jueves, 9 de enero de 2020

Dejar la casa vacía.


Tenía un amigo en la época de escuela. Lo llamaré J. Más allá de varias historias que vivimos juntos y algunas características peculiares, hacía algo que parecía inocente (al menos en ese entonces) y que él llamaba “dejar la casa vacía”.

Cuando esto ocurría, J. parecía entrar en un estado de trance, dejaba su vista fija al frente y no se movía en lo más mínimo. Luego de un rato de estar así, volvía a ser el de antes, aunque no tenía ningún recuerdo del tiempo en que estuvo de esa forma.

-Disculpen -decía entonces-, no sé de qué están hablando… había dejado la casa vacía.

Pensábamos que era una manía suya o incluso algo que fingía hacer para llamar la atención, pero como esto podía ocurrirle también en momentos inoportunos (cruzando la calle, por ejemplo, o en medio de un partido de fútbol), comenzamos a sospechar que no era necesariamente una “maña” y que podía existir un problema importante bajo esa condición.

Una vez que hablamos en serio sobre el tema, me dijo que al principio lo hacía voluntariamente y que podía “volver a casa” a su antojo, pero que con el tiempo la situación había cambiado y solo pocas veces podía manejar lo que ocurría.

-Ahora es la casa la que me echa un rato -me dijo esa vez-, para ventilarse supongo, o para estar a solas… y luego me deja entrar, nuevamente.

Luego de salir del colegio nos encontramos un par de veces, de casualidad. Hablamos de varias cosas en esas ocasiones y entre los temas que tratamos estuvo el de vaciar la casa, que ahora parecía manejar por completo.

-Tuve varios tratamientos, pero ahora todo está bien… -me explicó-, ahora cuando la casa está vacía puedo fingir que estoy dentro… ya sabes… como dejar las luces encendidas cuando vas de vacaciones, o programar el regado automático… luego regreso y nadie se ha dado cuenta de nada… prácticamente no se nota la diferencia…

-Pero ahora -dije yo-, mientras conversamos… ¿podrías estar fuera de casa, por ejemplo?

-Podría… -contestó-, pero no lo estoy… o creo que no lo estoy, al menos…

Nos despedimos bien esas veces e intercambiamos números de teléfono, pero nunca nos llamamos, finalmente.

En lo personal, no lo hice porque me pareció notar en él cierta actitud distante… ajena, como si de cierta forma estuviese deshabitado.

Él también, supongo, habrá tenido sus razones.

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