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A Juan Verdaguer.
I.
Voy caminando por una feria pública y me encuentro con un tipo que vende un loro. El ave se ve un poco a mal traer, pero tiene algo que me agrada, así que tras negociar un breve momento, lo compro.
El tipo me cuenta entonces que antes el loro hablaba, pero que ya no hay caso.
-¿Qué decía? –pregunto.
-Que antes este loro hablaba, pero que ya no hay caso.
-No, yo me refería a qué decía el loro.
-Ah… pues decía distintas cosas, es que ha tenido varios dueños…
-Pero ¿cómo qué cosas decía?
-Es que si le digo no me va a creer, por eso se lo conté ahora, después que lo pagó…
-¿Y?
-Y eso… hablaba harto… pero sabe… pensándolo mejor… quédese con eso de que ahora ya no hay caso, además me apena hablar en frente de él… sobre todo de sus glorias pasadas… mírelo… no ve que agacha la cabeza… lo bueno es que usted lo compró por lo que él es hoy, y eso a él lo pone contento…
-¿Entonces no me va a decir?
-¿Qué cosa?
-Eso de que el loro hablaba…
-Pero si eso ya se lo dije…
Pasó así otro rato en que no obtuve información concreta y al final me despedí, y me llevé al loro.
Una vez en casa caí en cuenta que no le había preguntado al tipo qué nombre tenía el loro. Pero claro, eso tenía solución.
II.
Puse al loro en la biblioteca. Es decir, cerca de la biblioteca. Y hasta le dejé comida sobre una versión de El loro de Flaubert, y un dibujo sobre el pájaro verde, que hizo Juan Emar, y que me robé hace bastantes años de una colección particular.
Fue entonces que me dediqué a mirarlo un rato y comencé a buscarle un nombre.
-¿Qué tal Baudelaire? –le pregunté. Pero él no se inmutó.
-¿Y Sofonías…?
-¿Te gustaría llamarte “señor Balcárcel”?
Pero nada.
El loro me miraba indiferente y con una actitud desafiante, y no dejaba de mirarme detenidamente a los ojos.
-Quiero llamarme Vian –dijo entonces, de improviso.
-No se puede, Vian soy yo –le contesté.
-¡Soy Vian! ¡Soy Vian! –gritaba el loro sin detenerse, así que tuve que aceptar compartir el nombre.
-Pero yo también soy Vian –le dije por último, como para perder con estilo-. Y lo soy desde antes.
III.
Lo bueno es que tiene buen gusto. Es decir, defeca justo sobre un libro de Coelho que tuve que leer para hacer una prueba, y hasta hizo pedazos uno de Fuguet, que me habían regalado en un concurso hace como mil años.
En cambio, hojea impulsando con su cabeza los libros de pintura, en especial los de expresionismo abstracto, y se queda un buen rato mirando las obras de Rothko y de Reinhardt.
Y claro, no comenta nada de ellos, pero siempre después de verlos viene hasta mí y me dice alguna historia rara, o un chiste, que no sé clasificar.
-Está comprobado que en Chile un hombre es atropellado cada veinte minutos –comenta-, ¡yo no me explico el aguante de ese hombre!
Yo lo miro entonces, pero como él está tan serio y la situación es tan extraña, lo dejo hablar, y hasta a veces voy anotando palabra por palabra las cosas que me dice, inexpresivamente. La más extensa de todas fue la siguiente:
-De mis padres, a través de constantes itinerarios trashumantes, aprendí que lo que llega al íntimo espíritu del público tiene un eco más perdurable y efectivo que lo epidérmicamente festivo.
Yo lo escucho entonces, y hasta intento entablar conversaciones con él, pero al parecer no le interesa, y yo me siento casi como un animal que le hace gracia al loro. Y también me callo.
IV.
Le gusta Chet Baker.
Anoche lo descubrí imitando la voz en una versión de My Funny Valentine, y le salió igualito. Y es que algo tiene este loro… como un deseo oculto de ser otro… si hasta arrastra las corbatas que dejo tiradas y se las pone al cuello, mientras le leo algún libro de Boris Vian.
Y es que un día en que llegué más temprano él me lo pidió directamente, acercándome incluso el libro con su pico.
-¡El arrancacorazones! ¡El arrancacorazones! –gritó esa vez.
Y claro, yo se lo leí. Luego, al pasar los días, leímos también La hierba roja y El Otoño en Pekín, aunque lejos lo que más le gustó –igual que a mí- fue La espuma de los días y Escupiré sobre vuestras tumbas.
-¡Soy Vian! ¡Soy Vian! –gritaba entonces. Y yo me sentía sutilmente ultrajado.
V.
Lo peor sucedió cuando se me ocurrió llegar con una chica. Siempre me había visto solo y ese día no se supo controlar y picoteó a la chica en la frente haciéndole una herida profunda.
Más encima, la chica insistió en que el loro tenía mis mismos ojos y no quiso venir otra vez, a pesar de que debiese agradecerme el que ahora tenga una cicatriz con cierto estilo.
Y claro... yo insistí y hasta lloré un poco, aunque después me di cuenta que eso no servía de nada y decidí mejor no llorar. Y entonces me sentí ridículo. Así que mejor leí en voz alta a Leopardi, como para comprobar que había otros incluso peor que yo.
-Ellas se compran los zapatos para que le hagan juego con la cortera –me dijo esa vez el loro-, en vez que le hagan juego con los pies.
Y yo le di la razón.
VI.
Hoy sin embargo, ya no tengo al loro. Se fue a partir de un mal entendido y creo que ya no va a volver.
Y es que comencé a notar que mis cervezas aparecían vacías por la mañana, y que el loro incluso tenía olor a trago.
-¡Te estai tomando mis cervezas loro maricón! –lo encaré entonces, un día que lo vi tambaleándose.
-¿Cómo sabes que la cerveza se la tomó un leproso? –fue lo único que él atinó a decir- Fácil… porque encuentras trozos de lengua en la botella.
Yo lo miré y le exigí otra respuesta. Pero él solo me contó una última historia.
-Una vez un hombre salió con una chica y la llevó en su auto –comenzó el loro-. Entonces ella le pidió que le quitara la capota el auto. Cuatro horas después el hombre lo había logrado, pero la chica ya se había ido… y es que claro: su auto no era convertible…
-No entiendo qué me quieres decir –le dije esa vez al loro.
-Que Vian es el auto, y que Vian se va –me dijo mientras se acercaba a la puerta, con un tono altanero.
Y sí… yo intenté no tomarlo en cuenta, pero lo cierto es que su actitud me molestó, así que comencé a preguntarle repetidamente algo que recién ahora me doy cuenta que era absurdo:
-¿Quién se va? –le decía yo- ¿Quién se va?
Pero él no contestaba nada.
-¿Quién se va? –insistía yo, mientras él ya cruzaba la ventana.
Fue entonces cuando se volteó de golpe y dijo con una voz que no le había escuchado antes:
-Se va el loro –y en efecto, se fue.
Y yo, Vian, volví a quedarme solo, y con mis libros.
jejejeje estupendo y original relato!
ResponderEliminarLo he disfrutado mucho!
Saludos.
Mi abuela tiene un loro. Nunca logré enseñarle a decir "Auxilio! Ayuda! Esta bruja mala me convirtió en Loro...!"
ResponderEliminarUna tragedia.
D.
:) hubiera sido bueno... yo en cambio releí esto y tiene mil fallas que no recordaba (y no puedo corregirlas porque algo pasa y se desconfigura todo apensa me meto.. pero bueno)
ResponderEliminarpor otro lado, me gustaría enseñarle a un loro a decir "sí y no", y cobrar porque le hagan preguntas trascendentes... (que diga "sí y no" como frase, me refiero, y dejarlos donde mismo)
¿se entiende?
mmm...
sí y no
en fin
Buenísimo. Si hubiese sido la chica me habría quedado un rato más en esta historia a pesar de las cicatrices.
ResponderEliminarGrata sorpresa caerme aquí.
Un saludo.
Gracias, saludos igual.
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