viernes, 17 de julio de 2020

Aséptico.


Tenía que inscribirme en algo así que elegí un taller en el que enseñaban a fabricar jabón.

Lo hice porque me acordé en ese instante de El club de la pelea, y pensé que podía ser algo emocionante.

Fue un razonamiento absurdo, por supuesto, pero en mi mente tenía la imagen de unos tipos robando grasa humana y huyendo hasta una especie de fábrica secreta, en la que hacían jabones.

En el taller, en cambio, resultó que solo había productos químicos, muy bien ordenados y envasados en frascos de vidrio, en una repisa detrás de la señora que dirigía la clase.

Debido a mi elección, debí pasarme el día entero ahí, sin poder evadirme pue además resulté ser el único inscrito.

Me gustaría decir que la historia dio un vuelco o que comprendí algo trascendental o que disfruté la simpleza de lo que hicimos o dedicar unas líneas a profundizar sobre la limpieza y la suciedad o cualquier cosa que sirva para justificar no solo el haber elegido este taller, sino la escritura de este texto.

¿Qué debo hacer entonces para justificar la existencia de ese día y de estas palabras?

¿Dejar una conclusión tal vez hacia el final del texto, para sonar más interesante, como en una fábula contemporánea?

Puede ser.

Lo acepto.

Imaginen si quieren esa conclusión como la única frase en la lápida de alguien, al que nunca conocieron:

La emoción siempre estaba en otro sitio.

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