martes, 7 de febrero de 2023

Casi al final de la jornada.


Los enanos subieron al escenario casi al final de la jornada. Eran seis. Todos vestían el mismo atuendo, pero sus rostros eran en extremo disímiles. Cinco llevaban instrumentos musicales y los otros dos únicamente cantaban. Apenas subieron al escenario el público del lugar los saludó efusivamente. El público del lugar, por cierto, era exacta y únicamente eso: público del lugar. Es decir, habitantes del pueblo en que se desarrollaba aquel evento y, al parecer, conocidos y vecinos de esos enanos que daban forma al grupo musical que ahora los representaba.

Iniciaron su presentación con un par de tonadas folclóricas que no identifiqué específicamente, pero cuyo ritmo se reconocía con facilidad. El público se mostraba extasiado. Coreaba las canciones, bailaba… algunos hasta lloraban. Los enanos, en tanto, tocaban su música con una expresión fija, sin alterarse en lo más mínimo, como con cierta indiferencia. Sin un ímpetu especial, me refiero.

Luego de sus temas de apertura, algunos enanos fueron por otros instrumentos y comenzaron a tocar temas cada vez más extraños y aparentemente ajenos al folclor de ese lugar. A pesar de eso, los asistentes parecían conocer estos temas y reaccionaban ante ellos de forma aún más efusiva que ante las primeras canciones. A modo de ejemplo, diré que cuando tocaron el tema acompañado de gaitas, llegaron a desmayarse dos personas.

-¡Son impresionantes…! -me dijo un asistente, cuando hubo un intermedio.

-Eh… sí, son buenos -comenté.

El hombre se detuvo a observarme, molesto por mi falta de entusiasmo. Luego comentó algo con su pareja y otros vecinos que me observaron de igual forma.

Como los enanos no regresaban al escenario todavía, otros volvieron a hablarme.

-¿Tiene algún problema físico? -preguntó uno-. No lo vimos bailar.

Yo sonreí, pero no contesté.

-¿Acaso no disfrutó del talento de nuestros vecinos?

-Sí lo hice -señalé, apaciguador-. Eran muy talentosos.

-¿Cuál fue el músico que más lo impresionó? -preguntó otro.

Yo lo escuché nervioso. No sabía qué contestar. Intenté recordarlos.

-El del guitarrón -dije finalmente, esperando su aprobación

-¿Se está burlando? -dijo otro de forma amenazante-. No había nadie con guitarrón, solo guitarras, supongo que se burla usted por su tamaño.

Como la acusación fue dicha en voz alta otro grupo del público se acercó y se acercaron a mí directamente. Unos cuantos me sujetaron cuando quise huir y los otros me llevaron a rastras hasta la parte trasera del escenario, donde me arrojaron a una charca de barro y me patearon un rato, hasta que comenzó a sonar la música nuevamente.

Magullado, intentando reponerme, debo reconocer que la música que llegaba desde el otro lado me pareció, ahora sí, magnífica. Una música distinta, digamos, que entraba y quedaba resonando en uno, aliviando en parte el dolor provocado por los golpes que había recibido.

De hecho, debo reconocer que en un momento pude irme, pero decidí quedare un rato más en el lugar solamente para terminar de escucharlos, a pesar de las condiciones en que me encontraba.

Fue así que me dormí, supongo, apoyado contra uno de los pilares de la parte trasera del escenario.

Me despertó la luz del sol, al otro día, y me quedé un rato observando a unas gallinas que caminaban por el lugar, como si les perteneciera.

Poco después, me puse de pie y decidí regresar al hostal donde alojaba.

Extrañamente, lo encontré con facilidad, sin detenerme a pensar dónde se encontraba o la ruta que debía seguir para regresar.

Como si siempre hubiese sido consciente de su existencia, en definitiva.

O como si ya fuese parte de aquel lugar.

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