viernes, 7 de junio de 2019

En Bucarest.


Para ahorrar dinero me recomendaron dormir en un cine, en Bucarest. Por aquel entonces había al menos tres que daban rotativos toda la noche. La entrada era barata y, salvo uno, eran cines relativamente decentes y tranquilos. Lamentablemente, me quedé en el que no lo no era.

Elegí ese porque daba cine arte. Pensé que aseguraría un público menos complejo, pero al final resulto que iban ahí justamente los que lo destinaban a dormir, o a hacer negocios extraños. Por esos días recuerdo que había un especial de cine húngaro, lo suficientemente lento y silente como para dormir o conversar sin mayores interrupciones, casi toda la noche.

La primera noche que estuve ahí -fueron solo tres, finalmente-, acuchillaron a un tipo, me ofrecieron billetes falsos y vi a un grupo inyectándose una sustancia con tintes fosforescentes. Cuando se me acercó uno a tantear quién era yo, le dije que estaba ahí a la espera de algo. No dije más, pero cuando se me acercó otro -en una actitud un poco más hostil que el primero-, decidí subir la apuesta y le señalé que esperaba que me llevaran la cabeza de alguien, sin dejar de mirar la pantalla. El tipo fue y le dijo algo a los miembros de su grupo. Nadie volvió a acercarse durante esa noche.

La segunda noche un tipo llevó de comer para todos. El tipo tenía una pistola que le asomaba desde un bolsillo y llegó con tres chicos que repartieron una especie de sopa de fideos y pollo frito. También llegó con él una chica con una cicatriz en la cara y que llevaba un maletín rosa. Esa noche, después, llegaron un par de policías a hablar con el tipo. Charlaron amistosamente y se llevaron, hacia el final, el maletín que había traído la chica. A mí, en tanto, dos tipos me preguntaron si todavía no me llevaban mi encargo, saludándome con cierto respeto.

La tercera noche me llevaron la cabeza. Ya casi dormía cuando un viejo dejó junto a mí una especie de bolso de viaje, a medio cerrar. Luego se sentó dos filas delante de mí, dándome la espalda. Fue entonces que abrí un poco más el cierre del bolso, metí una mano y agarré una oreja. Sin saber aún lo que era tantee el rostro, que me pareció bastante duro y comprendí todo tras palpar un ojo y una ceja. Todo esto lo hice sin mirar el contenido, por supuesto, fijándome en la espalda del viejo que parecía concentrado en la película húngara, que mostraba a una pareja de campesinos sentados en un pasillo.

Esperé un rato más, mientras pensaba qué hacer hasta que me decidí por abandonar el lugar. El viejo que me había dejado el bolso permanecía quieto y me paré justo en la parte en que en la película encendían un tractor, para disimular mis pasos. Caminé hacia la salida mostrándome seguro, mientras un tipo se despidió de mi levantando una mano. Luego fui rápido hasta la gasolinera donde dejaba mi mochila y me duchaba, cada mañana. Aún no amanecía, pero ya faltaba poco así que solo esperé unos minutos antes de tomar mis cosas y subir a un bus que me dejó en la frontera con Bulgaria.

Así fue como conocía a Béla Tarr.

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