viernes, 14 de junio de 2019

El hombre que dejó ir un cometa.


Lo tuvo y lo dejó ir. Estaba orgulloso de eso. Decía que mejoró su español solo para contar correctamente su historia. Yo la escuché al menos tres veces y debo haberlo visto no más de unas cinco. Era australiano, según contaba, aunque había vivido en varios otros países durante casi toda su vida. En Chile estaba desde hacía quince, y como ya llegaba a los ochenta y había sufrido dos infartos, decía que lo más probable era que se quedara acá. Había llegado a trabajar en un observatorio, en Chile, donde estuvo algunos años. Ya había descubierto al cometa cuando llegó acá, nos contaba, pero fue en nuestro país donde terminó de corroborar su existencia y hasta pudo calcular tiempos y verificar parcialmente su trayectoria. Treinta años, nos dijo, había ocupado al menos en ese cometa. Un poco como Ahab, pensé yo, solo que acá no había ballena ni venganza alguna de por medio.  Fue entonces, cuando pensó que tenía los datos suficientes para transformar su investigación en algo más trascendente. Y fue también entonces, contaba orgulloso, cuando de un segundo a otro decidió abandonar todo aquello y dejarlo ir. Ya había escrito decenas de cartas y avanzado en documentos, nos dijo, pero fue un día barajando nombres que comprendí que ponerle uno era casi una crueldad, y me dio un poco de risa y vergüenza todo aquello. Era como querer clavarlo con alfileres. No es que estuviera mal o fuera grave, pero era tonto. Tonto porque era innecesario… Así que entonces lo dejé ir. Decía esta última frase con una sonrisa y mirando siempre a los ojos. Soy el hombre que dejó ir un cometa, concluía. Y los ojos le brillaban. Y mi corazón latía rápido mientras lo escuchaba, porque quería -o necesitaba, más bien-, que aquello fuera cierto.

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