viernes, 31 de enero de 2020

Un cuadro blanco.


Pinté un cuadro blanco.

Pocos se dan cuenta que es un cuadro.

Lo colgué en un lugar donde antes había algo.

Nadie recuerda, tampoco, aquel algo.

Pasan de largo ante él, hablando de otras cosas.

Mientras lo hacen, yo finjo que escucho.

Pero en realidad observo el cuadro blanco.

Y es que estoy orgulloso de ese cuadro.

Me demoré años en dejarlo como está hoy.

Incluso cree yo mismo los pigmentos y construí el marco.

Con tiza y vidrio cree pigmentos.

Con óxido de zinc cree pigmentos.

Con silicato de magnesio y nácar cree pigmentos.

Ahora el cuadro está donde debe estar.

Aunque no sé por qué no me atrevo a decir que está terminado.

Si alguien lo observara atentamente, podría descubrir matices.

Yo mismo, por ejemplo, aprecio capas distintas de blanco.

Pequeñas fisuras, entre ellas, zonas de mezcla y zonas puras.

Pequeños lugares brillantes, incluso, ahí donde cayó un poco más de nácar.

Dije “cayó” porque a veces imagino que ha nevado sobre ese cuadro.

Que un dios ensayó con distintos tipos de nieve, una sobre otra, hasta que escogió la perfecta.

Aunque la perfecta, por supuesto, no se manifiesta de forma pura en este cuadro.

Mi cuadro, en el ejemplo, sería como el lugar de ensayo de ese dios.

La paleta donde se construyó, de cierta forma, el blanco que ha elegido para sus propios cuadros.

¡Qué tontería…!

Me extiendo en el ejemplo, y tal vez debiese mostrarles, simplemente, el cuadro blanco.

O al menos, ponerlo frente a ustedes mientras les hablo de otras cosas, para ver si lo descubren.

Yo estaría menos solo, si lo hicieran, aunque igualmente así estoy bien.

Bien, dentro de todo, diría alguien.

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