jueves, 31 de marzo de 2011

Una dama con chaqueta verde ya no espera a Auguste Macke.

. .
Pobrecita,
para mí que a August
se le olvidó pintarle pareja,
y hoy es tarde.

Yo la miro
y me gustaría decirle que
no tiene nada que envidiar,
que estar con uno de esos hombres
que andan allá atrás
es simplemente estar sola de otra forma
y no tener salida
y llegar al muro.

¿Porque se dieron cuenta que hay un muro,
cierto?

Yo en principio no lo vi,
como el color se parece al pasto…

Y es que en realidad
me fijaba solamente en la mujer
y sentía algo así como tristeza…
y claro…
como yo era chico y mamón
y buscaba escribir de un amor que no sentía…
resultó que al final una copia de la imagen
estuvo largo tiempo enmarcada
sobre mi velador,
y yo la miraba entonces
imaginando largas conversaciones.

Mi idea era algo así
como subir desde el otro lado
e irrumpir en la escena:
¡yo soy Vian!
hubiera dicho,
¡y vengo por ti!
y sólo para asombrarla habría tirado
a uno de esos tipos
hacia el otro lado
de aquel muro.

Eso pensaba, recuerdo,
y repasaba mis palabras,
y cada uno de mis gestos…
hasta que me di cuenta
poco a poco
que lo que yo imaginaba en verdad
no eran largas conversaciones
sino un monólogo constante
e incomprensivo
que a veces tenemos hacia otro
que creemos amar,
y no lo vemos.

Con el tiempo,
debo haber botado aquella imagen,
pero no lo recuerdo claramente…
y es que tengo años borrados
por aquella época
y en los que no me gusta
andar indagando.

Así, hoy,
cuando me encuentro nuevamente
frente a esta mujer
de chaqueta verde,
creo que ni ella
ni yo
esperamos ya nada.

Es decir,
ella está allí, claro,
todavía,
pero ya no hay nada que quiera decirle,
pues me doy cuenta que en realidad
ella supo siempre todo
y yo hablé de más,
como siempre,
y esa es la forma simple
de terminar aquella historia.

Otra forma,
sin embargo,
exige de mí una comprensión
que hasta el día de hoy
me es esquiva, o,
al menos,
inexpresable.

Puedo intentar, claro,
y decir que aquella mujer no está en el cuadro,
que mientras lo miras
ella está justo tras de ti,
o a un costado,
tranquila y sin embargo
exigiendo algo…
sin decir nada, por supuesto,
que es la forma más efectiva
de exigir.

Por otro lado, pienso también
que si sacase a esa mujer de la imagen,
el cuadro no cambiaría,
es decir,
cambiaría algo
pero en el espectador,
no en la propia imagen,
como si la mujer de chaqueta verde
fuese en realidad
algo así como uno mismo
siendo extrañamente testigo
de la vida de los otros,
en un lugar asignado
por un tipo que se enroló para la guerra
y murió a las pocas semanas
dejando inconcluso por tanto
algo más que este cuadro…

Y es que la dama de la chaqueta verde,
digamos,
si bien ya no espera a August Macke,
-y probablemente no espera nada,
como ya hemos dicho-,
está ahí de una forma similar
a la que uno mismo adopta
mientras escribe estas palabras.

Así, pienso,
quizá alguien algún día,
sin comprender, por supuesto,
tenga también mi imagen
sobre el velador,
y creerá conocerme
y comprenderme…
y se repita la historia…

Y claro:
ella seguirá allí
y yo acá,
y los hombres con sus rostros borrosos
seguirán yendo por el mundo…
difuminándose…

Y es que esa es en última instancia
la historia que se repite…
y al igual que Macke nos enrolamos a una guerra
que no es nuestra…

y luego no volvemos

y es el fin.

miércoles, 30 de marzo de 2011

El chiste del loro.

.
A Juan Verdaguer.


I.

Voy caminando por una feria pública y me encuentro con un tipo que vende un loro. El ave se ve un poco a mal traer, pero tiene algo que me agrada, así que tras negociar un breve momento, lo compro.

El tipo me cuenta entonces que antes el loro hablaba, pero que ya no hay caso.

-¿Qué decía? –pregunto.

-Que antes este loro hablaba, pero que ya no hay caso.

-No, yo me refería a qué decía el loro.

-Ah… pues decía distintas cosas, es que ha tenido varios dueños…

-Pero ¿cómo qué cosas decía?

-Es que si le digo no me va a creer, por eso se lo conté ahora, después que lo pagó…

-¿Y?

-Y eso… hablaba harto… pero sabe… pensándolo mejor… quédese con eso de que ahora ya no hay caso, además me apena hablar en frente de él… sobre todo de sus glorias pasadas… mírelo… no ve que agacha la cabeza… lo bueno es que usted lo compró por lo que él es hoy, y eso a él lo pone contento…

-¿Entonces no me va a decir?

-¿Qué cosa?

-Eso de que el loro hablaba…

-Pero si eso ya se lo dije…

Pasó así otro rato en que no obtuve información concreta y al final me despedí, y me llevé al loro.

Una vez en casa caí en cuenta que no le había preguntado al tipo qué nombre tenía el loro. Pero claro, eso tenía solución.


II.

Puse al loro en la biblioteca. Es decir, cerca de la biblioteca. Y hasta le dejé comida sobre una versión de El loro de Flaubert, y un dibujo sobre el pájaro verde, que hizo Juan Emar, y que me robé hace bastantes años de una colección particular.

Fue entonces que me dediqué a mirarlo un rato y comencé a buscarle un nombre.

-¿Qué tal Baudelaire? –le pregunté. Pero él no se inmutó.

-¿Y Sofonías…?

-¿Te gustaría llamarte “señor Balcárcel”?

Pero nada.

El loro me miraba indiferente y con una actitud desafiante, y no dejaba de mirarme detenidamente a los ojos.

-Quiero llamarme Vian –dijo entonces, de improviso.

-No se puede, Vian soy yo –le contesté.

-¡Soy Vian! ¡Soy Vian! –gritaba el loro sin detenerse, así que tuve que aceptar compartir el nombre.

-Pero yo también soy Vian –le dije por último, como para perder con estilo-. Y lo soy desde antes.


III.

Lo bueno es que tiene buen gusto. Es decir, defeca justo sobre un libro de Coelho que tuve que leer para hacer una prueba, y hasta hizo pedazos uno de Fuguet, que me habían regalado en un concurso hace como mil años.

En cambio, hojea impulsando con su cabeza los libros de pintura, en especial los de expresionismo abstracto, y se queda un buen rato mirando las obras de Rothko y de Reinhardt.

Y claro, no comenta nada de ellos, pero siempre después de verlos viene hasta mí y me dice alguna historia rara, o un chiste, que no sé clasificar.

-Está comprobado que en Chile un hombre es atropellado cada veinte minutos –comenta-, ¡yo no me explico el aguante de ese hombre!

Yo lo miro entonces, pero como él está tan serio y la situación es tan extraña, lo dejo hablar, y hasta a veces voy anotando palabra por palabra las cosas que me dice, inexpresivamente. La más extensa de todas fue la siguiente:

-De mis padres, a través de constantes itinerarios trashumantes, aprendí que lo que llega al íntimo espíritu del público tiene un eco más perdurable y efectivo que lo epidérmicamente festivo.

Yo lo escucho entonces, y hasta intento entablar conversaciones con él, pero al parecer no le interesa, y yo me siento casi como un animal que le hace gracia al loro. Y también me callo.


IV.

Le gusta Chet Baker.

Anoche lo descubrí imitando la voz en una versión de My Funny Valentine, y le salió igualito. Y es que algo tiene este loro… como un deseo oculto de ser otro… si hasta arrastra las corbatas que dejo tiradas y se las pone al cuello, mientras le leo algún libro de Boris Vian.

Y es que un día en que llegué más temprano él me lo pidió directamente, acercándome incluso el libro con su pico.

-¡El arrancacorazones! ¡El arrancacorazones! –gritó esa vez.

Y claro, yo se lo leí. Luego, al pasar los días, leímos también La hierba roja y El Otoño en Pekín, aunque lejos lo que más le gustó –igual que a mí- fue La espuma de los días y Escupiré sobre vuestras tumbas.

-¡Soy Vian! ¡Soy Vian! –gritaba entonces. Y yo me sentía sutilmente ultrajado.


V.

Lo peor sucedió cuando se me ocurrió llegar con una chica. Siempre me había visto solo y ese día no se supo controlar y picoteó a la chica en la frente haciéndole una herida profunda.

Más encima, la chica insistió en que el loro tenía mis mismos ojos y no quiso venir otra vez, a pesar de que debiese agradecerme el que ahora tenga una cicatriz con cierto estilo.

Y claro... yo insistí y hasta lloré un poco, aunque después me di cuenta que eso no servía de nada y decidí mejor no llorar. Y entonces me sentí ridículo. Así que mejor leí en voz alta a Leopardi, como para comprobar que había otros incluso peor que yo.

-Ellas se compran los zapatos para que le hagan juego con la cortera –me dijo esa vez el loro-, en vez que le hagan juego con los pies.

Y yo le di la razón.


VI.

Hoy sin embargo, ya no tengo al loro. Se fue a partir de un mal entendido y creo que ya no va a volver.

Y es que comencé a notar que mis cervezas aparecían vacías por la mañana, y que el loro incluso tenía olor a trago.

-¡Te estai tomando mis cervezas loro maricón! –lo encaré entonces, un día que lo vi tambaleándose.

-¿Cómo sabes que la cerveza se la tomó un leproso? –fue lo único que él atinó a decir- Fácil… porque encuentras trozos de lengua en la botella.

Yo lo miré y le exigí otra respuesta. Pero él solo me contó una última historia.

-Una vez un hombre salió con una chica y la llevó en su auto –comenzó el loro-. Entonces ella le pidió que le quitara la capota el auto. Cuatro horas después el hombre lo había logrado, pero la chica ya se había ido… y es que claro: su auto no era convertible…

-No entiendo qué me quieres decir –le dije esa vez al loro.

-Que Vian es el auto, y que Vian se va –me dijo mientras se acercaba a la puerta, con un tono altanero.

Y sí… yo intenté no tomarlo en cuenta, pero lo cierto es que su actitud me molestó, así que comencé a preguntarle repetidamente algo que recién ahora me doy cuenta que era absurdo:

-¿Quién se va? –le decía yo- ¿Quién se va?

Pero él no contestaba nada.

-¿Quién se va? –insistía yo, mientras él ya cruzaba la ventana.

Fue entonces cuando se volteó de golpe y dijo con una voz que no le había escuchado antes:

-Se va el loro –y en efecto, se fue.

Y yo, Vian, volví a quedarme solo, y con mis libros.

martes, 29 de marzo de 2011

Abdicar.

"Siéntate al sol. Abdica.
Sé rey de ti mismo."
Ricardo Reis.

Querido Ricardo,
mi trono es pobre
y desgastado
y está hecho de retazos.
.
Mi reino entero está en ruinas.
.
Adentro y afuera,
por un lado y por otro,
como el cara y cruz de una moneda
que ha perdido totalmente
su valor.

Además,
ni siquiera ansío ese mundo, Ricardo,
ni otro...
y es que nada quiero poseer,
sino piedras,
peñascos que arrojar al cielo
hasta dar con algo
o partirme en mil pedazos
la cabeza.
.
Heredero ilegítimo soy
de mi reino, Ricardo,
no tengo posesiones
ni padre...
ni flores siquiera hay en mi reino
para arrancar y dejar caer
antes incluso
de mirarlas.
.
Y es que mi reino es de papel
y de signos desparramados...
envejecidos, Ricardo,
casi muertos,
vagando de un lado a otro
preguntando quiénes son
y qué es aquello que debían hacer
en este mundo.
.
Quizá deba quemarlos,
pienso a veces,
prenderle fuego a mi reino
y tragarme las cenizas.
.
Y es que ansío el vacío
para sentir mi forma,
para reconocer mis necesidades
y hasta para calcular
la velocidad exacta
de mi caída.
.
Los dioses no me llorarán,
mis amigos seguirán con sus vidas,
y la mujer que amé gemirá de placer
bajo el peso de cualquier otro...
.
mi reino es precario, Ricardo,
los signos se provocan vómitos
y expulsan al suelo
su significado.
.
Nada quiero.

Nada soy.


Este es mi reino.
.
Las murallas se vinieron abajo
y no había nadie dentro...
.
Y es que suena bonito
lo que dices,
pero no te creo:
ser rey de uno mismo
es alambrar un sitio eriazo...
.
Te das importancia, Ricardo,
aunque hayas querido hacer
justamente lo contrario.
.
Y los dioses tampoco te lloraron.
.
Y los hombres no te comprendieron.
.
Y dejaste escapar lo que amabas
de entre tus manos,
porque abdicaste de los otros
y te quedaste solo,
siempre observando
el espectáculo del mundo.
.
Tu reino es tu tumba.
.
Púdrete en tu reino.


lunes, 28 de marzo de 2011

Sobre el aburrimiento.

Recuerdo que Schopenhauer decía que el aburrimiento era la fuente del instinto social. Es decir, situaba a esta “pasión de separación” –luego volveré sobre este concepto-, como "impulsora" de las relaciones que establecen unos hombres con otros.


Asimismo, el propio Schopenhauer, le atribuía también otras propiedades, como por ejemplo, ser el único estado capaz de hacernos conscientes del “real paso del tiempo”, por lo que pasaba de inmediato a ser superior al entretenimiento, o goce, ya que éstos nos privarían de la impresión que el tiempo deja en nosotros.


Desde este punto de vista, estamos a un paso de decir que nuestra existencia es tanto más feliz, mientras menos la sentimos, lo que abre, de paso, un sinnúmero de otros cuestionamientos que dicen relación con la evasión que solemos hacer en cuanto nos vemos enfrentados, a solas, con nuestra “existencia en el tiempo”.


Y es que de cierta forma, esta última existencia, sólo podemos percibirla desde la quietud que otorga ya no el ocio, sino el aburrimiento más terrible… el hastío mismo… ese que pasa a ser, al mismo tiempo, la huella que nuestra “existencia en el tiempo” deja en nuestra “existencia situada”, diluida casi en aquellas acciones que realizamos como si tachásemos nuestros bordes, y que acostumbramos llamar experiencia, por evitar otro término que deje traslucir esa idea de desgaste que tanto asusta y entumece.


Ahora bien, pensemos por un momento en la idea que tenemos del aburrimiento. Situándola como resultado, me refiero… y es que a fin de cuentas creo enormemente necesario preguntarnos: ¿de qué nos aburrimos? ¿qué es lo que nos provoca ese hastío o tedio que viene a instalarse en cuánto las acciones –las más banales incluso-, son dejadas de lado?


Porque no me vengan con que el aburrimiento viene de hacer nada, ni me hablen tampoco de la carencia de sentido en las cosas que realizamos… que para ejemplo de aquello tenemos al entretenimiento más básico… ¿saben acaso cuántos libros con sudokus, sopas de letras, crucigramas, y otros similares se venden en el mundo? ¿Se han puesto a pensar cuál es la sensación que evitan todos aquellos jugadores…? Es decir, más allá del aburrimiento, me refiero… más atrás… justo cuando el dedo del tiempo comienza a punzarte para que te voltees pues tiene algo qué decirte… ¿alguien ha escuchado acaso lo que tenía que decirnos? ¿Alguien ha sido tan valiente como para vencer al aburrimiento cara a cara y no huir por esas salidas de emergencia que llamamos entretención, compañía, o hasta felicidad…?


Pero déjenme mejor retroceder un poco…


En un inicio me refería al aburrimiento como una “pasión de separación”, y quiero explicar brevemente aquello antes de terminar –¡siga aunque se aburra, no sea cobarde!-. Pues bien, aquella clasificación, burdamente plagiada por Eric Laurent hace algunos años, es establecida en realidad por Otto Wingarden, -burlándose un poco de Lacan, quien a su vez proponía las suyas en oposición a las pasiones descritas por Descartes…-, y en el fondo se refiere a toda aquella “reacción espiritual” que surge tras el análisis de un proceso humano.


Así, siguiendo esta idea, podríamos pensar que el aburrimiento no es sino la ausencia de respuesta ante el análisis de un proceso humano… es decir, la reacción que tenemos ante la hoja en blanco donde debieran aparecer los resultados del proceso que se ha analizado.


Sin embargo, hay que aclarar que el aburrimiento no es la hoja en blanco en sí, ni tampoco es un enfrentarse a la nada, ni mucho menos la reacción que se produce tras encontrarnos con la ausencia de una respuesta…


Y es que la hoja en blanco –a diferencia de lo que podríamos creer-, no significa la ausencia de respuesta, sino justamente la respuesta al proceso humano que realizamos continuamente… o, en otras palabras, -en las de Wingarden, para ser exacto-, la hoja en blanco viene a ser el mapa de nuestro progreso personal, no necesariamente inexistente, pero sí indemostrable.


“(…) Así, ante la duda que supone elegir entre estos dos términos y que pone en riesgo aquello que pensamos de nuestra propia existencia, la única reacción posible, la única pulsión (…) es el aburrimiento”.


De esta forma, el aburrimiento como resultado de, viene a complementarse con el objeto de nuestro aburrimiento, es decir, con la totalidad del ente.


Y claro, podrá no gustarnos la respuesta, pero lo cierto es que no hay más, aunque busquemos. Y nos quedamos entonces frente al aburrimiento que es también estancamiento y duda ante el proceso de nuestra propia existencia y comenzamos entonces, ¡apenas!, a sentir el tiempo. Y el desgaste…


Ante esto, por último, sólo queda la evasión, o apelar por un nuevo tipo de héroe.


Puede ser Jonás en la ballena, o Aquiles encerrado en sus tiendas, o hasta la vecina esa que dejó de un día para otro de salir de su casa… pero lo cierto es que el verdadero héroe –si lo hay-, debiese vencer ese aburrimiento con una certeza distinta a la acción concreta -que no es más que una evasión disfrazada de respuesta-, y encontrar en la no-acción, y en las huellas que el tiempo puede marcar en el proceso de su existencia –de su hoja en blanco, entonces-, la nueva pulsión que anule el resultado de aquel proceso fallido y que de cierta forma, lo reemplace.



domingo, 27 de marzo de 2011

No soy especial.


.
I.

Hoy conté los dedos de mi mano izquierda

y son cinco.

.

Luego seguí con los de mi mano derecha

y descubrí que también son cinco.

.

Hice lo mismo con mis dos pies

y también coincidió

la misma cifra.

.

No soy especial,

me dije entonces,

y ya con esa excusa,

abrí la primera cerveza de la noche.

.

II.

.

Poco a poco,

sin embargo,

la excusa esa quedó en órbita,

y quién sabe si ayudó la fiebre

o el exceso de trabajo de estos días,

pero lo cierto es que aquello de no ser especial

incomoda de una forma similar

a las alergias primaverales

o a las picaduras de insecto

cuando debes evitar rascarlas.

.

Y claro,

pensé que nunca lo diría,

yo, sobre todo,

que de esto suelo preocuparme una mierda,

pero la sensación esa de ser común

como el polvo sobre los muebles,

hiere también mi común orgullo

y me lleva a tomar

la segunda cerveza de esta noche,

de esas fabricadas en serie

y en cifras de a miles por hora,

pienso,

mientras la bebo

de un sorbo.

.

III.

.

Debiese ocultar estos pensamientos,

me digo, algo mareado,

fingir que soy especial

y alejarme,

lo más posible,

de la masa.

.

Mmm…

.

¡Pero a donde miro hay masa!

.

En el grupo de los que están solos,

o en el de los que escriben

porque creen no tener opción…

o hasta en el grupo de los que descubren

que no son especiales…

¡todos están llenos…!

.

¡y ya ni sé cómo era eso de decir

cosas que aparentemente te fijaban

automáticamente fuera del grupo…!

.

Todo lo he olvidado.

.

Destapo entonces la tercera cerveza

de la noche

y busco una respuesta.

.

IV.

.

Cuando chico hacía cálculos,

imaginaba por ejemplo

cuanta gente estaría en este momento

haciendo exactamente lo que yo,

y algo parecía ensuciarse dentro mío

cuando intuía que aquel número era inmenso.

.

Me avergüenza contarlo, claro,

pero estar ya algo borracho ayuda

a confesar…

.

Además,

debo reconocer que hasta el día de hoy

me pasa lo mismo en el metro:

yo los miro subir,

determino

y hago cálculos…

todo con tal de negar la única respuesta posible

a la ecuación en la que yo mismo

soy incógnita:

.

no soy especial

entre ellos…

.

¡Y peor aún!

me digo,

puede que no sea especial,

realmente,

para nadie…

.

Y ante tal cursilería,

me avengo a abrir la cuarta cerveza,

de esta noche.

.

.

V.

.

Ya entre la quinta y la sexta

pestañeo un poco,

y sueño con una especie de principito

que es a la vez un entrenador pokemón,

y que lanza a la batalla

una rosa,

tres volcanes

-uno apagado, pero nunca se sabe-,

y hasta un zorro.

.

Él los ha domesticado,

me explica,

y hasta ha entendido que son especiales

con el paso del tiempo.

.

Hablamos entonces largo y tendido

sobre varios temas

y él me muestra medallas

y yo le muestro libros,

aunque a él no le gustan los libros:

.

Lo peor del lenguaje

es que con él se puede mentir,

me dice,

y luego despierto

y estoy solo,

y por si fuera poco

luego de la sexta,

ya no quedan más cervezas.

.

VI.

.

Miento.

.

Disculpen.

.

No estoy solo.

.

Aunque es verdad

que no quedan más cervezas.

.

El día se va y yo debiera dormir,

y ducharme y tomar una última pastilla

para despertar con menos molestias

en unas horas.

.

Y es que como les decía en un inicio:

no soy especial,

mañana trabajo,

me pondré corbata

y si ahora cuento los dedos de mi mano derecha…

¡…!

.

¡milagro…!

.

¡…!

.

¡ah, no…

conté mal…

estoy borracho…!

.

¡mierda…!

.

¡casi soy especial!

.

Pero no.

.

sábado, 26 de marzo de 2011

Circuitos.

.
.
¿Serán conscientes la ampolleta y el interruptor de que están ligados por una serie de vasos comunicantes secretos y que nada son sin el otro?

Yo los miro y pienso que no, aunque algo deben sospechar, bajo esa aparente indiferencia. Es decir, imagino al menos que el interruptor se dará cuenta que tras esa presión en su abdomen hay algo que se enciende, y que aparece a su vista, hasta que otra presión, claro, lo deja nuevamente a oscuras.

Algo pasa, debe decirse, yo soy yo y eso está allá, pero hay algo en mí que… bueno… algo hay, debe pensar… -y quizá hasta le guste esa presión y el encendido de la ampolleta coincida con sus mejores momentos-.

Por otra parte, si le tocó ser de esos interruptores con un tornillo mal encajado, o sea de esos que quedan un poco sueltos o corridos y esto lo ha hecho volverse un tanto inseguro de sí mismo, de tal forma que no se cree capaz de provocar él mismo el nacimiento de aquello… bueno, si eso ocurre supongo que pasará los días autoconvenciéndose que aquello es una simple casualidad, como chocar en bicicleta con una chica que nació exactamente el mismo día que tú, o como encontrarte cartas en la calle, o cosas de ese estilo.

Lo malo es que de ser de esos interruptores, quizá también esté presente el acecho de la culpa, y es que si bien el interruptor puede no sentirse vinculado con el origen de aquel destello –por la rapidez de la acción quizá estime que a él se le presiona el estómago cuando la luz se enciende-, es también posible que sienta algún grado de responsabilidad cuando dicho destello se apaga, sin más, justo cuando la presión en su vientre desaparece, sin que él pueda evitarlo.

La vida es injusta, debe pensar el interruptor, y ha de pasar toda la noche desvelado intentando saber si esa presión que siente es o no una de las cosas que esos seres tan extraños llaman sentimientos. Y luego, de decidir que sí lo es, ha de pasar además a eso aún más difícil y que ni siquiera esos seres extraños saben nunca concluir, es decir, saber de qué sentimiento se trata, aquello que sentimos.

La ampolleta en tanto, imagino, debe comprender aún menos. Quizá busque, es cierto, dicha comprensión, pero no debe tener muchas pistas para saber qué es aquello que la transforma hasta diez veces en un mismo día, y la hace temer siempre por si acaso es aquella vez la última, como aquello que esos seres extraños que andan allá abajo denominan muerte, siempre y cuando ya no puedan esquivar dicha palabra.

Además, el asunto para ella es todavía más extraño, pues no está segura hasta qué punto cambia mientras está brillando y no logra entender por qué asusta tanto eso de la muerte cuando ella nace y muere a cada rato y no deja nunca de ser la misma, piensa…

O sea, la misma misma, quizá no, pero eso no hay como saberlo pues lo que fue no puede, digamos, ser comparado con lo que es, aunque se siga insistiendo en eso constantemente y traiga tantos problemas a todos aquellos que, porfiados, insisten en lo mismo.

Yo mismo, por ejemplo, -es decir, Vian, el autor mozo-, cuando cambiaba un interruptor hace unos días pensaba aquello. De hecho, tanto lo pensaba que descuidé la atención y en vez de poner un “interruptor de luz” puse un “interruptor de timbre”, de esos con resortes y que se devuelven a su posición original apenas los aprietas. Resultado: la luz sólo puede estar encendida mientras mi dedo presiona el interruptor, y sólo puedo iluminar mi pieza para memorizarla y luego no tropezarme, a oscuras.

Por otra parte, creo que iluminarlas así de pronto y de manera tan breve me ayuda a descubrir esa expresión que tienen las cosas cuando creen que no están siendo vistas. Sus búsquedas de contacto, sus actitudes inclinadas y sus caras tiesas y serias, pero que a mí me son alegres, y chistosas... y claro, eso sirve a su vez para intuir eso de los vasos comunicantes que mencionaba en un inicio, esas secretas conexiones que no unen exclusivamente el interruptor con la ampolleta, sino que pueden estar presentes también entre el disco de Bartok tirado sobre la cama y el ventilador de pie que tiene aún su cable envuelto pues no lo he usado desde que lo desembalé en este lugar, hace ya bastante tiempo.

Pero claro… habría que entrar a explicar ahora qué entiendo yo por “bastante tiempo” y eso sería tan difícil como intentar comprender por qué razón la luz -resultado final del vínculo interruptor/ampolleta del que hablaba más arriba-, no está realmente en ninguno de esos dos “objetos” cuando los analizamos por separado.

Y sí, pienso ahora -y a buen tiempo de poner fin a esta entrada-, eso que les sucede a esos objetos es también lo que nos pasa a nosotros, y es quizá la razón fundamental por la que desconocemos también nuestras propias conexiones… me refiero al asunto ese de que algo pasa por nosotros o que incluso está en nosotros -como aparente resultado del vínculo entre nosotros y un otro-, pero que no existe si nos analizamos por separado, o si sumamos nuestras partes o utilizamos cualquiera de las formas de análisis que acostumbramos a emplear día a día.

Por eso, -y porque además es tarde y debo levantarme en un par de horas para tomar un bus-, es que a fin de cuentas siento que es más conveniente desconocer lo poco que somos sin aquello que es nuestro interruptor –o nuestra ampolleta-, y que lleva a hacer existir otra cosa que vista así, y a priori, podría parecernos casi un milagro, de no estar condenada a ser exactamente todo lo contrario: evidencia concreta… o circuito…

Y disculpen si no sé explicarme bien, pero es que en el fondo, me gustaría que ustedes pudiesen comprenderme así -con tan poco-, y yo limitarme a encender la luz y apagarla rapidito, con mi interruptor timbre, sin que hayan mayores daños.
.

viernes, 25 de marzo de 2011

Pero al final lo hago.

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Es cierto. Yo también preferiría no hacerlo. Pero al final lo hago. Y uno se da vueltas en la cama mientras lo decide y al final la decisión es la misma, y no nos gusta. Luego estamos en la ducha y el agua te golpea y después quizás te afeitas y oprimes un poco más el nudo para que no quede espacio entre la corbata y la camisa y ya pareces estar listo. Nadie hubiese pensado que te tomó tanto trabajo decidirte. Pero bueno… quizá así uno termina por pensar que la decisión fue propia. Que avanzas porque quieres e insistes tres veces porque la huella parece haberse borrado y estás a un minuto del ingreso y el reloj del trabajo no registra aún que has llegado, que estás ahí, que caíste en tu propia trampa; en el hoyo que cavas y que cavan y que sin embargo no es tan terrible como suena. Es decir, no necesariamente es caer ni necesariamente un hoyo o una trampa. Bien puede ser un pozo y tú bajar simplemente, que es ya un avance y una de las ventajas de elegir caer y poder hacerlo con estilo, como se anuncia por ahí, y hasta se dice con humor, que es otra de las pomadas para las caídas cotidianas que tanto abundan. Lo malo es que a veces no son tres veces sino más las que debes insistir con el dedo ahí en el lector, y la huella no es reconocida y el reloj avanza y un miedo estúpido parece invadirte. Un miedo pequeño de esos que se alejan de las grandes preguntas de la vida de las que hablaban en el programa que viste anoche en un canal del cable. Porque claro… a pesar de todo tienes cable, y mientras la biblioteca revuelta te rodea tú buscas algo también en la televisión, no ya la nacional porque ahí sí que no encontramos nada, así que buscamos en la otra, o en la red, o dónde sea. Pero no encontramos. Piensas entonces que el problema es buscar. Es decir, la técnica con que se busca. El modo. A medida que piensas esto, además, vas moviendo el dedo poco a poco porque quizá es la presión y entonces la huella no se lee, y te secas el dedo en la chaqueta y hasta la miras para ver si estás ahí y casi te asombras porque cómo es posible que sean siempre distintas, te dices, únicas. Eso pensabas también ayer mientras volvías tarde de una reunión con padres de familia que te tocó dirigir. Y hablaste de autonomía y tratase de que los padres se cuestionaran o no si sus hijos lo eran –para el informe-, aunque en realidad apuntaste a si eso era necesario. Y entonces los padres llegan a la última pregunta de taller y se quedan mirándola: ¿Están preparados sus hijos para enfrentar este cambio de nivel, para afrontar… (etc.)? Y los padres que se miran y te dicen que no, y entonces hay que buscar soluciones. Aunque claro, el problema está más atrás y es sí realmente estamos preparados para entender otras cosas ¿Están preparados para entender la vida, para saber quiénes son y todas esas frases cursis que se agolpan cuando quieres hablar de algo que te da vueltas principalmente cuando tienes que decidir si levantarte o no, si ir o no, si seguir o no… si comenzar o no? Porque claro, insistes con el dedo, pero no para seguir, sino para inventarte un nuevo comienzo –te convences-, borras el día de ayer y el de mañana no sé, tendré que decidirlo también supongo… pero está el asunto del dedo este de mierda y la huella que no marca. Y ya va un atraso de un minuto y pruebas con los otros dedos, y hasta piensas en el plan estúpido que hiciste para hacer un duplicado de tu huella con una mezcla en base a neopreno u otro pegamento similar y que ojalá marcase por ti uno de esos tipos que deciden antes que tú y llegan antes de tiempo y seguramente ahorran unas cuantas vueltas en la cama y las ocupan en algo productivo… pero no hay caso. Quizá en la calle, piensas, quizá en la calle entre todos esos encuentre a alguien que tenga mi misma huella, te dices en voz alta y una persona te pregunta si le hablaste algo y tú debes decir que no, que recordabas algo, algo que supiste sobre las huellas digitales y sobre que sí… hay duplicados, pocos, pero hay, que es lo que cuenta. Luego escuchas hablar a alguien que se ríe porque cuenta que ayer de la nada le dio por gritar en el departamento: nada terrible, dos gritos cortos… fuertes eso sí… y nada más. Y escuchas risas y saludos y la máquina de mierda no reconoce que existes tú ahí, frente a ella. Y quisiera entonces encontrar a esa persona que tiene mi misma huella y decirle que venga, que ponga su dedo ahí por mí, que ya van tres minutos… que la vida se me puede ir comprobándole que existo en aquel lugar a una maquinita absurda que me habla con una voz electrónica grabada que no tiene idea realmente de quien soy. Quizá si encuentro a ese tipo, pienso entonces, y le presto mi ropa y le digo que se deje barba… ese tipo que ha de tener mi huella, pienso… -porque uno no piensa que en realidad es uno el que tiene la huella del otro, por supuesto-, y si logro que él venga y ponga el dedo y… no, mejor más, ¿qué tal si lo encuentro y le digo que él decida por mí? Que se dé vueltas en la cama en vez de mí y así yo duermo un poco más. Solo, pero tranquilo que es lo que cuenta al fin y al cabo, como decían también en un chiste. Uno fome eso sí… aunque claro… yo al menos no recuerdo nunca haberme reído de uno, pues tengo la mala suerte de imaginarme el final antes, los posibles finales. Igual que cuando veo pasar la gente en las calles, o miras a tus alumnos, o ves incendiarse el cerro a un costado del colegio. Y apuestas que si sigues a esa persona 40 pasos, comprobarás que esa persona va a llorar… al menos si sigue al mismo ritmo… y cómo tienes miedo que pase, mejor la detienes a los veinte o a los treinta pasos y le preguntas cualquier cosa: que qué hora es, o si ella sabe dónde queda el lugar al que vas, y logras así evitar que el llanto ocurra ahí en plena calle, y le das así como un alargue, cien, mil, o diez mil pasos, quien sabe… pero le das un plazo, al menos, que es lo que cuenta. Y entonces te quedas viéndola alejarse y mientras lo haces descubres que quizá no fue un alargue sino un traspaso, algo así como un robo porque resulta que el llanto ahora te amenaza y hay que buscar un lugar donde frotarse de la misma forma como cuando ves a alguien intentando sacarse la mierda de un zapato. Y te fijas entonces, y por último, -justo cuando te habías rendido con la máquina y te dabas vuelta definitivamente-, te fijas, decía, en que hay un perro con la pata quebrada vuelta hacia atrás justo en la entrada… y comienzas entonces a caminar hacia él y él hacia ti, como si se tratase justamente de esos seres que poseen la misma huella, y él te deja hacer con su pata y uno intenta reubicar, pero está en verdad vuelta entera y no se puede –o uno no puede-, y entonces ves que te mira como diciendo no importa… y comienza a caminar con sus otras tres patas y te mira hacia atrás. Y la sensación es igual a la de la mañana dando vueltas en la cama. Y sí… yo también preferiría no hacerlo, les decía. Pero lo hago. Algo hay en uno que nos lleva a hacerlo. Y no es la necesidad económica, ni la obligación, ni eso que los irresponsables de sí mismos buscan llamar sistema… Y claro, quizá no nos gusta, de la misma forma como al perro no le gusta andar ahora con una de sus patas a cuestas, quebrada y volteada, sin más… Así que claro, vas ahora convencido y ya van diez minutos de retraso, y cierras los ojos y recuerdas quién eres, qué quieres, y colocas el dedo y entonces sí, marca de inmediato. Y hasta te sueltas un poco la corbata y piensas que sí, que hoy día sí… que esta sí es una verdadera decisión… y que quizá el retraso valió la pena. Ahora sí llegué, piensas, y avanzas, mientras subes la escalera y bajas al pozo, o a tu trampa, ¿se acuerdan? Pero bajas tú.
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jueves, 24 de marzo de 2011

Siempre quise conocer un dinosaurio (texto raro)

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Siempre quise conocer un dinosaurio,
pero éstos se extinguieron.
y ya no pudo ser.

No me importaba si era chico,
o cojo
o si tenía aún los dientes de leche,
mi objetivo era simplemente conocer a alguno
y saludarlo
si es posible.

Nada más.

Y es que no me interesaba
tenerlo de mascota,
o capturarlo para estudios
ni mucho menos ponerle un nombre
y pedirle información
sobre sus antiguos captores.

Lo que me movía era algo
digamos
más ingenuo,
como las instrucciones para llegar a un tesoro
que ha estado siempre en la superficie
y que no hemos comprendido
que era tal.

Fue entonces cuando en el día
en que menos lo esperaba,
un bicho chico y escamoso
se subió por mis pantalones
y me llamó con una serie de gruñidos
tenues
que no cesaron
hasta que me vi obligado a responder.

¿Eres Vian?
Me preguntó.

Yo asentí.

¿Me cuidarás como se cuida lealmente
a quien es parte fundamental
de la familia?


¿Parte esencial?

Sí, parte esencial: hijo,
ser adjunto…
ahí ves tú
como me nombras,

me dijo,
pero yo no me muevo más
de este sitio.


¿Y debo yo mantenerte
así sin más
en aquel lugar?
Pregunté.

Exacto.
Además soy un saurio
y tú querías uno,

agregó,
y no es bueno devolver los regalos
a los dioses.


¡¿A los dioses…?!


Bueno, quizá exageré…
pero es que hablar de dioses
es casi una muletilla que me quedó
de otra época…
y es que tú sabes…
nosotros los saurios…
digamos que tuvimos la suerte
de compartir con una serie
casi extinta de seres…

Entiendo.
Le digo entonces.
(Pero en realidad no entiendo).

Entonces me fijo que el pequeño saurio
ha subido hasta mi corbata
y se ha detenido ahí
como si fuese un pequeño estampado.

Tienes suerte,
continúa, algo soberbio,
yo siempre pensé que aguardaba a un rey
o que iba a ser guardado para una ocasión
realmente más especial…
¿Porque no hay invitados, cierto?

No.
No los hay.
Afirmo.

¿Y no eres rey?

No.

¿Ni príncipe?

No.

¿Ni marqués?

Mmm… no.

Y bueno,
así siguió el interrogatorio
hasta que llegó a vasallo
y a esclavo…
y claro…
al final lo preguntó,
como con miedo:

¿Eres profe, acaso…?

Sí.
Contesté.
Y de lenguaje.

El saurio entonces
se quedó petrificado.

Quizá calculó que no tendríamos
mucho tiempo para conversar,
o pensó que lo utilizaría como ayudante
para que mordiera suavemente
las palabras que llevaban tildes
y que no marcaron
mis alumnos…

Pero el hecho concreto es
que se quedó petrificado.

Agarrado a mi corbata
como el alma al hombre,
e igual de inexpresiva.

No puede ser para tanto,
le dije al final,
has esperado miles de años
y ahora te desanimas por esto…


Además ser profe no es tan malo…
de hecho es, digamos…
es…


Pero no pude decirlo.

Había pensado mentir incluso,
al momento de escribirlo
y completar la frase,
pero lo cierto es que no sé
como explicárselo
a un otro.

Por lo demás,
mi pequeño amigo saurio,
a quien ni siquiera alcancé a bautizar,
parecía fosilizado irremediablemente
y claramente uno podía ver
que ya no habría vuelta.

Por último,
tras separarlo de mi corbata
y darle una sepultura digna
en un bolsillo trasero,
me fui a casa pensando
qué tan terrible habita en eso
del ser profe…

y bueno…
quién sabe si algún día
cuando los profes nos extingamos,
yo también surja pequeñito
y me aferre a una corbata
o a algo parecido,
y me atreva a hablarle a mi portador
sobre otras cosas que aún en este tiempo
permanecen sin fosilizarse,
y que son a ciencia cierta
el centro mal ubicado
de este texto,
y claro está,
por añadidura,
de la vida misma.
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miércoles, 23 de marzo de 2011

Vian, francotirador.

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Dentro del gran despliegue táctico realizado en nuestro país a partir de la visita de Obama, me llamó la atención una serie de “elementos” que decían relación con la protección directa del tipo aquel, y en especial, la presencia de francotiradores.

Y es que aún dejando de lado las películas y hasta uno que otro relato que hacen de estos tipos sus interesantes protagonistas, hay algo en ese acto de matar a distancia que me llama la atención profundamente, una especie de táctica fría que sustituye al asesinato y lo transforma en una especie de acto quirúrgico, o de extirpación, como cuando mi hijo me pilla dormido y se acerca a sacarme una única cana, de forma precisa y sin dar explicaciones.

Y no es que me gustaría andar por ahí rifle en mano disparando a los sospechosos que se acercan al nóbel de la paz -¡qué mierda acordarme que le dieron eso…!-, si no que me gustaría algo así como un trabajo independiente, o hasta tomar como un hobbie eso de disparar por ahí, a distancia y sin ser visto, como para satisfacer con eso una sensación que me cuesta explicar sin caer en contradicción o generando automáticamente el repudio de los demás que de vez en cuando, me toman en serio.

Eso pensaba hoy mientras tomaba una prueba en una sala del tercer piso de un colegio que ya está en altura… es decir, desde el lugar ideal para ejercer de francotirador.

Me fijé entonces en posibles blancos, todos pequeños y a gran distancia: gente caminando, una señora aparentemente regando su jardín, o un grupo de mujeres vestidas de negro ingresando a un cementerio que está también cerca del colegio...

Qué pasaría, pensé entonces… qué pasaría si apunto justo a la cabeza de aquella que trae un arreglo de flores y ella se desploma de golpe, ahí en medio de las otras, sin que nadie entienda nada.

¡Y no me vengan con que es un acto criminal! ¡Ni mucho menos digan que es un acto inútil! Pues algo hay en ese acto que me parece natural, cercano a nuestra esencia y que no apunta necesariamente a matar a alguien, sino a nuestro deseo oculto de cambiar las cosas.

Quizá por eso, mirando de reojo desde el tercer piso, desecho mi primera intención de apuntar a un perro, de esos callejeros que andan por ahí, tirándose en las esquinas. Y es que matar a un perro realmente no cambia nada… pero… ¿por qué mejor no matar a una persona?

Y no crean que no sé que esta idea puede provocar grandes rechazos en un inicio –si se toma en serio-, pero cuando esto no obedece a ninguna planificación, sino que es, digamos, el orden que toma el azar, ¿no lo ven en el fondo como algo natural y profundamente justo?

Entiendan… no estoy hablando de tragedias, ni planificaciones, ni buscar objetivos premeditadamente… sino de pasear la vista hasta que ésta se pose por sí sola en algún blanco…

Así que les pregunto: ¿Serían capaces de confiar en el caos? ¿Podrían entenderlo casi como un orden oculto, o por descifrar, y que está escondido hasta en las más pequeñas acciones?

Imagínense por un momento si crece el número de francotiradores. Es decir, si parto siendo yo –no me roben la iniciativa-, pero luego se van añadiendo un número cada vez mayor de adeptos, ubicados todos en lugares donde nadie podría sospechar: un departamento cualquiera, el interior de un colegio, en medio de una villa con cientos de casa completamente iguales... ¿se dan cuenta las posibilidades que se abren?

Piensen por ejemplo en el día a día. No el de los francotiradores, eso sí, pues nosotros haríamos algo así como el trabajo sucio. Piensen en los otros, en los posibles blancos, piensen en su rutina, en que la muerte por una bala aparecida de improviso los tumba en el pavimento y ya no hay como volver a levantarse… piensen lo que sería vivir con esa posibilidad y no poder evitarlo… pues se trataría del azar, recuerden, ante el cual nadie tiene privilegios.

¿Entienden lo valioso que sería cada día si los francotiradores logramos realmente que los otros sientan latente la posibilidad real de morir fulminados por un tiro? ¿Creen que irían a trabajar 10 horas diarias? ¿O creen acaso que discutirían por tonteras? ¿Se imaginan que perderían el tiempo haciendo ecuaciones de segundo grado o aprendiendo las formas del subjuntivo o las frases subordinadas? O hasta en un partido de fútbol… ¿creen acaso que sabiendo que les podemos disparar en cualquier momento, intentarían al cero a cero, o darían pases hacia atrás, para que pase la hora…?

Y es que sinceramente creo que por ahí va la solución de muchas cosas. Las palabras se pierden y se gastan, pero las balas se entierran a fondo y cuando revientan un cráneo ya no hay nada qué hacer a ese respecto, así que estamos obligados a hacerlo antes.

Piénselo un poquito, y me avisan. Yo ya estoy practicando y es posible que muy pronto comiencen a tener noticias, así que estén preparados. Pueden elegir el trabajo sucio y ayudarme o simplemente asumir que la mira puede estar precisamente mostrándome su rostro, o su nuca, en este mismo momento, sin que usted se percate.

Y no crean que soy "malo", ni piensen que la muerte es el centro de todo esto… pues es justamente lo contrario: la vida necesita cambios, vuelcos, notas disonantes… sino se transforma en agua estancada y pudridero. Y yo simplemente digo que hay que arremeter fuerte al piano hasta cortar cuerdas, o atragantarse y asfixiarse, para luego respirar mejor…

¡Ah, y les advierto!: no se vale usar casco ni andar acusando a los policías, como los mamones… pues recuerden qué les pasa a aquellos que intentan salvar sus vidas, antes de preocuparse de saber incluso qué es aquella vida, que están intentando salvar.

Así que no lo olviden: están en la mira.

Y no digan, que no les advertí.
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martes, 22 de marzo de 2011

Me invitan a casa de Z porque es listo.

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Me invitan a la casa de Z porque es listo:
sabe mucho sobre escritores de vanguardia
y equilibra su saber con una serie de investigaciones
sobre tragedias griegas e historiadores romanos
de los primeros siglos.

Y claro
como alguna vez,
estando borracho,
intervine en una conferencia sobre la figura histórica de Nerón
y salieron al aire nombres como Orosio,
Epicteto, Dión Crisóstomo, Flavio Josefo, Plutarco
y hasta Plinio el Viejo,
resulta que Z cree que yo también
soy uno de los listillos
de su grupo,
y me recibe en su casa como a un Cristo
en domingo de ramos.

Lo único bueno de todo esto
sin embargo,
-además de la esposa de Z
que viste una polera quizá demasiado ajustada-,
es que entre tanta atención
comienzan a servirme esos vinos reserva
que llevaban ya un par de años, guardados,
lo que sumado a mi trío de cervezas
que tomé a solas, como aperitivo,
me hacen soportar esto de mejor forma
y con un tono más alegre.

¿Y qué piensas de Suetonio?
Me preguntan.

¿O del uso de los deícticos en La guerra de los judíos,
de Flavio Josefo…?

¿Estás de acuerdo con la comparación que hace Aurelio Víctor
entre el gobierno de Trajano con los cinco primeros años
del reinado de Nerón…?


Yo los miro e intento comprender
de qué mierda podrían servirles mis opiniones,
y mientras guardo silencio e intento concentrarme
en algo distinto al escote
de la polera ajustada
de la culta esposa de mi anfitrión,
me paro a elegir una nueva botella
del mueble de vinos
de los dueños de casa.

¿Podrían descorchar esta botella
antes de responder?

Pregunto.

Y ellos acceden.

Pero luego yo bebo lentamente
y no respondo.

¿Quizá prefieras iniciar esto con Sulpicius Severus?
Me dice la mujer, algo incómoda.

Yo les hago un gesto para que esperen.
Y comienza otro silencio
también extraño.

No debemos apurar a Vian,
dice entonces F, cambiando el tono,
quizá lo abrumamos con todas nuestras preguntas…
además no hay ningún apuro…

Es cierto,
interrumpo,
sólo estamos hablando de gente muerta.

Pasa un momento.

Ellos se miran y no dicen nada.

Luego me fijo que cuentan mentalmente
las botellas vacías,
o quizá calculan su costo,
que yo ya estimé, por lo bajo,
en un mes entero de mi sueldo.

Vian,
-me dice entonces la mujer
mientras yo calculo ahora
el sonido que haría su polera ajustada
al rasgarse-,
me han hablado bien de ti
y leí tu trabajo sobre la relación entre Pablo y Nerón
a partir de los escritos de Lactancio…

¿Y?

Mira, quería preguntarte…

¿Si escribí yo esos textos…?

¡Nooo…! Por supuesto que los hiciste tú…
no dudo de eso…
Yo quería preguntarte
¿qué piensas tú?

¿Sinceramente?

Claro que sinceramente,
dice la mujer de F.

Señora,
le digo entonces,
para ser sincero,
yo pienso que usted
está desperdiciando sus tetas.

¿Qué estoy desperdiciando qué?
Me pregunta, sin convencerse.

Sus tetas,
reitero.
Ambas.

Y hasta le hago un gesto,
por si no entendió.

Entonces Z, aún caballerosamente
me dice que me vaya de la casa,
que estoy muy bebido
y que me voy a avergonzar mañana.

Tiene razón,
-le digo entonces,
mientras busco mi libro de expresionismo literario
que no recuerdo muy bien donde dejé-,
fue un comentario superficial…
quizá debí hablar acá
de otros desperdicios más importantes…

¿Y usted no desperdicia nada?
me dice como ofendida
la mujer de Z,
adelantándose a mi discurso.

Trato al menos de no hacerlo,
contesto,
pues recojo mis desperdicios
y los de ustedes
y después los escribo,
lo que debe resultar como una especie
de reciclaje,
a fin de cuentas.

¡Lo que hace usted es jugar con caca!
me dice por último el esposo,
que se debe sentir así como un héroe
tras esa catarsis.

Y claro…
yo podría haber respondido algo
e irme con unas frases
que hubiesen sellado mi victoria.

Recordé por ejemplo algunas palabras de Séneca,
o uno de los pocos poemas de Nerón
que se conservan,
y que habla de la forma correcta
en que debiese uno enfrentarse
a los que representan
lo que a nosotros nos avergüenza
de nosotros mismos…

¿Pero saben?
Decidí mejor guardar silencio,
y dejar a Z cómo héroe,
ayudando así a que al menos ese desperdicio
(el superficial),
fuese aprovechado
-al menos esta noche-
de mejor forma.
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lunes, 21 de marzo de 2011

El único terremoto y el único Japón del que puedo hablar.

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Hablo con un amigo que me invita a escribir un breve texto para algo relacionado con Japón y el terremoto para una página web de una editorial.
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Como siempre digo primero que sí y luego intento decir que no. Sobre todo cuando recuerdo que suelo evadir esos temas grandes e importantes, principalmente por respeto, pero también porque creo que me sobrepasan largamente... aunque claro, siento también que nos sobrepasan a todos.
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Hace unas horas, sin embargo, me llama de nuevo, y tras contarme otra cosa me convence de escribir algo breve, -1000 palabras, me dice-, y yo le hago caso, a medias, porque creo que al final escribí algo que no le va a servir.
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Aquí lo comparto:
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Al igual que con la historia de la cigüeña, o como la del cuco que se escondía en el armario, conocí una vez una niña a la que le dijeron desde pequeña que su padre estaba en el Japón.

Y claro, como ella era un tanto especial y no hacía muchas preguntas y además se pensó que moriría joven, la dejaron crecer con esa creencia hasta que, para sorpresa de todos, se fue haciendo mayor y terminaron internándola en un asilo, junto a otras personas supuestamente parecidas a ella.

Y bueno, fue entonces que la conocí. Yo tenía 15 años y ella algo así como 70, y esto fue lo primero que me dijo:

-Mi papá está en el Japón. El Japón está lejos y es lindo. Y él está allá.

Yo, por supuesto, no entendía mucho del asunto, así que pregunté. Me respondieron que eso era prácticamente todo lo que decía, y me contaron también que no tenía visitas y que ella tenía un cuaderno con recortes del Japón.

Dos semanas después ya éramos amigos. Ella me mostraba su cuaderno y me preguntaba sobre Japón. Fue así que comencé a investigar y a contarle algunas historias… es decir, todo lo que descubrí, y hasta amé de ese lugar, fue gracias a ella.

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Me gustaría aclarar, antes de seguir, que esto no es un cuento ni una fábula ni nada que tenga que ver con aquello lejano a la verdad y que a veces llamamos erróneamente literatura.

Esto es algo que sucedió y que existió de una forma tan concreta como el Japón donde vivía el padre de mi amiga, y que yo comencé también a conocer desde aquel entonces.

Llegué así leer a Mishima, Kawabata, Kobo Abe, Osamu Dazai… conocí las pinturas de Hiroshige, de Hokusai, las mujeres de Utamaro… y de todo eso, además, intenté extraer esa esencia pequeña que compartíamos con mi amiga, que escuchaba siempre atentamente y sonreía ante cada dato nuevo, o ante una historia, o hasta un kanji que parecía también contener un mundo entero dentro, como en estado de semilla.

A veces, invitábamos incluso a otros abuelos que vivían allá, y les enseñábamos los recortes, las estampillas, o hasta las películas que logramos conseguir y que parecían reconstruir ese lugar lejano, ese país donde mi amiga no dejaba de repetir tenía un padre, al terminar cada visita.

¡Ojalá la hubieran conocido! Era imposible no soñar con el Japón viéndole brillar los ojos, o deslumbrarse ante una imagen, o emocionarse hasta las lágrimas con alguna película de Ozu o Mizoguchi…

Fue uno de esos días cuando se hizo inevitable hablar de las bombas nucleares, y -como otro abuelo se metió a la conversación-, se me hizo imposible aminorar su importancia.

-¿Y Japón se destruyó? –preguntaba mi amiga.

-Enterito y murieron todos –exageraba el abuelo, sin medir las consecuencias.

Y claro, recuerdo que esa vez casi me prohíben ir a verla nuevamente porque mi amiga lloró desconsoladamente y sufrió algo que las enfermeras nombraron como un colapso, pero que era en realidad el dolor que sentimos cuando algo en lo que creemos, y amamos, deja de existir dentro de uno.

Sin embargo, justo cuando creí que estaba pasando ese periodo, la situación se volvió aún peor. Y es que mi amiga pasó del llanto al silencio más profundo, y sus ojos parecieron cambiar y fue entonces como si toda ella se hubiese secado, y apagado, de golpe.

Yo, en tanto, convencido que se trataba de otro de los efectos de la bomba, intentaba explicarle que sólo se habían destruido unas ciudades, y que todo se había reconstruido y que la gente ya ni siquiera recordaba bien aquellas fechas y…

-No es por eso –me dijo un día en que insistía con explicaciones-. No es por eso.

Yo la miré entonces y entendí que ella se había dado cuenta de algo aún más terrible. Algo que tenía que ver con eso que le habían dicho un día, hace más de 70 años, sobre un padre que estaba en Japón…

Y es que ella se dio cuenta, comprendí, que le habían mentido.

Y eso fue lo último que le oí decir.

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Me impidieron ir a verla porque la trasladaron a un lugar donde había más cuidados y podían tratar mejor su nueva actitud. Y en ese nuevo lugar exigían que fuese pariente o que tuviese más de 18 años.

¿Y saben? Puede ser egoísta… pero sólo pienso en ella cuando me hablan del Japón. Cuando leo a Murakami, a la Yoshimoto, o a Inoue… o cuando veo After life, de Koreeda… todo sigue siendo para mí extraer lo esencial, lo “pequeñito esencial”, como traducíamos un kanji, y compartirlo con ella.

Por eso cuando estos días veo las imágenes del terremoto y del tsunami, o de la planta nuclear a punto de estallar… pienso en realidad que están mostrando el fantasma de un mundo que ya se destruyó anteriormente, un mundo que se vino abajo cuando una amiga mía descubrió que la gente puede mentir, y que uno puede vivir sobre esas mentiras, sin sospecharlo siquiera.

Así que perdónenme el egoísmo y la frialdad al no sentir prácticamente nada cuando veo morir a esas miles de personas. Discúlpenme por no atorarme cuando las veo tomando once, o cambio el canal para ver cuánto salió el partido de mi equipo, o simplemente para escuchar el tiempo que habrá mañana.

Pero es que para mí el Japón es algo demasiado hermoso, como para situarlo en un lugar que puede desaparecer o transformarse –o hasta explotar-, en cualquier momento… y prefiero imaginarlo como un país de ensueño en que mi amiga llega a conocer por fin a su padre, y vuelve de a poquito a confiar en los otros, y amar la vida que le tocó vivir.

Y créanme que lamento sinceramente todo lo ocurrido… pero este es, a fin de cuentas, el único terremoto y el único Japón, del que puedo hablar.
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domingo, 20 de marzo de 2011

Un buen final para este blog.

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Hoy podría ser un buen final para este blog. Partió hace exactamente un año, y cumplí, a pesar de varias dificultades, con escribir al menos una entrada diaria, sin fallar ningún día.

Puede no ser un dato importante, pero para mí funcionó casi como una excusa, para permitirme escribir sin revisar y hacer así varios textos ridículos o derechamente mal escritos, de los que abundan en este espacio.

Con todo, esto tenía un objetivo, muy cercano a demostrar algo, al menos para mí… algo relacionado con dar algo y con intentar sentirme firme nuevamente, como si pusiese vigas para sostener algo que se derrumbaba y de lo que quería, al menos, salvar algunas cosas.

Hoy que miro ese inicio a la distancia siento, sin embargo, que los objetivos fueron cambiando permanentemente, aunque cumplieron al menos con no dejarme caer -del todo-, y darme cierto orden a mí, que vengo a ser la biblioteca a fin de cuentas.

Hace un año, recuerdo, o poco más, el terremoto que hubo por estos lados logró hacer algo mínimo, entre tantas tragedias ocasionadas: derribó mi biblioteca.

Aún estaba despierto cuando sentí el movimiento y vi como se caían hacia el centro de mi pieza todos los volúmenes, las películas y esas enciclopedias grandes que por lo general se llenan de polvo ahí, estacionadas. Cayeron las repisas y todo se vino hacia mí, igualito que una flor que se cierra.

Y claro, sé que es egoísta centrarme en lo que me ocurrió a mí, cuando hubo gente que perdió hijos y cosas realmente valiosas ante esa catástrofe… mientras que en cambio yo, simplemente, me fui dando cuenta que estaba encerrado –y en derrumbe-, desde mucho antes.

Salí entonces al patio y vi como todo se movía, y sentí que aquello era algo tan pequeño... tan ínfimo para la naturaleza y que, sin embargo, podía dejar en el suelo todo lo que creemos a veces ser nosotros, o lo que creemos poseer, o hasta amar, en los casos más extremos.

En el suelo fueron quedando así Steinbeck, la Lispector, Melville, la McCullers… y tantos otros, y por un momento sentí que al igual que otras tantas personas enterradas bajo sus casas, había quedado yo también aplastado bajo mis cosas, aunque sano y salvo mirando desde el patio.

Fue entonces cuando sentí que ese ordenar que se venía, no podía ser construir muros, nuevamente, sino que esta vez debía ordenar los libros de manera tal que quedaran ventanas entre ellos, y puertas, y espacios abiertos.

Junto con esto, me di cuenta también que me había equivocado en otras cosas, que había dejado ir muchas cosas y personas que fueron –o pudieron ser-, realmente importantes, y entendí que debía venir un cambio si en realidad quería que la flor se abriese y no se cerrara con uno adentro –sí, dije la flor, aunque suene cursi-.

Para peor se vinieron encima otras cosas que me terminaron de derribar por dentro, como el término a distancia de una relación que siempre sentí debió haber tenido otro rumbo, otro yo allá adentro demostrando cosas que me di cuenta tarde lo fuerte que sentía… y bueno, perdí también aquello y me dejé caer, sabiendo que no había forma de evitarlo, al menos así, a la fuerza.

Ordenar mi biblioteca fue entonces una necesidad, pero también algo que debía hacer buscando un sentido nuevo al que siempre le di antes, y fue así que me di cuenta –tras bloquear antojadizamente a mi primer seguidor-, que todo discurso por más que aparentemente apele al otro, o esté correctamente escrito, no es absolutamente nada si no está allí para dar algo, pequeño y tosco quizá, pero dar algo a fin de cuentas.

Y claro, hoy pasó un año y veo hacia atrás una serie de textos desordenados, mal escritos… contradictorios. Ajenos a esa “calidad técnica” que buscaba antaño y de la que me alejaba continuamente porque sentía que le faltaba algo.

Así que en resumen, creo que este blog me ha servido para entender que más allá de esa calidad técnica que señalaba –y que aquí no se ve por ningún lado-, y que incluso más allá de ese “tener algo que decir”, del que hablan algunos, hay algo tan simple y tan básico como aprender a quererse uno mismo, y a los otros, de la única manera que es posible: mirando a los ojos, y acercándonos.

A pesar de esto –de haber comprendido esto-, debo reconocer que el miedo vuelve cada cierto tiempo, o la tristeza, o hasta el sentirse solo… pero por suerte –o por gracia-, hay algo que puede más que eso, algo que sostiene y que a uno lo mantiene de pie aunque le temamos a la mentira de una manera casi irracional, con el dolor enraizado dentro de uno que se renueva al recordar que podemos mentirnos los unos a los otros, incluso mirándonos de frente.

Ese algo, sin embargo, -ese algo que puede más que la mentira, como decía antes-, descubrí que nace de una misma fuente, una en que ya no tengo miedo de sumergirme, porque sé que hacerlo es el único camino correcto, para extraer unas cuántas palabras sinceras y entregarlas.

Agradezco así las visitas, los comentarios –incluso los que he borrado porque alababan más de la cuenta… sí esa es la razón, no que los creyera tontos, como alguien me dijo…-, y pido disculpas por las veces que cansado u ofuscado, o dolido, dejé de mirar de frente y entender claro el sentido de algunas cosas, o si simplemente aburrí o di la lata, o hasta evité hablar de frente, para protegerme un poco.

Y pido disculpas también, -y por último-, por darme tanta importancia. Los poquitos que me leen y que me conocen cara a cara, supongo que saben que esa no es mi intención… pero es que hablar de mí suele ser el único (mal) ejemplo que tengo, para llegar a acercarme a los otros y hablar de otras cosas, sin duda más importantes.

Y sí… hoy podría ser un buen final para este blog: justo se cumple un año exacto y la cantidad de trabajo me impiden hoy dedicarle el tiempo necesario… pero por otro lado, hoy podría ser también un buen comienzo… o ni siquiera eso… hoy podría ser simplemente un buen día más, uno de esos días normales y agradables, de esos que no solemos darnos cuenta cuando los estamos viviendo, pero que añoramos luego, cuando miramos a la distancia…

Así que dejo a un lado las despedidas y envío mejor un abrazo para la tierra que se mueve y nos recuerda que está viva; otro abrazo para ella que se alejó por mil razones válidas (¡y mil inválidas!) y uno también para aquellos que pasan o pasaron por aquí durante este año…

Y nos vemos mañana, si así lo quieren (yo al menos estaré acá, escribiéndoles algo).

Suerte y bendiciones con sus propias bibliotecas.

Vian.
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