miércoles, 22 de enero de 2020

Zombis, probablemente.


Les disparó a la cabeza. A los tres. Porque decía que eran zombis. No estoy seguro si lo creía así realmente, pero al menos eso es lo que declaró. Y por la forma en que destruyó las cabezas después de dispararles (el calibre del arma no era suficiente para volarlas en pedazos, como ocurría en las películas) podríamos determinar que su versión es cierta y no darle más vueltas al asunto.

Así y todo, debo reconocer que le doy, igualmente, vueltas al asunto. No a los asesinatos en sí, sino a las razones que lo llevaron a considerarlos como zombis. El juicio no se centró en ellas, por supuesto, aunque el fiscal resaltó que el asesino consideró a las víctimas como zombis desde varios meses antes del ataque, por lo que pedía que se considerara que el acusado había actuado con premeditación. La defensa, en tanto, apelaba únicamente a la salud mental del imputado, tratando de declarar nulo el juicio a partir de su condición.

Una de las cosas que me llamó la atención de las declaraciones fue la lógica del acusado cuando le preguntaron si se sentía amenazado por la presencia de los que él consideraba como zombis, y cómo explicaba que no lo hubiesen atacado en tanto tiempo. A esto, el imputado señaló que los zombis posiblemente creían que él también era uno de ellos, pues las diferencias entre zombis y vivos eran, según sus palabras, muy difíciles de apreciar.

Luego de cuatro sesiones el juicio llegó a término y condenaron al acusado a treinta años de presidio efectivo, desestimando su condición mental. Pocas semanas después se informó en la prensa del fallecimiento del asesino, tras chocar violentamente su cabeza contra las paredes de la celda en la que se encontraba, sin que los guardias hubiesen alcanzado a reaccionar. Por disposición testamentaria -y porque nadie se opuso, en realidad-, su cuerpo fue enterrado junto a los tres que había matado, en una tumba familiar.

La tierra, sobre la tumba, ha permanecido intacta, desde entonces.

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