viernes, 31 de enero de 2020

Un cuadro blanco.


Pinté un cuadro blanco.

Pocos se dan cuenta que es un cuadro.

Lo colgué en un lugar donde antes había algo.

Nadie recuerda, tampoco, aquel algo.

Pasan de largo ante él, hablando de otras cosas.

Mientras lo hacen, yo finjo que escucho.

Pero en realidad observo el cuadro blanco.

Y es que estoy orgulloso de ese cuadro.

Me demoré años en dejarlo como está hoy.

Incluso cree yo mismo los pigmentos y construí el marco.

Con tiza y vidrio cree pigmentos.

Con óxido de zinc cree pigmentos.

Con silicato de magnesio y nácar cree pigmentos.

Ahora el cuadro está donde debe estar.

Aunque no sé por qué no me atrevo a decir que está terminado.

Si alguien lo observara atentamente, podría descubrir matices.

Yo mismo, por ejemplo, aprecio capas distintas de blanco.

Pequeñas fisuras, entre ellas, zonas de mezcla y zonas puras.

Pequeños lugares brillantes, incluso, ahí donde cayó un poco más de nácar.

Dije “cayó” porque a veces imagino que ha nevado sobre ese cuadro.

Que un dios ensayó con distintos tipos de nieve, una sobre otra, hasta que escogió la perfecta.

Aunque la perfecta, por supuesto, no se manifiesta de forma pura en este cuadro.

Mi cuadro, en el ejemplo, sería como el lugar de ensayo de ese dios.

La paleta donde se construyó, de cierta forma, el blanco que ha elegido para sus propios cuadros.

¡Qué tontería…!

Me extiendo en el ejemplo, y tal vez debiese mostrarles, simplemente, el cuadro blanco.

O al menos, ponerlo frente a ustedes mientras les hablo de otras cosas, para ver si lo descubren.

Yo estaría menos solo, si lo hicieran, aunque igualmente así estoy bien.

Bien, dentro de todo, diría alguien.

jueves, 30 de enero de 2020

Básico.


Hay 35 grados de temperatura y en la esquina, a pleno sol, hay un tipo disfrazado de morsa haciendo malabarismo con pelotitas blancas. Su disfraz lo cubre casi totalmente, e incluye largos colmillos que le llegan hasta el pecho. Lleva también un bolso, a un costado, hecho con el mismo material del disfraz, en el que guarda las pelotitas blancas y el dinero que recibe, tras realizar sus presentaciones.

Realiza su show frente a los automovilistas, mientras dura el rojo del semáforo, luego de lo cual se acerca a solicitar donaciones. Tras acercarme hacia él -yo voy caminando, por la vereda-, me doy cuenta que hace fuertes ruidos para agradecer las donaciones. Además, me percato que las pelotitas blancas con las que realiza sus malabares no son realmente pelotitas, sino huevos.

-¿Lo ayudo en algo? -me dice la morsa entonces, tras verme a un costado, observándolo.

-No… -le contesto-. Solo pensaba en el calor que debía tener bajo el disfraz… disculpe…

-De todas formas, todos tienen… -dice entonces la morsa, mientras toma agua desde una botella que tiene a un costado de la calle.

Yo asiento. También llevo una botella con agua y tomo de ella, antes de irme. Mientras me alejo, pienso en que podría pasar unos huevos, antes de volver a casa, aunque no sé para qué.

miércoles, 29 de enero de 2020

Sospecha.


Quemaron la tienda que vendía ropa para perros.

Nadie sabe con certeza quiénes fueron.

Yo sospecho de los mismos perros.


No difundo mis sospechas, sin embargo.

Y es que mi línea investigativa es débil.

Y además, no hay cómo comprobarla.


Me baso en intuiciones, mayormente.

Después de todo, no había cámaras en el lugar y tampoco hubo testigos.

No sospecho, por cierto, de ningún perro en específico.


Me he dado vueltas por el lugar para averiguar un poco más.

Hoy se confirma que no hubo intenciones de robo.

Tampoco saquearon la tienda ni hubo seguros comprometidos.


Una jauría de perros desnudos, es lo que yo creo.

Una jauría cuyo único objetivo fue destruir el material.

Las motivaciones las encuentran, si se fijan, en la breve descripción previa.


Por otro lado, comentan que los dueños no piensan seguir con el local.

Al parecer, planean cambiar tanto el rubro como el sector en que abrirán otra tienda.

Concluyo, por lo mismo, que los perros se salieron con la suya.


Ahora bien, si me preguntan, prometo no incriminar a nadie con mis elucubraciones.

Diré simplemente que me alegro por los perros, nada más.

De todas formas, no debiese haber complicaciones, pues nadie me pregunta.

martes, 28 de enero de 2020

Un truco con cartas.


Aprendió a hacer un truco con cartas. Era un buen truco. Lo presentaba de otra forma, pero los hechos concretos eran dos: te pedía que escogieras una carta desde un mazo y que tomaras un huevo desde una bandeja donde había también otros huevos. Luego contaba historias y otras anécdotas. Te enredaba un poco. Hablaba sobre el interior de las cosas. Creo que decía que las cosas estaban privadas de interior. Entonces, mientras sostenías el huevo elegido, te explicaba que un huevo no era realmente una cosa. Es todo, menos una cosa, decía. Luego, para demostrarlo, quebraba -aparentemente al azar-, algunos de los huevos que no habías elegido. Entonces se ponía a hablar de lo que había al interior del huevo. Yema y clara, por supuesto. En unos pocos, dos yemas y prácticamente en ninguno, un pollo. Lo difícil, explicaba entonces, era hacer aparecer la carta al interior del huevo sin que rompiera la yema. Explicaba que era casi imposible ya que la carta, si bien era de un tamaño más pequeño que las habituales, apenas dejaba espacio para que la yema se ajustara. Uno pensaba que bromeaba, por supuesto, pues en todo momento habías tenido en tu poder el huevo. Entonces doblaba la carta elegida y te preguntaba si creías si podía hacerlo. Por lo general las personas decían que no y él las retaba por no tener fe y poner en duda su propio interior al hacer eso. Ustedes también son huevos de una sola yema, decía. Luego explicaba que la clave no era meter la carta al huevo. No es cosa de introducir, sino de hacer aparecer, te decía, aparentemente concentrado. Recién en ese instante, mostrando que desapareció la carta que había doblado y mantenido en una de sus manos, te pedía que rompieras el huevo. Te acercaba un recipiente para poder vaciar el huevo y luego lo quebrabas, por supuesto, y hacías lo que te decía. Si lo realizabas con cuidado el huevo se quebraba y salía la carta doblada cubierta de clara, y la yema intacta. Por lo general la yema era muy anaranjada, y quedaba en el recipiente como un pequeño sol. La carta, claro está, resultaba ser la que habías elegido en un inicio. Todos comienzan a aplaudir, por supuesto, en ese instante. Y todos también, rápidamente, comienzan a olvidar lo maravilloso, que había al interior del huevo.

lunes, 27 de enero de 2020

Dedos sanos.


Creo que me quedan los dedos sanos. Los dedos de los pies, por cierto. Justo al revés que a los montañistas que se les quedan congelados los dedos en las botas. Yo me saco el calzado y me sorprendo: lo que se ha quedado congelado es todo lo demás. Solo los dedos quedan vivos, apenas, mientras el resto se aprecia inerte, pegado al mundo. Eso es más o menos lo que ocurre. Rodeamos lo que fuimos y nos despedimos, brevemente. Entonces yo-dedos debo seguir de alguna forma. Debemos seguir de alguna forma, corrijo. Nuestra única ventaja es el número, pues ahora somos diez. Pequeñitos descubriendo qué, dónde y para qué somos, mientras contamos únicamente con una uña a modo de escudo. No nos desesperamos, sin embargo, en nuestra búsqueda. Nos acercamos por momentos a la luz del sol, a la sombra o a un lugar húmedo, según sea el caso. Nuestra única regla es ir en grupo. Lo acordamos avanzando, simplemente, sin más lenguaje que nuestras propias acciones. Aprendimos, por cierto, que es un buen lenguaje. Nuestras acciones y el contacto, corrijo. Aunque no sé todavía si llamarlo contacto humano. El mundo es el mismo, ciertamente, pero parece nuevo. Ni siquiera podemos verlo, pero lo disfrutamos igualmente. Los diez estamos de acuerdo en esto y supongo que también en todo lo demás. Eso es lo que somos, ahora. Lo demás vendrá a su tiempo.

domingo, 26 de enero de 2020

Me molestan porque no sé remar.


Me molestan porque no sé remar. Yo explico que fallo al pensar el movimiento. Si analizo lo que voy haciendo, no coordino, les digo. Ellos se ríen y molestan un poco, pero saben que es cierto. La cuestión es simple: si pienso en otra cosa o estoy borracho o no me doy cuenta que voy remando, lo hago bien. Algunos de ellos han sido testigos y confirman mis palabras. Borracho rema bien, dice uno. Otro de ellos también respalda. Entonces uno de ellos me dice que debiese darle otra vuelta al asunto. Que la explicación parece clara, pero debiese buscar una verdadera razón tras esa respuesta. Yo no sé a qué quiere llegar, pero entonces saca a colación otras de mis acciones y sugiere que el problema es otro. El problema es lo que piensas cuando piensas cómo remar, me dice. Crees que piensas en el cómo, pero en realidad cuestionas hacia dónde. Y como no estás convencido te trabas, y el cuerpo que crees torpe en realidad te está obedeciendo perfectamente. Entonces, ¿no remo porque no sé dónde ir?, le pregunto. Más o menos, me contesta. Sabes dónde ir, pero no estás convencido. Tras escucharlo, me quedo en silencio un rato, y pienso que puede ser cierto. Después de todo, casi nunca estoy convencido de nada, si soy sincero. Tal vez debas aprender a flotar, dice entonces otro. O sea, a dejarte flotar y no intentar remar si ya no sale. ¿Flotar en el bote?, pregunto. Claro, me contestan. O descansar más bien, ahí dentro. Yo pienso un poco en lo que dicen, pero me siento incómodo. Tal vez hubiese preferido que me molestaran simplemente, por no saber remar, y no darle más vueltas al asunto. De todas formas, borracho remo bien, les digo entonces, para aligerar el tono. Ellos no parecen convencidos, pero aceptan mi conclusión. Poco después abro otra cerveza y la bebo en silencio, junto a la fogata. Cuando la termino, me despido de todos, y me voy a acostar.

sábado, 25 de enero de 2020

Se enojó porque quería pintar la casa blanca.


Se enojó porque quería pintar la casa blanca. Desde hacía años había querido hacerlo y nunca lo había realizado. Un poco por dinero, pero mucho más por tiempo y porque de cierta forma le daban a entender que era algo innecesario. No el pintar la casa, sino el pintarla de blanco, específicamente. Mucho más si eso implicaba poner ese nuevo color por dentro y por fuera, como él quería.

Ya comprar la pintura fue un problema. Resultó que fue a hacerlo y descubrió que existían cientos de tipos de blanco. De hecho, le ofrecieron un programa para poder crear el blanco exacto que quería para su casa, con infinitas posibilidades. Estuvo semanas creando nuevos tonos, decidiendo. Finalmente escogió un blanco que no tenía nombre, sino un número. De hecho, él pareció más convencido del número que de otra cosa. Pensó incluso en la posibilidad de inventarle un nombre a ese blanco, pero finalmente no lo hizo. Igual no sería su verdadero nombre, pensó.

Para pintar la casa debió vaciarla prácticamente por completo. Trasladó muebles y otras cosas a la casa de su madre y algunas las dejó directamente en el jardín, tapadas, para que no se dañasen. En principio había querido pintar él mismo, pero lo convencieron de contratar pintores calificados. Luego, estos pintores lo convencieron de retirar la pintura antigua, para que el tono que quedase fuese el correcto. Así lo hizo. Compró una serie de productos e incluso una pintura de base, sobre la que luego debía colocarse el blanco que había elegido. Le dijeron que el proceso completo debía durar al menos una semana. Diez días probablemente. Él decidió quedarse en la casa, durante esos días, mientras su esposa y los niños aprovecharon para irse de vacaciones, a una playa cercana.

Pasaron muchas cosas durante esos días. Muchos problemas que dificultaron el proceso de pintado y que llevó a que no avanzaran al ritmo adecuado. Se demoraron veinte días, finalmente, y todo salió, además, mucho más caro de lo presupuestado. Él pidió unos días extras en el trabajo, sin goce de sueldo e intentó ayudar un poco. Enviaba fotos a su familia, pero ellos ya notaban que estaba más molesto, así que solo le decían que todo se veía bien, que estaba quedando bonito, que lo echaban de menos. Él, por supuesto, se daba cuenta que ellos mentían, pero no agregaba nada. Cuando terminaron de pintarla el la miró varias veces y no lograba convencerse que aquel fuera el blanco que había elegido. Igual ya era tarde para cambiarlo.

Se enojó porque quería pintar la casa blanca, explicaba la esposa a los primeros invitados que fueron al lugar luego que lo hubiesen pintado. Desde entonces está así -agregaba la mujer-, como un extraño. Dice que no era el blanco, que no era la forma, pero en el fondo yo creo que no sabe qué es lo que le pasa. Los invitados escuchaban a la mujer y se reían un poco, aunque aceptaban la petición que ella les hacía de no preguntar detalles y hablar mejor de otras cosas, cuando él sacara el tema. Finalmente, no resultó necesario, pues él estaba tan molesto que apenas y habló de cualquier cosa, mientras preparaba la carne, en la parrilla. Para peor, mientras comían, se dio cuenta que la carne se le había pasado un poco, y que tampoco estaba en su punto. Poco después, la mujer lo vio salir, sin decir nada, pero pensó que era para buscar unas cervezas o comprar algo en el almacén de la esquina. Ya les dije que estaba molesto, les comentó a los invitados, al verlo salir. De todas formas –agregó-, yo lo conozco... y creo que se le está pasando.

viernes, 24 de enero de 2020

Una pistola de rayos.


Encontró una pistola extraña cerca de la cima de un cerro. Parecía plástica, de juguete, pero su peso era mayor al esperado y no sabía realmente si tratarla con cuidado o simplemente desecharla. Tras pensarlo un rato la tomó y apuntó contra un árbol. Luego disparó. Le pareció ver una débil luz salir de la pistola, pero como era de día no pudo distinguir bien hasta que probó disparando a otras cosas en zonas un poco más oscuras. Comprobó entonces que sí, que salía una especia de rayo de luz amarilla que avanzaba en línea recta hasta el objeto apuntado, aunque luego de los disparos no pudo ver efecto alguno. De todas formas es como un rayo -le contó a un amigo esa misma noche-, me refiero a la forma en que viaja la luz hasta llegar al objetivo… no es como una linterna. Luego apuntó a una pared y disparó, para que su amigo viera. El amigo observó atentamente y se mostró de acuerdo. Comentó incluso que la luz parecía clavarse en el objetivo como un proyectil, no iluminarlo directamente. Definitivamente es una pistola de rayos, concordaron. Una inofensiva pistola de rayos, señaló uno. O una pistola de rayos inofensivos, propuso el otro. Esa noche, repartieron turnos y dispararon desde la azotea del edificio donde vivía uno de ellos. Observaron así como los rayos llegaron a autos, transeúntes, semáforos… y a un sinnúmero de seres y cosas que se convirtieron en blancos momentáneos. Si mañana el mundo ha cambiado querrá decir que la pistola no era tan inofensiva como creíamos, dijeron antes de separarse esa noche. Luego, como un pacto, se dispararon ambos mutuamente, para cambiar con el mundo y no quedar fuera, comentaron. Esto es, al menos, lo que cuentan que pasó.

jueves, 23 de enero de 2020

Tiboonda / Sidney / Budanyabba

“Se encontraban en movimiento.
En algún momento llegaban a alguna parte,
y él se quedaba ahí.
Todo cesaba por un rato”.
K. C.

I. Tiboonda.

Alguien da clases en Tiboonda.

Él da clases en Tiboonda.

Yo doy clases en Tiboonda.

Digamos mientras que ese es el inicio.

El inicio del problema, digamos.

Así comienza todo.

El problema de alguien, al menos.

Aunque Tiboonda, ciertamente, no es el problema.


II. Sidney.

Querer llegar a Sidney.

Volver a Sidney.

Huir a Sidney.

Alguien piensa que ese es parte del destino.

Del buen destino.

Alguien que espera en Sidney.

Alguien que supuestamente espera.

Salir entonces de Tiboonda para llegar a Sidney.

Hacerlo de una vez ahora que podemos.

Ahora que, supuestamente, podemos.


III. Budanyabba.

Llegar a Budanyabba.

Descansar es Budanyabba.

Irse quedando en Budanyabba.

Y es que algo sujeta tus pies en ese sitio.

La ciudad como un pantano.

Atascarse en el lugar como en un cuerpo podrido.

No poder salir de Budanyabba.

Pudrirse también, un poco en el lugar, como en cualquier otro sitio.


IV. Tiboonda / Sidney / Budanyabba

Dar clases en Tiboonda.

Querer llegar a Sidney.

No poder salir de Budanyabba.

Despertar con resaca y ya no saber dónde.

Trozos de carne en el piso.

Carne a medio podrir y el asco pegado al cuerpo.

No saber preguntarse si el problema es otro.

¿Y si Budanyabba es Sidney?

¿Y si Tiboonda es Budanyabba?

No saber, en definitiva, en qué sitio te encuentras.

O no saber quién se encuentra en ese sitio.

Todo pasa por algo, te dicen.

Y la carne en el piso tuvo alguna vez un nombre.

miércoles, 22 de enero de 2020

Zombis, probablemente.


Les disparó a la cabeza. A los tres. Porque decía que eran zombis. No estoy seguro si lo creía así realmente, pero al menos eso es lo que declaró. Y por la forma en que destruyó las cabezas después de dispararles (el calibre del arma no era suficiente para volarlas en pedazos, como ocurría en las películas) podríamos determinar que su versión es cierta y no darle más vueltas al asunto.

Así y todo, debo reconocer que le doy, igualmente, vueltas al asunto. No a los asesinatos en sí, sino a las razones que lo llevaron a considerarlos como zombis. El juicio no se centró en ellas, por supuesto, aunque el fiscal resaltó que el asesino consideró a las víctimas como zombis desde varios meses antes del ataque, por lo que pedía que se considerara que el acusado había actuado con premeditación. La defensa, en tanto, apelaba únicamente a la salud mental del imputado, tratando de declarar nulo el juicio a partir de su condición.

Una de las cosas que me llamó la atención de las declaraciones fue la lógica del acusado cuando le preguntaron si se sentía amenazado por la presencia de los que él consideraba como zombis, y cómo explicaba que no lo hubiesen atacado en tanto tiempo. A esto, el imputado señaló que los zombis posiblemente creían que él también era uno de ellos, pues las diferencias entre zombis y vivos eran, según sus palabras, muy difíciles de apreciar.

Luego de cuatro sesiones el juicio llegó a término y condenaron al acusado a treinta años de presidio efectivo, desestimando su condición mental. Pocas semanas después se informó en la prensa del fallecimiento del asesino, tras chocar violentamente su cabeza contra las paredes de la celda en la que se encontraba, sin que los guardias hubiesen alcanzado a reaccionar. Por disposición testamentaria -y porque nadie se opuso, en realidad-, su cuerpo fue enterrado junto a los tres que había matado, en una tumba familiar.

La tierra, sobre la tumba, ha permanecido intacta, desde entonces.

martes, 21 de enero de 2020

Peppermint Peppermint.


Entre las cosas extrañas que leo en internet esta semana me encuentro con la noticia de una mujer que se casó con un canguro. El hecho ocurre en Australia, por supuesto, aunque la mujer es de origen filipino. Para poder casarse, ella se habría acogido a diversas leyes de protección de creencias ancestrales, que la llevaron a un juicio de poco más de dos años y en el que se terminó autorizando la legítima unión. Para hacerlo, debió antes inscribir al canguro y registrarlo bajó un nombre oficial, además de certificar -en la noticia no se especifica cómo-, el buen estado de salud del canguro y la capacidad que dicho animal tendría para ver en un ambiente doméstico. El nombre con el que se inscribió al canguro fue Peppermint. Pero como debía especificarse un nombre y un apellido, su inscripción fue Peppermint Peppermint, finalmente. En la boda, además del ministro de fe, hubo dos testigos, unos pocos invitados y un gran número de curiosos que se mantuvieron mirando la ceremonia, aunque a cierta distancia. Asimismo, se requirió un observador especial que determinara que el canguro manifestara claramente -tampoco se especifica cómo-, su voluntad para permanecer en unión con la mujer, y compartir su vida con ella. Todo lo anterior, según se informa en la noticia, se desarrolló en relativa calma, a pesar de un grupo de manifestantes que, a través de pancartas y pequeños gritos, se habían hecho presentes también en el lugar. Entrevistada por varios periodistas luego de la boda, la esposa da cuenta de su visión del “amor verdadero” y explica además que, si bien no prevé consumar de manera tradicional el matrimonio, ya ha aprendido diversas técnicas para satisfacer sexualmente a Peppermint, incluyendo el sexo oral. Si bien la noticia no ahonda mucho en especificaciones, me fijo que tiene 312 comentarios, la mayoría referidos a la naturaleza sexual de la unión y a diversas bromas sobre ella. También hay otras que manifiestan su rechazo a este hecho, principalmente a través de citas bíblicas o hablando sobre abuso animal y el estado mental de la mujer. Con todo, no encuentro ningún comentario sobre la forma en que la mujer define el “amor verdadero”. Por lo mismo, había pensado escribir esto para referirme a dicha visión en esta entrada. Sin embargo, mientras escribía, me puse a pensar que, si no había comentarios sobre el tema, era justamente porque a nadie le interesaba este aspecto, y que sería simplemente perder el tiempo hablar -o intentar hablar-, sobre aquello. Por lo mismo, decidí dejar hasta aquí, simplemente este texto. Y cuando digo aquí, me refiero específicamente al punto que aparecerá al final de estas palabras.

lunes, 20 de enero de 2020

La pelota de trapo.


Entre otras cosas, el abuelo decía que jugaban fútbol con pelotas de trapo. Hablaba de otra época y relataba algunas anécdotas que había vivido hacía setenta años. Los niños lo escuchaban, aunque sin entusiasmo, sabiendo que ese era el requisito que tenían que cumplir para parecer buenos chicos y recibir su regalo. En el mejor de los casos hacían alguna pregunta o se reían un poco, cuando en las anécdotas se mencionaba a alguno de sus padres o se relataba algo que tuviese relación con el dinero que había llegado a tener el abuelo, sus novias, sus viajes o los terrenos en el norte, que se habían perdido con el tiempo.

Esta vez, sin embargo, a uno de los niños le quedó grabada la idea de la pelota de trapo. Mientras el abuelo seguía hablando comenzó a pensar de qué forma un trapo -porque sabia ciertamente lo que era un trapo-, podía transformarse en una pelota, con la que jugar al fútbol.

No se puede, pensaba. Si enrollas un trapo y lo haces pelota se desarma de inmediato. Tal vez el abuelo miente.

Fue un pensamiento sencillo, sin mala intención, pero le quedó dando vueltas un bien rato. Incluso después de recibir su regalo seguía pensando en la posibilidad de la pelota de trapo, y de paso, en la posibilidad de que el abuelo no mintiese, como mentían sin duda todos los demás.

-¿Qué crees sobre la pelota de trapo? -pregunto entonces el niño, a uno de sus primos.

-¿Qué pelota de trapo? -le preguntó su primo de vuelta, sin prestarle atención.

-Lo que hablaba el abuelo… lo de jugar con pelotas de trapo… ¿crees que era verdad?

El primo se levantó de hombros y siguió con lo suyo, sin demorarse más en aquel asunto.

Igual es una tontera, se dijo el niño, tratando de pensar en otra cosa. Si miente o no es cosa suya. No debiese importar…

A pesar de decirse aquello, el niño siguió dándole vueltas a la idea. A que las historias del abuelo pasaron a sus padres y que luego tal vez él mismo se los contaría a sus hijos y a sus nietos, en el futuro, sin importar si eran o no verdad.

Eso lo angustió un poco, durante el resto de la tarde.

-¿Todo está bien? -le dijo entonces el abuelo, mientras se despedía de él, al final de la visita.

El niño lo miró directamente y por un momento estuvo a punto de preguntarle por la pelota de trapo, pero finalmente no lo hizo.

-Todo bien -le dijo, bajando la vista-. Estaba pensando en otra cosa…

-Yo sé en qué estás pensando -le dijo el abuelo, acariciándole el pelo, como cuando era más pequeño-. Yo sé en qué estás pensando…

Y el niño, aunque sabía que era absurdo, de cierta forma se alegró.

domingo, 19 de enero de 2020

El último disparo.

“-El hueón me desafió a que transformara un sistema de ecuaciones en una historia…
-¿Y tú qué hiciste...?
-Le dije que ya estaba hecho, y que se fuera a huear a otra parte…”
P. V.


Nos arrancamos de noche, con dos rifles, linternas y muchas balas.

Yo llevaba las botellas, en la mochila, envueltas en ropa, para que no sonaran.

Durante un buen rato estuvimos perdidos, pero finalmente encontramos el lugar.

Ya habíamos puesto las rocas, en hilera, y ahora solo debíamos poner las botellas, sobre ellas.

Eran once, las botellas. De vidrio. Pequeñas y vacías, pero en buen estado.

Acordamos disparar tres veces, en cada turno.

Fallamos la primera vuelta.

Nueve disparos en total, que dieron en cualquier sitio.

En mi segundo turno derribé una botella, pero dándole a la roca en que se sostenía.

Exigí que valiera medio punto, como mínimo, pero no aceptaron.

Cuando fui a poner la botella en su sitio descubrí que alguien le había dado a una culebra.

No estaba muestra del todo, pero con la luz de la linterna pude comprobar la herida y observar cómo se retorcía, en el lugar.

Le dije a los otros que vinieran a ver.

Nos paramos rodeando a la culebra, que no tenía dónde ir.

Entonces uno de nosotros la apuntó con el rifle y nos miró para ver si aprobábamos la decisión.

Está sufriendo, nos dijo.

Aceptamos la idea y entonces escuchamos el disparo.

Segundos después observamos cómo la serpiente seguía retorciéndose y él que le había disparado dejaba caer el rifle.

No entendimos bien cómo, pero resultó que se había disparado en un pie.

A mí me dio risa, y eso molestó a los otros que me lanzaron una piedra.

La piedra me dio en la cabeza y provocó que saliera bastante sangre, lo que me asustó.

Nervioso, tomé rápidamente un rifle y los apunté exigiéndoles que me dijeran cuál de ellos había sido, pero no contestaron.

Por asustarlos disparé en cualquier dirección y terminé dándole de lleno a una botella.

Sentía la sangre bajar por mi cuello mientras me sentía orgulloso de mi tiro.

Sangre por sangre, les dije, y la frase sonó bien.

Mientras cargaba el rifle nuevamente, vi a la culebra, alejándose del lugar.

Justo la iluminaba una linterna, que había quedado encendida, sobre el terreno.

Después y antes del último disparo pude escuchar un pequeño grito.

¡Pum…!, se escuchó el último disparo.

sábado, 18 de enero de 2020

M. se somete a hipnosis.


I.

M. se somete a hipnosis y descubre que ya se había sometido a hipnosis, previamente. Había sido hacía cinco años y en esa oportunidad recordó una extraña canción, aparentemente cantada en chino. M. no sabe chino, por supuesto, y no logra recordar por qué se realizó hipnosis, esa primera vez. Por lo mismo -porque teme olvidar ambas hipnosis, si es que no son más-, me cuenta lo ocurrido tanto en la primera como en la segunda hipnosis, y me pide que le ayude a organizar unos apuntes sobre lo ocurrido, para no tener, a futuro, mayores confusiones.


II.

Ayudo a M. con sus apuntes. Nos centramos en hechos y datos específicos que no vienen al caso. No indago en sus emociones y M. tampoco se acerca a ellas. Lo más parecido a eso es que en un momento canta lo que recuerda de la canción. Grabamos y buscamos un programa para ayudarnos con la traducción. Al perecer es una canción para niños que habla de un gato al que le pintaban rayas, para parecer un tigre. Buscando, encontramos la canción en youtube y la escuchamos. Era sencilla y breve y por un momento me pareció que también la conocía. De todas formas su ritmo es sencillo y puede parecerse a muchas otras canciones infantiles que alguna vez hemos escuchado.


III.

Entre las cosas que M. no me cuenta es por qué quiso someterse a hipnosis. Dice no recordar la primera razón y evade la respuesta cuando le pregunto por la razón actual. Tomándolo a broma comenta que es porque no le gusta su vida. Que todo lo que hacemos es porque no nos gusta dejarla como es y no hacer nada. Luego ríe para que no tome en serio sus palabras. Yo acepto su juego así que dejo todo hasta ahí y cambio el tema, antes de irme del lugar. Entonces M. insiste en que no me vaya, pero tampoco entrega razones para que yo me quede, salvo reír de vez en cuando (lo que no es, ciertamente, una razón). Me voy, finalmente, en buenos términos. Nunca volví a ver a M.

viernes, 17 de enero de 2020

A juicio.


Fue a juicio seis veces. En cuatro de esas oportunidades fueron cargos menos graves, por lo que se llegó a un acuerdo y él, prácticamente, no sintió que fue juzgado. En las otras oportunidades se desarrolló un proceso más extenso. Parecido a lo que él había visto en películas, aunque obviamente sin glamour ni grandes discursos ni apelaciones al jurado, que no había. De todas formas, según cuenta, al menos sintió que fue juzgado. El juez escuchaba a los abogados, leía breves documentos y lo miraba a él, de vez en cuando, midiendo sus reacciones. Fueron jueces distintos, pero él sintió lo mismo, en ambas ocasiones. Juicios de dos y tres días en los cuales debió comparecer, hubo testigos y hasta tuvo que declarar, brevemente, siguiendo las indicaciones de su abogado. Era extraña la sensación de ser juzgado, según escribió en su última carta. Sentía que no hablaban de él, mientras lo juzgaban. Que estaba ahí, por supuesto, pero que lo pasaban por alto, y hasta que no tenía derecho a ser él, en ese sitio. En la misma carta, además, comenta cómo le afectó descubrir, ya en reclusión, que él nunca juzgó a nadie. Que no tuvo derecho ni oportunidad de juzgar a nadie. De eso es lo único que habla, de hecho, en los dos últimos párrafos. Luego se despide, cordialmente. Pone su firma, al final, y la fecha. Nada más.

jueves, 16 de enero de 2020

Escribí y borré.


I.

Escribí y borré.

Luego escribí esto.

Sobre lo anterior, de cierta forma, escribí esto.

No es novedad, en todo caso.

Me refiero a que siempre lo hago.

O casi siempre.

Escribo y borro.

Escribo y borro y luego escribo.

Y no sé por qué.


II.

No se trata de corregir o de buscar cierta calidad.

Eso puede notarse al leer esto.

El texto anterior, de hecho, sonaba bastante mejor.

Y además era honesto, aunque de otra forma.

Toda forma resta honestidad, sin embargo.

Eso es lo que pienso.

Es como poner agua al interior de un cuenco.


III.

De eso trataba la historia que estaba en el texto que borré.

De alguien que demoraba años en crear un cuenco.

Ensayaba a solas y con distintos materiales hasta que un día decidió que lo había conseguido.

Y cuando terminó y vio el cuenco final, observó que también los otros cuencos eran, de cierta forma, apropiados.

Llenaba entonces el último cuenco con agua y lo ponía frente a sí.

Y lo observaba atentamente mientras pensaba qué de especial tenía aquel cuenco, además de ser el último.

De esta forma, la escena final del texto que borré hubiese podido representarse más o menos así:

La persona, el cuenco con agua y el mundo al otro lado del cuenco.

Si hubiese sido un cuadro habría escrito la palabra sed y luego hubiese ocultado la palabra, bajo los dibujos.

Y entonces llega el fin.

miércoles, 15 de enero de 2020

El mono tranquilo.


-De cada diez monos que nacen -nos dijo-, nace un mono tranquilo.

Nos miró como esperando que preguntáramos algo, pero como no lo hicimos debió seguir por su propia iniciativa.

 -Ocurre prácticamente con todos los primates, tanto en cautiverio como en estado natural… aunque en los hominoides es más difícil de distinguir, pues en general ese tipo de primates tiene un comportamiento menos definido…

-Pero en los otros es fácil de ver… -dije yo, para alentarlo a seguir con su explicación.

-Sí -continuó-, principalmente en los platirrinos, que suelen ser los más inquietos… Basta mirar esas comunidades un par de minutos y te das cuenta de inmediato cuál es el mono tranquilo… Por lo general está observando a los otros, pero no participa de sus actividades… se mueve incluso a otro ritmo, aunque no es aislado no rechazado por el resto… de hecho, no lo obligan a participar con el resto y digamos que, más o menos, respetan su privacidad…

-Pero ¿se trata de una diferenciación física…? ¿Está estudiada? -preguntó uno de nosotros.

-Está en estudio -nos contestó-. Y no es una diferenciación física… Me refiero a que tiene la misma agilidad que los otros y sus estándares de vida son similares al resto… solo es, justamente, más tranquilo… De hecho, ante depredadores, reacciona de la misma forma que los otros monos…

-¿Y sirve de algo que sea más tranquilo? -pregunté entonces.

-¿A qué te refieres…?

-¿Tiene alguna utilidad su comportamiento…? -intenté explicar-. Ya se para él o para su comunidad…

-Pues eso es justamente lo que está en estudio…

-Pero, ¿hay algún avance…? -insistí.

-Hay experiencias descritas… -respondió-. Por ejemplo, se estudiaron comunidades en que el sujeto tranquilo fue retirado, para ver cómo reaccionaban los otros…

-¿Y…?

-No ocurrió nada, hasta dónde sé… pero supongo que ya se llegará a conclusiones…

-¿Y con el mono tranquilo? -seguí-. ¿Qué hicieron con los monos tranquilos que separaron de las comunidades?

-Pues debo admitir que no lo sé -señaló-. Pero supongo que siguieron tranquilos, si es a eso a lo que te refieres…

-No, no era a eso -le dije-. Pero dejémoslo así…

martes, 14 de enero de 2020

No se apaga el hervidor.


Desde hace unas semanas no se apaga el hervidor. O no se apaga por sí solo, más bien. Antes cuando el agua comenzaba a hervir saltaba un seguro y se frenaba de inmediato. Hoy el agua hierve en su interior y el hervidor sigue encendido, esperando a que uno se decida y lo apague manualmente. Y ese es un problema, sin duda, aunque no parezca grave.

Los primeros días lo apagué yo mismo, sin darle muchas vueltas al asunto. Luego revisé el hervidor, pero no descubrí nada, salvo que estaba malo. Entonces busqué y encontré la caja del hervidor donde salía un numero de teléfono y llamé. Expliqué la situación. El hervidor está malo, dije, a modo de conclusión. Según entendí no está malo, me dijeron al otro lado del teléfono. El agua hierve… eso hace un hervidor. No es un apagador, ese es un servicio suplementario. Si lee bien no se señala esa función en la garantía. Le dije que esperara mientras leía la garantía. Era estúpido, pero era cierto. Me despedí y colgué. Luego llené el hervidor de agua, y lo encendí.

Esperé a que el agua hirviera y observé el hervidor. Tal vez era cuestión de esperar, y yo había sido muy impaciente. El vapor comenzó entonces a llenar el lugar, mientras el agua se agitaba y pasaba a evaporarse. Un litro y medio de agua hirviendo para nadie, me dije, mientras miraba el hervidor. Cuando ya no hubo agua y comenzó a salir un olor extraño lo apagué. Todo estaba húmedo, en el lugar. No había sido, sin embargo, una mala sensación.

Descubrí así que me gustaba dejar el agua hirviendo para nadie. Observar el hervidor, me refiero, mientras esto sucedía. Incluso cuando necesitaba el agua, me descubrí rígido, incapaz de apagarlo, hasta que se hubiese evaporado la última gota. No sé por qué me ocurre. Y no sé tampoco cómo hacer para revisarse uno mismo y descubrir el desperfecto. Mientras tanto, vuelvo a llenar el hervidor, para intentar averiguarlo. Una y otra vez, lo lleno. No quiero darme por vencido.

lunes, 13 de enero de 2020

Me duele la cabeza cuando miro aviones.


Me duele la cabeza cuando miro aviones. Me ocurre cuando vuelan, no si los miro cuando están en el suelo. Llegó a ser grave en un momento por lo que me hice algunos exámenes. Pensé que era debido a la posición de la cabeza, o por un problema circulatorio o una complicación cervical. Se descartó todo eso, por supuesto, pero el dolor de cabeza persistía. Opté entonces por lo más fácil: dejé de mirar aviones cuando van por el cielo. Funciona bastante bien, aunque si me doy cuenta que están pasando, o los escucho, el dolor llega igual, pero un poco menos intenso.

Con el tiempo, comencé a sentir dolores similares ante otros fenómenos o situaciones, pero no los asimilé a algo específico y los asocie mayormente al estrés, como supongo lo hacen todos. Ni siquiera le hablo a nadie, del dolor. Cuando lo siento, quedo un poco rígido y trato de ponerme en blanco, hasta que el dolor disminuye su intensidad. Mientras me duele, sin embargo, no puedo dejar de asociarlo a los que me sucedía con los aviones, por lo que en mi mente se dibuja la imagen de estas máquinas en el cielo por lo que el problema, de cierta forma, sigue asociado al mismo fenómeno.

El otro día, mientras estaba bajo un episodio de dolor y tenía la imagen de los aviones en mi cabeza descubrí de pronto la causa y hasta ideé una posible solución. La causa es un poco vergonzosa, pero puede resumirse de forma sencilla: no entiendo cómo y por qué pueden volar los aviones. Es decir, puedo ver planos y piezas, o hasta repetir diversas explicaciones técnicas, pero en el fondo el verlos atravesar el cielo es, para mí al menos, algo totalmente ilógico. Y el aceptar eso que no comprendo… tolerar ese absurdo, digamos, es sin duda lo que me produce dolor. Y claro, lo mismo me ocurre con otras situaciones o fenómenos que no comprendo y que me ahorraré ahora nombrar acá, para no robar más tiempo al posible lector.

Respecto a la solución que ideé, ciertamente es tan sencilla como la causa: para que el dolor desaparezca debo imaginar que el avión cae. Así de simple. Estrellarlo en el suelo apenas lo vea -o imagine- volar y todo debiese volver a funcionar correctamente. Esa es mi hipótesis, al menos. Ahora debo probarla, es cierto, pero algo me dice que he dado con la tecla correcta y ya me siento, a priori, un poco más aliviado. Si llego a comprobar su eficacia, les cuento.

domingo, 12 de enero de 2020

Muy lindos esos platos.


Muy lindos esos platos.

Cómo están servidos, me refiero.

Pero si te fijas,
solo un pequeño elemento es comestible
en cada uno.

La mayoría de los presentes, de hecho, no lo sabe.

Se acercan a ellos e intentan comer
cualquier cosa.

Desde donde estoy siempre observo lo mismo.

Sacan algo eligiendo el color o la apariencia,
y luego se lo llevan a la boca,
mientras conversan sobre algo
que no alcanzo a distinguir.

Les cuesta tragar, por supuesto,
pero disimulan.

Tampoco, supongo, debe gustarles su sabor.

A veces, unos pocos,
tratan de devolver algo
escondiéndolo en una servilleta.

En la mayoría de los casos, sin embargo,
tragan sin más,
para mantener la compostura.

Alguien podría profundizar
y decir que así también eligen pareja,
trabajo, y distintos elementos de la vida.

Pero yo no soy ese alguien.

O lo fui,
pero ahora soy más simple
y me conformo con mirar
y describir un par de cosas.

A lo más,
luego de observar,
trato de comprender
qué impresiones deja en mí
haber observado lo descrito.

En esta oportunidad, por ejemplo,  
podría señalar que, algunas veces,
encuentro triste esta situación
y otras veces la encuentro divertida.

Sin embargo, no sabría decir bien
de qué depende.

Igual son lindos esos platos.

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