viernes, 24 de diciembre de 2021

Ella en un columpio.


Cuenta con orgullo que estuvo una vez más de cuatro horas en un columpio. Lo dice como si hubiese batido un récord o como si esa acción no pudiese ser realizada por ningún otro. Solo columpiándome, recalca. En una y otra dirección. Sin detenerme en ningún momento.

Tras oírla le pregunto si tengo que asombrarme. O pedirle un autógrafo, tal vez. Ella sonríe, pero la conozco lo suficiente como para entender que percibe esto como un asunto serio. O como un hecho que yo todavía no comprendo ni valoro en su real magnitud. Probablemente por eso se ve obligada a detallar otra serie de observaciones: que no estaba escuchando música, que no estaba con nadie mas con quien pudiese haber conversado o distraerse, que no estaba concentrada en el paisaje ni en ningún otro pensamiento. Lo que yo hacía exclusivamente era estar columpiándome, recalca. No estar en el columpio, que es distinto. No sé si captas la trascendencia de lo que estoy diciendo. O del hecho, más bien, que te estoy contando.

Probablemente no, acepto. Y me disculpo. Solo veo que te convertiste en una especie de péndulo, arriba del columpio, por poco más de cinco horas.

Un péndulo solo cuelga y es arrastrado, no tiene voluntad propia, me corrige entonces, molesta.

Pues entonces te convertiste en una especie de péndulo con voluntad propia, le digo, intentando no complicar más las cosas.

Ella me mira entonces, con cierta condescendencia. Justamente como desde arriba de un columpio.

No entiendes nada sobre la voluntad, me dice. Ni sobre el movimiento. Ni te abres a otras formas de hacerte cargo de tu propia existencia.

Puede ser, le digo entonces, finalmente.

Puede ser.

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