martes, 27 de septiembre de 2022

No entendía muchas cosas.


No entendía muchas cosas. Demasiadas cosas. Tantas que podría hacer un libro con todo aquello. Un capítulo para cada cosa que no comprendía, me refiero, y te aseguro que llegaría fácilmente a diez o quince tomos. Podría categorizarlos, incluso. Un tomo para “las cosas vivas”, por ejemplo. Otro para cuestiones anecdóticas, como eso de no poder doblar un papel más de siete veces, si mal no recuerdo. Y podría seguir categorizando, por supuesto, pero de lo que me acuerdo ahora, realmente, es de una cosa en particular. O de un ejemplo particular, más bien. No entendía, por ejemplo, que un barco pudiese cargar su propia ancla. Ahora lo entiendo, más o menos, pero en ese entonces me parecía derechamente absurdo. Y es que me resultaba ilógico que un barco (poco importaban sus dimensiones) pudiese avanzar cargando el mismo elemento que, si era arrojado desde él, era capaz de detenerlo. Es decir, podías cargar el peso si iba dentro, pero una vez fuera, aquello parecía transformarse en un elemento distinto, que imposibilitaba el movimiento. ¿Se imaginan que un pájaro pudiese volar con una roca dentro, pero si se la amarra a una pata, y la lanza fuera suyo, lo obligara a detenerse por completo? Pues yo, al menos, no podía. Y seguía así sin entender muchas cosas. Demasiadas cosas, probablemente. Y esas cosas -descubrías entonces-, también pesaban como un ancla y, por lo mismo, era mejor tenerlas dentro. Por eso digo poco, incluso cuando digo. Eso, al menos, les confieso.

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