Se reían del nombre que les había puesto algunas piedras.

Le pareció que no tomaban el trabajo lo suficientemente en serio.

Pensó en acercarse y sorprenderlos.

Introducir en sus cabezas aquello de lo que se habían burlado.

Una piedra en cada cabeza, pensó.

Pero aún no era tiempo.

Faltaba poco, pero aún no lo era.

Una piedra por cabeza, calculó.

Y siguió pintando.

lunes, 21 de octubre de 2019

Ese pastel no va a comerse solo.


Ese pastel no va a comerse solo.

Alguien dice esa frase, en algún sitio.

Yo escucho la voz, y busco.


En principio, no tengo claro qué busco.

Y es que no busco el origen de la voz.

El pastel, tal vez, es lo que busco.


Ese pastel no va a comerse solo, me digo.

Pero admito que no sé, realmente, qué es ese pastel.

Algo que no se come a sí mismo, es lo que es.


Tras no encontrarlo, sin embargo, comienzan las dudas.

Y es que tal vez, estimo, el pastel no está por alguna razón.

Y el comerse a sí mismo, es una más, de esas opciones.


¿Quedará algo, después de todo, si algo se come a sí mismo?

¿La boca que come, por ejemplo, o el tubo digestivo?

¿Puede devorarse entera la serpiente que se muerde la cola?


Una vez en el colegio hicimos un experimento parecido.

Aislamos un lugar y dejamos algo comestible.

Se comió a sí mismo, por supuesto, pero hubo restos, esa vez.


Tal vez es cuestión de tiempo, simplemente.

Después de todo, es malo apurar la digestión.

Los dientes desgarran la carne, sin importar quién sea el dueño.


Ese pastel no va a comerse solo, me dijeron una vez.

Y me mintieron esa vez, como tantas otras veces.

Después de todo, el pastel desaparece.


Y el corazón del mundo se contrae como un puño.

domingo, 20 de octubre de 2019

No quiero hablar con usted.


-¿Aló…?

-Hola, diga…

-Hola, lo he llamado, pero no quiero hablar con usted.

-¿Con quién hablo…? No entiendo.

-Habla conmigo, pero yo no quiero hablar con usted.

-Eh…

-Por lo mismo le pido que hable usted, todo el rato si quiere, pero no conmigo…

-¿Es una broma?

-No… No quiero incomodarlo, pero lo cierto es que esto me ocurre más a menudo de lo que debiera…

-¿Y entonces?

-Hable, por favor.

-Pero… ¿de qué quiere que hable?

-Elija usted… hay muchos temas, no me dirá que no ha ocurrido nada estos días…

-Pero…

-No le exijo opiniones, ni pretendo cuestionarlo… hable tranquilo… o sea, sin presiones, si no está tranquilo no importa…

-Estoy tranquilo, ese no es el punto.

-Entonces hable… ¿qué ha hecho? ¿en qué cree? ¿qué observa…?

-Pues prefiero no contar lo que he hecho… además mis acciones no son tan importantes…

-¿No cree en ellas?

-Eh… no es eso… me complica más bien hablar de lo que creo…

-¿No cree en hablar de lo que cree?

-No es eso…

-¿O cree que no puede hablarse de aquello en que realmente se cree?

-¿Ya ve que quien habla es usted, finalmente?

-No era mi intención…

-Nunca es nuestra intención, pero ya ve… será mejor que me despida…

-¿Y no me va a decir qué observa?

-¿Cómo…?

-De cierta forma ya me respondió qué ha hecho y en qué cree, falta qué observa…

-¿Y con eso es suficiente?

-Por esta vez sí… no quería incomodarlo…

-Pues observo tibieza… a pesar de todo observo tibieza… no saber por qué reemplazar aquello que no se quiere…

-…

-¿Está bien con eso?

-No está bien, pero está.

-¿Hasta aquí, entonces?

-Sí. Hasta aquí. Además ya es hora de salir, usted sabe.

-Ya sé.

-Buenas noches, entonces.

-Buenas noches.

sábado, 19 de octubre de 2019

El centro de la tierra.


Un tipo en la calle me muestra algo así como un bolón de acero. Este es el centro de la tierra, me dice. Yo vengo caminando hace tres horas y estoy mareado. He pasado la noche en un hospital luego de alcanzar los 42 grados y después de inyecciones, muestras de sangre y exámenes varios me he ido sin decirle nada a nadie. Entonces observo aquello que me muestra aquel hombre. Este es el centro de la tierra, me dice. Nunca ha estado verdaderamente en el centro. Me agacho para vomitar mientras sospecho que la fiebre no se ha ido. Luego de un rato descubro que el hombre sigue ahí. Que no lo he imaginado. ¿Quiere llevarlo?, me dice. Es el centro de la tierra. Yo observo su mano extendida con ese bolón metálico y luego lo observo a él. Tiene la mirada tranquila y de cierta forma me transmite paz. No podría, le digo. Apenas sé cargar conmigo mismo. Él parece comprender. Nos sentamos entonces sobre un poco de pasto al lado de la vereda. La gente sigue caminando y hay ruido que viene desde muchas partes. Nadie me cree que es el centro del mundo, dice entonces. Y los pocos que me creen no quieren cargarlo. Yo lo observo y me pregunto si aquel hombre está verdaderamente cansado. Luego extiendo la mano y cierro los ojos. La fiebre me ha dejado sin voluntad y acepto la suya. Escucho una explosión, en la distancia.

viernes, 18 de octubre de 2019

Fiebre.


No hace tanto daño un poco de fiebre de vez en cuando. Hoy, por ejemplo, sin ir más lejos. Sé de lo que hablo. Dolor en el cuerpo. Sudor. Vómitos. Sin embargo, la fiebre desaparecerá y la temperatura volverá a ser la adecuada. Extrañamente, el cuerpo pareciera ser más cuerpo en medio de la fiebre. El dolor lo hace más presente. El sudor marca sus bordes. Los vómitos demuestran su necesidad de salir fuera. Pero entonces llegan inyecciones y alguien que comenta que deliras, pero que todo estará bien. Siempre vuelve la calma, te dicen. Tienes los brazos amarrados, pero solo es por seguridad. La presión ya se ha normalizado. Ahora hay que esperar los efectos, simplemente. Exámenes para explicar las convulsiones. Descartar la presencia de bacterias. Sería extraño que haya daño permanente. Eso está prácticamente descartado. Son cosas del cuerpo, simplemente. A veces se comporta así. Ni siquiera sabe lo que quiere. Se agita porque algo le incomoda. Pero se confunde porque solo es cuerpo. Lo que no es cuerpo no se afiebra ni padece. Me sientan un poco en la cama. Han vuelto los vómitos. Por la ventana del hospital me parece ver fuego, pero debe ser fruto de la fiebre. Es el cuerpo, solamente. Hay que prepararse. A veces se comporta así.

jueves, 17 de octubre de 2019

En el metro, leyendo a Taniguchi.


Apretado, al interior del metro, leo El caminante, de Jiro Taniguchi. Una novela gráfica que compré pensando que adaptaba una excelente novela de Natsume Soseki, que había leído no hace mucho.  Mientras leo, sin embargo, me doy cuenta que es algo distinto. Una pausada historia de un hombre que camina por distintos espacios, luego del trabajo, sin dejar de sorprenderse por el mundo que lo rodea. Me detengo así, junto con el personaje, a mirar largo rato los detalles de un árbol, por ejemplo, al que el hombre se sube para rescatar el juguete de unos niños, o para acompañar al hombre mientras sigue a otro, con el que finalmente llegan a caminar juntos. Lo veo también asombrarse con la nieve, mojarse bajo la lluvia o comprando unos pequeños pasteles que luego comparte con su esposa. También observo cómo llegan, él y ella ahora, a adoptar un perro y los acompaño en un viaje a la costa para devolver una concha que extrañamente encuentran en su patio, y dejarla en el mar. Por último, un breve epílogo que ocurre diez años después, me muestra al personaje de regreso del trabajo perdiéndose un poco y remontando un pequeño río, para saber de donde proviene. Así, luego de avanzar un poco se encuentra con un hombre, con una caña, en un sector un poco más alto del riachuelo en el que todavía el agua no es abundante. Es entonces cuando el caminante le pregunta al otro por la pesca, y el hombre con la caña se muestra feliz simplemente con estar ahí, con la caña casi como una excusa, diciendo que ojalá no pesque nada pues no lo necesita, y que todo así está bien, mientras contempla el paisaje. Termino yo, en tanto, la lectura, apretado aún, en el metro, que ha parado varias veces por algunos disturbios. Trato de observar hacia algún lado buscando la belleza que el personaje de Taniguchi parece encontrar en sus situaciones cotidianas. Pero no tengo mucho éxito. También pienso hacia dónde, y en qué tiempo, podría uno mismo caminar, como aquel personaje. No digo que sea imposible, pero claramente tenemos otras dificultades. Mientras escribo esto, al final del día, siento sin embargo que hacerlo es un poco como arrojar esa caña en la hoja en blanco. Tampoco quiero atrapar a nadie. Estoy cansado. Se está bien así.

miércoles, 16 de octubre de 2019

Soñar con un camello.


I.

Lleva varios días soñando con un camello.

No sabe por qué.

Recuerda el rostro del animal, principalmente, cuando despierta.

Los ojos.

El hocico.

El movimiento de la lengua.

No monta al animal, en el sueño.

Está cerca de él, pero no recuerda el porqué de la situación.

Tampoco recuerda el contexto.

Solo recuerda que está cerca del camello y que el animal la observa.

La mirada no refleja nada, según ella, ni comunica algo en especial.

Como si el animal ni siquiera la estuviera mirando necesariamente a ella.

Tal vez no sabe qué pedir, me dice, mientras me cuenta la situación.

O no necesita nada, simplemente.


II.

Como el sueño continúa ha comenzado a inquietarse.

El sueño es tranquilo y no resulta amenazante, pero la asusta la reiteración y el no poder soñar nada más.

Por eso, pide hora con un sicólogo y le comenta lo ocurrido.

Ya va poco más de un mes, le dice, todas las noches, el mismo camello.

¿Está segura que es el mismo camello?, le pregunta el sicólogo.

Ella duda, pero finalmente dice que sí, que no hay nada que le indique que sea uno distinto cada noche.

¿Y crees que eso es bueno?, le pregunta entonces el sicólogo.

Pero ella no contesta.

Y es que no sabe qué decirle.


III.

Una amiga le recomienda que le pregunte al camello por qué está ahí.

Ella lo hace en el sueño, esa misma noche.

Mientras el animal babea parece entregar una respuesta tajante.

Estoy aquí porque no estoy en ningún otro sitio, parece decirle.

O al menos eso es lo que ella me cuenta.


IV.

Para dejar de soñar con el camello, finalmente, ella hizo lo más simple.

Aquello fue dejarlo ahí, en el sueño, y dirigirse hacia otro lado.

Parecía algo básico, pero ella lo hizo y le funcionó sin problemas.

Sus sueños se hicieron variados nuevamente, aunque no olvida que hay un camello, esperándola, en algún sitio.

Un día voy a ir por él, me confesó hoy, mientras almorzábamos.

Pero solo cuando comprenda qué hacemos aquí, en medio de todo esto.

Yo la observé entonces, sin saber qué agregar, a sus palabras.

Ya es de noche, y todavía no sabría, qué agregar.

martes, 15 de octubre de 2019

Testimonio.


I.

Recuerdo un testimonio recogido por la Aleksievich. El de una mujer durante la segunda guerra. Una soldado que se sentía poco útil en tierra, pero que era muy buena nadadora. Quería salvar a alguien. Decía sentir el llamado a hacerlo. Así, luego de un ataque sufrido en medio de la noche, cerca del agua, ella ve la oportunidad de hacerlo. Entonces, se lanza al agua, arriesgándose en medio de las ráfagas, e intenta rescatar a un herido. Con gran esfuerzo se acerca a un cuerpo herido y lucha por llevarlo hasta la orilla. Le cuesta hacerlo, por supuesto. Tiene miedo y por momentos piensa que no logrará. Sigue la oscuridad y el ataque. Finalmente lo logra. La luz de una bengala la ilumina brevemente. A ella y al cuerpo herido que ha rescatado. Un gran pez herido. De tamaño humano y dañado también bajo el ataque. Un besugo, creo que se señala en el testimonio. Eso es lo que recuerdo.


II.

Mi testimonio en cambio es más simple. No he sido soldado ni participado en guerras. Soy poco útil tanto en tierra como en agua. Ya he dejado de creer que pueda salvar a alguien. Pez u hombre, no hay diferencia. Tal vez salvarse uno mismo es lo máximo a lo que aspiro. Suena egoísta dicho así, aunque lo cierto es que no me interesa salvarme a mí mismo, para mí mismo. En la orilla espero que hayan otros. Sé que hay otros. No puedo salvarlos, pero puedo salvarme para llegar a ellos. Eso es lo que creo y por lo tanto ese es mi testimonio. Luego ya se verá.

lunes, 14 de octubre de 2019

Problemas de identidad.


Retiré mi carnet a las 13:00.

Lo perdí a las 15:00.

Me detuvieron por andar sin documentos a las 16:00.

Durante las próximas horas intenté explicar la situación, pues mi registro dactilar arrojaba problemas.

Casi siempre arroja problemas.

Me suele ocurrir en bancos, en el reloj de ingreso en mi lugar de trabajo o en otras instituciones.

Por lo mismo, tuve que esperar varias horas para que pudiesen chequear domicilio y registraran mis huellas nuevamente, esta vez, con un sistema especial.

Ya en mi domicilio, me pidieron mostrar algún otro documento que certificara mi identidad.

Tras buscar encontré un pasaporte, que no ocupo hace años.

Eso los dejó tranquilos.

Mientras lo buscaba, los policías habían entrado a mi domicilio y uno de ellos comenzó a observar la biblioteca.

-¿Puedo mirar? -me preguntó.

Yo asentí.

-Disculpe el desorden -agregué-. Justo la estaba ordenando.

Eso era más o menos cierto, aunque me faltó especificar que la ordenaba hace casi diez años.

El policía entonces recorrió algunos estantes y de vez en cuando tomaba algún libro.

-Hay uno que tiene repetido -dijo entonces, mientras leía la contratapa-. ¿Me lo vendería?

Observé y vi que se trataba de El quinto hijo, de Doris Lessing.

Hace unos años lo daba a leer en el colegio y solía tener más de uno, para poder prestar a algún alumno.

Lo pensé un poco y al final acepté regalárselo.

-Se lo devolvería cuando lo leyera -me dijo, tras agradecer-, pero lo cierto es que me gusta tener cosas.

El otro policía se rio y comentó que casi siempre hacía lo mismo.

-Solo cuando encuentro cosas específicas -se defendió el del libro-. No me gusta tener cosas porque sí, sino ciertas cosas.

Nos quedamos en silencio.

-Cosas que encajan -agregó finalmente-, que encajan conmigo… no sé bien cómo decirlo.

El otro policía rio y dijo alguna frase más, bromeando sobre su compañero.

Mientras se iban, segundos después, yo concluí que había perdido el carnet justamente por la razón contraria a la que había dado aquel policía.

-Ahora saben quién soy -dijo uno de los tres, al despedirse.

domingo, 13 de octubre de 2019

Brevísima relación de las abejas de San Bernardo.


"Y he aquí que había un enjambre de abejas
y miel, en el cuerpo del león".
Jueces 14:8

Leí por ahí que San Bernardo excomulgó a unas abejas que le impedían concentrarse en su trabajo. Lo hizo mientras estaba en un monasterio que justamente organizaba la producción de miel en la zona, en grandes cantidades. Actuó apresuradamente, por supuesto, y fue reconvenido por el sacerdote que regía el monasterio. Y es que, al estar excomulgadas, los religiosos que estaban a cargo de la recolección de miel dudaron si seguir o no empleando a aquellas abejas. Después de todo, ya no formaban parte de la iglesia del buen Dios. Se reunieron para hablarlo y tras una larga reunión decidieron seguir empleándolas. Poco después, comprobaron que la miel que producían era cada vez más dulce y apetecida por todos. Hasta el Papa, quien de alguna forma se enteró de la calidad del producto, solicitó que le enviaran cinco odres de esa miel, y que aumentaran la producción. Los del monasterio lo hicieron, por supuesto, aunque desconozco si informaron al Papa sobre la excomunión de aquellos insectos. San Bernardo se fue del lugar y, tal vez para compensar, se dice que solía hablar bien de las abejas, en sus prédicas. El monasterio, en tanto, se quemó por completo pocos años después.

sábado, 12 de octubre de 2019

Un cebollín.


I.

El refrigerador está vacío.

Bueno… casi vacío, en realidad.

Y es que abajo, en el compartimiento donde guardo las verduras, hay un cebollín.

Lo observo un rato.

Mantengo la puerta abierta y la luz del refrigerador nos ilumina, mientras lo observo.

No sé decir por qué, pero me resulta simpática su presencia.

Llena de dignidad, incluso.

Me hubiese gustado pintarlo.

O escribir un gran texto, sobre él.

No digo un gran texto en extensión, sino uno de esos con descripciones desbocadas.

Podría decir, por ejemplo, que el cebollín era el corazón de un dios frío y silencioso.

O compararlo con una flor extraña, en un ataúd vacío.

Pero no lo hago finalmente, a pesar de todo.

No lo hago porque es un cebollín.

Y yo no miento.


II.

Dejo el cebollín ahí y cierro la puerta.

Apenas lo hago, siento que estábamos en mundos separados.

Como si no tuviese derecho a sacarlo de ahí.

Y al mismo tiempo, como si lo estuviese condenando a morir solo, en aquel sitio.


III.

Siento lástima, entonces, aunque sé que es absurdo.

Y la imagen del cebollín me inquieta ahora mucho más de lo aceptable.

Me convenzo entonces que ahí dentro se está un poco mejor que aquí afuera.

Se está más fresco, por ejemplo.

Y hasta tiene más espacio.

Incluso la luz que parece apagarse cuando cierras la puerta, es posible que vuelva a encenderse dentro, sin que lo sepas.


IV.

Ya acostado, mientras escribo, creo comprender algo extraño.

Reconocer al cebollín, como otro yo, en otro sitio.

Y al mismo tiempo, múltiples yo, en la mayoría de mis cosas.

Y es que eso ocurre cuando duermes, en promedio, menos de tres horas diarias.

Y tal vez, un poquito, porque duermes solo.

Si mintiera cuando escribo podría transformar esas sensaciones en un gran texto, pienso entonces.

Pero le dejo eso a los otros.

Una pequeña luz se enciende, aquí dentro, antes de dormir.

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