viernes, 30 de septiembre de 2022

Un campeonato de fútbol para mimos.


Entre las situaciones raras que me ha tocado presenciar, está la de un campeonato de fútbol en el que participaban distintas agrupaciones de mimos.

En el campeonato, por cierto, no jugaban maquillados, por lo que no era posible adivinar que se trataba de mimos. Asimismo, durante los partidos, vociferaban igual que cualquier jugador corriente, por lo que resultaba imposible adivinar su actividad principal.

Dicho esto, aclaro que no menciono esta situación como punto de partida para un relato pormenorizado de los hechos ocurridos.

Tampoco escribo para rematar el texto con algo llamativo, como una entrevista final en la que los jugadores no respondan o un árbitro haciendo sonar esos pitos raros que usan.

Simplemente comento que fue un hecho raro justamente porque me tocó ver carteles anunciando el torneo de mimos y, a pesar de esperar encontrarme con algo inusual, terminé viendo una serie de partidos protagonizados por jugadores que no se diferenciaban de los que participan de cualquier otro encuentro.

Así, mientras observaba aquel campeonato, recuerdo que yo mismo me sentí de pronto como el único mimo en todo aquel recinto. En silencio mientras observaba algo que esperaba funcionara de una forma distinta, aunque nunca hubiese tenido muy en claro qué esperaba.

Un poco como usted, probablemente, tras pasear su vista por estas palabras y no encontrar nada especial, a pesar de lo que puede haber prometido el título.

Ya es tiempo para otra cosa, supongo.

jueves, 29 de septiembre de 2022

Cosas que le desagraban del golf.


Estuvo hablando una hora, prácticamente, sobre cosas que le desagradaban del golf.

Yo la escuchaba, por supuesto.

O al menos fingía hacerlo.

No sé cómo la conversación terminó en eso, pero no encontraba la manera de detener sus quejas.

Además, ni ella ni yo jugábamos al golf, así que todo aquello resultaba absurdo desde todo ángulo.

Como no se detenía comencé mentalmente a hacer listas con aquello que le desagradaba del golf.

Siempre hago listas, por cierto.

Cuando llegué al número 20, más o menos, ella comenzó a repetirse.

Apenas hizo una pausa, al tomar aire entre una frase y otra, se lo dije.

-Estas comenzando a repetirte -fue lo que le dije.

-¿Con qué? -me dijo.

-Con la serie de razones por las cuáles te desagrada el golf -le aclaré.

-¿De qué estás hablando? -me preguntó.

-Yo no estaba hablando, solo te cuento que comencé a ordenar tus razones para que el golf te disguste y ahora ya has comenzado a repetirte…

-Yo no he hablado nada de eso -me dijo.

-Claro que sí -contesté.

Ella entonces se mostró molesto y negó haber hablado en momento alguno sobre el golf, y hasta alegó que se trataba de estrategias mías para evitar hablar de aquello que realmente podía ser trascendente, o importante.

-No es cierto -me defendí-. Si quieres puedo nombrarte las 20 o 21 razones que alcanzaste a desarrollar para fundamentar tu desagrado por el golf…

Sorpresivamente se puso de pie, indignada.

Ni siquiera me dejó terminar la explicación.

Simplemente se fue, molesta, antes de que demostrase lo ocurrido.

Yo, en tanto, pedí otra cerveza y me la bebí lentamente.

No recuerdo, por cierto, cuál era su sabor.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

El tiempo no era suave.


El tiempo no era suave.

La correa del reloj sí.

O, al menos, la correa era suave por dentro.

Justo en la zona en que hacía contacto
con la piel de la muñeca izquierda.

La ajustaba bien, por esto,
y nunca le molestó el roce.

Sin embargo, más allá de la suavidad en la piel,
el sonido constante del tiempo
le resultaba tan áspero
que la angustia llegaba hasta otros sitios
al poco tiempo.

No. Definitivamente el tiempo no era suave.

En principio lo relacionó con un sonido concreto,
pero se trataba en realidad de otra clase de ruido.

Algo así como una onda que emitiera el reloj
por el simple hecho de intentar medir el tiempo.

El ruido de la pretensión, entonces.

O el ruido del intento fallido
y del recuerdo constante
de ese mismo fracaso.

Un ruido punzante que contrastaba
con la suavidad de la correa
que estaba en contacto con su piel.

No es algo que válga la pena, se dijo entonces.

El tiempo no era suave,
pero podía intentar, al menos,
esquivar el roce.

Protegerse del daño, digamos.

No el de la correa, por supuesto,
sino el roce del tiempo mismo.

Y también el daño que comenzaba a incrustarse
en un sitio que no resultaba identificable.

Y claro:
ocurría que el tiempo no era suave.

Eso se dijo a sí mismo,
como conclusión,
con una amargura extraña.

Luego, no sé bien
que ocurrió.

martes, 27 de septiembre de 2022

No entendía muchas cosas.


No entendía muchas cosas. Demasiadas cosas. Tantas que podría hacer un libro con todo aquello. Un capítulo para cada cosa que no comprendía, me refiero, y te aseguro que llegaría fácilmente a diez o quince tomos. Podría categorizarlos, incluso. Un tomo para “las cosas vivas”, por ejemplo. Otro para cuestiones anecdóticas, como eso de no poder doblar un papel más de siete veces, si mal no recuerdo. Y podría seguir categorizando, por supuesto, pero de lo que me acuerdo ahora, realmente, es de una cosa en particular. O de un ejemplo particular, más bien. No entendía, por ejemplo, que un barco pudiese cargar su propia ancla. Ahora lo entiendo, más o menos, pero en ese entonces me parecía derechamente absurdo. Y es que me resultaba ilógico que un barco (poco importaban sus dimensiones) pudiese avanzar cargando el mismo elemento que, si era arrojado desde él, era capaz de detenerlo. Es decir, podías cargar el peso si iba dentro, pero una vez fuera, aquello parecía transformarse en un elemento distinto, que imposibilitaba el movimiento. ¿Se imaginan que un pájaro pudiese volar con una roca dentro, pero si se la amarra a una pata, y la lanza fuera suyo, lo obligara a detenerse por completo? Pues yo, al menos, no podía. Y seguía así sin entender muchas cosas. Demasiadas cosas, probablemente. Y esas cosas -descubrías entonces-, también pesaban como un ancla y, por lo mismo, era mejor tenerlas dentro. Por eso digo poco, incluso cuando digo. Eso, al menos, les confieso.

domingo, 25 de septiembre de 2022

Prácticamente nada.

I.

¿Qué hacer? ¿De verdad me preguntas a mí qué hacer? Pues la verdad no sabría qué decirte. Tal vez que no te centres en el hacer sino en algo previo. O ni siquiera previo, sino más bien, de algo que se desarrolla en otro ámbito, probablemente al mismo tiempo. De cualquier forma, no sé responder directamente a aquello que me pides. Ciertamente no lo sé, pero además, siendo honesto, aunque supiese no lo haría. Lo que puedo darte, si insistes, son consejos de otro tipo. De esos que, una vez dichos, no resuelven nada. O prácticamente nada. Por ejemplo, puedo hablarte de lo que ocurre con algunas prendas de ropa. Una camisa, por ejemplo, aunque puedes elegir entre otras alternativas. Lo que te ofrezco, en ese caso, es directo y sencillo. No una norma, exactamente, sino más bien una recomendación. Tal vez ni siquiera eso.


II.

Si queda mal abrochada no te fijes en el último botón. Casi nunca es ese. El error suele estar en el primero y de ahí hasta el último. Ni siquiera te molestes. A todos nos ocurre. Retrocedes de uno en uno y te angustias un poco porque no lo encuentras. Solo entonces, por supuesto, te das cuenta. Y aún así, vienes con tus preguntas. Preguntas que, por cierto, no respondo. O no como tú esperas.


III.

Prácticamente nada, es cierto. Ya lo dije, pero ejemplos hay muchos. Lo importante es otra cosa. Siempre es otra cosa. Dicho esto… ¿de verdad me preguntas a mí, qué hacer? ¿A mí que soy, de cierta forma, apenas el último botón? Y tal vez, ni siquiera eso.

No la fuerza, es cierto.


No la fuerza, es cierto, yo mismo te lo dije.

No la fuerza, pero tampoco el empecinamiento es distinto de la fuerza.

Debiese decírmelo a mí, pero luego no sé lo que haría.

Detente un poco. No avances.

Resta, simplemente, un par de pasos.

Resta antes de avanzar. No retrocedas.

Escucha:

Hay puertas que dan simplemente hacia otras puertas.

E incluso hay puertas en medio de un tú, que se encuentra extrañamente, a ambos lados.


No la fuerza, es cierto, es bueno tenerlo claro.

Pero lo que viene después es clave, para que la fuerza no entre de otra forma.

Para que no se enquiste dentro tuyo.

Para que no transforme tus ojos en músculo.

Para que no transforme tu voz en músculo.

Para que no transforme tu sexo en músculo.

La debilidad, necesaria, también es otra cosa.


De vez en cuando sabes qué es correcto.

O sientes, al menos, que es correcto lo que haces.

Acercarte al manantial.

Beber del agua donde corren música y palabras.

Bellas, es cierto, pero no son tu reflejo.

No sacian tu sed.

Te hacen, incluso, olvidarla.


No la fuerza, ya sabes, pero olvida lo que sabes.

Olvida lo que sabes, me refiero, menos eso.

Nadie, de pie, podrá cuestionar tus pasos.

sábado, 24 de septiembre de 2022

Santo.


I.

Todo puede convertirse en santo, si le rezamos lo suficiente.

Personas o cosas, por igual.

Así, el milagro ha de llegar, aunque sea por insistencia.

No lo digo yo, a ciegas.

Son simples probabilidades.


II.

Yo mismo conocí un santo, de hecho.

No aprecié el milagro, es cierto, pero confié en su origen.

Me gustaría contarles, pero lo cierto es que él me pidió que no lo hiciera.

Llovía, cuando me lo pidió.

Cocinábamos, junto a su esposa, una sopa.

Comimos y conversamos, esa vez.

Luego me dormí y desperté de madrugada.

Nunca volví a verlo.


III.

No es por milagro que vuelvo a saber del mundo o de ella.

El camino hacia la honestidad tiene siempre curvas extrañas.

La caída del rayo en la palma de tu mano.

La muerte de tu madre por una enfermedad improbable.

Todo eso despedaza, es cierto, pero no despedaza en sí.

Me refiero a que impacta siempre en una fisura, y desde ahí desgarra.

Mis fisuras, lo sé, están en las palmas de mis manos.

Y el rayo puede convertirse en santo, si le rezamos lo suficiente.


IV.

No abras los ojos, baja el agua.

No le temas al silencio ni a la habitación que se ha vaciado.

La voz del corazón no sabe lo que dice.

Habrá y no habrá tormenta, aunque digan lo contrario.

viernes, 23 de septiembre de 2022

Cámaras de seguridad.


G. instaló en su casa cámaras de seguridad.

O mandó a instalar, más bien.

Once cámaras.

Estaban ubicadas de tal forma que abarcaban todo el perímetro e incluso distintas zonas al interior.

De esas once cámaras seis eran verdaderas y cinco falsas.

Se lo recomendaron así pues la compañía de vigilancia externa cobraba un monto si se tenían hasta seis cámaras (considerado para vivienda) y de ahí en más cobraba como si se tratase de una empresa, subiendo considerablemente el plan.

Lo extraño del asunto, sin embargo, es que G. no se preocupó nunca de elegir cuáles eran las cámaras verdaderas y cuáles las falsas. Y por lo mismo, no tenía consciencia sobre cuáles eran las que funcionaban realmente.

A partir de esto, G. llamó a la empresa de vigilancia para que le diesen la información.

Quiero saber cuáles son mis cámaras verdaderas y cuáles las falsas, les dijo.

Después de varias llamadas infructuosas le dijeron que no podían dar esa información.

Que como empresa de vigilancia solo recibían la señal de las seis funcionales, pero que las instalaciones corrían a cuento de una compañía que subcontrataban y que no guardaban registro de sus trabajos.

Por último, aunque esto le costó mucho más, G. logró que se comprometiesen a enviarle archivos con imágenes de las cámaras funcionales, para así poder determinar, a fin de cuentas, cuáles eran las que funcionaban y poder distinguir entre ambas.

¿Y una vez que lo hagas, qué será diferente?, le pregunté durante una conversación hace unos días.

Muy poco, admitió G., pero al menos sabré diferenciar las verdaderas de las falsas.

Guardé silencio.

No quise prolongar la discusión.

Sus sentimientos, al menos, eran nobles.

jueves, 22 de septiembre de 2022

En blanco.


No me van a creer, pero es cierto.

Me olvidé completamente de lo que venía a decirles.

O sea, se me olvidó la forma, más bien.

La manera en que iba a disfrazarlo, digamos.

Ahora estoy aquí y ya ven.

Ya ven que me quedé en blanco.

Lo que iba a decir y la forma en que iba decirlo ya estaban unidas.

Hecha una masa, nada menos, entre ambas.

Les aseguro que la traía ante ustedes, pero ahora ya no está.

Y van a tener que aguantarse con estos balbuceos.

Si se quedan, por supuesto.

No están obligados.

Por mi parte, créanme que estoy avergonzado.

No digo que iba a ser genial.

Ni siquiera digo que era mejor que estas palabras.

Pero al menos se trataba del plan A.

De material original que, con escasos ingredientes, había preparado.

Ahora bien…

Podría contar un chiste, es cierto.

Narrarles una anécdota.

Pero déjenme mejor -hoy al menos-, no rellenar esos espacios.

Díganme que no importa, les pido.

Que pasaban por aquí de casualidad.

Que cavaban por cavar.

Que no les interesaba realmente encontrar nada.

Sean amables, ante todo.

Tengan consideración, por quien les habla.

Comenten que soy hueón, incluso, si es que quieren.

Comentes ustedes sin disfraz, que no les hace falta.

Yo, en tanto me quedo aquí, en blanco.

Pueden no creer, pero todo es cierto.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

Cornelia Salonina fue a las termas de Cimiez.


Cornelia Salonina, fue a las termas de Cimiez.

Pasó, de hecho, todo un invierno en esas termas.

Fue en lo antiguo, por supuesto.

No importa cuándo.

Acudió ahí para reestablecer sus nervios, dicen los historiadores.

También dicen que la acompañó una pariente griega, quien le leía a Plotino.

Yo poco les discuto.

Viajó sin sus hijos Cornelia Salonina.

Desde las termas, en lo que hoy es Niza, no envió cartas ni mensajes para ellos.

Desconozco que hizo ahí, salvo suposiciones varias.

De Plotino le leyeron Las Enéadas, en sesiones breves.

Nunca comentadas.

No probó comidas nuevas.

Licores, apenas.

Lloró y rio un poquito.

Desconozco si reestableció sus nervios, como dicen los historiadores.

El retrato de ella que aparece en las monedas acuñadas, fue hecho en esas termas.

Hay incluso quien sospecha que se trata de un autorretrato.

Hay similitudes en los trazos, del retrato que hizo cuando uno de sus hijos murió a temprana edad.

En un verano, según dicen.

Cornelia, por cierto, suele huir del verano.

Del frío y del calor, más bien, suele huir.

Por lo mismo, viaja siempre a lugares templados.

Esta vez, como decía, fue en invierno, a las termas de Cimiez.

La imagino ahí, en el atardecer, mientras escucha a Plotino.

La imagen es clara.

La imagen de las figuras es clara.

Tras ellas, el sol pierde la cabeza,
y sus brazos quedan extendidos sobre la tierra.

Su carne se torna oscura.

Su sangre hecha polvo, se esparce como huellas.

Cornelia Salonina fue a las termas de Cimiez.

martes, 20 de septiembre de 2022

Ella nadaba con medusas.


I.

Nadaba con medusas.

En ese entonces nadaba con medusas.

Hablo de ella, por supuesto.

No de mí.

Corrijo entonces.

Ella (y no yo) nadaba con medusas.

Dicho está.


II.

Otro aspecto a aclarar:

No nadaba (ella) al unísono con las medusas.

Me refiero a que no se trataba de calcular sincronías
ni de realizar movimientos coreográficos.

Ella nadaba y en el mismo lugar (en ese instante) nadaban medusas.

Lo del lugar, por cierto, aceptando matices.

Y es que el agua, siempre en movimiento, no sé si constituye propiamente
un lugar determinado.

Así y todo, solo lo digo para evitar imprecisiones.

Respecto al tiempo, sin embargo, no hago aclaración alguna.

Con el tiempo no me complico.

Eso ya es, sin duda, otra cosa.


III.

Tocó algunas, mientras nadaba.

Conscientemente, pero sin buscarlas.

Ella (aclaro) fue quien tocó.

Y lo tocado fueron medusas.

Pequeñas medusas.

No recibió daño por ello.

Ni el más pequeño de los daños.

Es decir, tiempo después le descubrieron daños en las manos.

Microfracturas en falanges y en el metacarpo.

Trizaduras, incluso.

Pequeñas fisuras.

Pero nada tenían que ver (supongo) con aquellas medusas.

Solo lo menciono, para no ocultar información.

Para no oscurecer, lo que conozco.


IV.

Vi imágenes de ella, nadando con medusas.

Una, sobre todo, es muy bella.

Principalmente por la luz del sol, que entra en el agua
y parece entonces atravesarla a ella
y a las medusas.

Poco más sé de ella, además de lo que muestran las imágenes.

Solo visualicé esos archivos, digamos.

Fotografías, una carta sin destinatario y un grupo de radiografías
de sus manos.

En la radiografía, extrañamente, también la luz
parecía atravesarla.

Ella nadaba con medusas.

domingo, 18 de septiembre de 2022

Un juego de chimeneas.


Chimeneas.

Chimeneas y un juego.

Un juego de chimeneas.

Un juego de once chimeneas.

Un juego de doce casas y de once chimeneas.

Sacas cartas, cada turno, para poder encenderlas.

Entre dos y cuatro cartas, sacas cada turno.

Luego lanzas dados.

Dos dados.

Haces cálculos.

Recorres un tablero.

Vas en busca de las once casas.

Las once que tienen chimeneas.

También recoges leña seca.

Todo va bien, al parecer.

El juego avanza.

Fluyes, en el juego.

Hasta creas una especie de estrategia.

Sin embargo, no todo es fácil.

Y es que a veces hay tarjetas que dificultan la tarea.

Tarjetas, reglas e incluso los dados.

Si lanzas dos unos, por ejemplo, se humedece la madera.

También hay cartas que extravían tus fósforos.

O debilitan tus hombros para cargar la leña.

Además, por si fuera poco,
se apagan cada ciertos turnos,
las que ya han sido encendidas.

Se ahogan, en algunas ocasiones.

En otras les falta tiraje.

Entonces, hay que volver a ellas y preocuparse del asunto.

Resolverlo, digamos.

Y alimentar nuevamente las llamas.

De esta forma, sigues repartiendo madera seca.

Casa por casa, hasta la undécima.

Once chimeneas.

A media noche hay que apagarlas.

Pero antes que amanezca comienza un nuevo turno.

Y entonces vuelves a encenderlas.

Como si fuesen faros, piensas antes del final.

Tu vives, por cierto, en la doceava casa.

sábado, 17 de septiembre de 2022

Como un nido.


¿No me explico bien?

¿Lo explico de otra forma?

Pues bien, ahora lo hago:

Digo que el corazón es como un nido.

Sí, escuchaste bien.

Digo que el corazón es como un nido.

No que es un nido.

Lo aclaro de inmediato para que no te confundas.

Para que no malinterpretes…

Lo aclaro y lo repito, aunque pueda molestar:

Digo que el corazón es como un nido.

No que es un nido.

Por otro lado, tampoco hablo aquí de la función.

No es de eso, de lo que estoy hablando.

Yo hablo más bien de la forma en que está hecho el nido.

A la manera en que lo hemos construido.

Porque lo hemos construido, sabes.

No nos viene por defecto.

Y esa es, en parte, la clave de la imagen.

Por esto, te advierto: no lo pienses como llega a la mente.

No recibas el nido de esa forma.

No tal cual, al menos.

Borra mejor esa imagen.

Bórrala si puedes.

Olvídate también de los pájaros y de los huevos.

Piensa, así, en un nido solo.

Ni siquiera vacío.

Piensa en un nido, sin más.

Y luego, si hay tiempo, en un corazón como ese nido.

¿Lo tienes?

¿Seguro que lo tienes?

Pues bien, eso es lo que digo.

Una muestra gratis.

I.

Soy apenas (si es que soy) una muestra gratis.

Ni siquiera sé de qué.

Gratis porque aquí estoy, digamos.

Bien dispuesto y sin mayores exigencias.

No en una bandeja, claro está, pero digamos que casi.

Aceptémoslo así.

Yo lo hago, al menos.

Podría incluso decirlo como un mantra:

Soy apenas una muestra gratis.

De algo que no sé.

Si es que soy.


II.

Soy muestra, es cierto.

Pero no soy, sin embargo, muestra para los que son como yo.

No para ustedes, digámoslo claramente.

Ni para otros como ustedes.

Ni como yo.

Soy muestra gratis para otros que pueden notar que soy justamente eso.

Sin necesidad de que lo diga.

Incluso antes de saberlo y de aceptarlo, ya lo era.

De cierta forma lo intuí, y tiempo después lo supe.

Muestra gratis para otros que no son como yo, me dije.

Allá ellos.


III.

No en bandeja, estoy expuesto, pero lo estoy.

Si no, no sería, efectivamente, una muestra.

Supongo, sin embargo, que estoy expuesto de una forma difícil de notar.

Difícil de notar para nosotros, me refiero.

Así, mi naturaleza de muestra es algo que no se aprecia desde esta misma altura.

Pocas cosas, por cierto, pueden apreciarse correctamente desde acá abajo.

La verdad, por ejemplo, se nos escapa.

Y otras cosas, por supuesto, que son tristes de nombrar.

viernes, 16 de septiembre de 2022

Aquellos que bajan la montaña.


Esos hombres que bajan la montaña.

¿Los ves?

De seguro los ves.

Es algo así como el final, si los miras.

Da lo mismo su edad, su energía.

De igual forma vienen bajando la montaña.

Piensan, seguramente, en lo que hay bajo ella.

En tareas pospuestas.

Rutinas que han retomar.

Terrenos planos donde estar, luego de bajar la montaña.

Solo abajo, entre los otros que no ha subido, recordarán la cima.

Hablarán de ella.

Mostrarán fotografías.

Referirán anécdotas.

Ninguno pensará en lo absurdo de bajar la montaña.

No de subirla, sino de volver otra vez al lugar de inicio.

Usar la cima como una curva.

Como una lejana y difícil estación de paso.

Para luego bajar, nuevamente, hasta lo que consideran su origen.

¿Lo ves?

¿Ves esos hombres bajando la montaña?

De seguro los ves, es cierto.

Ahora regresan a su vida.

Su vida diaria, como dicen.

No somos nosotros, por suerte.

Si te fijas bien, no somos nosotros.

No digo que eso sea bueno o malo, de por sí.

Nosotros, de hecho, ni siquiera hemos subido.

Pero eso no me aleja de ver con lástima a aquellos que bajan la montaña.

A aquellos que renuncian a dar un verdadero vuelco, en la cima.

No somos nosotros, por suerte.

jueves, 15 de septiembre de 2022

(Yo) Pessoa.


Una vez, hace años, en uno de los baños de mi universidad, apareció escrita en las paredes, una y otra vez, la palabra Pessoa.

Como yo llegaba temprano creo que fui uno de los primeros en descubrir aquellos escritos.

La letra era irregular, pero tenían el mismo trazo, y hasta un tamaño similar.

Por lo mismo, parecían haber sido escritos por el mismo individuo.

Calculé que para poder hacerlo debía haber ocupado fácilmente entre tres y cuatro horas.

No menos, estimé.

Cuando les conté a algunos amigos y fueron a verlo, ellos pensaron que había sido yo.

Uno de ellos hasta recordaba que yo había publicado algo sobre El libro del desasosiego, y le pareció una prueba irrefutable.

Luego no le dimos más importancia a aquel asunto y las cosas quedaron así.

Incluso el baño quedo con esos rayados, hasta el final de aquel año.

Extrañamente, el rumor de que había sido yo el culpable, se esparció por el lugar.

Nada importante, de todas formas, pues nadie iba a reprenderme ni tomar acciones al respecto.

Simplemente ocurrió que de un momento para otro comenzaron a llamarme Pessoa.

O Caeiro, o Reis o incluso Álvaro de Campos.

Resultaba extraño, pues muchos de los que me llamaban así simplemente repetían lo oído, y pensaban en el fondo que estaban diciendo mi verdadero nombre.

-¿Y cuál es entonces tu verdadero nombre? -me preguntó entonces una chica a quien le expliqué lo sucedido.

-Ya no importa -le dije-. Ni siquiera yo me acuerdo.

Me quedaba una semana para salir totalmente del lugar, cuando se lo dije.

Ella sonrió, y no volvimos a vernos.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

Sobre el romance de Alejandro.


I.

Hizo su tesis sobre el romance de Alejandro.

Seiscientas veinte páginas su tesis.

Le dijeron que era magnífica, pero durante el examen de grado comprendió que no la habían leído.

Nadie la leyó nunca, de hecho.

Quedó ahí, catalogada en la biblioteca y archivos de la universidad, sin que nadie solicitase nunca una copia física ni el archivo digital, sobre ella.

Él mismo la fue olvidando.

Hoy se acordó y quiso hablar de ella.

Yo escuché.


II.

No sabía mucho sobre el romance de Alejandro.

Aunque claro, tampoco sé mucho más ahora, pero al menos recordé unas cosas.

No sé por qué, pero de cierta forma eso me tranquilizó.

Y es que recordar no es malo, después de todo.

No digo tampoco que sea bueno ni que sea tampoco la solución de algo.

Digo más bien que recordar es como agitar un poco las aguas de un lago.

Hacer un pequeño oleaje.

Armonizar ciertas cosas, tal vez.


III.

Entre otras cosas, tras hablarme de su tesis, me dijo que tenía un plan.

Quería sacar las copias disonibles y alterar su contenido, sin que nadie lo supiera.

Me explicó entonces las fases de su plan.

Y hasta me pidió ayuda.

Todo muy claro, por supuesto, pero no explicó el porqué.

Cuando se lo pregunté me miró con extrañeza, diciendo que creía que yo había comprendido.

¿Comprendido qué?, le pregunté.

Pareció entonces molestarse (o entristecerse), mientras me observaba.

Tampoco comprendí por que le ocurría esto.

Luego, simplemente, me dijo que olvidara.

Y que dejásemos hasta ahí, todo aquel asunto.

martes, 13 de septiembre de 2022

Lo que le comenzó a ocurrir.


Desde hace un tiempo le comenzó a ocurrir.

¿Qué le ocurría?

Pues que de un momento a otro algunos dedos de sus manos se le ponían negros.

Sin razón aparente, pero así ocurría.

No era por el frío.

No tenía relación con movimientos bruscos ni otras conductas perceptibles.

Simplemente se miraba las manos y de vez en cuando uno o unos cuantos dedos se habían vuelto negros, nada más.

No perdían movilidad.

No dolían.

Cambiaban de color por algún problema en la circulación, suponía.

Pero todo volvía a la normalidad y hasta desaparecían por completo en un par de días.

¿Qué cambió?

Cambió que de pronto ya no fueron solo negros.

Ocurrió entonces que de un día para otro además de negros, la punta de algunos de esos dedos se quedaba en blanco.

Como si no llegase sangre hasta la punta, y esta se adormeciera.

Podía igualmente mover los dedos, no había dolor, pero la yema de los dedos negros estaba ahora totalmente blanca.

Probó a masajearse los dedos, como impulsando la sangre hacia el extremo, pero no lograba cambios.

Incluso, para probar su teoría, probó a pincharse las yemas con un alfiler y notó que no sangraban.

Levemente sentía el pinchazo, pero las yemas blancas no sangraban.

¿Qué hizo entonces?

Nada.

Absolutamente nada.

Siguió esperando el próximo paso, digamos.

Así ocurría siempre, con todo.

Ocurría lo que debía ocurrir, se decía.

Nada más.

Las vidas llegan a su fin.

El amor duele.

Y hasta los soles se apagan.

lunes, 12 de septiembre de 2022

Ser un juguete.


I.

Cuando le preguntaron que quería ser cuando grande él dijo que quería ser un juguete.

No explicó más, solo dijo eso.

Le pidieron argumentos, especificaciones, pero solo repitió lo que ya había dicho.

Quería ser un juguete, nada más.

Al menos ahora quiero eso, les dijo.

Los otros lo observaban, molestos.


II.

Lo que molestaba no era, sin embargo, su elección.

Si no su altanería al decir todo, de un modo extraño.

No era el contenido de lo que decía, ni tampoco el tono, pero incomodaba de igual forma.

Así, dijese lo que dijese todos percibían una suerte de desprecio hacia los otros, cuando se dirigía a ellos.

Sí. Desprecio era probablemente la palabra exacta, comentaban todos.


III.

Al menos nos desprecia a todos por igual, dijo una vez su hermana bromeando sobre el asunto.

Aunque en el fondo no bromeaba, por supuesto.

Él, en tanto, permanecía distante de esos comentarios.

Puede que hasta inconsciente de aquello que producía.

Después de todo, no tenía un problema con ninguno de ellos, ni se sentía superior.

Ocurría simplemente que sentía una distancia entre él mismo y sus actos.

Una distancia que se acrecentaba aún más cuando se trataba de sus palabras.

De cierta forma, sentía que todo era en parte una farsa.

Algo así como un ensayo.

Podías realizarlo correctamente, pero no era la instancia definitiva, y de cierta forma lo sabía.

No mentía directamente, pero indirectamente sí.

Y la verdad se asomaba, extrañamente, entre esas dos instancias.

sábado, 10 de septiembre de 2022

(Primos)


I.
Me propuse al menos hacer ruido. No me comprometí con nadie, para hacerlo, pero de todas formas era una decisión tomada. Tal vez música fuerte, mientras golpeaba y arrojaba un par de cosas. Lo justo y necesario para que oyeran los vecinos y se incomodasen un poco. Que sepan quien soy a través de los ruidos, me dije. No me interesa mostrarme de otra forma.

II.
Alguien metió piedras en mis bolsillos. Debe haber sido una broma. Igual que aquellas veces en que metíamos grandes rocas en la mochila de algunos, cuando quedaban borrachos. Yo estaba sobrio, sin embargo, pero de igual manera alguien había hecho lo mismo. Once piedras, conté, en mis bolsillos. Tal vez eran doce, me dije, y sin percatarme ya lancé alguna. Miré incluso en mi entorno, para ver si le había dado a algo.

III.
Hay una historia que comienza de esta forma: un hombre que tiene una sola pierna ingresa a una tienda para comprar zapatos. La escena de esa historia es incómoda, por cierto. Intenta ser cómica, probablemente, pero no resulta de esa forma. Según recuerdo, el hombre discute para que solo le vendan un zapato, pero los que atienden se niegan a hacerlo. Tal vez por eso, justamente, es que terminé proponiéndome hacer ruido.

Ella se para para abrir la puerta.


Cada diez minutos, más o menos, ella se para a abrir la puerta.

Lo hace sin previo aviso, como si hubiese oído un golpe que no existió, y entonces la abre quedándose a un costado.

Se queda ahí unos segundos, como si esperase que alguien entrara, y luego vuelve a cerrarla.

Su actitud es sobria, pero extraña.

Me refiero a que ella se comporta como si hubiese entrado, por la puerta, alguien invisible.

Y luego regresa al sitio en que se encontraba antes de hacerlo.

-¿Es para ventilar el lugar? -le digo, sabiendo que no es el caso.

-¿Ventilar…? -pregunta ella.

-Sí… -insisto-, le pregunto si abre la puerta para airear el lugar…

Ella se demora en responder.

Parece molesta.

Entonces dice, secamente:

-No me interesa airear el lugar.

Luego de esto, me da la espalda y comienza a leer un libro que no me percaté que llevaba.

Intento ver de qué se trata.

Es un libro pequeño, de Margaret Atwood.

Por el tamaño, no debe tratarse más que de un relato.

Tras avanzar un par de hojas, ella vuelve a pararse e ir hasta la puerta.

Vuelve a abrirla y pararse a un costado, como si no quisiera bloquear la entrada.

Luego de unos segundos, vuelve a su sitio, como antes.

Yo pensaba decirle algo, pero finalmente no lo hago.

Ella, en tanto, parece llegar al final de su libro.

Lo cierra con cuidado y vuelve a guardarlo.

Justo en ese instante decido que me pondré de pie y saldré de aquel sitio.

Lo decido, por supuesto, pero de momento no lo hago.

Luego, tal vez, pero por ahora no.

Ella me observa, sin embargo, como si ya hubiese partido.

viernes, 9 de septiembre de 2022

El carnicero me dijo que no.


El carnicero me dijo que no. Yo insistí, pero no quiso venderme. Me dijo que esa carne no servía para eso. Yo alegué, pero él decía que luego los clientes reclamaban. Intenté explicarle que yo no reclamaba por nada y menos por carne. Que si no servía asumía yo y no había problema. Él, sin embargo, malentendió mis palabras y pareció ofenderse. Me dijo que yo podía saber más en otros ámbitos, pero que le dejara el asunto de las carnes a él, que para eso era el carnicero. Me lo dijo con un tono seco, pero todavía amable, aunque objetivamente bien podía sentirme intimidado pues llevaba un gran cuchillo en una de sus manos. Yo guardé silencio y retrocedí unos pasos. Entonces el carnicero atendió a otra persona que pudo comprar sin problemas. Mientras observaba, pensé que la solución era decirle que la carne la quería para otra cosa. Para la cosa que idealmente esa carne servía, me refiero. Esa fue mi estrategia cuando volví a pedirle el mismo trozo, pero destacando que él tenía razón, que simplemente usaría la carne para lo que idealmente sirve. Él me observó. Pareció hacer una pausa en su trabajo, incluso, para observarme. No se trata de tener razón, me dijo, ni tampoco de que cambie lo que vaya a hacer con la carne. Se trata más bien de que elija carne de otro tipo. Otro corte, digamos. Es sencillo. Ahora fui yo el que guardó silencio, para observarlo. Uno compra pensando en la función, agregó. En lo que quiere hacer con ella. Recuerde que está comprando carne, no espíritu.

-Disculpen -dijo entonces una señora que esperaba en el lugar-, yo no quiero carne ni espíritu, pero estoy apurada… ¿alguien podría atenderme?

-La atiendo de inmediato -dijo el carnicero, ignorándome por completo.

Fue entonces que me percaté que un gran cuchillo, que estaba tras el mesón, se encontraba ciertamente a mi alcance.

jueves, 8 de septiembre de 2022

Berenice.


Creo que la primera obra filmada por Rohmer fue una versión de Berenice, de Edgar Allan Poe.

Cuando la vi, hace años, ni siquiera sabía que había sido filmada por Rohmer.

Lo que sí sé es que me perturbó y asombró bastante.

Recordaba haber leído Berenice, con anterioridad, pero la intensidad entre la obra de Poe y el filme que había visto era, ante todo, de una naturaleza distinta.

Y es que en la obra de Rohmer -creo que Jacques Rivette participa también de la filmación-, existe un ámbito moral que se hace presente, creando una especie de vínculo entre los dos personajes principales que en el texto de Paul me habían parecido más distantes, más contrarios y oscuramente “ensamblables”.

Así, podría decirse que la Berenice de Rohmer presentaba seres morales, como protagonistas, y que el deterioro de Berenice estaba dado también en esta misma dirección y en este mismo ámbito, dirigiéndose de esta forma hacia una abstracción de ella misma muy distinta a la que se apreciaba en la obra escrita. Más simple de cierta forma. Y probablemente más ingenua.

De eso, por cierto, con el tiempo, solo quedaron imágenes.

O sensaciones morales que son también, de cierta forma, una serie de imágenes.

Los dientes.

Lo que sigue vivo.

La extraña anomalía de la existencia del protagonista que es consciente incluso del verdadero origen de sus sentimientos.

Cada diente, entonces.

Berenice.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

M. encontró un cangrejo entre las rocas.


M. encontró un cangrejo entre las rocas. Un pequeño cangrejo. Y como sintió que el cangrejo, tras ser descubierto, era de cierta forma suyo, decidió ponerle un nombre. En su cabeza, entonces, giraron un buen número de posibilidades. Tras pensarlo un rato seleccionó uno. Julio el cangrejo, lo nombró. Y sintió que el nombre era similar a una correa necesaria para pasear a tu mascota. Una forma de establecer un vínculo con él. Una manera de llamarlo, incluso, por si se perdía, o por si no asimilaba todavía a quién pertenecía.

-¿Y por qué Julio? -le preguntó alguien, que al parecer vivía en el lugar-. ¿Por qué razón decidiste llamarlo Julio?

-¿Y por qué no? -respondió M. levantando los hombros.

No prosperó, por cierto, esa conversación.

Lo cierto es que M. cuidó bien del cangrejo. Lejos de ser una excentricidad o parte de una broma, llegó incluso a construir un espacio para que viviera de mejor forma y se preocupó de su alimentación, temperatura y todo lo que consideró pudiera beneficiarle.

El cangrejo, según indagó, era de tipo ermitaño, lo que influía un tanto en sus costumbres y le proyectaba también una esperanza de vida más alta, que a los cangrejos normales.

De hecho, el cangrejo vivió tanto que incluso yo, diez años después que él lo recogiese, pude verlo con vida en una especie de acuario que M. había construido.

-¿Y por qué lo tomaste y decidiste construirle todo esto? -le pregunté esa vez.

-¿Y por qué no? -me respondió.

No prosperó, tampoco, esta conversación.

Desde entonces, han pasado tres años y por lo que he sabido, el cangrejo sigue vivo.

De todas formas, en lo esencial, eso no hace ninguna diferencia.

martes, 6 de septiembre de 2022

Lo que es cierto.


-¿Y tú dices que te conozco…? ¿De dónde?

-De la fiesta esa… en casa del Mauro… Tu andabas con otra chica que era colorina y tenía una trenza…

-¿Una trenza?

-Sí, una trenza larga, hasta la cintura más o menos.

-Si tenía una trenza hasta la cintura quiere decir que tenía el pelo mucho más largo…

-Pues no sé… ¿pero te acuerdas?

-No. En realidad no.

-¿Y tampoco recuerdas tener una amiga colorina?

-Sí, tengo una, y con el pelo largo…

-Pues ya ves.

-¿Ya veo qué?

-Que eras tú y esa amiga.

-Mi amiga no usa trenzas.

-Pues esa vez sí… tal vez no te acuerdas bien.

-Me acuerdo bien que no usa trenzas.

-¿Y tampoco te acuerdas de haber ido a la fiesta del Mauro?

-No.

-¿Lo conoces eso sí?

-Sí, y he ido a su casa, pero no sé si a una fiesta.

-Bueno, fiesta así con producción no era, pero habíamos hartos y celebramos algo…

-¿Qué?

-¿Qué celebrábamos?

-Sí, eso… ¿qué celebraban?

-Pues no me acuerdo ahora. Un cumpleaños, tal vez…

-Ya…

-Nos sentamos en una cama y bebimos whisky de una botella que el Mauro tenía escondida… incluso nos quedamos solos un rato…

-¿Solos tomando whisky?

-Sí… casi toda la botella, de hecho…

-…

-¿Ahora sí te acuerdas?

-No… Me hago la idea, eso sí, pero solo por lo que tú dices…

-Pues ya ves.

-De todas formas eso no quiere decir que te conozca, o que nos conozcamos…

-Pero son formas de decir, ya sabes…

-No sé.

-Sí sabes, yo creo…

-¿Por qué lo dices así?

-¿Así cómo?

-Así, con ese tono… ¿Acaso pasó algo más, esa vez?

-¿Algo más de qué?

-Algo más de lo que dices.

-Siempre pasa algo más de lo que se dice.

-¿Y entonces?

-¿Entonces qué?

-¿No vas a decir?

-Tranquila... Solo pasó eso. Bebimos, hablamos… luego no recuerdo nada especial…

-¿Y entonces?

-Entonces nada. Te das mucha importancia, parece.

-No es eso. Solo digo que no me conoces.

-¿Y qué hay con eso?

-Nada.

-¿Nada?

-Sí. No hay nada. Solo digo lo que es cierto.

lunes, 5 de septiembre de 2022

Notas al pie / Ese lado hacia arriba / Soñó con un canguro


I.
Por ese entonces le gustaba leer las notas a pie de página. De hecho, le gustaba incluso más que leer las obras mismas. Una vez le pregunté las razones y me dio una serie de argumentos que, lamentablemente, ya olvidé. De todas formas, recuerdo que en ese entonces me parecieron muy interesantes.

II.
Su primer acto de maldad lo realizó a solas, mientras trabajaba en una bodega. Ese día, habían descargado un gran número de cajas desde un camión que venía desde Brasil. Las cajas tenían escrito “este lado hacia arriba” y eran de gran tamaño. Según cuenta, esa noche hizo un turno extra en que se dedicó simplemente a voltear cada una de esas cajas. Sin necesidad, solo por hacer algo que no debía hacerse. Maldad pura.

III.
Durante dos semanas soñó con un canguro. En realidad, soñaba con otras cosas, pero en un momento del sueño -siempre sorpresivamente-, aparecía un canguro. Por lo general, el canguro entraba, golpeaba algún objeto que estaba presente en el sueño y se retiraba. La única vez que él lo siguió, en el sueño, vio al canguro llegar hasta un pequeño cuarto, donde luego de encender la luz, se despojó de su carne, como un traje, para aligerar el peso. Desde entonces, no volvió a soñar con el canguro.

IV.
Otra información relevante es que ordenaba las cosas de forma extraña. De hecho, siempre hacía que todo pareciese un caos, cuando en realidad no era así. Nunca explicó para qué lo hacía, pero supongo que era una especie de desafío. Dejar esas cosas inconexas, me refiero, para que los otros tuvieran algo qué hacer. Nunca lo hacían, por supuesto.

domingo, 4 de septiembre de 2022

Papel para envolver.


No más intentos.

Lo que necesitamos ahora es papel.

Papel para envolver.

Pliegos de papel para envolver.

No de regalo.

No con diseños.

No con textura suave y delicada.

Papel para envolver, nada más.

Pliegos y pliegos de papel para envolver.

Mortajas sencillas.

Baratas.

Papel para envolver, simplemente.

Sin adornos ni propiedades especiales.

Papel para envolver.

Suficiente papel para envolver.

Papel para cubrir una multitud entera.

Pliegos y pliegos para cubrir el egoísmo, la incomprensión
y la facilidad con que aceptamos ser engañados.

Pliegos y pliegos de papel.

Menos del total no basta.

Papel a destajo es lo que se requiere.

Pliegos de papel para cubrir un país.

Mortajas sencillas, reitero.

Pliegos de papel escrito, si quieren.

Papel lleno de testimonios olvidados.

Todo será, a fin de cuentas, papel para envolver.

Papel para cubrir.

Papel para ocultar.

Y es que todo debe cubrirse, a fin de cuentas.

Atragantarnos incluso, con ese papel.

Cubrirnos por dentro y por fuera.

No exagero: nadie aquí merece ser visto.

Por eso debemos juntar papel.

Numerosos e inmensos pliegos de papel.

Papel para envolver, simplemente.

Pliegos y pliegos de papel para envolver.

Eso es, apenas, lo que merecemos.

Papel para ocultar la vergüenza.

Papel para ocultar la vergüenza.

sábado, 3 de septiembre de 2022

Troyano.


Un corazón troyano. Una especie de corazón troyano que solo se destruye desde dentro. Algo así, según recuerdo, era la metáfora que se repetía una y otra vez en aquel texto. Al borde de lo cursi, por supuesto, pero no me pareció, sin embargo, un mal texto. Y es que, a partir justamente de la repetición, lograba desarrollar cierta fuerza que parecía expandirse hasta nosotros, justamente desde dentro. Y es que se proponía en sus palabras que todo era troyano, según recuerdo. Desde los objetos cotidianos, digamos, hasta un único y grandioso dios troyano, al que solo se podía descubrir estando dentro. Abusaba de la metáfora, lo admito. Tanto así que se descomponía en ocasiones y perdía su significado, a fuerza de repetir muchas veces la palabra. Con todo, dicha repetición parecía ser también una especie de conjuro a partir del cual pasabas a estar de pronto dentro de algo. Dentro de ti mismo, probablemente, o de cualquier otra cosa que pudiese ofrecer espacio para permanecer dentro. Lo troyano, por otro lado, contenía, asimismo -por asociación, supongo-, la idea de ruina. La sensación de aquello venido abajo y vuelto a levantarse una y otra vez, a fuerza de voluntad y de tiempo. Un corazón troyano, en definitiva. No me parecía, repito, un mal texto.

viernes, 2 de septiembre de 2022

(No) volver a Truffaut.


No fue una mala época aquella en que veía a Truffaut. Descubría y repasaba cada una de sus películas y hasta leía todo aquello que hubiese escrito. No lo hacía solo con él, por supuesto, pero recuerdo a Truffaut porque hoy lo evito. A él, de entre los otros, lo evito. Y no sé bien por qué lo hago. Tal vez la construcción de sus ideas… Tal vez esa intelectualidad que a veces rechazo un poco. Le doy vueltas, pero lo cierto es que no sé. Después de todo, su intelectualidad, al menos era honesta. Por lo mismo, debiese concluir que lo evito simplemente porque siento que ya salí de Truffaut. Que él mismo construyó todo hasta una salida clara, sin invitarnos a volver atrás. Emociones incluidas, por cierto, pero lo importante es que, sumando todo, terminó de explicar lo que propuso sin dejar cabos sueltos. No lo digo bien, probablemente, pero es como si la métrica total de su obra hubiese sido exacta. Incluso aquello en que desbordaba vida y emoción y hasta imperfección (Jules et Jim, Adele H y hasta sus primeros cortos), terminan por encajar perfectamente y te impulsan simplemente a seguir adelante. No volveré a Truffaut, me digo entonces, con un poco de añoranza. Admito sin embargo que la culpa es mía, totalmente, si desde entonces no sé bien, qué camino tomar.

jueves, 1 de septiembre de 2022

¿Sirve eso?


Ella explicó que lo dejó porque quería tener un hijo y él no.

No lo culpaba de mala forma, simplemente decía que así hacían sido las cosas.

Se llevaban bien, vivieron juntos varios años, pero pensaban distinto sobre aquello, comentó.

Veíamos el futuro de distinta forma, dijo.

Se separaron hace varios años, según cuenta, pero ya no está en edad para ser madre.

Ya decidí no tener hijos, nos dijo, y ahora todo es un poco extraño.

Dice esto pues hace poco ha vuelto a verlo.

Al parecer, él le dijo que la extrañaba y que añoraba el tiempo en que vivieron juntos.

Y ella, por supuesto, también tiene un buen recuerdo de esa época.

Sin embargo, dice ella, volver con él sería un poco como volver al pasado.

Volver a pasado anulando varios años y terminando de borrar, al mismo tiempo, el deseo que ella había tenido de tener un hijo.

Por eso dudo si hacerlo o no hacerlo, nos dice, finalmente, mientras parece esperar nuestra opinión.

Yo puedo hacer que vuelvas realmente en el tiempo, digo entonces.

Ella parece pensar que bromeo.

Puedo hacer que vuelvas hasta el momento exacto en que decidiste dejarlo, hace años, porque querías tener un hijo, le digo.

¿Sirve eso?, le pregunto.

Ella me mira y no responde.

Los demás también me miran, como si hubiese dicho algo malo.

¿Sirve eso?, vuelvo a preguntarle.

Ella, moviendo la cabeza, dice que no.

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