domingo, 30 de junio de 2019

En un cementerio de automóviles.


Vivió tres años en un cementerio de automóviles.

No lo planeó, pero un día llegó ahí y luego no se movió.

Habíamos coincidido en unos cursos de un diplomado de estudios clásicos.

Ninguno de los dos asistía mucho, pero nos saludamos unas cuantas veces.

Pasaron diez años y entonces fue que nos topamos, en aquel cementerio.

Yo había ido a sacar fotografías, para un proyecto.

Él ya vivía hace un año ahí, con el maletero de un Chevy Nova lleno de libros.

Ese mismo auto lo tenía adaptado para dormir y alojaba invitados en un Oldsmobile y en un Impala.

Yo me quedé en el Impala tres días.

Una chica que me gustaba, y que estaba algo loca, se quedó en el Oldsmobile.

Él pedía que no lo molestaran, pues escribía una novela, por aquel entonces.

La escribía a mano, en cuadernos, y la transcribía en computador cuando iba de visita donde sus padres.

La novela trataba de un tipo que se había salido de la pista, en su vehículo, y había caído por un barranco.

Como el auto no se veía desde la autopista y el hombre había quedado con lesiones, ocurría que se quedaba en el mismo auto, tratando de sobrevivir.

La novela no era mala, pero me recordaba a una de Ballard, que él, en todo caso, no había leído.

No le comenté nada de la novela y él tampoco quería opiniones así que lo dejamos así.

Además, ocurrió que nos peleamos por la chica del Oldsmobile y eso nos distanció bastante.

Finalmente, según me contaron, él aguantó dos años más en el cementerio de autos.

Luego se casó y consiguió trabajo como corrector de estilo, en una editorial importante.

Recuerdo haberlo oído comentar que aquel cementerio en que vivía era el único con los cadáveres a la vista.

Ya no existe, por cierto, aquel cementerio, y en su lugar construyeron la bodega de una cadena de supermercados.

La chica del Oldsmobile, en tanto, simplemente desapareció… aunque alguien me contó hace unos días, que se mete a este blog, de vez en cuando.

sábado, 29 de junio de 2019

Un perro, por ejemplo.


“Aquello que,
al ser añadido a otra cosa,
no la hace más grande
y al quitarlo no la disminuye,
es nada”
Z.

I.

Por ejemplo, un perro.

Un perro que no muerde.

Tenemos uno con veinte dientes.

Y luego tenemos otros con treinta.

¿Podemos decir que tenemos dos perros?

¿O que entre uno y otro hay nada?


II.

Paseemos, mejor, al perro.

Con correa, para mayor seguridad, vamos a pasearlo.

Yo llevo al perro en esta dirección y usted lo lleva por esta otra.

Luego damos media vuelta y regresamos al punto de partida.

Casi como con la vida, ¿no cree?

No llegaremos nunca en el mismo instante.


III.

El instante.

Tal vez pensemos cosas distintas cuando hablamos del instante.

Ahora hay un instante, dice alguien.

O lo hubo, más bien, digo yo.

Sin magnitud el ahora.

¿Existe el perro en un instante?

¿Y si el instante no admite movimiento y vivimos en una suma de instantes…?

¿Por qué debiese creer que paseado verdaderamente al perro?


IV.

Sin moverse, el perro me mordió.

El perro que no muerde, sin moverse, me mordió.

En un tobillo se enterraron veinte dientes.

En el otro se enterraron treinta.

Hoy no tengo más tobillos.

¿Muerden todos los perros que no muerden?

¿Me hubiese mordido un perro que yo ya supiese que mordía?

Ese es el ejemplo del que hablaba.

O ese era, más bien, el ejemplo del que hablé.

viernes, 28 de junio de 2019

Cortando árboles.


Pasaron de la municipalidad cortando árboles.

Pero no diré: ¡Oh, pobres árboles…!

Me limitaré a los hechos:

Se bajaron tres hombres, con overoles.

Dos de ellos tenían motosierras.

Varios vecinos salieron a grabar, con celulares.

Otros tocaron las bocinas, en forma de protesta.

Al parecer decían que dos de esos árboles ya estaban muertos y que el otro había crecido demasiado, y las raíces estaban rompiendo el pavimento.

En un negocio, donde compro pan, dos señoras hablaban con el vendedor contándole que habían llamado a un matinal.

Pero ya había terminado la hora del programa, dijeron.

Y tras escuchar el problema, según contaron, no les pusieron mucha atención.

Ellos podrían haber hecho algo, agregaron.

Cuando regresé a casa ya habían cortado un árbol.

Era uno de los que al parecer estaban muertos.

Ahora comenzaban a cortar el segundo.

Todavía sonaba de vez en cuando alguna bocina, pero dejaron de hacerlo poco después.

Llegó una camioneta, entonces, para reunir los restos y llevárselos.

Luego se fue y volvió vacía, para repetir las acciones.

Antes de cortar el tercer árbol uno de los hombres sacó un termo y vasos plásticos, y tomaron algo.

Otro fue hasta el negocio y compraron algo de comer, para acompañar.

Vi que alguien increpaba al dueño del negocio, supongo que por haberles vendido.

Vienen al país a quitarnos los árboles, dijo alguien que pasó junto a ellos, fijándose en que dos, al menos, parecían extranjeros.

Los hombres siguieron su trabajo y cortaron el tercero.

Luego guardaron sus cosas y pegaron en los postes unos documentos informativos, sobre la situación.

Oscurecía, cuando se fueron.

Poco después la selección de fútbol jugaba por televisión.

No diré: ¡Oh, nuestra gran selección…!

Pero señalaré al menos que ganaron por penales.

Volvieron entonces a escucharse las bocinas.

Se notaba el festejo, en el lugar.

Es raro, pero no sé que ocurre con las raíces del árbol que estaba vivo, porque no fueron arrancadas.

Pero claro, no diré: ¡Oh secretas raíces…!

Y dejaré mejor de aburrirlos con todo esto.

jueves, 27 de junio de 2019

Solo decisiones.


B. decía que no existen decisiones buenas ni decisiones malas, solo decisiones. Sonaba bien la frase, pero si lo pensabas con calma, no te ayudaba ni te quitaba un peso en lo más mínimo.

Yo me hacía un lío, por ese entonces, ante cada decisión. Todavía, de hecho, pero un poco menos. Daba lo mismo si eran decisiones que podían ser trascendentales o una elección menor, el punto era que no decidía según mis propios gustos o convicciones y lo hacía finalmente ante la insistencia de otros o por alguna razón que me era ajena.

Fue así, supongo, que yo terminé vivo y B. muerto, después de enfrentarnos -más o menos-, a las mismas circunstancias.

La historia, desde fuera, puede parecer entretenida y hasta da para el guion de una película o algo así, pero como conocí a B., supongo que no es bueno entrar en detalles y dejarme llevar por los giros de las acciones, que no revelan, finalmente, nada importante.

Para el funeral de B., yo estaba afectado. Y como la hermana insistió terminé por contarle aquello que decía su hermano, sobre las decisiones, y ella mandó a escribirlo en la lápida. No existen decisiones buenas ni decisiones malas, solo decisiones. También estaba su nombre y las fechas de muerte y nacimiento. Él al menos había decidido uno de esos datos, pensé, la púnica vez que vi la lápida. Fuimos con C. D. y E., al entierro, según recuerdo, pero desde ese entonces, más o menos, hemos seguido todos por distintos caminos, y no hemos vuelto a encontrarnos.

Nunca sabremos, supongo, quien tomó el camino correcto.

miércoles, 26 de junio de 2019

Aprender a boxear.


Intentó aprender a boxear.

Más o menos aprendió.

Fueron dos años o poco más, principalmente en entrenamiento y lanzando unos cuantos golpes, sobre el ring.

Entonces fue que le organizaron una primera pelea.

Bajó tres kilos más, para pelear.

Lo logró justo a tiempo.

Era una pelea menor, a tres rounds.

Cayó una vez en el primero, otra vez en el segundo, y una última vez en el tercero.

Entonces declararon K.O. técnico.

No le rompieron mucho el rostro, así que festejamos al menos eso.

Mientras bebíamos me pidió ver las fotos.

Yo había sacado varias, a petición suya, durante la pelea.

Como ochenta fotos, alcancé a sacar, desde que se subió al ring.

En ninguna foto, sin embargo, salía él dando un golpe.

Parecía molesto.

No entendí que la molestia era conmigo hasta que fue explícito.

Me acusó de buscar humillarlo.

Dijo que mi amistad siempre fue dudosa y que probablemente todo estaba planeado.

Yo intenté explicarle que no podía planear que le sacaran la cresta.

Él se quedó callado.

Terminamos las cervezas y salimos del lugar.

Ya afuera me ofreció pelear.

No me gusta pelear, pero acepté, para ver qué hacía.

Entonces me dijo que le lanzara un golpe, dándome ventaja.

Intenté negarme, pero él insistió.

Al final terminé por aceptar la oferta.

Él estaba parado frente a mí, con la guardia baja.

Yo hice un amago y al final opté por darle una patada lo más fuerte que pude, en los genitales.

La patada fue perfecta.

Me llegó a doler el pie.

Él gimió, se elevó un poco y cayó al piso, retorciéndose.

Como no podía hablar, le aclaré que no había especificado a qué tipo de golpe se refería.

Además, yo no sabía boxear.

Mientras él seguía en el suelo saqué la máquina y le tomé una foto.

Pensé en sus años de entrenamiento y en la forma que había elegido gastar la vida.

No es que mi forma fuera mejor, pensé, pero al menos estaba de pie y él no tenía fotos mías doblado en el piso.

Respiré hondo.

Busqué en mi memoria una frase para coronar todo aquello, pero lo cierto es que no se me ocurrió.

Pensé que al menos se me ocurriría en casa, al escribir el texto.

Pero tampoco.

Así que lo dejé así.

martes, 25 de junio de 2019

Los concursantes.


I.

-Tienen ojos y no ven… -dijo J.

-¡Yo sé… yo sé…! -gritó P.-. ¡Las agujas…!

-Tienen orejas y no oyen… -continuó J.

-¡Los jarrones…! -gritó P., orgulloso-. Estoy seguro que está hablando de jarrones…


II.

El día del concurso hubo tormenta.

Podían verse rayos, a la distancia, como si fueran parte del espectáculo.

El premio había sido guardado, para que no se mojase con la lluvia.

Y los concursantes, cuando nadie los miraba, habían hecho un pacto.


III.

Entre rayo y rayo los concursantes acordaron lo siguiente:

Ganase quien ganase, al fin del día, repartirían lo ganado.

Porcentajes iguales, especificaron, sea cual sea el resultado.

Lamentablemente, para ellos, se filtró la noticia del arreglo.


IV.

A segundos de comenzar el organizador se enteró del plan.

Decidió entonces fingir que no sabía.

Mientras lanzaba las preguntas llegó a la solución.

Los haría concursar, esta vez, por algo indivisible.


V.

A pesar del arreglo el concurso resultó animado.

Llegaron empatados, a la ronda final, prácticamente sin errores.

Entonces, cuando faltaba un solo desafío, el organizador habló del premio.

Y nombró aquello indivisible, pero los concursantes no entendieron.


VI.

-Tienen ojos y no ven… -dijo J., algo molesto.

-¡Yo sé… yo sé…! -gritó P.-. ¡Las agujas…!

-Tienen orejas y no oyen… -continuó J.

-¡Los jarrones…! -gritó P., orgulloso-. Estoy seguro que está hablando de jarrones…

lunes, 24 de junio de 2019

Pozo.


Estuvieron un mes y medio cavando un pozo para encontrar agua. Yo los ayudé la primera semana y luego les llevé el tiempo. Me había dislocado un hombro y trizado unas costillas, tras una caída, así que no resulté de gran utilidad. Luego de aquello les ayudé con los cálculos. Cuánto avanzaban por día, humedad de la tierra según profundidad… cosas de ese tipo. No sé ni para qué servían, aquellos datos. No parecía ir muy bien la excavación hasta que el día 87 dieron con un pequeño río subterráneo. Comenzaron entonces a sellar el pozo y a trabajar en el brocal y a medir la pureza del agua. Compraron químicos para eso. Yo ayudé en el proceso, aunque principalmente seguía siendo el encargado de los apuntes. El agua resultó limpia y podía beberse, incluso, directamente. Todos probamos, como última prueba, y ninguno se descompuso. Seis días después el pozo estaba operativo. Sacábamos agua en la mañana y en la noche, y esta última salía tibia. Una noche en que salió más caliente de lo habitual -yo me había acostumbrado a anotar cifras y llevaba la cuenta de la temperatura-, descubrimos que venía una culebra roja, en el agua. No medía más de 40 centímetros y era delgada. Le pusimos un nombre y la dejamos viviendo en un barril. De vez en cuando movíamos el barril para que le diera el sol y nos preocupamos de alimentarla. Uno de esos días, sin embargo, descubrimos que no estaba. El barril había quedado tapado, pero debía haber encontrado alguna forma de escapar. La buscamos durante algunos días, pero mientras pasaban los días comenzamos a dudar ente nosotros.  Lo hablamos una vez y fue peor. Las discusiones siguieron por doce días. Yo hacía un resumen cada noche, como si llevara un acta. Fue entonces que decidimos dejar la cabaña. Arreglamos ciertos temas económicos y nos fuimos todos, el mismo día, del lugar. Tapamos el pozo y yo me llevé dos cuadernos que había llenado de cifras, y de otros apuntes. Hoy los encontré, de casualidad, y recordaba la historia. Ahora pienso que tal vez, en el juicio, cuando tuvimos que declarar, hubiese servido llevar esos cuadernos. Y es que si hubiese habido una muerte, sin duda algo habría aparecido en ellos, o habría influido en las cifras, de alguna forma. Igual ya es tarde para eso, en todo caso. A veces pienso que para darle un cierre a lo que ocurrió debo ir hasta ese lugar y arrojar estos cuadernos en el pozo. Después de todo, soy el último que queda y además yo soy quien tiene los cuadernos. Eso es lo que pienso, al menos.

domingo, 23 de junio de 2019

Cuidado.


Ahora que no tengo una mujer que me regañe por llegar tarde, no llego tarde, me dijo. Tampoco borracho. Y hasta he dejado de despotricar contra el mundo, como ella decía. El trabajo sigue sin gustarme, claro, pero supongo que lo acepto. Lo veo venir, digamos, como al tiempo, después de los pronósticos. Lavo y cuelgo mis ropas. Hasta plancho mis camisas y me quedan bien. Tengo un poco revuelta la casa, pero mucho menos que antes. Cocino yo mismo y lavo los platos apenas termino de comer. Los niños vienen los fines de semana y tratamos de salir. El dinero no es mucho, pero nos arreglamos. Me sorprendo llamándolos por teléfono durante la semana y también he recibido unas pocas llamadas sorpresivas. Supongo que eso es bueno. Así se siente al menos. No hago yoga ni voy a la iglesia, pero riego mis plantas. Me he dado cuenta que están vivas. Suena profundo eso, pero no lo es tanto. Son cosas de las que uno se da cuenta nada más. A lo que me refiero es que no soy otra persona. Sé que no es un mal periodo, aunque de vez en cuando me vengo abajo por la culpa. No sé bien de qué. Tal vez porque siento que he hecho daño. He dejado de hacerlo, claro, pero ciertas cosas ya están hechas. Mal hechas, claro. De todas formas, si me centro en eso no lavaré los platos ni plancharé mis camisas ni llamaré a mis hijos y hasta se morirán las plantas. Debo tener cuidado con eso. Ella no lo entiende, claro, pero debo tener cuidado… ¿quieres otro café, a todo esto? ¿o algo de comer? Pide tranquilo, me dijo, ya pagué por todo. Ahora me cuentas cómo estás tú.

sábado, 22 de junio de 2019

Un hombre así.


Una vez fue pareja de un hombre así, nos contó. Un hombre elegante y exitoso. Él había tenido un matrimonio que no había funcionado y un hijo que iba a un importante colegio inglés. Era un tipo correcto, culto e interesante. Tanto que a ella le pareció falso. Pensaba que no decía la verdad. Sentía que quería en realidad otra cosa cuando decía quererla a ella. Por lo mismo, insistía en preguntarle por qué la quería. Él primero se lo tomó a la ligera, luego buscó respuestas agradables, pero finalmente ella se dio cuenta que no sabía qué decir. O eso creyó descubrir, al menos, al escuchar sus palabras. Una vez intentó decírselo claramente, cuando estaban en el auto. Él tenía un auto muy grande y lujoso. Un auto negro. A veces cuando él la iba a dejar prefería no bajar del auto y tenían sexo ahí, prácticamente como despedida. No era un sexo tan apasionado, comentó ella, se trataba más bien de algo que debía hacerse en algún sitio, simplemente. Como un tipo que busca un árbol o un rincón oscuro, porque le vinieron de pronto ganas de orinar. A ella no le ofendía eso, sin embargo. Le ofendía que dijera quererla, más bien. O hasta amarla, como soltaba él de vez en cuando.  Siguió culpándolo de eso hasta el día en que se separaron. Ella le devolvió un anillo que él le había dado. Lo trató de mentiroso, aunque el tipo insistía en que decía la verdad. Finalmente, concluyó que el hombre no solo le mentía a ella, sino que también se mentía a sí mismo, que era peor. No estoy para esos trotes, intentó ella explicar esa vez. El tiempo demostró que no era cierto.

viernes, 21 de junio de 2019

Una rata no puede empeñar su cola.


Una rata no puede, para seguir viviendo, empeñar su cola.

O no debe, digamos más bien.

Pero ya saben ustedes como son las ratas.

No hacen caso a razones y sus ojos rojos no enfocan argumentos.

Una por ejemplo llegó el otro día con un cuchillo en la mano.

Se paró en dos patas, frente a mí escritorio, y subió su cola a la superficie.

Entonces atrapó su cola con una pata -porque la cola intentaba escabullirse-, y acercó el cuchillo hasta la base, donde se disponía a cortar.

Alcancé a reaccionar, afortunadamente, y la detuve en el momento.

Y entonces fue que intenté explicarle que no podía -o no debía, más bien-, empeñar su cola.

Chilló la rata, sin embargo, en vez de escucharme y se subió en el escritorio, sin preocuparse de los documentos que yo ordenaba, sobre él.

Pensé que tal vez se pensaba lagartija, o que simplemente montaba un show, para salirse con la suya.

No logrará nada de esa forma, le dije, mientras lanzaba el cuchillo lejos, pues al parecer era eso lo que buscaba.

Sus ojos brillaron y saltó por él, igual que un perro por un hueso.

En ese momento apreté el interfono y llamé a los guardias

Llegaron dos.

No eran ágiles ni muy fuertes ni valientes, pero al menos sabían seguir órdenes.

Redujeron a la rata y recogieron la cola -no alcanzaron a evitar que la cortara, sin embargo-, y la arrojaron en una calle pequeña, que está atrás del edificio.

Luego llamé a alguien para que limpiara la alfombra.

No lo hizo tan mal.

Antes de irme, ese día, miré a la rata desde una ventana y vi que estaba comiendo su cola.

No parecía ella misma.

Morirá de todas formas, pensé, pero ahora su muerte será indigna.

Pensé en contarle a mi chofer, camino a casa, lo que había ocurrido ese día.

Pero luego pensé que no entendería.

Llegué así, sin mayor novedad, al calor de mi hogar.

Casi todo estaba en orden.

jueves, 20 de junio de 2019

¿Quién está soñando ahora?


*

Ayer sabía algo, que hoy olvidé.

Y como lo olvidé, claro está, no puedo hablar de ello.

Debo hablar por tanto hoy, de lo que podré olvidar mañana.

Esa es, digamos, la consigna.

No dije salvación, si se fijan.

Dije consigna.

Dos veces, lo dije.

Casi tres.


*

Hoy.

Tenemos una cocina nueva.

Y nos alegramos.

Justamente porque tenemos una cocina nueva.


Es extraño, si lo piensas.

Es extraño porque no tenemos cosas nuevas, en el resto de la casa.

Sillones, sillas, estantes, mesas pequeñas y una grande…

Todo tiene ya sus años.

Aunque cada una de esas cosas fue nueva, por supuesto, alguna vez.


Nosotros mismos, incluso.

Aunque no nos agrade considerarnos como cosas.


¿Alguien entiende realmente por qué nos alegramos?


¿Alguien comprende por qué dejamos de alegrarnos, otra vez?


*

¿Quién está soñando ahora?

Le digo.

¿Quién está soñando ahora?


Como una casa, bajo la cual, se está filtrando el agua.

Tienes termitas bajo las uñas.


Igual que niños escondidos bajo las sábanas.

Así viven las termitas.

Astillan la carne que parece de madera.

Y de esa forma permanecen.


Solo queda esperar, a ver qué ocurre.

Eso es lo que queda.


¿Quién está soñando ahora?

Le digo.

¿Quién está soñando ahora?

¿Y para qué?

miércoles, 19 de junio de 2019

Un cigarro, en el sueño.



Me di cuenta que era un sueño porque mientras hablaba, tenía un cigarro encendido en mi mano, y el cigarro no se consumía. Lo extraño es que, en medio del sueño, me hice consciente no porque no se consumiese el cigarro, sino porque no fumo, simplemente, en mi estado de vigilia. Entonces, aún en el sueño, decidí dejar de hablar, pues sentía que hacerlo requería gran energía y me sentía agotado. No pude hacerlo de inmediato, sin embargo, pues sentí que debía concluir lo que estaba diciendo, no sé bien por qué.

Tampoco tengo muy claro de qué hablaba, pero sí que llevaba largo rato haciéndolo y debía detenerme. Fue entonces que observé el cigarro y me dije que ese no era yo. O que, si era yo, aquello era un sueño. Para confirmarlo comencé a fijarme en los rostros de quienes escuchaban. Los veía claramente. Creo que los incomodé al hacer eso, porque empezaron a murmurar entre ellos. Este hueón sabe que está dormido, le escuché decir a uno. Entonces dejé de hablar.

Muchas veces me ocurre que aquellos que aparecen en mi sueño son cómplices de algo. O más bien, saben algo que yo no sé. Generalmente ese algo parte con saber que estoy dormido, pero se extiende a otros saberes que me da un poco de temor descubrir. De todas formas, siento que, en el sueño, puedo mínimamente engañarlos. Tras ser consciente del sueño, por supuesto. Seguirles hablando, por ejemplo. O estar atento a sus movimientos, por si revelan algo. En esta oportunidad, por ejemplo, averigüe algo.

Lo que averigüé tiene relación con un nombre. Y también con algo que está bajo tierra. Vi el lugar exacto donde estaba, aunque no sé todavía, dónde está ese lugar. De todas formas, estaré atento a descubrirlo. Era algo pequeño, por cierto, lo que estaba bajo tierra. El nombre que recuerdo también era breve. Me quemé con el cigarro, sin que se dieran cuenta, en el sueño, para recordar lo sucedido. Mientras escribo, puedo observar la pequeña quemadura, que desaparecerá poco antes de llegar al final.

Este es el final.

martes, 18 de junio de 2019

Ese que flota ahí.



I.

Le gustaba flotar en la piscina.

A veces pasaba horas, de hecho, flotando.

Lo hacía cuando estaba a solas.

Con otros habría llamado la atención y no era eso lo que buscaba.


II.

La piscina no era muy grande, pero para flotar le alcanzaba sin problemas.

A veces flotaba boca abajo, pensando que se asemejaba a un muerto.

En otras ocasiones lo hacía de espaldas, hasta sentir que era un objeto.

Esa última forma era su preferida. Mejor un objeto que un muerto, decía.


III.

Cuando flota boca arriba lo hace con los ojos abiertos.

No es consciente, sin embargo, que lo hace de esa forma.

Y es que asume tanto su rol de objeto, que no fija la vista en nada.

Como si dejase la vida colgando de una percha, cuando flota.


IV.

Le hubiese gustado verse flotando, desde fuera.

Ese que flota ahí, soy yo, habría dicho.

Creía que era necesario una forma de hacer eso.

Llevarse puesto no debiera ser algo obligatorio, pensaba.


V.

Cuando la piscina está vacía él se desespera.

Ha intentado otras fórmulas, pero siente que se engaña.

Como un adulto satisfecho, tras abrocharle los cordones a un niño.

Yo no quiero vivir esa mentira, se dice.


VI.

La mitad de nosotros nunca lo tomó en cuenta.

Yo, que lo vi flotar, sé que lo decía en serio.

No quiso llamar la atención, eso es seguro.

Mejor un objeto que un muerto, decía.

lunes, 17 de junio de 2019

El perro Kees Popinga.


I.

Encontré un perro pequeño, caminando bajo la lluvia.

El perro tenía un collar que decía Kees Popinga.

No había número telefónico ni dirección en el collar, así que me limité a poner un aviso en redes sociales y preguntar en los negocios cercanos.

No conseguí respuesta alguna.

Llevé el perro a casa, mientras se resolvía la situación.

Ya con más calma, buscando en internet, descubrí por qué el nombre me sonaba familiar.

Se trataba del protagonista de una novela escrita por Simenon, que había leído hace muchos años.

Recuerdo que fue la primera que me hizo poner más atención en el autor, que hasta entonces solo conocía por algunas historias de Maigret.

La novela, por cierto, era El hombre que miraba pasar los trenes.


II.

Aclaro que prefiero no hablar, que hablar de esa novela a la ligera.


III.

Kees Popinga, el perro, era tranquilo.

Se notaba que era un perro de casa, pues se comportaba de lo más bien.

Me acompañó varios días en que seguí preguntando por el sector si alguien lo conocía.

Una mujer, que vio el perro, me dijo que ella estaba dispuesta a cuidarlo, si no aparecía un dueño.

La mujer vivía sola, según me contó, y quedamos en que se lo llevaría después de una semana, si no había novedad.

Durante esa semana, seguí preguntando y no obtuve respuestas positivas.

Por las noches, el perro durmió en mi pieza, y me dediqué a leerle la novela de Simenon, que tenía medio olvidada, en mi biblioteca.

El perro escuchó tranquilo, aunque me miraba más atento, cuando leía en voz alta el nombre: Kees Popinga.


IV.

El perro se fue con la mujer sin poner reparo alguno.

Nos miramos tranquilos, sencillamente, y si alguien tuvo un poco de pena, fui yo.

Terminé de leer la novela en voz alta, aunque estaba a solas en mi cuarto.

Finalmente, pensé que si escribiese un texto titulado, La verdad sobre el perro Kees Popinga, era bastante probable que bajo aquel título, no lograse escribir, siquiera una palabra.

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