viernes, 9 de septiembre de 2022

El carnicero me dijo que no.


El carnicero me dijo que no. Yo insistí, pero no quiso venderme. Me dijo que esa carne no servía para eso. Yo alegué, pero él decía que luego los clientes reclamaban. Intenté explicarle que yo no reclamaba por nada y menos por carne. Que si no servía asumía yo y no había problema. Él, sin embargo, malentendió mis palabras y pareció ofenderse. Me dijo que yo podía saber más en otros ámbitos, pero que le dejara el asunto de las carnes a él, que para eso era el carnicero. Me lo dijo con un tono seco, pero todavía amable, aunque objetivamente bien podía sentirme intimidado pues llevaba un gran cuchillo en una de sus manos. Yo guardé silencio y retrocedí unos pasos. Entonces el carnicero atendió a otra persona que pudo comprar sin problemas. Mientras observaba, pensé que la solución era decirle que la carne la quería para otra cosa. Para la cosa que idealmente esa carne servía, me refiero. Esa fue mi estrategia cuando volví a pedirle el mismo trozo, pero destacando que él tenía razón, que simplemente usaría la carne para lo que idealmente sirve. Él me observó. Pareció hacer una pausa en su trabajo, incluso, para observarme. No se trata de tener razón, me dijo, ni tampoco de que cambie lo que vaya a hacer con la carne. Se trata más bien de que elija carne de otro tipo. Otro corte, digamos. Es sencillo. Ahora fui yo el que guardó silencio, para observarlo. Uno compra pensando en la función, agregó. En lo que quiere hacer con ella. Recuerde que está comprando carne, no espíritu.

-Disculpen -dijo entonces una señora que esperaba en el lugar-, yo no quiero carne ni espíritu, pero estoy apurada… ¿alguien podría atenderme?

-La atiendo de inmediato -dijo el carnicero, ignorándome por completo.

Fue entonces que me percaté que un gran cuchillo, que estaba tras el mesón, se encontraba ciertamente a mi alcance.

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