miércoles, 7 de septiembre de 2022

M. encontró un cangrejo entre las rocas.


M. encontró un cangrejo entre las rocas. Un pequeño cangrejo. Y como sintió que el cangrejo, tras ser descubierto, era de cierta forma suyo, decidió ponerle un nombre. En su cabeza, entonces, giraron un buen número de posibilidades. Tras pensarlo un rato seleccionó uno. Julio el cangrejo, lo nombró. Y sintió que el nombre era similar a una correa necesaria para pasear a tu mascota. Una forma de establecer un vínculo con él. Una manera de llamarlo, incluso, por si se perdía, o por si no asimilaba todavía a quién pertenecía.

-¿Y por qué Julio? -le preguntó alguien, que al parecer vivía en el lugar-. ¿Por qué razón decidiste llamarlo Julio?

-¿Y por qué no? -respondió M. levantando los hombros.

No prosperó, por cierto, esa conversación.

Lo cierto es que M. cuidó bien del cangrejo. Lejos de ser una excentricidad o parte de una broma, llegó incluso a construir un espacio para que viviera de mejor forma y se preocupó de su alimentación, temperatura y todo lo que consideró pudiera beneficiarle.

El cangrejo, según indagó, era de tipo ermitaño, lo que influía un tanto en sus costumbres y le proyectaba también una esperanza de vida más alta, que a los cangrejos normales.

De hecho, el cangrejo vivió tanto que incluso yo, diez años después que él lo recogiese, pude verlo con vida en una especie de acuario que M. había construido.

-¿Y por qué lo tomaste y decidiste construirle todo esto? -le pregunté esa vez.

-¿Y por qué no? -me respondió.

No prosperó, tampoco, esta conversación.

Desde entonces, han pasado tres años y por lo que he sabido, el cangrejo sigue vivo.

De todas formas, en lo esencial, eso no hace ninguna diferencia.

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