A medio camino olvidé por qué subía a la montaña. Me
lo pregunté de pronto, tras torcerme el tobillo y seguir avanzando con leves
molestias. No es que quisiese regresar. No se trataba de eso. Era más bien un
cuestionamiento básico que apuntaba a una finalidad concreta. Una finalidad que
brillara como un faro, en la montaña. Y un faro siempre es necesario. Con todo,
sospechaba haber conocido mis razones, en algún momento. Haber sido consciente
de ellas, me refiero. Así, intenté recordar, mientras avanzaba, pero la
desconcentración me llevó a demorar el avance y a dificultar la planificación
de los tiempos. Por lo mismo, la noche me encontró aún a medio camino de la
cumbre. Un poco confundido, decidí finalmente intentarlo. Y es que si bien no
había un camino marcado, las dificultades me parecieron menores, y me apresuré
a hacerlo. Fueron al menos cuatro horas, finalmente. Cuatro horas más que lo
que me demoraba habitualmente. Y claro, debo reconocer que era extraño. Que se
sentía extraño, me refiero. Subir así y no saber para qué… O más bien, intuir
que se ha olvidado el para qué e intentar rastrearlo todo el tiempo. Buscar el
interruptor donde se encendía el faro, si se tiene en cuenta el ejemplo
anterior. Saber cuándo se llega a destino… Con todo, también cabe la
posibilidad de que el faro se encuentre en otro sitio, o hasta que pueda ser
visto subiendo, al ritmo de uno, la montaña. Usted me entiende, supongo.
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