J. se excusa diciendo que conoce la teoría, pero no
la parte práctica.
Yo le pregunto por qué.
Entonces J. me explica que aprendió sobre el tema
en un curso a distancia, antes incluso de la era digital, cuando esos cursos se
desarrollaban por correo.
Yo no creo su excusa.
Se lo digo.
J. insiste. Me acusa entonces de una serie de cosas
que se reducen a la idea de que yo me siento superior, o algo similar. Por otro
lado, alega que nunca tuvo el tiempo que yo tuve como para elegir otra opción.
Tras escuchar sus argumentos le ofrezco a J. que me
explique la parte teórica que maneja sobre el tema. Le propongo, asimismo, no
considerar lo práctico.
J. tartamudea. Comienza entonces un par de frases,
pero no las termina. Luego me habla de un perro que tuvo hace veinte años, y
que se llamaba Amígdalas.
Yo escucho.
Tras varios minutos oyendo historias sobre el
perro, J. me dice que justamente él es el culpable.
Así, explica que si bien el curso por correo era
muy completo, Amígdalas se comía de
vez en cuando parte de la correspondencia, por lo que su conocimiento teórico
tiene algunos baches.
Yo me muestro escéptico.
Al mismo tiempo, se lo hago saber, con palabras.
J. se indigna y me acusa de insensibilidad, de egoísmo
y hasta de maltrato animal, por poner en duda las acciones de un perro difunto,
que ni siquiera puede defenderse.
J. llora, mientras habla.
Yo escucho.
Por un momento, pienso que hasta puede tener razón
en acusarme de insensible.
J. golpea la mesa con los puños, antes de irse.
Yo dejo que se vaya.
Respiro hondo y me preparo para seguir.
Poder creer
en algo… me digo.
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