martes, 30 de junio de 2020

Hacer lo que se pueda.

"Quería escribir algo así
como la historia de la humanidad
en un número primo de palabras
sin que nadie se dé cuenta"
O. W.

El mar se agita
el cielo suena…
¿y qué hace el hombre?

Seré honesto:
por sí mismo nada.

Vive y muere,
simplemente,
hablando bajo
y moviéndose poquito.

Siglos después,
sin embargo,
para no ser menos
fabrica el automóvil.

No contento con eso,
se sienta en él
y le pone un motor ruidoso.

Entonces,
como el mar se agita
y como el cielo suena,
el hombre construye caminos
para hacer rugir el auto.

De esta forma
si Dios lo ve pasar,
el hombre cree
que admirará su velocidad
y pensará que su voz retumba
como una orden.

¡Qué torpeza…!

¡Es chistoso el hombre,
visto desde la altura!

Acelera.

Dobla a la izquierda.

Gira a la derecha.

Pero sobre todo acelera.

Orgulloso,
intenta el hombre
contradecir su propia suerte,
improvisar, tal vez,
mientras avanza,
pues piensa que ser libre
es hacerlo de esa forma.

Doblar a la derecha cuando debía hacerlo a la izquierda.

Girar a la izquierda cuando debía hacerlo a la derecha.

Eso es lo que intenta el hombre,
pero es incapaz,
a fin de cuentas
de reconocer incluso
su primer pensamiento.

Mejor acelera, simplemente.

Sin doblar y sin saber,
realmente,
a dónde dirigirse.

No quiere el hombre llegar a Dios.

No quiere el hombre llegar a sí mismo.

No quiere el hombre llegar hasta otros hombres.

Así,
mientras el mar se agita
y mientras el cielo suena
el hombre simplemente
construye utilería.

Apaga su voz.

Se olvida de sí mismo y de los otros.

Y llama amor a cualquier cosa.

Si he de estrellarme, ese es mi destino,
dice el hombre.
Sepulturero y cadáver, mientras habla.

Solo entonces el árbol aparece.

Bruscamente, como salido de la nada.

Este árbol.

Aparece.

lunes, 29 de junio de 2020

Una llamada.


Me llamó para pedirme que fuera de inmediato.

Antes, solo una vez me había llamado, y había sido para decirme que no fuera más.

Ahora me pedía, con voz temblorosa, que lo ayudase un poco.

Quieren hacerme exámenes, decía.

Quieren saber si tengo o no tengo la enfermedad.  

Le mentí y le dije que iría, pero sabía que era imposible.

En cambio, llamé para preguntar qué era lo que estaba sucediendo.

Me explicaron lo que debían explicar y luego me pidieron que ayudara a convencerlo.

Que lo intentara pues era el único que se negaba y que probablemente se lo iban a llevar.

Lo llamé luego de un rato para ver qué ocurría.

Le expliqué que no podía ir, que todo estaba extraño, que era mejor hacer lo que le indicaban.

Él se molestó, pero no lo suficiente para cortar.

Tal vez adivinó que era la última vez que hablaría con alguien que lo conocía desde antes.

Estaba nervioso. Su voz apenas se entendía.

Decía que no lo podían obligar.

Que prefería no saber.

Que todo siempre acaba mal.

Yo lo escuchaba sin saber qué responder.

Me disculpaba, simplemente, pero no sabía bien por qué.

Entonces escuché que comenzó a discutir con otros, que estaban con él, en aquel lugar.

También oí otras voces y el ruido de cosas que caían al piso.

La llamada se cortó.

Nadie contestó cuando volví a marcar.

Más tarde, cuando ya se lo habían llevado, consulté por sus pertenencias.

No tiene pertenencias, me dijeron.

¿Cómo dice…?, pregunté.

Que no tenía nada, contestaron.

Él era él no más.

domingo, 28 de junio de 2020

Algunos recitales de poesía.


Fui a algunos recitales de poesía cuando era adolescente.

Intentaba tomármelo en serio, pero en realidad me parecían chistosos.

Patéticos, incluso, si uno dejaba de lado el afecto que podía sentir por alguien que leía.

Por lo general los poetas leían con tonos serios y los escuchaban de igual forma.

El promedio de espectadores nunca superó los dos por poeta que leía.

Incluso estuve en uno en el que fui el único espectador.

Intenté convencerlos que no se preocuparan, esa vez, pero leyeron de igual forma.

Y yo debí quedarme bajo el escenario casi dos horas, escuchándolos.

Luego de eso, al menos, aprendí la lección y dejé de ir por varios años.

Pero fueron tantos que olvidé la lección y de pronto me encontré en uno nuevamente.

Para mi fortuna, esa vez ocurrió la lectura más memorable de todas.

Memorable para mí, por cierto, pues no recuerdo que nadie más haya aplaudido.

Fue un tipo delgado y con expresión triste, el que leyó esa vez, frente a nosotros.

Avanzó hasta la parte delantera del escenario y sacó unas cuántas hojas, desde una carpeta.

Sin saludar ni presentarse dejó la carpeta en el piso, y comenzó a leer:

Nunca escribí esto para leerlo en voz alta, fue lo primero que leyó, con tono solemne.

Luego, siguió leyendo a un volumen tan bajo que no pudimos oírlo en lo absoluto.

Estuvo así un par de minutos, hasta que vimos que dejó de mover la boca.

Entonces, simplemente, se dio media vuelta y desapareció por detrás del escenario.

Yo aplaudí un poco perplejo, según recuerdo, pues sentí que había comprendido algo.

Algo que, por cierto, no comprendí para compartirlo en un blog, como este.

Ni como ningún otro.

sábado, 27 de junio de 2020

Ocurría así:


Siempre que pasábamos la octava cerveza nos quedábamos en silencio, hasta que ella lanzaba una pregunta que aparentemente no venía a cuento.

-¿Sabes por qué Caballo Loco tatuó unos rayos en las orejas de su caballo? -preguntó esa vez.

-¿Caballo Loco? ¿De qué estás hablando…? -dije yo.

-Caballo Loco, el jefe Sioux… no me digas que no lo conoces…

-Sí… o sea, ahora recuerdo quién era… pero no entiendo la pregunta… ´

-Te pregunto si sabes por qué Caballo Loco tatuó unos rayos en las orejas de su caballo…

-¿Es un chiste…?

-No. Una pregunta, nada más. ¿Sabes o no sabes?

-No... No lo sé -admití.

-Lo hizo para acordarse de no detenerse a recoger el botín de la batalla… Él creía que siempre ganarían si eran capaces de atacar y no detenerse a recoger objetos de valor y perdieran de vista lo importante…

-¿Y los rayos en las orejas…?

-Le servían para eso, para que le recordaran que no debía detenerse por el botín…

-Ya… -dije yo, sin saber qué agregar.

Nos quedamos nuevamente en silencio, por un rato.

-Pero tú no tienes caballo -agregó ella, repentinamente.

-No -admití-. No tengo caballo.

-Ni tampoco botín -dijo entonces, riendo.

-Tampoco botín -reconocí y me dio risa también.

Luego pedimos la novena cerveza.

Y así era, más o menos, como pasaba.

viernes, 26 de junio de 2020

Proyecto de novela feliz.


Escribir una novela donde todos sean felices. Desde la primera hasta la última acción. Sin que se filtre la menor duda. Nada de dolores ni conflictos. Nada de dudas ni cuestionamiento sobre el sentido de la vida o de las cosas. Narrar y describir exclusivamente situaciones placenteras. Sin críticas soterradas ni atisbo de ironía. Personas felices, en familias felices, en un pueblo feliz. Felicidad tal como la entiende la mayoría. Como a la que aspira, incluso, la mayoría. Relaciones armoniosas, cuidado de la naturaleza, tratamiento eficaz de residuos. Investigar un poco sobre esas cosas. Describirlas mínimamente, solo para asegurar su participación en la felicidad. Cuidarse de no profundizar en aspectos políticos ni modelos económicos. Evitar direccionar las relaciones sociales. No moralizar. Lo único inmoral será, por omisión, no ser feliz. Toda ideología debe dejarse fuera. Visitas a la iglesia de vez en cuando, como única excepción, pero sin ahondar en el asunto. Nada de accidentes. Nada de enfermedades dolorosas. Las pocas que aparezcan, deben asociarse siempre a un tratamiento. Desde la perspectiva de la comprensión de un ciclo. Cien páginas así. Doscientas. Detención en algunos personajes que manifiestan ritmos distintos. Todos felices, por supuesto, pero con formas de serlo que difieren unos con otros, sin rivalizar. Toda la felicidad es válida porque en el fondo es indivisible y forma parte de un gran todo. Trescientas, cuatrocientas páginas. Nuevas generaciones. Nuevas actualizaciones de un mismo ciclo. Describir las transformaciones. Quinientas páginas, seiscientas. Ya veremos hasta dónde pueda llegar. Los hombres cortan el césped al comienzo de cada capítulo. Sin cansarse. Con máquinas diseñadas para ello. En la noche tienen una cena familiar. Setecientas páginas. Ochocientas. Tomarse una pausa para revisar lo escrito. Asegurar que no haya grietas. Taparlas, si las hay.  Pensar en la posibilidad de dividir en tomos, antes de seguir. Dos tomos. Tres tomos. Definir el tamaño de la felicidad, aunque no debiese cansar, después de todo. Siempre proponer una nueva entrega. Una novela feliz para un lector feliz, en resumen. Una náusea.

jueves, 25 de junio de 2020

La bocina.


I.

El auto que se estrelló contra el poste quedó con la bocina sonando. Lo más fuerte fue el sonido del impacto, por supuesto, pero ya antes nos despertó el chillido que produce el frenar tardíamente, pudiendo de esta forma reconstruir, más o menos, lo que había sucedido. Recién entonces, luego de calcular mentalmente la distancia y la gravedad de los hechos, nos percatamos del sonido de la bocina, que seguía constante, y que comenzó a inquietarnos, poco a poco, esa madrugada.


II.

Supongo que el sueño, el impacto y el sonido constante de la bocina distorsionaron el tiempo. Un ruido como una luz que obliga a despertar anunciando el inicio de un día oscuro, previo al amanecer para el que todavía faltaban un par de horas. La bocina esa que no dejaba seguir durmiendo y de la que todos hablaban, más incluso que del choque, y que se convertía poco a poco en la verdadera tragedia. Un cuchillo que no solo había cortado la noche, sino que seguía hundiéndose en el cansancio de todos, injustamente, antes del amanecer.


III.

Luego las sirenas de policías y bomberos. Vecinos que se rindieron a la evidencia y que comenzaron a asomarse a las ventanas. Supongo que alguno hasta abrió una puerta y se aventuró a mirar directamente, acercándose unos pasos. Mientras esto ocurría, por supuesto, la bocina seguía sonando. Entonces escuchamos sierras. Los aullidos de los perros. Y hasta una ambulancia que al parecer no tenía ya urgencia alguna. Así terminó la noche. O así comenzó el día, más bien. Entre ruidos extraños.
Cuando dejó de sonar la bocina yo ya estaba tomando un café y el sol se asomaba, indiferente, tras las montañas.

miércoles, 24 de junio de 2020

Todos los barcos.


I.

Todos los barcos acaban hundiéndose. Incluso si los sacas del agua se hunden igualmente, aunque de otra forma. Podemos culpar al tiempo, al material de construcción o hasta a un iceberg que aparezca en el trayecto, pero lo cierto es que el destino de todo barco ha de ser el mismo. Por esto, creo que el buen diseño de un barco, hoy en día, debiese estar hecho no para evitar hundirse, sino para aceptar aquello que es inevitable y poder vivirlo, en su momento, de una forma más plena. Y es que, a estas alturas, ya debiésemos haber aprendido a no impedir lo inevitable. A no intentar impedirlo, corrijo, pues a la larga no se puede.


II.

Todos los barcos tienen puertas extrañas. Algunas que permiten ingresar a lugares secretos y otras que simplemente dan a un muro. La mayoría de las personas valoran más las primeras, por supuesto. Sin embargo, olvidamos que las que dan a un muro no dan a un muro cualquiera, sino que revelan un muro que no esperabas. Un muro que también, entonces, es secreto. Y es secreto de una forma más indescifrable, como si tras él existiera otro secreto y otra puerta y otro muro. Y quién si hasta otro mar. Y otro barco.


III.

Todos los barcos llevan un ladrón a bordo. Alguien que cuenta sus anécdotas a quien quiera escucharlo. Un ladrón que incluso muestra algún objeto que ha escondido, si nota incredulidad en los demás. Nunca me cogieron, dice orgulloso, mientras lo enseña. Se ve alegre, pero tras eso siempre hay algo que no se sabe. Y es que por eso, tal vez, se hunden los barcos. Nunca robó nada, a fin de cuentas, que de verdad quisiera.

martes, 23 de junio de 2020

Tres Smith.


I.
El primero es el personaje de un libro. Su nombre lo tradujeron como Sosegado Smith. Era parte de una novela aparentemente ligera, que mezclaba western, con descripciones pornográficas y unas cuantas reflexiones que podrían considerarse metafísicas. Encontré el libro en una casa abandonada en la que me metí a escondidas para protegerme de la lluvia, cerca de Santa Lucía, en la carretera austral. Como el viaje lo realicé sobre exigiéndome, prácticamente sin dormir y con fiebre durante varios días, hasta el día de hoy dudo si leí o imaginé aquel libro. Sin embargo, recuerdo un par de escenas de forma tan clara que no creo haberlo inventado. Una pasaba en un granero y la otra mientras Sosegado Smith observaba detenidamente a un caballo. Recuerdo que Sosegado no sabía si el tiempo estaba transcurriendo o no mientras miraba. Uno mismo, de hecho, como lector, dudaba si el tiempo pasaba o no, mientras se leía ese episodio.

II.
El segundo Smith ni siquiera es personaje. Es referencia en un chiste que cuentan en Mary Poppins, según recuerdo. Un hombre le dice a otro que conoce a un hombre con una pierna de palo, que se llama Smith. Entonces el otro hombre le pregunta si sabe cómo se llama la otra.
No sé cuanto tiempo me dio vueltas ese chiste en la cabeza. No porque no lo entendiera, sino porque creía que escondía algo un poco más importante, respecto al lenguaje. No al uso del lenguaje, en todo caso, sino a la relación que se establece entre el lenguaje, el interés que tenemos en los otros y las posibilidades reales que tenemos de nombrar efectivamente a los seres y las cosas.

III.
El tercer Smith bien puede ser doble, pues puede asimilarse con el sr. y la sra. Smith, personajes de La cantante calva. Sin embargo, no sé bien por qué, siempre he pensado que en esa obra realmente hay un solo Smith, y ese sería el tercero, que propongo ahora. Un Smith que no es, por cierto, ninguno de los esposos, ni mucho menos la sirvienta o el bombero que visita a la familia. No sé bien cómo explicarlo, pero lo dejo dicho así. Pueden situarlo si quieren detrás de los sillones, inaccesible para el público que observa la obra. Sosegado, silencioso y con una pierna de palo, me lo imagino yo. No entendiendo si es uno o dos o tres, mientras permanece agazapado. No comprendiendo qué es lo que pasa con el mundo, ni mucho menos consigo mismo. Solo sabiendo que su nombre es Smith, simplemente, y que con eso basta.

lunes, 22 de junio de 2020

La flor como es.


I.

-Como tu abuelo era daltónico -me dijo-, tu abuela eligió plantar en el jardín exclusivamente flores blancas.

-¿Y para qué lo hizo? -pregunté yo.

-Para que él pudiera verlas -me respondió, como si se tratase de algo obvio.


II.

Lo anterior me lo contó mientras mirábamos el jardín, todavía lleno de flores blancas.

-¿Sabes…? El abuelo hubiera visto las flores, aunque fuesen de otro de color -dije entonces.

-Ya te dije que era daltónico…

-Por eso digo, varía el color, pero las flores, al menos, las habría visto igual.

-No -insistió-. No estaría viendo la flor como es…

-”La flor como es…” ¿a qué te refieres? -pregunté.

Pasó entonces un momento, pero no recibí respuesta alguna.


III.

-¿Crees que cambie las flores ahora que el abuelo murió? -me preguntó.

-¿Hablas de la abuela? -pregunté a su vez.

-Sí -contestó.

Yo lo pensé un rato, para responder, pero entonces recordé que, poco antes, tampoco me habían respondido.

-¿Por qué no le preguntas a la abuela? -le dije.


IV

Poco después supe que había seguido mi consejo.

Al parecer, le preguntó directamente a la abuela por el asunto de las flores.

-Nunca miramos las flores -habría dicho la abuela, simplemente-. Nunca las miramos juntos.

Parecía una frase cursi, es cierto, pero mi abuela no lo era.

Su voz era firme, como siempre, sin temblor alguno.

Igual que las flores blancas que siguen ahí, aguantando no sé cómo.

Incluso hoy. Bajo la lluvia.

domingo, 21 de junio de 2020

Dos.


I.
Subimos un gran Quijote de metal por escaleras angostas. Lo llevamos hasta un lugar más cerrado, pero en el que probablemente se encuentre a sus anchas. Nos costó bastante, pero al final solo quedamos con un poco de dolor de espalda y unos pequeños cortes en las manos. Nada grave, por cierto. En el proceso se desordenaron otras cosas y, como siempre, se agregaron pendientes a la lista. No son tantos, de todas formas. Sumando y restando puedo decir que valió el esfuerzo. Después de todo, que alguien encuentre su sitio no es poca cosa, hoy en día. Yo mismo, si soy sincero, sigo con la esperanza de alguna vez, encontrar el mío.

II.
En la mañana había salido a dejar unas cosas. Una salida breve, por supuesto, pues la situación no da para más. Ya en el lugar, me quedé ayudando un poco pues estaban algo atrasados. Mientras lavaba unas cosas escuché a una abuela ofrecerse para picar las cebollas. Comentó que le gustaba hacerlo pues aprovechaba el momento para llorar por otras cosas, sin tener que disimular. Algunos rieron mientras ella explicaba que había que aprovechar las oportunidades. Una herida para gritar otros dolores o hasta un chiste que no entiendes, para reírnos de otras cosas. Me quedé pensando en el asunto y tal vez fue eso lo que me llevó a mover el Quijote, horas más tarde. Nadie puede decirme, por cierto, que fue un error.

sábado, 20 de junio de 2020

Una pulga, un zar y una tumba vacía.


-¿Conoces el relato de la pulga de acero?

-¿La pulga de acero…? ¿Es un súperhéroe…?

-No… un relato de Leskov… antiguo…

-No, creo que no… ¿de qué trata?

-Pues de eso… de una pulga de acero, mecánica, que le regalan a un zar ruso los ingleses… de un tamaño mínimo, para impresionarlo…

-¿Por los detalles…?

-Claro… y porque además tenía una llave pequeña que activaba un mecanismo que la hacía realizar un baile…

-No… nunca lo había escuchado… ¿qué más pasa?

-Pues eso, le regalan la pulga y el zar queda impresionado… la hace funcionar y piensa que no hay en Rusia nadie capaz de fabricar algo así… Muere de hecho pensando eso…

-¿Esa es toda la historia?

-No… después el siguiente zar la hereda y la envía a unos artesanos rusos para que hicieran algo mejor… o eran armeros rusos… no recuerdo bien…

-¿Y logran hacerlo?

-Podría decirse que sí… Semanas después le devuelven la pulga al zar y le dicen que observe detenidamente, con un aparato especial…

-¿Y…?

-El zar observa que en cada una de las patas de la pulga le habían puesto una herradura, y que cada una de ellas llevaba el nombre del que la había creado…

-¿Todo eso para decir que los rusos son superiores…?

-No es tan así, me parece… porque al ponerle las herraduras, el peso extra llevó a que la pulga no pudiese bailar, por más vueltas que se le diese a la llave, la pulga de acero permanecía quieta…

-¿Y ahí sí termina la historia?

-Pues no recuerdo bien… supongo que lo esencial sí… aunque me parece que el zar vuelve a enviar la pulga a los ingleses… creo que el zar era Nicolás I…

-¿Nicolás I?

-Sí… de eso me acuerdo bien… y también que Alejandro I fue el zar anterior… el que recibió la pulga y poco después murió…

-Pero Alejandro I no murió…

-¿Cómo?

-O sea… murió mucho después… Lo que se dice es que fingió su muerte, siendo zar, y se convirtió en ermitaño con el nombre de Fyodor Kuzmich… de hecho tras difundirse los rumores abrieron la tumba en que supuestamente debía estar el zar y la encontraron vacía…

-¿Una tumba vacía?

-Sí.

-Mejor entonces. Siempre es buen final una tumba vacía.

-Puede ser, pero tú hablabas de una pulga… ¿se supo algo más de esa pulga?

-Que yo recuerde no. Solo recuerdo que quedó con herraduras…

-Pues tal vez debas releer ese cuento y contarme el final.

-No lo sé… Yo dejaría la tumba vacía, como un final…

-Pero eso es otra historia… algo que me acordaba solamente…

-Todo es siempre la misma historia, no te compliques…. Deja mejor la tumba vacía.

-¿Dejo la tumba vacía?

-Sí, déjala así, simplemente, y anda a descansar…

viernes, 19 de junio de 2020

Un nombre en un papel.


Lo escribió en un papel. Un nombre. No sabía por qué. Y cómo es extraño no saber, dobló el papel. Ocultó el nombre. Lo plegó con cuidado. Nada de figuras, solo un papel doblado. Con cuidado. No quiere dañar el nombre. Lo está guardando ahí, de cierto modo. En el papel. Para no llevarlo puesto. Para no estar pensando todo el rato en él, porque es extraño. Extraño no saber, me refiero, para qué se piensa en algo. En algo así como un nombre. En un nombre y también en otras palabras. Demasiadas palabras, incluso. Con el nombre es más fácil, puede abrirlo y el nombre estará ahí. Las otras palabras no cabrían. Cuántos papeles se necesitarían, piensa y sonríe un poco. Pero es peligroso sonreír a las palabras. Sonreír con confianza, por supuesto. Todos alguna vez hemos descubierto que hay cosas equívocas detrás. Cosas que no parecían estar ahí, antes. Tal vez debiese doblar otra vez ese papel, piensa entonces. Podría ser más seguro. Un doblez y luego otro… ¿Cuántos dobleces es que pueden hacerse seguidamente en una superficie? ¿Siete, ocho...? ¿No es extraño todo eso? No es lógico. Algunos inventan razones y la vida sigue, pero cualquiera puede darse cuenta que hay algo extraño ahí. Eso piensa mientras vuelve a mirar el papel. El papel que contiene un nombre. Un nombre que ella ha escrito. Para no llevarlo puesto lo escribió ahí y ahora piensa que ya es tarde, que es un poco inútil todo eso. Y escribirlo en un papel es de cierta forma plegarse ella misma. Esconder algo en el interior de ella misma… ¿Esconderlo de quién…? Se acerca varias veces al papel sobre la mesa. Asustada un poco de que el nombre no esté ahí. No sabe si eso es bueno o malo. No quiere saberlo. O sí quiere. Ahora abre el papel y mira dentro. Hay letras ahí, todavía. Se alegra. Mira por la ventana y escucha ruidos, en su casa. Sonidos, más bien. El día también debe desplegarse, de alguna forma. Las palabras vuelan por todos lados, como si fueran pájaros.

jueves, 18 de junio de 2020

Al horno.


I.

Puse la comida al horno.

Veinte minutos, aproximadamente.

Tobo iba bien hasta ese entonces.

Solo hubo un error,
o un descuido, más bien,
en el procedimiento.

Puedo resumirlo así:

Olvidé encender el horno.


II.

Mientras entendía lo ocurrido,
devolví la comida al horno
y aproveché de regar las plantas.

Las del interior de la casa,
me refiero.

Como les llega menos luz en estos meses
están un tanto opacas.

Una de ellas, incluso,
llegó a perder unas hojas.

Al recogerlas
miré de reojo el horno
y fue entonces que comprendí
que estaba apagado.

Y con la comida dentro.


III.

Volví a encenderlo,
aunque ya era tarde.

Tarde porque empecé a comer otras cosas,
mientras esperaba.

De vez en cuando miraba dentro
no se bien para qué.

Tal vez para asegurarme de que todo funcionara.

Eso hice hasta que el horno se detuvo.

Luego, no supe bien qué hacer.


IV.

Como no se me ocurría nada
saqué la comida del horno.

Se había terminado de cocinar bien.

Me sentí ridículo observando la comida así,
sin hambre.

De todas formas,
le aguanté la mirada un poco más
y luego me rendí.

No es tan malo, rendirse.


V.

Cuando yo me rindo, por ejemplo,
me siento en un taburete.

Uno negro, que está junto a un piano eléctrico.

La mayoría de las veces la sensación se transforma
y me lleva a hacer sonar, unos minutos,
aquel piano.

Unas pocas teclas, casi siempre.

Siempre imagino que viene alguien
cuando lo hago sonar.

Alguien que se ubica en un ángulo
que no alcanzo a ver
y me observa, mientras toco esas teclas.

Máximo veinte minutos, me observa.

Un poquito como ocurre con el horno.

No sé si se rinde, pero espero que sí.

Amar de cierta forma es rendirse, ante el otro.

miércoles, 17 de junio de 2020

Un pájaro azul.


Como llueve salgo un rato al patio.

Camino bajo el agua, un poquito, mientras tomo un té.

A veces algunas gotas caen en la taza, pero no alcanzan a enfriarlo.

Doy unos pasos y entonces un pájaro levanta el vuelo, no entiendo desde dónde.

Me choca incluso, levemente, al comenzar a volar.

Es un pájaro azul, pequeño, como nunca antes he visto.

Las alas son de un azul brillante, el cuerpo de un celeste más claro y el pecho blanco, todo manchado por el agua, que lo ha debido mojar.

Se posa sobre un árbol, junto a mí, y trina muy fuerte.

No parece asustado, ahora que está arriba, parado en una rama.

Extrañamente quieto, permanece ahí, bajo la lluvia.

Llamo entonces a mi hijo para que lo venga a ver, pero se demora en llegar.

En ese rato, el pájaro vuela hasta las ramas del árbol de un vecino.

Sigue trinando mientras mira en esta dirección, pero ya me da pena que este así, bajo el agua.

No se ve tan azul, de esta forma, con las alas pegadas al cuerpo.

Mi hijo lo observa un rato, conmigo, bajo la lluvia.

Es un pájaro azul, me dice.

Te está mirando a ti.

Luego, tranquilo, regresa a la casa.

Yo me quedo ahí, entonces, un poco torpe, mirando al pájaro azul que no se va.

Intento sacarle unas fotos, pero de cierta forma siento que es algo equivocado.

El pájaro sigue así, mientras tanto, sin moverse en lo más mínimo.

Tal vez si me alejo el pájaro se vaya, pienso entonces.

Tras esto, voy hacia la casa, para que él se vaya también a proteger.

Lo escucho trinar cuando entro y le doy unos minutos para que se vaya.

Finalmente, vuelvo a salir, y compruebo que el pájaro no está.

martes, 16 de junio de 2020

Frente a mí.


Frente a mí hay dos manos empuñadas.

Una tiene algo dentro.

Entonces me piden elegir.

Yo me río porque no sé.

Porque no sé elegir, me refiero.

Entonces toco una y esa mano se abre.

Descubro entonces que la mano está vacía.

No hay sorpresa.

Alguien me toca la espalda y volteo.

Nuevamente hay dos manos empuñadas.

Se repite el proceso.

Elijo una y no revela nada.

Ahora hay dos manos a un costado, empuñadas.

Todo ocurre muy rápido.

Ya no río, al elegir.

Vuelvo a ver abrirse una mano, vacía.

Ya ni sé cuántas veces ocurre.

Parece una burla, incluso.

Me inquieto.

Estoy rodeado de manos empuñadas y de manos vacías.

No puedo moverme, entre ellas.

No me tocan, pero no hay espacio.

Cierro los ojos, entonces.

Ordeno mi respiración.

Olvido lo que me rodea.

Solo soy yo, repito.

Me tranquilizo.

Dejan algo sobre mí, entonces.

Algo liviano, en todo caso.

Algo sobre mí como si fuese una percha.

Ocurre nuevamente.

Ahora soy algo en la oscuridad de lo que cuelgan cosas.

Cosas ajenas.

Cosas que nadie quiere llevar puestas.

Máscaras innecesarias, por ejemplo.

Y es que todo ha quedado sobre mí, ahora que he cerrado los ojos.

Son como las manos, tal vez, que se revelan vacías.

Dos manifestaciones de lo mismo.

Dos extremos de un mismo sueño.

Si abro los ojos dejaré de ser percha y las cosas caerán de golpe.

El mundo entero se vestirá rápido para no mostrarse ante mí.

Siempre es igual.

Esas son las reglas.

Abriré los ojos y la verdad volverá a estar oculta bajo las cosas.

Dentro del puño del mundo estará la verdad.

El puño que no elegiste.

Eso es lo que ocurrirá.

No será triste ni terrible.

Será común.

Esas son las reglas.

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