sábado, 12 de octubre de 2019

Un cebollín.


I.

El refrigerador está vacío.

Bueno… casi vacío, en realidad.

Y es que abajo, en el compartimiento donde guardo las verduras, hay un cebollín.

Lo observo un rato.

Mantengo la puerta abierta y la luz del refrigerador nos ilumina, mientras lo observo.

No sé decir por qué, pero me resulta simpática su presencia.

Llena de dignidad, incluso.

Me hubiese gustado pintarlo.

O escribir un gran texto, sobre él.

No digo un gran texto en extensión, sino uno de esos con descripciones desbocadas.

Podría decir, por ejemplo, que el cebollín era el corazón de un dios frío y silencioso.

O compararlo con una flor extraña, en un ataúd vacío.

Pero no lo hago finalmente, a pesar de todo.

No lo hago porque es un cebollín.

Y yo no miento.


II.

Dejo el cebollín ahí y cierro la puerta.

Apenas lo hago, siento que estábamos en mundos separados.

Como si no tuviese derecho a sacarlo de ahí.

Y al mismo tiempo, como si lo estuviese condenando a morir solo, en aquel sitio.


III.

Siento lástima, entonces, aunque sé que es absurdo.

Y la imagen del cebollín me inquieta ahora mucho más de lo aceptable.

Me convenzo entonces que ahí dentro se está un poco mejor que aquí afuera.

Se está más fresco, por ejemplo.

Y hasta tiene más espacio.

Incluso la luz que parece apagarse cuando cierras la puerta, es posible que vuelva a encenderse dentro, sin que lo sepas.


IV.

Ya acostado, mientras escribo, creo comprender algo extraño.

Reconocer al cebollín, como otro yo, en otro sitio.

Y al mismo tiempo, múltiples yo, en la mayoría de mis cosas.

Y es que eso ocurre cuando duermes, en promedio, menos de tres horas diarias.

Y tal vez, un poquito, porque duermes solo.

Si mintiera cuando escribo podría transformar esas sensaciones en un gran texto, pienso entonces.

Pero le dejo eso a los otros.

Una pequeña luz se enciende, aquí dentro, antes de dormir.

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